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Editado por Harlequin Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Anne Marie Rodgers

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Un matrimonio platónico, n.º 1157 - octubre 2014

Título original: Billionaire Bachelors: Stone

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2002

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4874-0

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Publicidad

Prólogo

 

 

–La empresa Smythe será tuya… con una condición.

Eliza Smythe miraba a su único hijo con expresión seria.

Stone Lachlan tenía el brazo indolentemente apoyado sobre la repisa de la chimenea, en el salón de su lujosa casa en Manhattan.

Ni un solo parpadeo traicionaba sus emociones. No pensaba hacerle saber lo que esa oferta significaba para él hasta que la empresa fuera suya y nadie pudiera arrebatársela.

–¿Y cuál es esa condición? –preguntó, llevándose la copa de coñac a los labios con aparente indiferencia.

–Tienes que casarte…

–¡Casarme! –Stone casi se atragantó con el carísimo coñac francés.

–Y sentar la cabeza –añadió su madre–. Quiero tener nietos mientras sea joven para disfrutarlos.

Stone dejó la copa sobre la mesa. Nietos… cuando él todavía no había podido apartar de sí los recuerdos de un niño cuya madre estaba demasiado ocupada con los negocios como para interesarse por él.

–Si piensas dedicarle a tus nietos el tiempo que me dedicaste a mí, ¿para qué vas a retirarte? –preguntó, con un cinismo imposible de disimular–. No se tarda mucho en dar instrucciones a las niñeras.

Eliza apretó los labios.

–Si te sirve de consuelo, lamento mucho no haber sido una buena madre –dijo entonces. Stone percibió una nota de dolor en su voz, pero no quiso prestarle atención–. Si pudiera volver a empezar…

–Si pudieras volver a empezar harías exactamente lo mismo –la interrumpió Stone–. Te dedicarías por completo a la empresa familiar, olvidándote de todo lo demás.

Su madre inclinó la cabeza, aceptando la verdad de esas palabras.

–Quizá –murmuró, dolida–. Entonces, ¿cuál es tu decisión? ¿Aceptas la oferta?

–Estoy pensándolo –dijo Stone–. ¿Por qué quieres que me case?

–Porque es hora de que empieces a pensar en un heredero –contestó Eliza–. Vas a cumplir treinta años. Tienes responsabilidades en la empresa Smythe y en Lachlan Internacional y deberías tener hijos que siguieran tus pasos.

Stone deseaba que aquello fuera una broma, pero su madre no sabía lo que era bromear. ¿Casarse? Él no quería casarse. Nunca había sentido la tentación de hacerlo. Un psiquiatra lo pasaría en grande con él; seguramente achacaría esa actitud a su triste infancia.

Pero la verdad en opinión de Stone era que, sencillamente, no quería darle explicaciones a nadie sobre lo que hacía o dejaba de hacer.

Además, ¿de dónde iba a sacar una esposa?

Aunque, la verdad, encontrar una mujer que quisiera casarse con él sería fácil. Había miles de chicas buscando un novio rico… El problema era encontrar una a la que él pudiese aguantar durante más de cinco minutos, una que no quisiera dejarlo en la ruina cuando el matrimonio se anulase.

Cuando el matrimonio se anulase… se terminaría todo. Se casaría con alguien de forma temporal, le daría una buena suma de dinero para que aceptase interpretar el papel de su esposa durante unas semanas y listo.

–Redacta los papeles, madre –dijo entonces, con voz ronca–. Encontraré una esposa.

–Hay otra condición.

–¿A qué te refieres? ¿También quieres aprobar mi elección de esposa?

Eliza negó con la cabeza.

–No quiero que te cases a toda prisa. Prefiero esperar hasta que encuentres a la mujer adecuada. Pero al menos, ahora sabré que lo estás pensando. La condición es que el matrimonio debe durar al menos un año, con los dos viviendo bajo el mismo techo… antes de que la empresa sea tuya.

