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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Brenda Novak. Todos los derechos reservados.

BUSCANDO SU LUGAR, Nº 66B - octubre 2013

Título original: Sanctuary

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicado en español en 2005

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Tiffany son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-3848-2

Editor responsable: Luis Pugni

Imagen de cubierta: ANDRES RODRIGUEZ/DREAMSTIME.COM

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Prólogo

 

La Casa de la Maternidad

Enchantment, Nuevo México

Junio de 1993

 

Lydia Kane tenía una mirada amable e inteligente. Hope Tanner la miró a los ojos mientras otro dolor la atravesaba. Las contracciones eran cada vez más frecuentes y mucho más fuertes. Aquello no se parecía a nada que hubiera sentido antes. Y acababa de cumplir los diecisiete años.

–Eso es –le dijo Lydia–. Lo estás haciendo muy bien. Relájate y respira.

–Quiero empujar –pidió Hope entre jadeos.

–Todavía no –le dijo Lydia con firmeza–. No has terminado de dilatar, y no quiero que te desgarres.

Hope pensó que Dios la estaba castigando. Se había escapado de casa y se había negado a aceptar la voluntad del Señor, según su padre. Aquello era el precio que tenía que pagar.

Estaba agotada, pero no quería quejarse. No deseaba hacer nada que irritara a la única persona que la había ayudado durante el embarazo. Lydia era decidida y fuerte, y Hope la admiraba y la temía. Aquella mujer era la propietaria de La Casa de la Maternidad y debía de tener unos sesenta años, pero no era una abuelita dulce y tierna. Lydia tenía los ojos y el pelo grises y hablaba con firmeza. Parecía saberlo todo sobre el mundo y conseguía que los demás se doblegaran a su voluntad. Tomaba el mando como el padre de Hope, lo cual era un hecho asombroso. Ella nunca habría pensado que una mujer podía tener tanto poder.

–¿Todo va bien? –preguntó Hope, débil, temblorosa y exhausta.

–Sí, perfectamente.

Mientras la mujer se incorporaba, Hope se fijó en el colgante que siempre llevaba en el cuello, una madre con un niño en brazos. Ella deseaba lo que simbolizaba aquel colgante, el amor y el cuidado de un hijo. Sin embargo, sabía que nunca podría experimentar ese goce. No con aquella hija, en cualquier caso.

–Ya no puede tardar mucho –le aseguró Lydia, mirando la hora–. Te llevaría al hospital si tuviera la más mínima preocupación. Esto está siendo muy difícil para ti, lo sé, pero el latido del corazón del bebé es fuerte y rítmico, y estás progresando. A veces, los primeros partos son muy largos.

Lydia había sido matrona durante más de treinta años y sabía lo que decía. Hope confiaba en ella. Eran los hombres los que siempre le habían fallado... Sintió otra contracción y reprimió un gemido de agonía. Apretó los puños y los dientes. No sabía cuánto tiempo más podría aguantar.

Excepto por la suave música de fondo, el lugar estaba en silencio. Parker Reynolds, el administrador, y las otras matronas que trabajaban en la clínica se habían marchado ya. Lydia y ella eran las únicas que quedaban allí. La habitación estaba preparada para ser acogedora, con velas aromáticas, luz suave y música relajante. No se parecía en nada a su casa, donde Hope compartía habitación con tres hermanos y hermanas. Si había velas, era porque les habían cortado la electricidad por no pagar la factura. Y la única música que les habían permitido escuchar había sido música clásica o himnos religiosos.

–Buena chica –le dijo Lydia, pasándole un paño fresco por la frente y acariciándola mientras Hope reprimía las ganas de empujar.

En aquel momento, a Hope ya no le importaba causarse daño físico, pero no quería disgustar a Lydia. La ecografía que le habían hecho indicaba que iba a tener una niña, y Lydia le había prometido que iría a una buena familia. Tendría unos padres que la adorarían, que le darían un buen hogar y que la enviarían al colegio y a la universidad. Le pagarían una boda por amor y se sentiría bien por ser mujer. Y además, nunca sabría nada de lo que había dejado atrás.

