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Editado por Harlequin Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Lynne Graham

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Una novia insolente, n.º 97 - octubre 2014

Título original: Ravelli’s Defiant Bride Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4870-2

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Publicidad

Capítulo 1

 

 

Cristo Ravelli miraba al abogado de la familia con incredulidad.

–¿Esto es una inocentada fuera de temporada? –preguntó frunciendo el ceño.

Robert Ludlow, socio de Ludlow y Ludlow, no reaccionó con gesto de diversión. Cristo, un destacado banquero de inversiones especializado en capital de riesgo, y que nadaba en la abundancia, no era un hombre con el que se debiera bromear. Es más, si tenía una pizca de sentido del humor, Robert aún no la había visto. Cristo, a diferencia de Gaetano Ravelli, su difunto y probablemente no llorado padre, se tomaba la vida muy en serio.

–Me temo que no es broma –confirmó Robert–. Tu padre tuvo cinco hijos con una mujer de Irlanda…

Cristo se quedó atónito ante la noticia.

–¿Quieres decir que todos estos años cuando iba a pescar a su casa de Irlanda…?

–Eso me temo. Creo que el hijo mayor tiene quince años…

–¿Quince? Pero eso significa… –Cristo apretó su sensual boca y sus ojos se encendieron de ira antes de que pudiera llegar a hacer un comentario indiscreto e inapropiado para alguien que no fueran sus hermanos. Se preguntó por qué se sorprendía por una revelación sobre el mujeriego de su padre. Después de todo, a lo largo de su irresponsable vida Gaetano había dejado una estela de ex esposas consternadas y furiosas y tres hijos legítimos, así que ¿por qué no iba a haber tenido una relación menos estable pero también complementada con hijos?

Cristo, por supuesto, no podía responder a esa pregunta porque jamás se habría arriesgado a tener un hijo ilegítimo y por eso le afectaba mucho que su padre hubiera podido hacerlo cinco veces, sobre todo cuando nunca se había molestado en mostrar el más mínimo interés por los hijos que había tenido antes. Los hermanos de Cristo, Nik y Zarif, se quedarían igual de asombrados y espantados, pero él sabía que el problema recaería con fuerza sobre sus hombros. La ruptura del matrimonio de Nik había hundido a su hermano y esa debacle a la que se había visto arrastrado él aún le quitaba el sueño por las noches. En cuanto a su hermano pequeño, Zarif, como nuevo gobernante de un país de Oriente Medio, lo último que merecía era el gran escándalo público que despertarían los actos inmorales de Gaetano y que se desataría con seguridad si los medios de comunicación se hacían con la historia.

–Quince años –repitió Cristo pensativo; con eso quedaba claro que la madre de Zarif había sido una mujer engañada durante todo su matrimonio con su padre sin ni siquiera saberlo y esa no era una realidad que a Zarif le gustaría que saliera a la luz–. Te pido disculpas por mi reacción, Robert. Ha sido un gran impacto para mí. La madre de los niños… ¿qué sabes de ella?

Robert enarcó una ceja cana.

–He contactado con Daniel Petrie, el agente inmobiliario de la propiedad irlandesa, y he averiguado algunas cosas. Me ha dicho que desde hace tiempo en la aldea ven a Mary Brophy como una mujer indecente e inmoral –dijo casi con gesto de disculpa.

–Pero si era la ramera del pueblo, Gaetano debía de saberlo y estar encantado con la idea –dijo Cristo antes de poder contener esa imprudente opinión; su hermoso y moreno rostro arrastraba una expresión adusta; no era ningún secreto para la familia de Gaetano que, sin ninguna duda, había preferido a mujeres descaradas y promiscuas antes que a mujeres de vida decente–. ¿Y qué les ha dejado mi padre a esa horda de hijos?

–Por eso he decidido hacerte partícipe del asunto –respondió Robert aclarándose la voz claramente incómodo con la conversación–. Como podrás imaginar, Gaetano no ha hecho mención en el testamento ni a la mujer ni a los hijos.

–¿Estás diciéndome que mi padre no ha tenido en cuenta a esos niños? –preguntó Cristo, incrédulo–. ¿Tuvo cinco hijos con esa… esa mujer, y aun así no les ha dejado nada de dinero?

