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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Chantelle Shaw

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

En la cama del príncipe, n.º 2355 - diciembre 2014

Título original: A Night in the Prince’s Bed

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4865-8

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Publicidad

Capítulo 1

 

Allí estaba, de nuevo.

Mina se había dicho que no lo miraría, pero al salir al escenario su mirada se dirigió a los espectadores que estaban de pie frente a él y el corazón le dio un vuelco al verlo.

El excepcional diseño del teatro The Globe de Londres permitía a los actores ver el rostro de cada espectador. El teatro era una reconstrucción del de los tiempos isabelinos, un anfiteatro a cielo abierto.

Estaba anocheciendo y, para intentar recrear el ambiente del teatro original, se utilizaba una iluminación mínima. Como los focos no la deslumbraban, Mina observó claramente los rasgos cincelados del hombre y su mandíbula resuelta, con una barba incipiente, lo que aumentaba su masculinidad.

Su boca no sonreía, pero sus labios mostraban una sensual promesa que despertó la curiosidad de Mina. Desde el escenario no distinguía el color de sus ojos, pero sí su rubio cabello. Llevaba la misma chaqueta de cuero que las tres veces anteriores, y era tan sexy que no podía apartar la mirada de él.

Se preguntó por qué se hallaría de nuevo entre la audiencia. Era verdad que el debut como director de Joshua Hart con Romeo y Julieta, de William Shakespeare, había sido aclamado por la crítica, pero ¿por qué iba alguien a estar de pie dos horas y media para ver la obra tres veces seguidas?

Mina pensó que tal vez no tuviera dinero para comprar una butaca. Las entradas de la zona en la que había que estar de pie eran baratas y ofrecían la mejor vista del escenario y una sensación excepcional de intimidad entre los espectadores y los actores.

Él la miraba con tal intensidad que Mina se quedó sin aliento. De pronto se dio cuenta de que el silencio se estaba alargando y de la tensión del resto de los actores, que esperaban que ella hablara.

Se quedó en blanco.

El miedo escénico era la peor pesadilla de un actor. Tenía la lengua pegada al paladar y la frente perlada de sudor. Se llevó instintivamente las manos a las orejas para comprobar que tenía bien colocados los audífonos.

–¡Concéntrate, Mina! –susurró uno de los actores.

Eso sirvió para que se olvidara del pánico. El cerebro comenzó a funcionarle y dijo su primera línea. Había vacilado solo unos segundos, por lo que esperaba que los espectadores no se hubieran percatado del lapsus. Pero a Joshua no le habría pasado desapercibido. Sin mirarlo, Mina sintió el enfado del director, que exigía una actuación perfecta de todo el reparto, pero especialmente de su hija.

Mina había quebrantado una de las normas sagradas de la actuación al romper la «cuarta pared», la pared imaginaria que había entre el actor y el espectador. Durante unos segundos había abandonado el papel de Julieta y había vuelto a ser ella misma, Mina Hart, una actriz de veinticinco años parcialmente sorda.

Poca gente, salvo su familia y sus amigos íntimos, sabía que, a causa de una meningitis que contrajo a los ocho años, había sufrido una pérdida grave de audición. Los audífonos digitales que llevaba eran muy pequeños y discretos, y los ocultaba su largo cabello. Le permitían hablar por teléfono y escuchar música. A veces, casi conseguía olvidarse de lo sola y aislada que se había sentido de niña, a causa de la sordera.

La exquisita poesía de la prosa de Shakespeare era música para sus oídos. La realidad desapareció. No era una actriz, sino la propia Julieta, una adolescente que aún no había cumplido catorce años y que debía casarse con el hombre que habían elegido sus padres.

La obra continuó sin más incidentes, pero, en un rincón del cerebro, Mina siguió siendo consciente de que aquel hombre no apartaba la vista de ella.

 

 

La obra de Shakespeare llegaba a su trágico fin. Después de más de dos horas de pie, al príncipe Aksel Thorensen comenzaron a dolerle las piernas, pero apenas lo notó. Tenía la mirada fija en el escenario mientras Julieta, arrodillada frente a su esposo muerto, agarraba una daga y se la clavaba en el corazón.