Hope quería un refugio para su hija, y no le importaba lo que le ocurriera a ella misma. Le haría a la niña el único regalo que podía darle: la salvaría de los Brethren.

 

 

–No hay trato –dijo Lydia, cuando entró en su despacho con el bebé de Hope en los brazos.

Parker Reynolds estuvo a punto de ahogarse al oírlo. Se volvió hacia su suegro, el congresista John Barlow, que estaba esperando con él, antes de mirar al bebé.

–¿Ha ocurrido algo? ¿Está bien Hope?

–La madre y el bebé están bien, pero... –los miró a los dos–. Es un niño.

Un niño... A Parker se le aceleró el pulso. Un niño lo cambiaba todo.

–¿Lo sabe Hope?

–No se lo he dicho todavía...

–¡Perfecto! –interrumpió el congresista–. Le preocupaba cómo resultaría todo si Parker y Vanessa adoptaban al bebé de Hope justo después de que la chica diera a luz. Ahora, ellos no tendrán que mudarse, y usted no tendrá que contratar a un nuevo administrador. Nadie relacionará las cosas.

Apesadumbrado, Parker se metió las manos en los bolsillos y miró por la ventana. Después de dos abortos, su mujer no había podido quedarse embarazada de nuevo. Su salud se había deteriorado y ya no podían tener hijos. Vanessa estaba enferma y tan deprimida que no podía salir de la cama ni en sus mejores días. Decía que tener un bebé la ayudaría a sobrevivir. Él lo creía. Pero la salud de Vanessa era también el obstáculo para adoptar a un niño. Las agencias de adopción no trabajarían con ellos. Aquella era su única oportunidad.

–El sexo del bebé fue decisivo para que Hope quisiera cederlo en adopción –explicó Lydia.

–No me importa –replicó John–. No puede mantener a un niño ni a una niña. Es una chica de diecisiete años que se ha escapado de su casa, por Dios. ¿Qué puede ofrecerle a su hijo?

Parker notó que su determinación se debilitaba. Dos semanas antes, cuando él le había mencionado a su suegro aquella posibilidad, todo parecía muy sencillo. Vanessa quería un hijo. El bebé de Hope necesitaba una familia. Lydia precisaba el dinero para mantener la clínica abierta. Sin embargo, ya no parecía fácil.

–Hope tiene derecho a saberlo para tomar la decisión –dijo Parker.

–¡Y un cuerno! –replicó John–. No tiene derecho a nada. Tú mismo me dijiste que la señora Kane la ha mantenido durante los dos últimos meses.

–Yo no tenía interés en sacar nada de esto cuando la acogí –dijo Lydia.

–No estoy aquí para hablar sobre la pureza de sus intenciones. Simplemente, tiene usted que mantener el trato. Yo ya le he pagado.

–Está bien. Le devolveré el dinero –dijo Lydia, agarrando con más fuerza al bebé.

–¿Cuándo?

Parker sabía que aquella pregunta no era fácil de responder. Durante los seis meses anteriores, la clínica había estado a punto de cerrar varias veces. El dinero ya se había gastado en pagar las nóminas y en material para el centro.

–En cuanto pueda –respondió ella secamente.

–No quiero el dinero, sino el bebé que nos prometió.

–Esta clínica es mi vida –dijo Lydia, abatida–. He luchado por ella más de treinta años. Pero esto ha ido demasiado lejos. Lo que vamos a hacer está en contra de todos mis principios.

–Ya lo ha hecho, señora Kane. Lo hizo cuando aceptó mi dinero. No va a hacerle daño a la madre del niño. Le ha dicho que va a dar a su bebé en adopción, y eso es lo que va a hacer. Es posible que no sea a través de una agencia legal, pero ¿qué importa en realidad? Usted...

–¿Que no importa? –lo interrumpió Lydia–. Lo que estamos haciendo es ilegal, congresista. Usted, precisamente, debería saberlo.

–La legalidad no es lo que estamos tratando aquí. Lo importante es que el niño va a ir a una buena familia, y usted lo sabe.

Lydia se quedó mirando al bebé durante un largo instante antes de hablar de nuevo.

