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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

© 2010 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.
CENICIENTA POR UN DÍA, N.º 52 - abril 2011
Título original: Cinderella and the Playboy
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-9000-289-6
Editor responsable: Luis Pugni

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Cenicienta por un día

LOIS FAYE DYER

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Capítulo 1

—EH, Jennifer... Acaba de entrar el doctor Demetrios.

A Jennifer Labeaux no le pasó desapercibida la sonrisa traviesa de su compañera Yolanda. Miró por encima del hombro y, como siempre, se le aceleró el pulso al ver al hombre alto y moreno que se dirigía a una de las mesas que ella atendía en el restaurante Coach House.

El doctor Chance Demetrios debía medir un metro noventa, o más, y tenía la constitución de un jugador de rugby. Llevaba el pelo algo largo, y sus ojos eran de un marrón profundo, unos ojos brillantes que embrujaban a Jennifer cada vez que hablaba con él.

Lo vio acomodarse en el reservado donde se sentaba cada vez que iba al restaurante: el tercero contando desde el fondo, al lado de la ventana. Siempre se sentaba en la zona en la que ella atendía, y aquello la halagaba pero también la incomodaba. No era que no le gustara; todo lo contrario. Pero le hacía desear cosas que sabía que no podía tener, y la fuerte atracción que sentía por él no podía ser buena. Chance era demasiado sexy, demasiado rico y demasiado de todo para alguien como ella, una camarera para la que salir el sábado por la noche equivalía a visitar la heladería del barrio con su hija de cinco años.

En los últimos seis meses, Chance había ido al restaurante casi cada mañana. El modo en que la miraba no dejaba lugar a dudas de su interés por ella, y había ido desarmando poco a poco su recelo con su afabilidad y el hecho de que nunca se tomara a mal sus repetidas negativas. Además, las conversaciones que había oído entre otros clientes y él no habían hecho sino aumentar su atracción por él. Parecía que su interés por las personas que frecuentaban el restaurante era sincero.

De todos modos, aunque pudiese permitirse salir por ahí y divertirse de vez en cuando, nunca saldría con Chance Demetrios. Había oído que iba de flor en flor, y si quisiese volver a salir con un hombre, no sería con un donjuán.

Se metió una carta debajo del brazo, tomó una bandeja y colocó en ella un vaso de agua con hielo, una taza y una cafetera, antes de dirigirse hacia él.

—Buenos días, doctor Demetrios —lo saludó con una sonrisa.

—Buenos días, Jennifer.

Como siempre, el oír su nombre de labios de Chance Demetrios la hizo estremecer por dentro, y sintió una oleada de calor en el vientre.

Decidida a ignorar la reacción rebelde de su cuerpo, mantuvo la vista fija en la taza mientras le servía el café. Luego se puso la coraza, dejó la cafetera en la mesa y sacó su libreta y su bolígrafo. A pesar de que se había preparado, cuando sus ojos se encontraron con los cálidos ojos castaños de él sintió, como tantas otras veces, una especie de chispazo. Luego le sonrió, y Jennifer casi se derritió.

—¿Lo de siempre? —le preguntó.

Gracias a Dios que su voz no dejaba entrever la agitación que sentía por dentro, pensó con alivio y no poca sorpresa.

—Sí, por favor —respondió él con una sonrisa divertida—. Y de paso podrías ponerme un goteo intravenoso de café solo bien cargado.

—¿Trabajaste hasta tarde anoche? —inquirió ella compadecida. Escrutó su rostro y vio en él las huellas del cansancio. Tenía ojeras y una sombra de barba. Parecía que acabase de levantarse de la cama tras una mala noche, o que no hubiese dormido ni una hora—. ¿O más bien toda la noche?

Él se encogió de hombros.

—Ha habido un montón de llamadas de urgencias.

—Trabajas demasiado.

—Son los gajes del oficio —replicó él con una sonrisa—. Cuando me metí en esto ya sabía que no había horarios.

Ella enarcó una ceja.

—Sí, pero... ¿cómo vas a rendir si no descansas?

Chance le echó un vistazo a su Rolex.

—Tal vez me eche un rato en el sofá de la consulta antes de empezar a recibir a los pacientes.

—Buena idea —Jennifer oyó a la cocinera llamándola, y se dio cuenta de que llevaban charlando demasiado rato—. Tengo que irme. Le diré a las otras camareras que no dejen que se vacíe tu taza de café.

