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Editado por Harlequin Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Katherine Garbera

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Ilusión de amor, n.º 1146 - octubre 2014

Título original: The Tycoon’s Temptation

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2002

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4873-3

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Publicidad

Capítulo Uno

 

–Ya puede pasar.

Lily Stone recogió su agenda y siguió a la secretaria al despacho de Preston Dexter. A mediados de agosto en Nueva Orleans hacía un sol de justicia, y Lily habría preferido estar en la calle, tostándose, que allí, de pie, en aquella oficina con grato aire acondicionado.

Había perdido dos días en su intento de reunirse con Dexter, y estaba resuelta a pasar toda la tarde en aquella oficina, si era preciso, con tal de verlo.

Los tacones se le hundieron en la gruesa moqueta cuando entró en el despacho del director general de Dexter Resorts, una compañía hotelera internacional. La estancia estaba decorada a todo lujo, con muebles de cromo y cristal y un inmenso escritorio diseñado para intimidar a quienquiera que se sentara delante.

Funcionó. Con la sensación de llevar un maletín de plomo y no de cuero, avanzó hacia la mesa golpeándose la pierna torpemente con él. Llevaba dirigiendo el negocio de su familia desde que tenía veinte años pero, de improviso, tenía la sensación de hallarse ante su primer cliente importante. Se había puesto su mejor traje, un conjunto rojo y negro con el que, según su ayudante, Mae, proyectaría una imagen de eficiencia y profesionalidad.

Preston Dexter se levantó para saludarla; le extendió la mano y le dio el obligado apretón. Lily sintió el calor de sus dedos fuertes, largos y cuidados, que pusieron en evidencia lo pequeña y frágil que era su propia mano. Lo pequeña y frágil que se sentía «ella».

Dexter olía a colonia cara, pero también a algo puramente masculino, al igual que sus hermanos pequeños. La idea la ayudó a relajarse. No importaba que aquel magnate pudiera comprarle la casa y el negocio con calderilla; era un hombre como Dash y Beau.

Salvo que algo indefinible lo diferenciaba de sus hermanos. Lily contempló sus ojos grises un momento; en ellos se percibía una actitud fría y calculadora, un cinismo y un hastío que Dash y Beau no poseían.

–Señorita Stone, siéntese, por favor. Lamento haberla hecho esperar.

Lily dudaba que lo lamentara de verdad. Seguramente, lo que deploraba era que ella se hubiera pasado la tarde sentada en su vestíbulo, pero acabarían teniendo problemas si no hablaban cara a cara lo antes posible. Dexter había rechazado tres propuestas de acondicionamiento para las habitaciones de huéspedes de White Willow House, y a Lily se le agotaba el tiempo. El hotel se inauguraría el uno de enero, y había que tomar decisiones y buscar y reproducir muebles antiguos para el establecimiento. Su tienda de antigüedades, Viaje Sentimental, proporcionaba el mobiliario a muchas de las mansiones más antiguas de Luisiana.

–No se preocupe.

Llevaba mucho tiempo valiéndose por sí misma, y nunca la había turbado tanto una persona, en especial, un hombre. Pero los ojos grises de Dexter la hechizaban. Allí, en aquellas profundidades gélidas, había algo que despertaba su ternura, lo mismo que le ocurría con sus hermanos cuando una novia les daba calabazas.

Dexter llevaba un traje de Armani como si hubiera nacido en él, al contrario que los hombres con los que Lily se relacionaba, hombres de clase trabajadora, de manos encallecidas y uñas sucias, de vaqueros azules y jerséis.

–¿En qué puedo ayudarla, señorita Stone? –se recostó en su sillón de ejecutivo y unió las yemas de los dedos de ambas manos entre sí mientras aguardaba una respuesta.

Tenía unos labios duros, y Lily se preguntó si resultarían igual de firmes al besarlos. Sintió un hormigueo de deseo por todo el cuerpo, y los pezones se le contrajeron bajo la combinación de encaje que llevaba debajo de la chaqueta del traje. El pulso se le aceleró y cambió de postura en el sillón.