–Su hija está enferma. Y, aunque odio decir esto, y aunque ustedes no quieran oírlo, puede que no se recupere. Por eso no puede adoptar por los medios convencionales.

–¿Cree que no lo sé? –bramó John Barlow–. Por eso no voy a decirle que finalmente no ha podido adoptar a este niño.

Parker había estado escuchando toda la conversación sin saber si estaba de acuerdo con John o con Lydia. Solo sabía que su mujer quería un hijo, y él quería dárselo. Sin embargo, ahora que el bebé había llegado, estaba disgustado porque no tenía ningún derecho legal ni de sangre para reclamarlo. Y también estaba muy molesto por tener que mentirle a Hope. Había algo frágil e inocente en aquella chica. Su preciosa cara se iluminaba cada vez que recibía la más pequeña de las amabilidades. Aunque una parte de él confiaba en que aquel bebé ayudaría a que su mujer se recuperara, otra parte se sentía miserable por aprovecharse de la desesperación y de la confianza de una chica vulnerable. Además, conocía a Lydia de toda la vida, y ella lo había contratado nada más salir de la universidad. Tampoco quería aprovecharse de su desesperación por salvar la clínica.

–¿Qué importa adónde vaya el bebé, siempre y cuando tenga los mejores cuidados? –le preguntó John a Lydia–. Si no lo adoptamos nosotros, no hay ninguna garantía de que vaya a un sitio mejor. Al menos, así sabe que Parker y Vanessa querrán al bebé como si fuera suyo.

–Aun así, esto es vender a un bebé –dijo Lydia.

–Entonces, devuélvame el dinero algún día, pero deje que Vanessa tenga el bebé.

Alejándose de la ventana, Parker rompió finalmente su silencio. Entendía el dolor de Lydia y se sentía responsable, pero ya habían llegado demasiado lejos como para dar marcha atrás.

–Lydia, sabes que le daré a este niño todo lo que tengo. Y él podría salvar a Vanessa.

Ella lo miró fijamente durante unos segundos y cruzó lentamente la sala.

–Entonces, será mejor que te lo lleves a casa –dijo ella–. Y no quiero volver a hablar de esto nunca más. En lo que a mí respecta, nunca ha ocurrido –salió del despacho, dejando a Parker con su hijo en los brazos por primera vez.

I

 

Diez años después

 

Hope Tanner iba conduciendo por las calles del último lugar donde querría estar: en Superior, Utah. Algunos lugares de aquel pueblo le traían recuerdos agradables, como la escuela elemental donde le habían permitido estudiar durante dos años. Pero la mayoría de los recuerdos eran amargos. Pasó frente a la casa de reuniones, donde ella y sus veintinueve hermanos tenían que sentarse en los bancos de madera durante horas, los domingos, para escuchar el sermón sagrado de los Brethren, cantando alabanzas a la poligamia y la vida comunal. Vio la panadería de la tía Thelma, que había hecho las tartas de cada una de las bodas de su padre, y el viejo establo donde...

Hope cerró los ojos. No quería recordar aquello por nada del mundo.

Hacía once años que se había escapado de Superior. Había sido difícil, pero había salido adelante. Había estudiado y había conseguido el título de enfermera. Vivía en una casa de alquiler en St. George, a tres horas de Superior. Y nunca habría vuelto allí de no haber sido por sus hermanas.

Cuando llegó al parque, detuvo el coche. Aún no era mediodía, y la mayoría de los miembros de la Iglesia Apostólica de la Eternidad estaban en misa. Pero pronto el parque se llenaría de niños y mujeres, y posiblemente de algunos hombres. Los demás se quedarían en el vestíbulo de la iglesia, decidiendo la hija de quién se convertiría en la siguiente esposa de un viejo. Era el día de la Madre y, después del rito, todos se reunían para comer al aire libre. Si tenía suerte, vería a sus hermanas, e incluso hablaría con alguna antes de que su padre y el resto de los Brethren saliera de la iglesia.

«Date la vuelta y vete a casa», le gritaba su mente mientras esperaba junto al parque. «¿Qué estás haciendo? Has pasado once años recuperándote de lo que ocurrió en este lugar»

Pero Hope no se permitiría el lujo de marcharse. Quizá Charity, Faith, Sarah o LaRee quisieran irse de allí. Y quizá ella pudiera ayudarlas.