—Gracias —dijo él con otra sonrisa.

Aunque embriagada por aquella nueva sonrisa, Jennifer se obligó a responder con un asentimiento de cabeza y fue a atender a otro cliente.

Chance la siguió con la mirada mientras tomaba un sorbo de café. Sospechaba que sus intentos por disimular su interés por Jennifer no estaban logrando engañar al personal del restaurante ni a los otros clientes. Claro que tampoco le importaba demasiado que se dieran cuenta de que le encantaba mirarla. Llevaba el mismo uniforme que las otras camareras: blusa blanca y chaleco y pantalones negros, pero a ella, con esas piernas tan largas, el cabello rizado y su grácil porte le quedaba distinto. El dueño del restaurante debía haber pensado que con ese uniforme las camareras pasarían desapercibidas, pero Jennifer destacaba como una rosa en un ramo de margaritas.

Llevaba meses pidiéndole salir, pero cada vez que lo había hecho, ella lo había rechazado. Seis meses atrás se habría encogido de hombros para sus adentros y se habría fijado en otra mujer hermosa. Sin embargo, por alguna razón que no alcanzaba a entender, desde el día en que había conocido a Jennifer, había perdido el interés por las demás mujeres.

No podía aceptar el hecho de que lo rechazara una y otra vez; sabía muy bien que se sentía atraída hacia él. Sí, a pesar de que guardaba las distancias con él, y de que permanecía inflexible en sus negativas, podía sentir la fuerte química que había entre ellos. Había salido con muchas mujeres, y estaba seguro de no haber malinterpretado el ligero rubor que teñía sus mejillas cuando hablaban, ni el modo en que bajaba la vista cuando bromeaba con ella.

Era evidente que Jennifer también estaba interesada en él, pero le había pedido salir al menos una docena de veces, probablemente más, y siempre lo rechazaba diciéndole que no salía con clientes.

De hecho, por los retazos de conversaciones que había oído de las otras camareras, estaba casi seguro de que no estaba saliendo con nadie, y aquello no había hecho sino intrigarlo aún más.

Movió los hombros para aliviar la tensión de sus músculos y estiró las piernas bajo la mesa. Los asientos del reservado, tapizados en vinilo rojo, eran cómodos y, al igual que el resto de la decoración del Coach House, imitaban el estilo de los años cincuenta. Era un local alegre y acogedor, y Chance se había sentido como en casa desde el primer día que había cruzado sus puertas, seis meses atrás. Además, como sólo estaba a un paseo del Instituto Armstrong, la clínica donde trabajaba, se había convertido en su lugar favorito para tomarse un café, desayunar, almorzar o incluso cenar cuando tenía que trabajar hasta tarde.

Paseó la vista por el local y saludó con un asentimiento de cabeza a Fred, un anciano caballero que estaba sentado en un taburete en la barra, desayunando. Fred era un ingeniero ferroviario retirado que aunque contaba ya con noventa y cinco años, aún se levantaba temprano. Chance se había sentado a su lado en la barra más de un día a eso de las cinco o las seis de la mañana.

Tomó otro sorbo de café y se frotó los ojos con los dedos. Había sido una semana de perros, en la que, después de largas horas de duro trabajo, su compañero Ted Bonner y él habían conseguido demostrar la falsedad de las acusaciones que había lanzado contra ellos la empresa en la que habían trabajado antes.

Además, en los últimos meses había visto a Ted enamorarse y casarse, y aunque nunca había expresado sus pensamientos en voz alta, lo cierto era que el ser testigo de la felicidad de su amigo le había hecho replantearse su estilo de vida. ¿Quería encontrar a una mujer que le hiciese sentar la cabeza? ¿Podía ser hombre de una sola mujer?

Con su historial amoroso lo dudaba. Le encantaban las mujeres: sus sonrisas, su cabello y su piel de seda, el modo en que les brillaban los ojos cuando hacían el amor...

No, no podía imaginarse comprometiéndose con una mujer para el resto de su vida. Lo cual lo llevó a preguntarse por qué no había salido con nadie en los últimos seis meses. Inconscientemente, buscó con la mirada a Jennifer, que estaba en el otro extremo del local. Su risa repiqueteó alegremente mientras anotaba lo que iban a tomar dos clientas, vestidas de ejecutivas.