¡Maldición! ¿Qué mosca la había picado? Estaba en una entrevista de trabajo, y le había costado más de una semana concertarla. Hizo un esfuerzo por recordar las frases que había ensayado, inspiró hondo y trató de no pensar en el deseo que le alteraba el pulso.

–Gracias por recibirme esta tarde, señor Dexter. Como le dije al señor Rohr, me gusta conocer a los dueños de las casas que amueblo.

–No hay de qué. No tengo pensado hacer de White Willow House mi residencia, como bien sabe. Será el nuevo establecimiento hotelero de Dexter Resorts.

Lily cruzó las piernas y notó que se le abría la raja de la falda. Como se sentía incómoda enseñando tanto muslo, la cerró con la mano.

–Sí, el señor Rohr me lo había comentado. Quiero crear un ambiente que se adapte a la imagen de la compañía. Como ha rechazado mis dos últimas propuestas, consideré conveniente que habláramos en persona.

–Dispongo de quince minutos para contestar a sus preguntas. Por desgracia, tengo una cena al otro lado de la ciudad. Sigo convencido de que su empresa hará un excelente trabajo con la decoración.

Lily empezó a relajarse en cuanto se pusieron a hablar de negocios. Era un hombre ocupado y se mostraba un tanto impaciente con ella porque había osado pedir una cita con él. En realidad, Dexter le había dado largas en dos ocasiones, pero aquella tarde Lily se había negado a irse sin verlo. Como director general de Dexter Resorts, conocía a la perfección los entresijos de la compañía y su imagen corporativa, y Lily necesitaba cierta información que no podía extraer de los informes anuales o de los prospectos. Quería crear algo más que un hotel amueblado con antigüedades, quería conferir una sensación cálida de hogar a la antigua mansión.

Clavó la mirada en un punto por encima del hombro de Dexter para no distraerse con la hendidura de su mentón ni con aquella mirada penetrante que parecía estar desnudándola.

–Me gusta reflejar en las habitaciones la personalidad de la familia o de la compañía.

–Entonces, estaré encantado de ayudarla. Me impresionó su trabajo en la mansión Seashore, en Milton Head –Dexter le sonreía con la clase de encanto que solía irritarla. Tenía carisma. No el de las estrellas de Hollywood, que eran todo brillo y nada de sustancia, sino el de un hombre lleno de energía y entusiasmo por su negocio. Parecía más vital de lo que Lily se había sentido nunca.

–¿Cómo sabe que decoré Seashore? –preguntó. Lo había hecho como un favor para una compañera de universidad y su marido, cuando todavía eran recién casados. Había sido su primer encargo comercial.

Dexter entornó los ojos y bajó la vista a los labios de Lily. ¿Tendría algo raro? Maldición, debía de haberse manchado los dientes con el pintalabios. ¡Vaya primera impresión más profesional estaba dando!

–Los propietarios son amigos míos –declaró.

Lily se pasó la punta de la lengua por los dientes con la esperanza de borrar lo que pudiera estar llamando la atención de Dexter. ¿Conocería a Kelly o a su marido?

–Estuve mes y medio hablando con Brit y Kelly antes de ponerme manos a la obra. Pero usted es un hombre muy ocupado.

Lily extrajo su agenda del maletín y empezó a tomar notas. La libreta la hacía sentirse invencible; era una herramienta importante para organizarse el trabajo, y había escrito la palabra «relájate» junto a la fecha. Sonrió al leerla. También había elaborado una lista de preguntas, imaginando que no dispondría de los treinta minutos que había solicitado.

–Bueno, ¿qué le gustaría saber sobre Dexter Resorts? La compañía fue fundada por mi familia a principios de los años veinte y hemos estado creciendo desde entonces.

–He leído el informe anual y sus prospectos. Hábleme de usted y de lo que más le agrada cuando se aloja en un hotel.

Dexter entornó los ojos. Los de ella se habían adaptado por fin a la luz del sol y podían distinguir los detalles de su rostro. Tenía la mandíbula cuadrada y rotunda y, de no haberse sentido segura de sí misma y de su trabajo, Lily habría salido huyendo nada más verlo.

