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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Carole Mortimer

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Chantaje emocional, n.º 2350 - noviembre 2014

Título original: Bride by Blackmail

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicado en español en 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4860-3

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

 

NO ME habías dicho que tus padres tenían otros huéspedes en casa este fin de semana –comentó Georgie a su novio con curiosidad mientras se acercaban a la casa.

Un pequeño coche deportivo de color rojo delataba la presencia de Sukie, la hermana mayor de Andrew, que rara vez visitaba a sus padres, pero, además, había otro coche aparcado al lado del todoterreno de Gerald Lawson: un precioso Jaguar plateado. El que solo pudiera transportar a dos personas hizo pensar a Georgie que no podrían haber llegado muchos invitados. Se alegró, porque no hacía demasiado que conocía a la familia de su prometido y le parecían suficientes de momento. La componían sir Gerald, lady Annabelle Lawson y Suzanna Lawson, a quien la familia y los amigos llamaban Sukie. Sir Gerald se había retirado de la política al cumplir los cincuenta, y había sido nombrado caballero hacía dos años. Sukie trabajaba como modelo.

–No tenía ni idea –se disculpó Andrew ante el comentario de Georgie–. Puede que sea algún amigo de Sukie –se lamentó.

Las vidas de los dos hermanos no podían ser más opuestas: Andrew era un serio abogado de éxito y Sukie una modelo con una vida y unos amigos bastante bohemios, por lo que no se llevaban demasiado bien.

–Alguien a quien le va bien en la vida, a juzgar por el coche que conduce –dijo Andrew al tiempo que aparcaba su BMV negro al lado del Jaguar.

Georgie se bajó del coche, y la gravilla del aparcamiento hizo ruido bajo sus zapatos planos marrones a juego con un vestido del mismo color que le llegaba por la rodilla. Había escogido aquel atuendo tan serio porque su llegada a la casa coincidía con la hora de la cena. Alta y delgada, Georgie llevaba el pelo de un tono rojizo muy corto y con algunos pelillos que le caían sobre la frente y las sienes para hacer más desenfadado un corte de estilo tan severo. Tenía los ojos verdes y la nariz pequeña y pecosa. Solo se había maquillado sus labios carnosos con un ligero tono melocotón, y la decisión con que levantaba la barbilla delataba, según su abuelo, un carácter bastante testarudo oculto bajo una sonrisa inocente.

Nada más pensar en su abuelo, la sonrisa de Georgie se desvaneció de sus labios y frunció el ceño. El recuerdo de su abuelo era la única sombra en su vida. Por lo demás, le iba todo de maravilla. Estaba prometida con el dulce Andrew, y acababa de publicar su primer libro para niños, que parecía venderse bastante bien. Además, tenía su propio apartamento decorado y amueblado a su gusto.

–¿Estás bien, cariño? –le preguntó Andrew, que ya había sacado el equipaje del maletero y la esperaba a la puerta de la casa.

–Perfectamente –le aseguró Georgie, sacudiéndose de encima la nube que el recuerdo de su abuelo había colocado sobre su cabeza. Sonrió con cariño a Andrew, y se agarró de su brazo.

Andrew tenía veintisiete años y medía uno ochenta de estatura. Tenía un rostro juvenil; su pelo rubio la mayor parte de las veces le caía de forma simpática sobre sus ojos azules. Para mantenerse en forma le bastaba jugar al bádminton un par de veces por semana en el gimnasio que frecuentaba. Era socio júnior de un bufete de abogados, y no debía su éxito a ser el hijo de sir Gerald Lawson, sino a la calidad de su trabajo.

Andrew tenía todas las cualidades que Georgie requería para su futuro marido: era muy educado, considerado, cariñoso y, sobre todo, se alteraba en raras ocasiones. Todo lo contrario a...

–Stop –murmuró para sí, al darse cuenta de que estaba recordando a su exmarido. Ya había tenido bastante con el desagradable recuerdo de su abuelo.