Enseguida vio a un grupo de mujeres y niños caminado por la calle con cestas y recipientes. Entraron al parque y los niños echaron a correr rápidamente, mientras las mujeres disponían la comida en las mesas del merendero. Llevaban vestidos sencillos hasta los pies, hechos por ellas mismas, y mangas hasta las muñecas, y tenían el pelo recogido y la cara sin maquillar.

Los Brethren no aceptaban ninguna muestra de vanidad y se oponían a las influencias modernas. No veían la televisión y no recibían educación. Por lo tanto, muy pocas de aquellas mujeres habían terminado el instituto. Vivían recluidas, con funciones perfectamente delimitadas. Los hombres trabajaban y le daban a la iglesia todo el dinero que ganaban. Ellos eran los que ordenaban y disponían, y podían casarse cuantas veces quisieran. Las mujeres eran relegadas a la cocina, a la limpieza y a la crianza de los hijos.

Hope era una de las que se habían rebelado. No había podido vivir de acuerdo con esos principios. Para su familia, su alma estaba perdida. Hope no sabía si iba a ir al infierno, pero sí sabía que ya había estado allí.

Se acercó, entre los árboles, mientras empezaba a reconocer a algunas de las mujeres. Raylynn Pugh Tanner, la más joven de las esposas de su padre, al menos cuando Hope vivía allí, estaba tan sencilla como siempre. Llevaba un vestido muy suelto, y Hope pensó que quizá estuviera embarazada, o que acababa de tener un hijo. Le estaba explicando a una niña lo que tenía que hacer.

–No pongas los postres en esa mesa, Melanie –le decía–. ¿No ves que aún no hemos puesto el mantel?

¿Melanie? Era la única hija de Raylynn y de su padre, casi un bebé, cuando ella se había marchado. ¿Cuántos hijos más habría tenido su padre? ¿Con cuántas mujeres más se habría casado?

Lo último que Hope sabía era que tenía seis esposas, de las que Marianne, la madre de Hope, hacía el número cuatro.

Raylynn, la sexta, nunca se había llevado bien con Hope. Desde el principio, había sido autoritaria y demasiado directa, y se había hecho con el mando de la casa de Marianne, al menos cuando Jedidiah, el padre de Hope, no estaba por allí.

Sin embargo, Hope olvidó todo aquello cuando por fin localizó a su madre. Marianne apareció con un vestido que Hope creyó reconocer, seguida de dos niñas, de doce y catorce años más o menos. Hope se dio cuenta de que eran sus hermanas pequeñas.

Habían crecido mucho. No las habría reconocido si no hubieran estado con su madre. Incluso Marianne había cambiado. Estaba muy delgada y tenía el pelo completamente gris. Parecía tener veinte años más.

Hope sintió culpabilidad por haber abandonado a su madre. Ella siempre había sido un apoyo para Marianne, y su única confidente.

De todos los lugares del mundo, su familia tenía que haber sido de allí, pensó Hope mientras veía a sus hermanas poner la comida en una de las mesas.

De repente, Hope sintió el fuerte impulso de cumplir su propósito. Volvió al coche por las flores que había cortado de su jardín para su madre. Tenía que hablar con ella antes de que llegara su padre. Y, aun así, su madre creía que uno de los mandamientos de Dios era someterse a la voluntad del marido, y por tanto, era difícil que escuchara algo que no viniera de él o del púlpito de la iglesia. Respiró hondo y caminó con decisión hacia la zona donde se habían sentado.

La hermana Raylynn fue la primera que la vio, y durante un interminable momento, Hope sintió el mismo miedo y la misma confusión que once años antes.

Pero entonces vio a Charity, cinco años menor que ella, con un bebé apoyado en la cadera y un pequeñín agarrado a su falda, y a Faith, de dieciocho años, embarazada.

Raylynn dijo algo y la señaló. Su madre dejó de limpiarle la boca al bebé de Charity y todas se volvieron a mirarla, alarmadas o sorprendidas, Hope no supo muy bien cómo. Notó una opresión en la garganta.