Un suspiro colectivo de los espectadores flotó en el teatro. Todos sabían cómo terminaba la historia, pero Aksel sintió un nudo en la garganta cuando el cuerpo de Julieta cayó sobre el de su amante. Todos los miembros del reparto eran buenos, pero Mina Hart sobresalía entre ellos. Su emotivo retrato de una joven enamorada era electrizante.

Aksel había decidido acudir a The Globe tres noches antes, al final de un día más de frustrantes discusiones entre el gobierno de Storvhal y los ministros británicos.

Storvhal era un principado situado en el Círculo Polar Ártico, por encima de Noruega y Rusia. La dinastía de los Thorensen llevaba reinando allí ochos siglos, y Aksel, como monarca y jefe de estado, tenía autoridad suprema sobre el consejo de gobierno, elegido democráticamente.

Aksel nunca había confesado a nadie que, a veces, llevaba como una carga el papel al que había estado destinado desde el nacimiento.

Había ido a Londres para hablar de un nuevo acuerdo comercial entre el Reino Unido y Storvhal, pero las negociaciones no habían llegado a buen término a causa de los trámites burocráticos. Acudir al teatro le había parecido una buena forma de relajarse, pero no esperaba quedarse fascinado con la protagonista.

La obra había terminado y los actores salieron a saludar. Era la última representación en The Globe. También era la última noche de Aksel en Londres. Después de haber firmado un nuevo acuerdo con el Reino Unido, al día siguiente volvería a Storvhal y a sus deberes reales, entre los que, como su abuela le recordaba constantemente, estaba el de encontrar esposa y tener un heredero.

La princesa Eldrun, de noventa años, que acababa de recuperarse de una neumonía, le había dicho que su mayor deseo era verlo casado antes de morirse.

Que otra persona hubiera tratado de chantajearlo emocionalmente le habría resbalado. Desde la infancia le habían inculcado que su deber estaba por encima de sus sentimientos. Solo una vez se había dejado llevar por el corazón, cuando, a los veintitantos años, se había enamorado de Karena, una hermosa modelo rusa que lo había traicionado, lo que había añadido otro motivo para que levantara alrededor de sus sentimientos una barrera impenetrable.

Su abuela era su único punto flaco. La princesa Eldrun había ayudado a su marido, el príncipe Fredril, a reinar en Storvhal durante cincuenta años, y Aksel sentía por ella un gran respeto. Pero, a pesar de ello, no pensaba precipitarse a la hora de casarse. Elegiría esposa cuando estuviera preparado, pero no se casaría por amor.

Ser rey de Storvhal le otorgaba muchos privilegios, pero no el de enamorarse.

A diferencia de su padre, el príncipe Geir, que se había matado en un accidente aéreo doce años antes, en Mónaco, donde pasaba buena parte de su tiempo, para consternación de los habitantes de Storvhal, Aksel se dedicaba por entero a los asuntos de gobierno y había devuelto el apoyo de su pueblo a la Monarquía.

Sin embargo, su popularidad tenía un precio: siempre estaba en primer plano. Los medios de comunicación lo seguían de cerca; no podía salir solo, como lo había hecho en Londres. Si iba al teatro, tenía que sentarse en el palco real, a la vista de toda la platea, y no podía conmoverse hasta las lágrimas al contemplar una gran historia de amor.

Miró a Mina Hart: figura grácil, pelo de color caoba y rostro ovalado, de aspecto inocente pero sensual. Sintió que el cuerpo se le tensaba de deseo. Imaginó lo que podría suceder si fuera libre. Pero, después de tres noches viviendo en un mundo de fantasía, debía volver a la realidad.

Esa sería la última vez que vería a Mina

–Adiós, dulce Julieta –murmuró.

 

 

–¿Vienes a tomar algo? –preguntó Kat Nichols, una de las actrices, a Mina al salir del teatro–. Hemos quedado todos en el Riverside Arms para celebrar el éxito de la obra.