–Sus padres y la señorita Sukie están en el salón –dijo el mayordomo al tiempo que recogía el equipaje que traía Andrew.

–¡Andrew! –le recibió con cariño lady Annabelle cuando entraron en el salón.

La dama se levantó, y fue a abrazar a su hijo. Era menuda y rubia. Muy hermosa aún a pesar de estar en los cincuenta.

Sir Gerald Lawson se levantó también, y besó a Georgie ligeramente en la mejilla antes de estrechar la mano de su hijo calurosamente.

A Georgie le había resultado fácil desde el primer momento llevarse bien con sir Gerald, porque era como Andrew, pero con muchos más años encima. No estaba tan segura de llevarse bien con Annabelle, a pesar de que la dama también se acercó a ella y la besó en la mejilla. Aunque siempre era muy amable con ella, notaba en Annabelle una cierta frialdad, que achacaba al hecho de que Andrew era su único hijo varón y además el pequeño de la familia, por lo tanto quería lo mejor para él. Georgie sabía que debía convencerla de que eso era ella.

–¡Verdad que hace una noche estupenda! –dijo Gerald con entusiasmo mientras servía unas copitas de sherry–. Incluso hace bueno para cenar fuera.

–No seas provinciano, Gerald –le reprochó Annabelle con suavidad–. Además tenemos invitados –le recordó.

Andrew guiñó el ojo con complicidad a Georgie antes de hablar a su madre.

–He visto el coche de Sukie en la puerta. ¿Dónde se esconde?

–¿Otra vez estás pronunciando mi nombre en vano, hermanito? –le preguntó Sukie, que venía del invernadero, situado al lado del salón.

Sukie se parecía mucho a su madre, pero era tan alta como su padre. Era un año mayor que Andrew y sus ojos azules reflejaban la dureza de su carácter. Llevaba puesto un vestido corto de color azul que ponía de relieve la esbeltez de su figura y sobre todo de sus piernas. Georgie no estaba muy segura de cómo le caía a aquel miembro de la familia.

–No tenía ni idea de que te interesaran las flores, Sukie –bromeó Andrew con su hermana mientras ella se acercaba a darle un beso en la mejilla.

–Solo las que me traen de la floristería, querido –le respondió con desdén–. Estaba enseñándole la casa a nuestro invitado.

Georgie dio un respingo cuando el invitado entró en el salón, detrás de Sukie. Se le quedó helada la sonrisa en los labios, y por un momento pensó que había dejado de respirar. Aquello no era solo una nube negra, sino un huracán.

¡Un huracán llamado Jed Lord!

Unos ojos grises impenetrables la miraron desde el otro lado del salón. Georgie notó que se había dado cuenta del impacto que le había causado su repentina aparición, sin embargo él parecía tan tranquilo, lo que le hizo pensar que Jed ya sabía que iba a encontrarla allí aquella noche.

Tendría unos treinta y cinco años y medía más de uno ochenta. Llevaba puesto un traje de buen corte que dejaba bien a la vista que quien lo llevaba poseía una personalidad muy fuerte. Tenía el pelo negro, y la forma escrutadora con que miraban sus ojos grises dejaba traslucir la dureza de su carácter. Sus labios esculpidos esbozaban una sonrisa burlona en aquel momento.

Georgie, que había esperado no volverlo a ver, estaba atónita por lo inesperado de aquel encuentro, y segura de que Jed había estado al tanto.

Por un momento, se preguntó si lo habrían invitado los padres de Andrew pero, al ver cómo lo miraba Sukie, se dio cuenta de que había venido con ella. No le extrañó. Jed siempre había resultado muy atractivo para las mujeres.

–Jed, ven que te presente al resto de la familia –le dijo Gerald, animándolo a que se uniera a ellos–. Jed Lord, te presento a mi hijo Andrew y a su prometida Georgina Jones. Aunque todos la llamamos Georgie –explicó con cariño.

–Andrew –dijo Jed, y se acercó a estrechar la mano del joven.