–¿Qué tienen que ver mis gustos con el vestíbulo del hotel y las habitaciones?

Lily hizo una pausa deliberada. Era evidente que Dexter estaba acostumbrado a que la gente bailara al son que él tocaba. Claro que ella también.

–Así podré reducir mi lista de opciones.

–Compre lo que Rohr le indique –declaró con voz gélida.

–Si lo único que quiere es un inventario de antigüedades, señor Dexter, quizá deba buscarse otra decoradora.

–Quiero la misma calidad que se aprecia en la mansión Seashore.

–Entonces –replicó, Lily, sonriendo–, necesitaré algunas respuestas.

–¿Le hizo a Brit todas estas preguntas? –inquirió Dexter, enarcando con calma una ceja. De modo que conocía a Brit y no a Kelly.

–No, se las hice a Kelly. ¿Está usted casado? –la pregunta personal lo tomó por sorpresa, porque se recostó en su sillón y guardó silencio durante un minuto.

–No.

Lily hizo un garabato en la página en blanco de su agenda. ¿Cómo podía haberle hecho esa pregunta?

–Lo siento; no he debido inmiscuirme en su vida personal.

–No se preocupe –dijo Dexter–. Yo la he forzado. ¿Por qué no se ha amilanado?

Por primera vez desde que habían empezado a hablar, Lily lo miró a los ojos. La altivez había sido reemplazada por un brillo de interés claramente masculino.

–¿Se habría amilanado usted? –Lily le dio la vuelta a la tortilla. Tenía la intuición de que, si cometía el error de darle la ventaja a Preston Dexter, este no dejaría de manipularla.

–No, pero estoy acostumbrado a que la gente me complazca.

–Yo también –repuso Lily, incapaz de disimular el regocijo que impregnaba su voz.

Dexter rio y, durante unos instantes, dejó de parecerle amenazador. En su rostro se reflejó un ápice de humor y vulnerabilidad, y Lily sonrió para sí, consciente de que había creado la clase de vínculo que siempre buscaba con sus clientes. La risa ayudaba a generar confianza.

–¿Dónde ha aprendido a dar órdenes? –inquirió Dexter.

–He criado a dos hermanos pequeños, y arrollaban a todo el que no era capaz de plantarles cara.

Lily adivinó que quería hacerle más preguntas sobre su pasado, pero él reprimió su curiosidad y empezó a explicarle sus preferencias para un hotel de vacaciones. Era un hombre refinado, pero de gustos sencillos.

–Detesto sentirme como en un museo en el que no se puede tocar nada –afirmó–, y tener miedo a sentarme en una silla de aspecto frágil por si acaso se rompe.

Y Lily empezó a sentir afecto hacia aquel hombre frío, duro y distinguido. Se asustó, porque Dexter parecía la aventura de su vida, pero ella no era una mujer aventurera.

 

 

Preston no solía ceder a los antojos de las decoradoras que exigían hablar con él en persona; prefería que Jay Rohr, uno de sus vicepresidentes, se ocupara de ello. Confiaba en la opinión de Jay porque le pagaba su peso en oro. Una de las lecciones que había aprendido en el halda de su madre era que uno consigue aquello por lo que paga.

Cuando Jay le pidió que recibiera a la decoradora, se sintió molesto y accedió a regañadientes. Ahora que la conocía, se alegraba de haberla complacido. La había imaginado exigente y ambiciosa, y capaz de manipular a uno de sus ejecutivos para que accediera a algo a lo que Jay no accedería en circunstancias normales.

Lo que no había imaginado era que se sentiría atraído hacia ella. Todas las decoradoras a las que había conocido en las concurridas inauguraciones de sus hoteles habían sido mujeres maduras y acicaladas. Aquella Lily Stone irradiaba una frescura que, para él, era una novedad. Sí, iba arreglada, pero había algo en ella que no encajaba con las mujeres elegantes a las que había conocido.

Sus piernas largas y seductoras lo hacían pensar en tardes tórridas en la cama, lo cual era del todo inaceptable en una entrevista de trabajo. Le encantaba que no hiciera más que tirarse de la falda para intentar alargarla.