Un año.

Stone buscó rápidamente una salida. Encontraría una esposa y en cuanto hubiera pasado un año, pediría una discreta anulación. Se sintió culpable por el engaño, pero inmediatamente se encogió de hombros. No le debía nada a su madre. Y sería una forma de vengarse por manipular su vida.

–Muy bien, madre. Trato hecho. Si encuentro una esposa, me darás tu posesión más preciada.

Eliza Smythe se levantó del sillón, incómoda.

–Sé que no he sido una buena madre para ti, pero me importas mucho. Por eso quiero que encuentres una esposa. Puede que ahora te guste estar soltero, pero algún día te sentirás solo.

Stone se encogió de hombros. No pensaba dejar que su madre le tocase el corazón después de tanto tiempo. Fue ella quien decidió abandonarlo cuando era niño.

–Lo que tú digas.

–Al menos, piénsalo –suspiró Eliza–. Jamás creí que diría esto, pero estoy deseando retirarme.

–Yo tampoco pensé que lo dirías nunca.

Y así era. Su madre vivía para la empresa que le dejó su padre al morir, cuando ella solo tenía veinticinco años; una empresa que amó mucho más que a su hijo y a su marido.

Stone se había resignado a esperar durante años para heredar la compañía de su abuelo, pero nunca dejó de soñar que podría fusionar Smythe y Lachlan, la empresa que había sido de su padre hasta su muerte, ocho años antes.

Cuando Eliza se marchó, Stone entró en el despacho, sin dejar de pensar en la proposición. Debía buscar una esposa que aceptara casarse con él solo por conveniencia.

¿Por qué no? No había pensado nunca en casarse, pero si era necesario, se casaría.

Mientras le daba vueltas a la cabeza, empezó a revisar el correo. Entre los sobres había uno marrón, el que recibía de su abogado cada trimestre para informarle sobre los progresos de la joven que estaba bajo su tutela, Faith Harrell.

Faith.

Era una cría de doce años cuando la conoció. Él acababa de salir de la universidad y ambos lloraban la muerte de sus padres en un accidente de barco. Y se había quedado de piedra cuando la madre de Faith le pidió que fuera su tutor.

¿Tutor… él? Sonaba como algo del siglo pasado, pero no pudo negarse. La señora Harrell sufría esclerosis múltiple. Además, estuvo treinta años casada con un millonario y no sabía nada de los negocios de su marido. Y a su padre le habría gustado saber que se hacía cargo de la hija de Randall Harrell, su mejor amigo.

De modo que se hizo cargo de la tutela de Faith. Había cuidado de ella y de su madre… sobre todo al descubrir el estado de las finanzas de los Harrell.

La empresa de Randall estaba a punto de declarar bancarrota y Faith y su madre no tenían un céntimo. Aunque no lo sabían.

Stone había pagado todas sus facturas desde entonces sin decirles nada. No veía razón para disgustar a la frágil viuda con la noticia y menos a su hija, apenas una niña.

Era lo que su padre habría hecho y los gastos no hacían mella en su fortuna.

Faith.

Su nombre conjuraba la imagen de una niña delgada con uniforme de cuadros, aunque sabía que no había vuelto a ponerse el uniforme desde que salió del internado. Hacía más de un año que no se veían. Faith se había convertido en una jovencita muy guapa y seguramente lo sería más en aquel momento.

Unos meses más tarde terminaría el segundo año de carrera y, aunque no la había visto en persona recientemente, estaba deseando leer el informe de su abogado.

Mientras abría el sobre pensaba distraídamente en el asunto de encontrar esposa, pero al leer la nota marcó a toda prisa un número de teléfono.

–¿Cómo que Faith ha dejado la universidad?

Capítulo Uno

 

 

Una mano enorme sujetó su muñeca mientras estaba colocando un vestido en el escaparate de la boutique.