Mina había planeado irse directamente a casa, pero cambió de idea ante la persuasiva sonrisa de Kat.

–De acuerdo. Se me hace raro pensar que no volveremos a actuar aquí.

–Pero tal vez vayamos a Broadway. Ya sabes que tu padre está negociando que el montaje vaya a Nueva York. ¿Te ha comentado algo?

–Sé que todos creen que Joshua confía en mí porque soy su hija, pero no me trata de manera distinta a los demás actores. Tuve que pasar tres pruebas para conseguir el papel de Julieta. Mi padre no me hace favores.

Si acaso, era más duro con ella que con el resto del reparto. Joshua era un actor brillante y un perfeccionista. No era fácil llevarse bien con él, y las relaciones de Mina con su padre se habían vuelto tensas cuando ella decidió irse a Estados Unidos a rodar una película, lo cual Joshua había considerado una deshonra para su apellido.

–¡Imagínate que actuáramos en Broadway! – exclamó Kat–. Sería fantástico para nuestra carrera. Puede que hasta nos fichara un importante director de cine y fuéramos a Los Ángeles.

–Te aseguro que Los Ángeles no es tan maravillosa –respondió Mina con sequedad.

–He oído rumores, pero ¿qué sucedió realmente cuando te fuiste a rodar a Estados Unidos?

Mina vaciló. Kat y ella eran buenas amigas, pero, a pesar de ello, no quería hablarle de la época más oscura de su vida.

El recuerdo de Dexter Price, el director de la película, seguía siendo doloroso dos años después de que su relación hubiera terminado en medio de una avalancha de titulares en los periódicos. Le parecía increíble haberse enamorado de Dex, pero estaba sola en Los Ángeles y era joven e ingenua y se sentía insegura por la sordera.

Dexter la había tranquilizado al respecto, por lo que le estaba agradecida y, al poco tiempo, fue presa de sus encantos.

Al recordarlo, se preguntó si no se habría sentido atraída hacia él porque le recordaba a su padre. Los dos eran hombres poderosos y muy reconocidos en el mundo artístico, y Dex le había proporcionado el apoyo que siempre había deseado que le ofreciera su padre.

Cuando descubrió que la había engañado, se sintió destrozada.

–Te lo contaré en otro momento –le dijo a Kat mientras entraban en el pub–. A la primera ronda invito yo. Guárdame sitio.

Mina decidió que se tomaría una copa y se marcharía. El ruido del pub la desorientaba y deseaba volver a la tranquilidad de su piso. Se abrió paso entre la multitud que se agolpaba en la barra y trató de que el camarero le hiciera caso.

–Por favor…

El camarero pasó por delante de ella sin prestarle atención, por lo que Mina se preguntó si la habría oído, ya que con el ruido del local le resultaba complicado regular el tono de su voz. Este tipo de situaciones hacía resurgir en ella la inseguridad. Se sintió invisible, a pesar de que se veía reflejada en el espejo que había detrás de la barra.

Alguien apareció a su lado. Cuando sus miradas se cruzaron en el espejo, lo reconoció. Era el hombre del teatro, y de cerca era aún más atractivo que desde el escenario.

Sus ojos eran azul topacio y brillaban como piedras preciosas bajo las bien delineadas cejas, un poco más oscuras que el cabello. Él le sonrió de tal manera que Mina contuvo la respiración.

–¿Puedo ayudarla?

Su voz ronca hizo que se le erizara el vello de la nuca. No consiguió localizar su acento. Se volvió lentamente hacia él mientras se le aceleraba el pulso.

–Una de las ventajas de ser alto es que los camareros me ven enseguida –murmuró él–. ¿Puedo invitarla a beber algo?

Era seguro que su imponente aspecto y su magnetismo llamarían la atención en cualquier sitio. Mina se sonrojó al darse cuenta de que lo miraba fijamente.

–Estaba intentado pedir bebidas para mis amigos, pero gracias por el ofrecimiento.

Le estudió el rostro con atención mientras sentía la vibración de la sangre golpeándola en los oídos.