–Nada… –confirmó Robert avergonzado–. Pensé que habría hecho algún tipo de arreglo privado para ocuparse de ellos, pero parece que no ha sido así, ya que he recibido una consulta de la mujer sobre las cuotas de los colegios. Como sabes, tu padre siempre pensó en el presente, nunca en el futuro, e imagino que daba por hecho que viviría hasta bien entrados los ochenta.

–Pero en lugar de eso murió a los sesenta y dos y me ha metido en este lío –farfulló Cristo perdiendo la paciencia según se iba enterando de más cosas–. Tendré que ocuparme de este asunto personalmente. No quiero que los periódicos se apropien de la historia…

–Por supuesto que no –respondió Robert–. Es un hecho que a los medios les encanta contar historias de hombres con montones de mujeres y amantes.

Bien consciente de ello, Cristo apretó sus dientes blancos y perfectos y sus oscuros ojos se encendieron de furia con un brillo dorado. Su padre había sido una vergüenza toda su vida y le enfurecía que fuera a generar más vergüenza todavía incluso después de muerto.

–Espero que se pueda poner a los niños en adopción y que podamos enterrar discretamente este desagradable asunto –señaló Cristo.

Se fijó en que Robert parecía algo desconcertado con la idea y después el hombre rápidamente recompuso su gesto hasta dejarlo totalmente inexpresivo.

–¿Y crees que la madre estará de acuerdo?

–Si es la típica mujer que le gustaba a mi padre, estará encantada de hacer lo que digo a cambio de una buena… compensación –dijo eligiendo la palabra con frialdad.

Robert entendió su significado e intentó, sin éxito, imaginar un escenario en el que una mujer renunciara a sus hijos a cambio de una buena cantidad de dinero. No tenía duda de que Cristo tenía motivos para saber muy bien de qué hablaba y de pronto dio gracias por no estar viviendo una vida que lo hubiera convertido en alguien tan suspicaz en lo que respectaba a la naturaleza humana y la avaricia. Pero claro, después de llevar años ocupándose de los asuntos económicos de Gaetano sabía que Cristo venía de una familia disfuncional y que pondría en duda el amor y la lealtad que muchos adultos les proporcionaban a sus hijos.

Cristo, ya estresado por su reciente viaje de negocios a Suiza, se puso recto y le pasó el teléfono a su secretaria personal, Emily, que le reservó un vuelo a Dublín. Solucionaría ese repugnante asunto y volvería directamente al trabajo.

 

 

–¡Los odio! –estalló Belle con impotencia y su precioso rostro lleno de iracunda pasión–. ¡Odio a todos los Ravelli!

–Pues entonces también vas a tener que odiar a tus hermanos –le recordó su abuela con ironía–… y sabes que no es lo que sientes de verdad…

Con dificultad, Belle controló su ira y miró a su abuela con gesto de disculpa. Isa Kelly era una mujer pequeña y ágil con el pelo canoso y los ojos del mismo verde que Belle.

–Ese condenado abogado ni siquiera ha respondido a la carta de mamá sobre las cuotas del colegio. ¡Los odio a todos por hacernos suplicar algo que debería ser de los niños por derecho!

–Es un asunto desagradable –apuntó Isa con pesar–. Pero lo que tenemos que recordar es que la persona responsable de esta terrible situación es Gaetano Ravelli…

–¡Eso nunca lo voy a olvidar! –juró su nieta con vehemencia y levantándose de un salto y con frustración para ir hasta la ventana con vistas al diminuto jardín trasero.

Y era la verdad. Belle había sufrido acoso escolar por la relación de su madre con Gaetano Ravelli y los hijos que había tenido con él; mucha gente había censurado el espectáculo protagonizado por una mujer que había tenido una relación larga y fértil con un hombre casado. A su madre, Mary, le habían puesto la etiqueta de «zorra» y Belle se había visto obligada a cargar con la sombra de esa humillante etiqueta junto con su madre.

–Ya no está –le recordó Isa innecesariamente–. Y tu madre tampoco, lo cual es más triste todavía.