Reprimió un gruñido y apuró su café. ¿A quién quería engañar? Sabía perfectamente que Jennifer era la razón por la que no había salido con nadie desde hacía meses.

«O quizá es que he estado demasiado ocupado con el trabajo», pensó, resistiéndose a aceptar que la preciosa rubia fuese la culpable de su inexistente vida amorosa.

A mediados de semana se había pasado dos largas noches en una sala de operaciones de la clínica gratuita en la que colaboraba como médico voluntario, un centro público para personas con pocos recursos en un barrio pobre. Aquella semana las urgencias parecían haberse sucedido unas a otras casi sin descanso.

«Estoy demasiado cansado», se dijo. «Por eso estoy pensando todas estas tonterías. Con ocho horas de sueño todo volverá a su sitio».

Bajó la vista a su taza vacía y frunció el ceño. Detestaba ponerse introspectivo y últimamente había pasado demasiado tiempo pensando en su vida. Lo cierto era que, para ser un hombre que casi siempre estaba bien acompañado, a veces se sentía muy solo.

—¿Más café?

Chance alzó la vista.

La camarera pelirroja a la que veía a menudo charlando con Jennifer estaba de pie junto a él.

—Sí, gracias.

La camarera le rellenó la taza y se fue, dejando que Chance se sumiera de nuevo en sus pensamientos.

Había tenido muchas relaciones, pero ninguna de ellas había sido algo serio. «Y así es como me gusta que sea», pensó. «Pero entonces... ¿por qué estoy aquí, preguntándome si en mi vida no debería haber algo más?».

Se pasó una mano por el rostro y se frotó los ojos. Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, pero el frasquito de colirio que solía llevar en él no estaba allí. En su lugar sus dedos encontraron lo que parecía una cartulina pequeña que no recordaba haber puesto allí.

La sacó para ver qué era, y al hacerlo puso los ojos en blanco. Era una tarjeta que su secretaria le había dado para que no se olvidase de que la semana siguiente se celebraba el Baile del Fundador, la fiesta benéfica anual del Instituto Armstrong.

Y no tenía a quien llevar como acompañante. Frunció el ceño y dio unos golpecitos con la tarjeta sobre la mesa. La idea de ir solo no era muy halagüeña. La asistencia a aquel evento era obligatoria para los empleados del centro, pero jamás de los jamases iría sin acompañante.

«¡Qué diablos!», pensó. Dado que la única mujer con la que quería salir en esos momentos era Jennifer, podría tragarse el orgullo y pedirle que lo acompañara. «Claro que probablemente dirá que no. Ninguna de las otras veces que le he preguntado ha dicho que sí».

Sin embargo, cuando hablaba con ella, aunque la respuesta que le diera no fuera la que quería, Jennifer siempre le sonreía, y no le iría mal una de sus sonrisas esa mañana.

—Aquí tienes: huevos revueltos muy hechos, tostadas francesas y bacón —anunció Jennifer, apareciendo a su lado y colocando el plato frente a él.

«Rápida y eficiente, como siempre», pensó Chance.

—¿Quieres que te traiga una aspirina? —le preguntó ella.

Chance parpadeó y la miró confundido.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Como tenías el ceño fruncido, he pensado que a lo mejor te dolía la cabeza.

—Ah, no. O por lo menos aún no. Estaba mirando esto —dijo él tendiéndole la tarjeta.

Jennifer la tomó.

—¿El Baile del Fundador? Vaya, suena a evento con mucho glamour.

Chance se encogió de hombros, como si a él eso le diera igual.

—Sí, uno de ésos a los que tienes que ir de etiqueta —respondió—. Es una fiesta que organiza la clínica todos los años. Dicen que la orquesta es muy buena y que sólo por la comida vale la pena el esfuerzo de ponerse esmoquin y pajarita, pero ir solo no es divertido. Podrías apiadarte de mí y acompañarme.

Jennifer apartó un mechón de cabello rubio de su frente y resistió la tentación de decir que sí. El restaurante estaba sólo a unas manzanas del Instituto Armstrong, y muchos de sus clientes trabajaban allí.

Las empleadas de la clínica que frecuentaban el restaurante llevaban semanas hablando de aquel Baile del Fundador, de los zapatos, vestidos y joyas que iban a lucir y del peinado que iban a llevar.