–¿Qué demonios haces? –oyó una profunda voz masculina.

Perpleja, Faith levantó la mirada y vio el rostro furioso de Stone Lachlan.

Su corazón dio un vuelco. No había visto a Stone desde que la invitó a comer el año anterior y era la última persona que habría esperado encontrar en la boutique de Carolina Herrera.

–Hola, Stone –lo saludó, intentando disimular su nerviosismo–. Yo también me alegro de verte.

Él se quedó mirándola, interrogante.

–Estoy esperando una explicación.

Stone Lachlan tenía diez años más que ella. Sus padres habían sido muy amigos y lo recordaba desde pequeña, cuando le tiraba de las coletas y la dejaba bailar sobre sus pies.

Había sido solo el hijo de un amigo de su padre hasta que este murió, junto con el padre de Stone, en un accidente de barco ocho años antes.

Desde entonces era su tutor y el encargado de que su madre siguiera el carísimo tratamiento para la esclerosis múltiple que la afectaba desde hacía años. Técnicamente debía seguir siendo su tutor, a pesar de que cumpliría veintiún años en diciembre, ocho meses más tarde.

Stone Lachlan.

Verlo la hacía sentir mariposas en el estómago, pero debía disimular. Había estado completamente colgada por él cuando era una cría.

Stone le tomaba el pelo, le contaba chistes y jugaba con ella al escondite. Y Faith estaba loca por él.

Aunque creía que aquella locura adolescente había pasado, su reacción al verlo le demostró lo contrario. Ridículo, pensó. «Hace meses que no lo ves. Y apenas lo conoces».

Pero Stone estaba perfectamente informado sobre su vida desde que sus padres murieron, aunque la apretada agenda del millonario apenas lo había permitido visitarla.

Se acordaba de ella en Navidad y en su cumpleaños. Y, de vez en cuando, le enviaba una postal desde algún país exótico. No era mucho, desde luego, pero para una cría que vivía en un internado había sido más que suficiente.

Pero entonces supo la verdad.

La verdad. El placer de volver a verlo desapareció inmediatamente.

–Trabajo aquí –dijo por fin.

Debería estar furiosa por su repentina aparición, pero no podía evitar sentirse apabullada por la imponente presencia masculina.

–Has dejado la universidad –dijo Stone con expresión furiosa.

–He dejado las clases temporalmente –lo corrigió ella–. Pero terminaré la carrera, aunque sea a distancia.

Se había sentido humillada al saber que Stone estaba pagando no solo su educación, sino los gastos de su madre y todas las deudas que había dejado su padre al morir.

–¿Por qué has dejado las clases?

–No podía quedarme en la universidad. Necesitaba buscar un trabajo.

Stone aflojó un poco la presión en su muñeca.

–¿Por qué dices eso?

–Tú sabes muy bien por qué, así que no te hagas el inocente. Tarde o temprano tenía que enterarme.

–Vamos a comer. Quiero hablar contigo.

–¿De qué?

–De cosas –contestó él, impaciente–. No puedes seguir trabajando aquí.

Faith sonrió, irónica.

–Claro que puedo. Yo no soy millonaria y necesito pagar el alquiler. Por cierto, también yo quería hablar contigo.

–Muy bien. Vámonos –dijo Stone, tirando de su brazo.

–Estoy trabajando. No puedo marcharme –protestó ella–. Voy a hablar con la encargada para ver a qué hora puedo ir a comer.

Stone no había soltado su muñeca y Faith tuvo que dar un tirón.

–Muy bien. Pero date prisa.

Ella se acercó a la trastienda aparentando tranquilidad. No pensaba dejar que viera cómo la afectaba.

Ocho años antes, cuando fue a darle la noticia de la muerte de su padre, se sintió más atraída que nunca por él; tan alto, tan fuerte, tan seguro de sí mismo…

Habían hablado sobre la amistad de sus padres desde la universidad y ya entonces supo que se sentía responsable por ella.