Georgie se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración cuando lo vio dirigirse a ella. No tenía ni idea de lo que iba a suceder en los próximos minutos. Se preguntó, asustada, si Jed admitiría conocerla, o si se comportaría como si no se conocieran de nada.

–Georgina –la saludó Jed con voz profunda, al acercarse a ella.

Georgie se quedó mirando aquella mano tan masculina, y se preguntó cómo iba a estrecharla si ni siquiera quería tocarla.

–¿O puedo llamarte Georgie? –le preguntó de repente, sin dejar de mirarla fijamente con sus impenetrables ojos grises.

–Por supuesto –respondió Georgina cuando consiguió reaccionar. Se limitó a rozar sus dedos con los de Jed, y sintió un escalofrío que le recorrió toda la columna, y continuó incluso cuando ya había soltado la mano masculina. Aquel ligero roce la había hecho darse cuenta de que todavía no podía soportar estar cerca de aquel hombre.

–La cena está servida –anunció el mayordomo.

–Gracias Bancroft –le dijo sir Gerald con jovialidad–. ¿Vamos al comedor? –sugirió a sus invitados.

Georgie pensó que no sería capaz de probar bocado sentada a la misma mesa que Jed Lord, pero sabía que no le quedaba más remedio que hacerlo. Se preguntó con curiosidad qué razones tendría Jed para no haber declarado que la conocía. Porque estaba segura de que tales razones existían. Sabía que no hacía nada a la ligera.

–¿Puedo? –le dijo Gerald, ofreciéndose a escoltarla hasta la mesa.

–Gracias –respondió, feliz de que no fuera Jed el que la acompañara.

Andrew acompañó a su madre, y Sukie se apresuró a colgarse del brazo de Jed Lord.

Mientras se dirigían al comedor, Georgie sintió la mirada de Jed quemándole la espalda. Aquella enigmática mirada que podía dejarla congelada con su frialdad, o abrasada por el deseo.

Georgie había estado deseando pasar aquel fin de semana con los Lawson en su casa de campo, pero la presencia de Jed lo había convertido en una pesadilla de la que no sabía si lograría despertar.

Para empeorar las cosas, Jed se sentó frente a ella en la mesa oval aunque, tal vez prefiriera eso a que se hubiera sentado a su lado. No pudo evitar pensar que lo mejor habría sido que no estuviera allí.

Lo miró con disimulo mientras les servían el primer plato. No había cambiado mucho desde hacía un año, última vez en que lo había visto. Tal vez tenía alguna arruga más en los ojos o alrededor de la boca y el pelo algo más canoso en las sienes, lo que le hacía aún más atractivo.

–¿No te gusta el salmón, Georgie? –le preguntó Jed con suavidad–. No estás comiendo nada.

Georgie se puso muy roja al notar que era el centro de atención de todos. Le bastó una mirada a Jed para darse cuenta, por su cara de satisfacción, de que era lo que había querido hacer y lo había conseguido. Estaba disfrutando mucho a su costa.

–La verdad, señor Lord, es que me encanta el salmón –le dijo con la mejor de sus sonrisas fingidas, y se puso a comer.

–Por favor, llámame Jed –le pidió él con sequedad.

–Es un nombre poco común –comentó Annabelle.

–La verdad es que sí –corroboró Georgie–. Debe de ser el diminutivo de algo... –afirmó mirando retadora a Jed.

La mirada de Jed se endureció y su boca se torció en una mueca.

–De Jeremiah –se limitó a decir.

–¡Dios mío! –exclamó Georgie riendo–. No me extraña que prefieras Jed.

–Georgie, estás siendo poco amable con nuestro invitado –le recriminó Annabelle Lawson.

–La verdad, Annabelle –dijo Jed, dirigiendo una sonrisa forzada a su anfitriona–, es que estoy totalmente de acuerdo con Georgie.