Un familiar dolor se removió bajo su pecho por la pérdida de esa cálida y cariñosa presencia en su casa, y su expresión de furia se suavizó. Solo había pasado un mes desde el fallecimiento de su madre por un infarto y Belle aún no había superado el trauma de una muerte tan repentina. Mary había sido una mujer sonriente y alegre de cuarenta y pocos años que nunca había estado enferma. Sin embargo había tenido un corazón débil y, al parecer, el médico le había advertido que no se arriesgara a tener un embarazo más tras dar a luz a los mellizos. ¿Pero cuándo había escuchado al sentido común Mary Brophy?, se preguntó Belle con pesar. Mary había hecho lo que había querido a pesar de lo que ello le supusiera, había elegido la pasión por encima del compromiso y el nacimiento de un sexto hijo por encima de lo que habrían sido unos años de vida tranquilos y prudentes.

A pesar de todo lo que habían dicho sobre Mary Brophy, y es que había habido demasiada gente en el pueblo que había juzgado su relación con Gaetano, Mary había sido una mujer trabajadora y amable que jamás le había dirigido una mala palabra a nadie y que siempre había sido la primera en ofrecer su ayuda cuando algún vecino había tenido problemas. A lo largo de los años algunos de los críticos más vehementes de su madre habían terminado convirtiéndose en sus amigos cuando finalmente habían apreciado y valorado su gentil forma de ser. Pero Belle nunca se había parecido a su madre; a ella la había querido, pero a Gaetano Ravelli le había odiado por sus mentiras, su manipulador egoísmo y su tacañería.

Como si percibiera la tensión en el aire, Tag empezó a gimotear a sus pies y lo acarició; era un pequeño Jack Russell blanco y negro que ahora tenía sus ojos marrones y cariñosos clavados en ella. Se puso recta y su colorida melena cayó sobre sus esbeltos hombros; se apartó de los ojos un mechón ondulado de su melena caoba y se preguntó cuándo encontraría el momento de ir a cortárselo y cómo demonios podría pagarlo cuando necesitaba el dinero para necesidades más básicas.

Al menos la casita del guardés situada al inicio del camino que serpenteaba hasta la casa Mayhill era suya; Gaetano se la había cedido a su madre hacía unos años para ofrecerle una falsa sensación de seguridad. ¿Pero de qué les servía tener un techo sobre sus cabezas cuando Belle seguía sin poder pagar las facturas? Aun así, verse en la calle habría sido mucho peor, tuvo que reconocer con pesar y suavizando la expresión de su carnosa boca. En cualquier caso, lo más probable era que tuviera que venderla y buscar un lugar más barato y pequeño donde vivir. Por desgracia tendría que luchar sin cesar para que los niños recibieran lo que era suyo por derecho. Fueran o no ilegítimos, sus hermanos tenían derecho a parte de los bienes de su difunto padre y era su deber librar esa batalla por ellos.

–Tienes que dejar que me ocupe de los niños ya –le dijo Isa firmemente a su nieta–. Mary era mi hija y cometió errores. No quiero quedarme de brazos cruzados mientras os veo pagando el precio por…

–Los niños serían demasiado para ti –protestó Belle ya que, por mucho que su abuela fuera una mujer fuerte y sana, tenía setenta años, y le parecía que estaría muy mal dejar que soportara semejante carga.

–Has ido a una universidad que estaba a kilómetros de aquí para escapar de la situación que había originado tu madre y tenías pensado marcharte a trabajar a Londres en cuanto te licenciaras –le recordó Isa con terquedad.

–Así es la vida… cambia sin avisarte –dijo Belle con ironía–. Los niños han perdido a sus padres en el espacio de dos meses y se sienten muy inseguros. Lo último que necesitan ahora mismo es que también desaparezca yo.

–Bruno y Donetta van a un internado, así que ellos solo están aquí en vacaciones –dijo la mujer, reticente a ceder ante su nieta–. Los mellizos están en primaria. Franco es el único que está en casa y tiene dos años y pronto irá también al colegio…

Poco después de la muerte de su madre, Belle había pensado básicamente lo mismo y se había sentido terriblemente culpable por tener que admitir, aunque fuera para sí misma, que se sentía atrapada por la existencia de sus hermanos pequeños y su necesidad de cariño y cuidado constantes. Su abuela le había hecho una generosa oferta y Belle se la había guardado en lo más profundo de su mente con la idea de que pudiera convertirse en una realidad. Pero eso había sido antes de que viera diariamente las necesidades de sus hermanos y por fin valorara el enorme esfuerzo y trabajo que suponía ocuparse de ellos; por eso entendía que el hecho de que su abuela tuviera que ocuparse sola era una egoísta fantasía. Para Isa sería demasiada carga cuando había días en los que a Belle, con sus veintitrés años, se le hacía una carga demasiado pesada.