–Hope, ¿eres tú? –dijo su madre, con la voz temblorosa.

–Sí, soy yo –le dijo, ofreciéndole el ramo de flores–. Feliz día, mamá.

Su madre se puso una mano en la mejilla huesuda y extendió la otra para tomar el ramo o para acariciarle la mejilla a Hope. Sin embargo, Raylynn las interrumpió.

–Bien, ya viene –dijo–. No te preocupes, Marianne. No tendrás que enfrentarte a esto tú sola. Jed ya está aquí.

Su madre dejó caer la mano, y Hope miró hacia su padre con el miedo atenazándole el estómago, mientras él entraba en el parque. Tenía el ceño fruncido, como de costumbre, pero su expresión se endureció aún más cuando una niña pequeña corrió hacia él y le anunció alegremente:

–¡Se llama Hope, papá! ¡Lo he oído! ¿A que es muy guapa? ¿Verdad, papá?

Su padre pasó por delante de la niña sin responder. Era alto e imponente, aunque había perdido mucho pelo. Sin embargo, su cara no había envejecido.

–¿Qué es esto? ¿Qué está ocurriendo aquí? –gritó mientras corría hacia ellas. Junto a él se acercaban sus dos hermanos, Rulon, aún más alto que su padre, que tenía ocho mujeres, y Arvin, el hombre al que ella había rechazado como marido. Tenía cincuenta y seis años, uno más que su padre, y aun así, Hope habría sido su décima esposa.

Quería marcharse, pero no lo hizo. Charity estaba frente a ella, demacrada y cansada a los veintitrés años. ¿Con quién la habría casado su padre?

–Hope ha vuelto –dijo su madre, en tono conciliador, cuando Jed llegó junto a ellas.

Su padre la observó, y ella supo que estaba fijándose en cómo había cambiado, sobre todo en la forma de vestir. Llevaba una blusa de seda blanca y unos pantalones cortos de color marrón. Iba vestida como una gentil, como una extraña, y se le veían las piernas. Pero Hope disfrutaba de la libertad de tomar sus propias decisiones y de la alegría de tener una educación y de trabajar. Vivía en un mundo en el que los hombres y las mujeres eran iguales. Podía hablar y ser escuchada.

Aquello era lo que quería para sus hermanas. Una oportunidad para que supieran lo que ella sabía, que había otras personas en el mundo que creían cosas diferentes a las que creía su padre. Quería darles la oportunidad de que consiguieran más de la vida.

–Padre –murmuró Hope, pero el viejo resentimiento volvió y la palabra le supo amarga. Si no hubiera sido por su traición, si no hubiera sido porque él le había dado prioridad a los intereses y a la lascivia de Arvin antes que a la felicidad de su hija, quizá ella no habría hecho lo que hizo en el granero.

–Hay que ser sinvergüenza para aparecer aquí en el día dedicado a las madres, cuando tú eres culpable exactamente de lo contrario –le soltó su padre.

–Yo nunca he sido irrespetuosa con mi madre –y miró significativamente a Arvin–. Habría sido toda una deshonra para mí serlo.

–¡Desobedeciste la ley de Dios! –gritó Arvin.

–¿La ley de Dios? ¿O la vuestra? –replicó ella.

–Eso es pecado –le dijo su padre–. No permitiré que le hables así a Arvin. Siempre te ha querido y ha sido bueno contigo, pero tú te comportaste mal con él.

Por un instante, Hope recordó las caricias de su tío cuando era una niña. Sus dedos largos y fríos la habían rozado a la menor oportunidad, y casi no había podido esperar a que ella pudiera tener hijos para pedirle la mano a su padre.

–No tenía derecho a presionarme después de haber rechazado su proposición. Yo solo tenía dieciséis años –dijo ella.

Su padre sacudió una mano, despreciativo.

–Tu madre tenía quince años cuando se casó conmigo.

–Eso no importa. Yo habría sido muy desgraciada.

–¡Que el Cielo no permita que yo haga nada que desagrade a semejante princesa! –bramó su padre–. ¡Dios te castigará por tu orgullo, Hope!

–Dios ya no necesita castigarme. Vosotros ya habéis hecho suficiente.