Era muy masculino y profundamente hermoso. ¿Se habría sentido así Julieta al ver por primera vez a Romeo? Para interpretar a Julieta, Mina había tratado de imaginarse a una adolescente que se había enamorado desesperadamente de un joven nada más verlo. ¿Podía sentirse una emoción tan intensa por alguien a quien se acababa de conocer?

El sentido común rechazaba la idea. La historia de Romeo y Julieta era una fantasía. Pero, en el pub, Mina entendió inmediatamente que se podía sentir una conexión abrumadora con un desconocido.

Lo más desconcertante era que aquel hombre también la experimentaba. La observaba con el cuerpo en tensión, como un felino que contemplara a su presa.

Alguien la empujó y chocó contra el desconocido. Sus senos rozaron el pecho masculino, y una corriente eléctrica recorrió el cuerpo de Mina. Los pezones se le endurecieron de forma automática.

Ahogó un grito y se apartó bruscamente. Él la observó con atención, como si le leyera el pensamiento.

–Lo he visto en el teatro. ¿Le ha gustado la obra? –preguntó ella.

–Usted ha estado asombrosa –afirmó él en voz baja e intensa al tiempo que, para sorpresa de Mina, se sonrojaba.

–También vino anoche y la noche anterior.

–No pude evitarlo –la miró a lo ojos y su magia sensual la atrapó impidiéndole apartar la mirada. Se sentía débil y nerviosa, y se inclinó hacia él, incapaz de controlar la reacción de su cuerpo a la atracción invisible de las feromonas masculinas y de la química sexual que se había establecido entre ambos.

–Dígame lo que quieren tomar sus amigos y se lo pediré al camarero.

¿Sus amigos? El hechizo se rompió, la mente de ella se despejó y enumeró una lista de bebidas. Minutos después, Mina pagó la ronda, pero ¿cómo iba a atravesar la sala abarrotada con una bandeja llena de bebidas?

El desconocido volvió a acudir en su ayuda.

–Yo la llevaré. ¿Dónde están sentados sus amigos?

Kat se sorprendió al verla llegar seguida de un hombre alto y rubio que parecía un vikingo. Este dejó la bandeja en la mesa y Mina se preguntó si debía invitarlo a sentarse con ellos. Y deseó que Kat dejara de mirarlo.

–Gracias por tu ayuda. Me llamo Mina.

Él la miró con ojos risueños.

–Ya lo sé. Tu nombre estaba en el programa de la obra. Yo soy Aksel –dijo él mientra le tendía la mano.

–No es un nombre inglés –murmuró ella al tiempo que intentaba no pensar en sus dedos que la agarraban con firmeza y que le provocaban cosquillas a lo largo del brazo y el deseo de no retirar la mano.

–Así es. Soy de Storvhal.

–Eso está cerca de Rusia, ¿verdad? En el Círculo Polar Ártico.

–Me dejas impresionado. Es un país muy pequeño, y la mayor parte de la gente no tiene ni idea de dónde está.

–Soy adicta a los crucigramas, y Storvhal sale con frecuencia.

Esperaba que no pensara que era un persona aburrida que pasaba mucho tiempo sola. La gente creía que los actores llevaban una vida glamurosa, pero no era así. Varias veces, entre una obra y la siguiente, había tenido que dedicarse a limpiar casas o a trabajar en un supermercado. La mayoría de los actores tenían que esforzarse por llegar a fin de mes.

Los Hart eran una famosa familia dedicada al teatro. Joshua Hart estaba considerado el mejor actor shakesperiano de los últimos tiempos. Mina había querido ser actriz desde que era una niña y se había negado a que su discapacidad destruyera su sueño.

Pero el sueño se había vuelto amargo en Los Ángeles. Rodar una película allí le había abierto los ojos a lo que suponía la fama, el cotilleo y las murmuraciones. Al regresar a Inglaterra se había replanteado lo que quería hacer con su vida y se había licenciado en Dramaterapia.

De una cosa estaba segura: no quería que su vida privada volviera a aparecer en las portadas de la prensa sensacionalista.