–No quería incomodarte –le dijo ella, aunque estaba segura de que a Jed no se le pasaría por alto su tono burlón–. Se trataba de un simple comentario sobre los nombres que algunos padres les ponen a sus hijos sin pensar, tal vez, que son para toda la vida.

–El tuyo es uno de ellos, por ejemplo –le dijo Jed con suavidad.

–Tienes razón –no tuvo más remedio que decir Georgie. No había olvidado que Jed siempre tenía que decir la última palabra–. Me lo pusieron por mi abuelo.

Jed levantó las cejas.

–¿Tienes un abuelo llamado Georgina?

–Yo...

Georgina trató de replicar, pero se lo impidió la risa de Sukie, que estaba sentada al lado de Jed. La joven parecía no poder parar de reír, a pesar de lo poco gracioso que le parecía a Georgie el comentario.

–Creo que te lo has buscado, cariño –le dijo Andrew, apretando la mano de su prometida con ternura.

Georgie pensó que podía tener razón, pero seguía sin encontrarle la gracia al comentario.

De repente, se dio cuenta de que Jed no dejaba de mirar con el ceño fruncido la mano que Andrew tenía puesta sobre la suya.

–La esmeralda de tu anillo de prometida es del mismo color de tus ojos –comentó Jed, de repente.

Georgie pensó que era el mismo comentario que había hecho Andrew el día en que habían elegido el anillo. Pero estaba segura de que en el de Jed no había ni un ápice de romanticismo. Aunque nadie más se diera cuenta, ella detectaba un tono acusador.

–¿Cuándo es la boda? –preguntó Jed, mirando a Georgie.

–En Semana Santa.

–Todavía falta mucho tiempo –comentó con un tono enigmático.

Georgie lo miró con dureza, y se preguntó qué habría querido decir con aquello exactamente. A pesar de que la expresión de su rostro permanecía impasible, Georgie sabía que había querido decir algo. Jed era hombre de pocas palabras, pero cuando hablaba no lo hacía en vano.

–Estamos deseando que llegue Semana Santa –dijo Andrew, apretando la mano de Georgie–. ¿Estás casado, Jed? –le preguntó con interés.

Georgie se dio cuenta, de repente, de que estaba aguantando la respiración mientras aguardaba la respuesta de Jed.

–Ya no –dijo con la boca apretada–. Hace poco que entré en las estadísticas de los hombres divorciados –dijo con sentido del humor.

–¡Qué lástima! –intervino Annabelle.

Jed sonrió a la dama.

–Gracias por tu apoyo, Annabelle, pero no creo que mi exesposa piense lo mismo. Fue ella quien pidió el divorcio –añadió con cierta amargura.

–¡Qué mujer tan idiota! –comentó Sukie con voz ronca mientras miraba a Jed de manera invitadora con los ojos entornados.

–No, en absoluto –dijo Jed, y tomó un sorbo del vino blanco que acompañaba al salmón–. Las razones para el divorcio fueron las habituales... ¡mi esposa me comprendía! –dijo con sorna.

–¿No debería ser que no te comprendía? –preguntó Annabelle, atónita, y nada contenta con el tema de conversación que había surgido en la cena.

–No, Annabelle, te aseguro que me he expresado correctamente –replicó Jed.

Sukie se echó a reír.

–¿Es que eras un chico muy malo? –le preguntó divertida.

Jed se encogió de hombros.

–Eso debió de pensar mi mujer. De lo contrario, no se habría divorciado de mí.

–Come un poco más de salmón, Jed –lo animó Annabelle–. Tengo entendido que has pasado una temporada en Norteamérica recientemente. Cuéntanos algo.

Georgie se dio cuenta de que Annabelle daba por terminada la conversación del divorcio. Georgie se alegró mucho, porque estaba segura de que si Jed hubiera vuelto a referirse de nuevo a la esposa que se había divorciado de él porque lo comprendía no habría podido evitar levantarse de la mesa y golpearlo, porque hasta tan solo hacía seis meses, ¡ella había sido su esposa!