Al entrar en la habitación, había proyectado una imagen de profesionalidad, pero iba unida a una bondad que no solía encontrarse en el mundo de los grandes negocios. Preston decidió hacer averiguaciones sobre su empresa. ¿Cuáles habían sido sus orígenes?

Al estrecharle la mano había sentido su piel tersa y suave. Eran unas manos de mujer, de uñas cortas y prácticas. Preston se torturaba imaginando el tacto de su piel. Notó la tensión en la entrepierna y cambió sutilmente de postura en su amplio sillón de cuero.

No debería dejarse afectar tanto por aquella mujer, pensó, pero Lily Stone lo intrigaba.

Su despacho debería haberla intimidado. Había visto a hábiles profesionales perder la calma al entrar en sus dominios. Ese era el efecto que Preston buscaba, para poder disfrutar de cierta ventaja en cualquier reunión que celebrara en su terreno.

Pero a Lily Stone su despacho no la había impresionado. Lo había demostrado manteniéndose firme con él, y Preston sentía deseos de ponerla otra vez a prueba.

Le gustaba su coraje y su aplomo, y el brillo de sus ojos azules cuando lo desafiaba. Había abordado terrenos personales como ninguno de sus empleados se atrevía a hacer, puesto que les pagaba sus sueldos y no podían permitirse el lujo de enojarlo.

Pero la señorita Stone no parecía nerviosa. Aquello debería haberlo irritado, pero no era así; seguramente, porque su voluptuoso cuerpo lo tenía embelesado.

No tenía la figura de una modelo de pasarela, con senos exagerados y sin caderas. Contaba, en cambio, con curvas generosas, y el traje que llevaba le acentuaba la cintura de avispa. Tenía piernas largas y esbeltas envueltas en medias negras, y Dexter se preguntó qué sentiría con ellas alrededor de la cintura. ¿Qué haría Lily Stone si le pidiera que se sentara en el borde del escritorio para poder besarla de pie, entre sus interminables piernas?

Seguramente, lo demandaría por acoso sexual. Y con razón. Pero su cerebro no hacía más que proporcionarle imágenes que no tenía derecho a estar concibiendo sobre aquella mujer.

Tenía la nariz respingona, y el pelo rojo y corto, con un bonito estilo descarado que la favorecía mucho. Parecía provenir de otro mundo, un mundo en el que él no se sentiría cómodo viviendo pero que no le importaría visitar, con ella.

Había sentido una reacción física hacia Lily desde el momento en que la había visto entrar en su despacho golpeándose la pierna torpemente con el maletín. Sus movimientos habían traicionado su nerviosismo aunque ni su voz ni su postura ni su conversación lo habían dejado entrever. El despacho no la incomodaba pero él, sí, y Preston no quería incomodarla de esa manera. Quería hacerla suya.

–Bueno, ahora tengo una idea más clara de lo que debo buscar en el vestíbulo, las suites y las habitaciones. No utilizaré el mismo estilo que en Seashore, pero creo que sus huéspedes se encontrarán en un ambiente igual de cálido –afirmó Lily Stone mientras tomaba otra nota en su agenda.

–Me gustaría crear la misma sensación de elegancia imperecedera que tiene la mansión Van Benthuysen-Elms. ¿Ha estado allí?

–Sí, varias veces. ¿Qué es lo que le gusta de ella?

El tono profesional que mantenía lo hostigaba. La respuesta de su cuerpo a su presencia femenina lo incitaba a adentrarse en terrenos personales y, de repente, se alegraba de haber aprendido a seducir observando a un verdadero maestro: su padre.

–¿Tiene tiempo para verla conmigo? Es allí donde celebro mi cena de negocios.

–¿Ahora?

–Sí.

–Déjeme echar un vistazo a mi agenda –bajó una vez más la vista a sus hojas–. Creo que puedo hacerle un hueco –concluyó con un destello pícaro en la mirada.

–¿Me está tomando el pelo, señorita Stone?

–Sí, señor Dexter.