Alguien aporreó la puerta trasera haciendo que las dos mujeres se sobresaltaran. Frunciendo el ceño Belle abrió y se relajó en cuanto vio allí a un viejo amigo. Mark Petrie y Belle habían ido juntos al colegio y él había sido uno de sus pocos amigos de verdad.

–Pasa –dijo invitando al esbelto chico moreno ataviado con vaqueros–. Siéntate. ¿Te apetece un café?

–Gracias.

–¿Qué tal te va, Mark? –le preguntó Isa con una agradable sonrisa.

–Genial. Es Belle la que me preocupa –admitió lanzándole a la nieta de Isa una mirada de clara admiración masculina–. A ver, lo voy a soltar directamente. Esta mañana he oído a mi padre hablar por teléfono y debía de estar hablando con alguien de la familia de Gaetano Ravelli. Creo que era con el mayor, Cristo…

Tensándose ante el sonido de ese nombre que le resultaba tan familiar, Belle dejó sobre la mesa la taza para Mark.

–¿Y por qué lo crees?

–Cristo es el albacea del patrimonio de Gaetano y le estaba preguntando por tu madre aunque, por supuesto, mi padre aún no sabe que Mary ha muerto. Nadie se ha molestado en decirle que murió mientras mi madre y él estaban con mi tío en Australia…

–Bueno, no es que tu padre y mi madre fueran exactamente amigos del alma –le recordó a Mark claramente. Había habido mucha tensión a lo largo de los años entre el agente inmobiliario Daniel Petrie y el ama de llaves de Mayhill, Mary Brophy–. Así que, ¿por qué iba a contárselo nadie?

Cristo Ravelli, pensó al momento con resentimiento. El banquero elegante y escandalosamente guapo hijo mayor que, además, jamás sonreía. A lo largo de los años había investigado en Internet la enmarañada vida amorosa de Gaetano, en un principio movida por la curiosidad y después para ir dándoles respuesta a las preguntas que su pobre y confiada madre jamás se había atrevido a preguntar. Sabía lo de las otras esposas, los hijos y las escandalosas aventuras y enseguida había podido ver que Gaetano era un hombre embustero y controlador con las mujeres que no dejaba más que ruina y pesar a su paso. Y por si eso fuera poco, como Gaetano solo se había casado con mujeres ricas, su pobre y desafortunada madre nunca había tenido la más mínima oportunidad de poder llevarlo al altar.

–Está claro que la cuestión es que la familia Ravelli ha decidido que quiere dar en adopción a los hijos que Gaetano tuvo con Mary…

–¿Adopción? –lo interrumpió Belle claramente atónita ante esa propuesta que había surgido de la nada.

–Está claro que la familia de ese hombre quiere tapar esta relación –apuntó Mark con una mueca de disgusto–. ¿Y qué mejor modo de hacerlo? Así la historia no llegaría a la prensa y no quedaría ningún cabo suelto…

–Pero ellos no son cabos sueltos, ¡son unos niños con una familia y un hogar! –contestó consternada–. ¡Por el amor de Dios, tienen que estar juntos!

Incómodo por ser el destinatario de ese estallido emocional, Mark se aclaró la voz y dijo:

–¿Eres la tutora legal de los niños?

–Bueno, ¿quién más hay? –preguntó Belle a la defensiva.

–Pero no está puesto por escrito en ningún documento legal que seas la tutora, ¿verdad? –señaló Mark con pesar mientras ella lo miraba con sus ojos verdes cargados de consternación–. Eso me temía. Deberías ir a ver a un abogado que se ocupe de esto en cuanto puedas y hacer todo el papeleo posible para reclamar la custodia de los niños… De lo contrario, puede que acabes descubriendo que la familia de Gaetano tiene más derechos sobre los niños que tú.

–¡Pero eso sería ridículo! –objetó Belle–. Gaetano no tenía apenas relación con los niños ni siquiera cuando estaba aquí.