Por tentador que fuera el enfundarse en un elegante vestido y bailar con Chance, sabía que no podía hacerlo.

—Lo siento, pero no va a poder ser.

Dejó la tarjeta sobre la mesa, junto a su mano, cuidándose mucho de que no se rozaran sus dedos. Ya había cometido aquella equivocación una vez, y la ráfaga de calor que había recorrido su cuerpo la había dejado aturdida.

—Pero gracias por invitarme.

—No me des las gracias —la voz de Chance sonó casi como un rugido, pero de inmediato la miró compungido—. Di que sí.

Jennifer sacudió la cabeza.

—Ya te lo he dicho: nunca salgo con un cliente.

Chance se echó hacia atrás, ladeó la cabeza y, mirándola con los ojos entornados, inquirió:

—¿Y si no fuera un cliente?

La pregunta hizo reír a Jennifer.

—Demasiado tarde. Ya lo eres.

—¿Y tampoco sales con ex clientes?

Ella negó con la cabeza.

—Vaya.

—Tengo que volver al trabajo —le dijo Jennifer con una sonrisa. Chance levantó su taza a modo de despedida, y ella se alejó.

—¿Qué le pasa a nuestro guapo doctor? —le preguntó Yolanda a Jennifer cuando se unió a ella tras la barra.

—Anoche trabajó hasta tarde —respondió Jennifer, yendo hacia la máquina del café.

Yolanda la siguió. Jennifer vio que quedaba poco café, y retiró la tapa para sacar el filtro con los posos.

—¿Eso es todo? —insistió Yolanda inclinándose hacia delante para verle la cara—. A mí me ha parecido que estaba pidiéndote salir otra vez.

—Está bien, sí, lo ha vuelto a hacer —admitió Jennifer.

—Y espero que esta vez hayas dicho que sí.

—Pues claro que no. Ya sabes que no salgo con clientes —le recordó Jennifer.

Se había inventado aquella norma al empezar a trabajar allí. Para su sorpresa, el primer cliente que le había pedido salir había aceptado su negativa sin discutir cuando le había dado aquella excusa, así que había seguido empleándola y ningún otro cliente había intentado hacerle cambiar de opinión... hasta que llegó Chance.

Yolanda puso los ojos en blanco.

—Pero eso es una bobada, Jennifer. Podrías hacer una excepción —miró por encima del hombro hacia el reservado en el que estaba sentado Chance y suspiró—. Dios sabe que yo la haría por el doctor D.

Jennifer se rió.

—¿Y no crees que tu marido tendría algo que decir al respecto?

—Umm... Buena observación —contestó Yolanda y sonrió, haciendo que se le formaran sendos hoyuelos en las mejillas y que sus ojos brillaran traviesos.

Jennifer tiró el filtro usado con los posos a la basura, puso un filtro nuevo y echó más café molido.

—Exacto, tú también le habrías dicho que no, aunque por razones distintas. El encantador doctor Demetrios tendrá que buscar otra Cenicienta a la que llevar al baile.

—¿Al baile? —repitió Yolanda intrigada—. ¿Quieres decir un baile de verdad?

—Pues sí, quería que le acompañara al Baile del Fundador, una fiesta que organiza cada año la clínica en la que trabaja.

—¡¿Qué?! —el grito de Yolanda hizo que varios clientes giraran la cabeza hacia la barra. Yolanda agitó una mano para que volvieran a su desayuno—. Desembucha, chica —le siseó a Jennifer—. Quiero detalles.

—No hay nada más que contar. Me pidió que fuera su acompañante y rechacé su invitación.

—No puedo creerme que hayas desperdiciado una oportunidad así. ¡Es uno de los eventos del año en Boston!

Una tercera camarera se acercó a la barra a por otra cafetera, y Yolanda la agarró por la manga.

—Shirley, no te vas a creer esto.

La otra chica se detuvo, guardó su libreta en el bolsillo y miró a Yolanda con interés.

—¿El qué?

—El doctor Demetrios le ha pedido a Jennifer que vaya con él al Baile del Fundador... ¡y le ha dicho que no!

Shirley abrió mucho los ojos.