Pensaba enviarla a un colegio privado en Massachussets y encargarse de las facturas médicas de su madre. Pero lo que no sabía entonces era que también tuvo que hacerse cargo de las deudas de su padre, cuya empresa estaba prácticamente en bancarrota.

–¡Faith! –le susurró una de las dependientas–. ¿Quién es ese pedazo de hombre con el que te he visto hablando?

–Un amigo de la familia –contestó ella. Entonces vio a Doro, la encargada de la tienda–. ¿A qué hora puedo salir a comer?

Doro miraba a Stone con la misma ávida curiosidad que el resto de las dependientas.

–¿Vas a comer con ese morenazo?

Faith asintió.

–¡Pero si es Stone Lachlan! –exclamó otra de sus compañeras–. De los Lachlan del acero. Y su madre es la presidenta de Smythe, S.A. ¿Tú sabes el dinero que tiene esa gente?

–¿Y qué más da? –replicó otra de las dependientas–. Yo lo seguiría a cualquier parte aunque no tuviera un céntimo.

–Chicas, chicas… –sonrió Doro–. Anda, márchate.

Aquella reacción era comprensible. Además de guapo, Stone Lachlan tenía un aire de poder que era absolutamente irresistible.

Faith tomó su bolso y su abrigo forrado de lana, algo muy necesario en Nueva York en el mes de marzo, y se acercó a la puerta de la tienda, donde Stone la esperaba. Sin decir una palabra él la ayudó a ponerse el abrigo y Faith sintió un escalofrío cuando rozó su cuello con los dedos.

En la puerta de la tienda había un Mercedes negro último modelo.

–Al Rainbow Room –le dijo al chofer.

Seguramente aquella sería la última vez que iban a verse, pensó Faith. La había invitado a comer algunas veces cuando iba a visitarla al colegio, pero nunca sabía cuándo iba a aparecer… y vivía para aquellas visitas. Pero Stone y ella vivían en mundos diferentes y sus caminos no volverían a cruzarse.

En el restaurante, el maître les dio mesa inmediatamente y Stone pidió por los dos. Después, la miró a los ojos.

–No puedes trabajar en una tienda.

–¿Por qué? Lo hacen millones de mujeres en todo el mundo –contestó ella–. Además, no hay elección. Tú sabes tan bien como yo que no tengo dinero.

Stone apartó la mirada.

–Yo me he encargado de todo…

–Lo sé y te lo agradezco, pero no puedo seguir aceptando caridad. Me gustaría saber cuánto te debo por lo que has hecho durante estos ocho años…

–No te he pedido que me devuelvas nada –la interrumpió él, furioso.

–De todas formas quiero devolvértelo –consiguió decir Faith, intentando no amedrentarse–. Tardaré algún tiempo, pero si hacemos un calendario de pagos…

–No.

–¿Perdona?

–¡He dicho que no! –replicó Stone, levantando la voz–. Maldita sea, Faith, tu padre habría hecho lo mismo si hubiera sido al revés. Le prometí a tu madre que cuidaría de ti y eso pienso hacer. Además, he dado mi palabra. Solo estoy haciendo lo que mi padre habría hecho.

–Sí, pero tu padre no estaba en la ruina –dijo Faith.

Él levantó un milímetro la barbilla, en un gesto que le había visto hacer muchas veces. Por ejemplo, cuando fue a pedirle explicaciones a su profesor de matemáticas por haberla suspendido.

–Esos gastos no me han arruinado, no te preocupes. La última vez que miré mi cuenta corriente, seguía habiendo un par de millones.

–De todas formas, no quiero aceptar tu dinero. ¿Sabes lo que sentí cuando supe que habías estado pagando nuestras facturas todos estos años?

–¿Cómo te enteraste?

–En febrero fui al banco para hablar de las inversiones de mi padre…

–¿Por qué?