–La ley no dice lo mismo. Pagó el colegio de los mayores y le cedió la casita del guardés a tu madre –le recordó Mark con esa devoción por el detalle inherente en sus estudios de Derecho–. Tal vez fuera un padre horrible en el trato, pero sí que se ocupó de sus necesidades, y es posible que eso haga que su hijo tenga mucho que decir sobre el futuro de los niños.

–Pero Gaetano los quitó a todos de su testamento –apuntó Belle ladeando la barbilla con gesto desafiante.

–Eso no importa. La ley es la ley. Nadie puede arrebatarles sus derechos de nacimiento.

–Adopción… –aún atónita ante la propuesta, Belle se dejó caer en la silla–. Es una locura. ¡No habrían podido hacer esto si mi madre siguiera viva! –exclamó con amargura–. Nadie podría haber dicho que su madre no tenía derecho a decir qué les debería pasar.

–Ojalá Mary hubiera vivido lo suficiente para ocuparse de este asunto –suspiró Isa con pesar–. Pero puede que yo tenga algo que decir como cuidadora de los niños.

–Lo dudo –intervino Mark–. Los niños no habían vivido con usted nunca hasta después de que se mudara aquí tras la muerte de Mary.

–Yo podría hacerme pasar por mi madre… –dijo Belle, suspirando abruptamente.

–¿Hacerte pasar? –Isa miró a su nieta con incredulidad–. No seas tonta, Belle.

–¿Por qué dices que soy tonta? Cristo Ravelli no sabe que mamá ha muerto y, si cree que sigue viva, no creo que intente interferir en la vida de los niños –alzó la cabeza convencida de que tenía razón al afirmar eso.

–¡Es imposible que pudieras fingir ser una mujer de más de cuarenta años! –protestó Mark riéndose de la idea.

Pero Belle seguía dándole vueltas.

–No hace falta que parezca que tengo cuarenta… Solo tengo que aparentar ser lo suficientemente mayor como para tener un hijo de quince años y, a juzgar por la edad a la que las mujeres tienen hijos últimamente, fácilmente podría tener treinta y pocos.

–Sería una locura llevar a cabo una farsa como esa –le dijo su abuela, intentando apaciguarla–. Seguro que Cristo Ravelli descubriría la verdad.

–¿Cómo? ¿Quién se lo va a contar? Es un Ravelli, no va a venir hasta aquí a fisgonear preguntando a los vecinos. No tendría ningún motivo para cuestionar mi identidad. Me recogeré el pelo, me pondré mucho maquillaje… eso me ayudará…

–Belle… sé que estás dispuesta a hacer cualquier cosa, pero hacer algo así sería un gran engaño –dijo Mark con seriedad–. Piensa en lo que estás diciendo.

La puerta de la cocina se abrió y tras ella apareció un niño con una ondulada melena oscura chupándose el dedo. Se apoyó contra el muslo enfundado en tela vaquera de Belle y subió hasta el regazo de su hermana.

Teno sueño… –balbuceó–. Abrazo…

Belle abrazó con cariño a su hermano pequeño. Franco era muy mimoso y al instante acurrucó su pequeño y cálido cuerpo contra el suyo.

–Lo voy a llevar arriba para que duerma la siesta –susurró levantándose con dificultad porque el niño pesaba bastante.

Belle lo metió en la cuna situada junto a su cama y se quedó un instante mirando por la ventana las pintorescas vistas de Mayhill, una bonita mansión georgiana instalada en acres de zonas verdes contra el telón de fondo del antiquísimo robledal. Su madre era viuda y ella una pequeña de ocho años cuando Mary había empezado a trabajar como ama de llaves de Gaetano Ravelli.

Su padre había sido un alcohólico violento, famoso por sus injuriosas arengas y por su propensión a meterse en peleas. Una noche, muy afectado por el alcohol, se había plantado delante de un coche y muy pocos habían lamentado su fallecimiento, y menos Belle, a la que siempre la habían aterrado el temperamento y los brutales puños de su padre. Madre e hija habían creído que iban a embarcarse en una nueva y prometedora vida cuando Mary se convirtió en el ama de llaves de Mayhill. Sin embargo, su madre se había enamorado perdidamente de su nuevo jefe y su reputación había quedado destruida desde el momento en que había nacido Bruno.