—¡Jennifer!, ¿cómo has podido hacer eso? Ni a Yolanda ni a mí nos invitarán nunca a una fiesta de ésas. Tienes que ir y luego contárnoslo todo con pelos y señales.

Jennifer puso los ojos en blanco.

—No puedo salir con él, Shirley. Si lo hiciera nadie volverá a aceptar mi regla de que no salgo con clientes —protestó.

—No si no se sabe. Haz que el doctor D. jure que no se lo contará a nadie —se apresuró a decir Yolanda.

—De todos modos aunque quisiera ir no podría —insistió Jennifer, probando con otro argumento—. Es una de esas fiestas de etiqueta, y no tengo nada elegante que ponerme: ni vestido, ni zapatos, ni joyas. No voy a ir en vaqueros.

Shirley agitó la mano, restando importancia a aquel problema.

—Mi mejor amiga del instituto es medio dueña de una tienda de ropa de firma y joyas de segunda mano. Puede conseguirte lo que necesites y no te costará nada. Me debe un par de favores. Le pediré que nos deje llevarnos lo que te haga falta y le devolveremos la ropa el lunes a primera hora, antes de que abran. Estoy segura de que no le importará.

Una cuarta camarera, Linda, se unió a ellas justo a tiempo para oír las palabras de Shirley, y su rostro se iluminó de curiosidad.

—¿A quién le van a prestar ropa de firma y joyas?

—A Jennifer. El doctor D. la ha invitado a ir con él al Baile del Fundador.

—¿En serio? —exclamó Linda con unos ojos como platos—. ¡Madre mía! Pues claro que tienes que ir, Jennifer —le dijo con una convicción absoluta.

—No puedo. Ya sabes que nunca salgo con clientes.

—Bah, más bien no sales con nadie y punto —la picó Yolanda—. No recuerdo que hayas salido más que con nosotras desde que empezaste a trabajar aquí.

—Es cierto —asintió Shirley—. Tienes que ampliar tus horizontes, Jennifer. Me encanta que te unas a nosotras algún día después del trabajo y el fin de semana, pero... —le puso una mano en el brazo y, mirándola con solemnidad, le dijo—: cariño, necesitas salir con un hombre.

—Y conocerlo... en el sentido bíblico —añadió Linda.

—No voy a salir con un tío por el sexo —protestó Jennifer.

—¿Quién ha dicho que sea sólo por el sexo? —replicó Yolanda—. El doctor D. es el hombre perfecto para un romance de fin de semana. Es simpático, y además llevas viéndolo casi a diario desde hace seis meses, así que no tienes que preocuparte de que pueda ser un asesino psicópata. Por no mencionar que tú le gustas y que por lo que hemos oído no le van las relaciones largas —dijo contando sus argumentos con los dedos de la mano derecha—. Lo pasarás bien, y si al final acabáis pasando el fin de semana en la cama disfrutando de un sexo increíble, pues... puedes verlo como un beneficio añadido. Has estado viviendo como una monja y el doctor D es el hombre perfecto para poner remedio a esa situación.

—No puedo pasar el fin de semana con él —protestó Jennifer, aunque le sorprendió lo tentadora que le resultaba la idea.

No se había puesto un vestido de fiesta ni había ido a un evento de ese tipo desde antes de su corto matrimonio con Patrick, el padre de su hija. El último había sido el Baile de la Cosecha del club de campo de la pequeña ciudad de provincias de Illinois en la que había crecido, al acabar el instituto.

Un año después se había encontrado casada, divorciada y embarazada de seis meses. De todo aquello hacía ya cinco años, y desde entonces no había vuelto a ponerse un vestido de fiesta, ni había tenido una sola cita, ni se había acostado con nadie. No era de extrañar que la idea le resultara tentadora. Sin embargo, hizo un esfuerzo por dar otra razón a sus amigas con la que convencerlas de que no podía ir a ese baile con Chance.

—Además —añadió—, probablemente no podría encontrar una niñera para Annie con tan poco tiempo.

—Eso no es problema —le aseguró Linda—. A mis hijos les encantaría que viniera a pasar el fin de semana con nosotros. Ayer mismo me preguntaron cuándo iba a volver a visitarnos Annie. Nos quedaremos con ella hasta el domingo por la tarde.

Jennifer se quedó mirando a sus tres amigas. ¿Podía hacer aquello? O, mejor dicho: ¿debía hacerlo?