Todavía se estremecía al recordar la humillación que le había supuesto la lectura de detalles falsos y escandalosos sobre su relación con Dexter Price, lo que la había llevado a desconfiar de la prensa y, en especial, de un periodista al que acababa de ver entrar en el pub.

Steve Garrat era quien había escrito un artículo difamatorio sobre su relación con Dexter, en el que la había acusado de acostarse con él para promocionar su carrera mientras la esposa de Dexter seguía un tratamiento contra el cáncer.

Romeo y Julieta

–Joshua no me ha contado nada, pero, aunque lo hubiera hecho, no te lo diría. Eres una rata, Garrat. Te entrometes en la vida privada de la gente en busca de un escándalo y, si no lo hallas, te lo inventas, como hiciste en mi caso –Mina respiró hondo para tratar de contener la irritación.

El periodista sonrió con cinismo.

–¿Debo compadecerte? No me cuentes trolas sobre los periodistas que respetan la vida privada de los famosos. Los actores necesitan publicidad. No creerás en serio que una película en la que trabajaba una actriz inglesa desconocida habría sido un éxito de taquilla por tus méritos, ¿verdad? La gente fue a verla porque querían conocer al bombón que se acostaba con Dexter Price.

Al oír sus palabras, a Mina se le revolvió el estómago. Necesitaba salir de allí y respirar aire fresco. Empujó al periodista, incapaz de seguir soportándolo.

–Me das asco.

Kat hablaba con otros miembros del reparto y Mina no la interrumpió. Pensaría que se había ido a casa.

Fuera, hacía frío y la fina chaqueta que llevaba no le ofrecía mucha protección contra el viento de aquella noche de octubre. Echó a andar rápidamente hacia el metro. No era tarde, pero no había mucha gente en la calle.

Tomó un callejón para atajar. Al fondo, un grupo de jóvenes gritaba. Era evidente que habían bebido. Mina pensó en dar la vuelta y tomar el camino más largo para llegar a la estación, pero estaba cansada. Agachó la cabeza y siguió andando. Al acercarse más al grupo, vio que se estaban pasando lo que supuso que era un porro.

Se alarmó porque la actitud de los jóvenes le indicó que estaban esperando a que llegara hasta donde estaban. Se dio la vuelta a toda prisa, pero los jóvenes comenzaron a seguirla.

–Oye, guapa, ¿por qué no sigues por aquí? –le gritó uno de ellos.

–Hay una película que se llama Pretty Woman sobre una fulana que se gana la vida en la calle –dijo otro, un cabeza rapada con un tatuaje en el cuello que la alcanzó y se puso frente a ella, de modo que esta tuvo que detenerse–. ¿Vendes tu cuerpo? ¿Cuánto cobras? –mientras el grupo la rodeaba, el chico se rio–. ¿Haces descuento a un grupo?

Mina tragó saliva e intentó no parecer asustada.

–Mirad, no quiero problemas –echó a andar, pero se detuvo cuando el cabeza rapada la agarró del brazo–. Suéltame.

–Y, si no me da la gana, ¿qué vas a hacer? –le introdujo la mano en la chaqueta y le desabotonó la camisa.

La situación se estaba descontrolando. Los jóvenes estaban borrachos o drogados, probablemente las dos cosas, y en aquella fría noche otoñal era poco probable que apareciera alguien para ayudarla.

–Será mejor que me sueltes. He quedado con un amigo y, si no aparezco, comenzará a buscarme.

–¿Y dónde está tu amigo?

–Aquí –dijo una voz amenazadora.

Mina miró hacia el inicio del callejón y el corazón le dio un brinco. La luz de la farola que había detrás del hombre hacía que su cabello rubio pareciera un halo. Era indudable que ningún ángel podía tener un aspecto tan sexy, pero, para ella, muerta de miedo como estaba, era su ángel de la guarda, su salvador.

Sorprendido por la interrupción, el cabeza rapada aflojó la mano con la que agarraba el brazo de Mina y esta se soltó.

–Aksel –dijo medio sollozando, y corrió hacia él.