—Venga, Jen —la instó Yolanda—. Estás deseando.

—Pero es que no debería...

Miró por encima del hombro y encontró a Chance observándola con una expresión inescrutable. El cosquilleo que recorrió su cuerpo no era nada nuevo. Siempre provocaba aquella reacción en ella. Despertaba el deseo en ella.

La anciana señora Morgenstern, otra clienta habitual, se acercó a él en ese momento como todos los días, para pedirle consejo médico sobre alguna de sus dolencias, y el verlo tratarla con la misma amabilidad de siempre, la enterneció. También le gustaba de él el encanto y la simpatía con que le había visto rechazar el inevitable coqueteo de algunas mujeres sin herir sus sentimientos. Aquello le había hecho preguntarse si sería cierta la reputación que tenía de donjuán. Era indudable que le gustaban las mujeres, sí, pero se conducía como un caballero con todas, independientemente de su edad y su aspecto físico.

Y todo eso no hacía sino aumentar su atracción hacia él... a la vez que su cautela. Su ex marido también le había parecido guapo y encantador en un principio, pero había acabado dándose cuenta, para su consternación, de que su encanto no era más que una fachada. Tras sus bonitas palabras y su apuesto rostro se ocultaba un hombre superficial e infiel.

Aquella mala experiencia con Patrick la había llevado a cuestionarse su propio juicio en lo que se refería a los hombres. Cada día se le hacía más difícil resistir la atracción que sentía por Chance, y quería dejarse llevar por sus impulsos, pero... ¿cómo podía estar segura de que era un buen tipo? ¿Debería ceder sólo por aquella vez? ¿Debería dejar a un lado las estrictas normas que se había autoimpuesto y también su papel de madre soltera y responsable por unas horas para divertirse un poco?

—Venga, Jen, dile que sí —la instó Shirley en un susurro.

Jennifer miró a sus amigas, cuyos rostros reflejaban afecto y una expresión de «adelante, lánzate».

—¿Seguro que no te importa que Annie pase el fin de semana con vosotros? —le preguntó a Linda.

—¡Pues claro que no!

Con una impulsividad repentina y poco característica en ella, Jennifer asintió y dijo:

—De acuerdo, lo haré.

—¡Sí! —Yolanda levantó el puño y se rió.

—Vamos, ve a decírselo —instó Linda a Jennifer—. Ahora —la tomó por los hombros para hacer que se diera la vuelta y le dio un empujoncito.

Jennifer inspiró y se dirigió al reservado de Chance, que seguía mirando su taza de café con el ceño fruncido.

Podía oír a sus compañeras cuchicheando mientras se alejaba, y no pudo reprimir una sonrisa. Linda, Yolanda y Shirley eran tres grandes amigas y su mejor apoyo, pero, como ellas mismas le habían dicho, esperarían un informe completo del baile y de su cita con el sexy doctor.

Chance alzó la vista justo cuando llegó a su reservado.

—Si la invitación aún sigue en pie, me encantaría ir a esa fiesta contigo —le dijo Jennifer sin preámbulos.

Los labios de él se curvaron en una sonrisa con un matiz de satisfacción muy masculino, que no le pasó desapercibido a Jennifer, y un destello triunfal iluminó sus ojos castaños.

—Ya lo creo que sigue en pie.

—Bien —Jennifer se sacó del bolsillo la libreta y el bolígrafo—. Es este fin de semana, ¿no? ¿A qué hora?

—Te recogeré el sábado a las ocho. Pero para eso necesitaré tu dirección, claro.

—Claro —murmuró ella.

Le apuntó su calle y el número de su bloque y su apartamento en una hoja de la libreta que arrancó para luego tendérsela. La seductora sonrisa que se dibujó lentamente en su rostro la hizo estremecer por dentro y sentir calor en las mejillas.

—Bueno —se aclaró la garganta—, tengo que volver al trabajo. Entonces, nos vemos el sábado.

Se dio la vuelta para alejarse, pero la sensual voz de Chance la llamó. Se detuvo y giró la cabeza para mirarlo.

—Gracias por decir que sí.

—No hay de qué.

Jennifer se alejó hacia la barra sintiendo la mirada de Chance en su espalda, como una caricia, pero por suerte un cliente la detuvo y mientras conversaba con él, Chance fue a pagar su cuenta y se marchó.