–Hope, no digas esas cosas –le rogó su madre.

Pero ella sentía tanta ira que no pudo contenerse.

–Lo que habéis hecho en el nombre de la religión es peor que cualquier cosa que yo haya podido hacer –le dijo a su padre–. Usáis el nombre de Dios para manipular y oprimir, para sentiros más grandes de lo que sois en realidad.

Su padre apretó los puños como si fuera a golpearla. Le había pegado algunas veces, pero Hope sabía que no iba a pegarle delante de otras personas. Si la agredía, ella presentaría una denuncia ante la policía, y la Iglesia Apostólica de la Eternidad no quería tener nada que ver con aquello. Al fin y al cabo, la poligamia era una práctica ilegal, y se habían dado algunos casos en los que los polígamos habían ido a la cárcel.

Sin embargo, el murmullo de la multitud que los rodeaba le dijo a Hope que las cosas habían llegado demasiado lejos. Ella había ido allí con la intención de ser diplomática, de asegurarse de que su familia estaba bien y de comprobar si podía hacer algo por sus hermanas. En vez de aquello, había menospreciado a la iglesia y a su padre. No había podido evitarlo. Estaba viendo cómo vivían con una mirada nueva, y se daba cuenta de que casi nada había cambiado.

–Tengo que pedirte que te marches –le dijo su padre.

Hope miró a Faith y a Charity.

–¿Alguna quiere venir conmigo?

Sus hermanas miraron al suelo. Su madre abrió la boca como si quisiera decir algo, pero después volvió a cerrarla.

–Está bien, me voy –dijo Hope. Sin embargo, Faith la tomó por el brazo.

–Es el día de la Madre –dijo, mirando a su padre mientras la sujetaba–. ¿No se puede quedar Hope durante una o dos horas?

–Hace mucho tiempo que no la vemos –añadió su madre–. Además, no piensa lo que dice. Yo lo sé.

–¿Y por qué tiene que marcharse? –Faith fue más allá–. Ya sabes la historia de la Biblia sobre el hijo pródigo. Esto debería ser una ocasión alegre. Aunque no esté pensando en quedarse mucho. Al menos, podríamos...

–Tú mantente al margen de esto, señorita. No dejaré que te envenene a ti también –dijo Arvin, y el tono posesivo y autoritario de su voz le dijo a Hope que Faith era algo más que su sobrina. ¿Sería hijo de Arvin el bebé que Faith llevaba en el vientre?

Aquella idea puso enferma a Hope. Había llegado tarde para Charity y Faith. Sintió una profunda tristeza al mirar a su preciosa hermana de dieciocho años.

Sin embargo, Faith no la miró a los ojos.

–Pienso todas las cosas que he dicho –le dijo a su padre.

–Entonces vete, y no te molestes en volver –respondió él.

Hope paseó la mirada por todas las mujeres y los niños que la rodeaban.

–No lo haré. Teniendo tantos hijos como tú tienes, ¿qué significa para ti una más o menos?

Dejó caer las flores al suelo, se volvió y caminó ciegamente hacia el coche. No podía ayudar a nadie allí, pensó, secándose las lágrimas que le corrían por las mejillas. Estaban atrapadas en aquella vida, manipuladas por las visiones que su padre decía tener.

Exactamente igual que antes.

Sin embargo, cuando llegó al coche, la misma niñita que la había llamado guapa unos minutos antes salió de entre unos matorrales y se acercó a ella. Era evidente que había corrido mucho, porque tuvo que pararse a respirar.

–Faith me ha pedido... –jadeó y continuó– que te diga que vayas a verla al cementerio... esta noche a las once.

II

 

–¿Hope? ¿Eres tú?

La voz de Faith le llegó desde detrás. Hope estaba sentada en un banco a la entrada del cementerio, y le hizo un gesto a su hermana para que se acercara.

–Soy yo. Ven a sentarte.

Su hermana se movió hacia ella a la luz de la luna, abrazándose el abdomen hinchado en un gesto protector. ¿De cuánto estaría? ¿De ocho meses?

Faith miró a su alrededor, como si estuviera vigilando.

–Gracias por venir.

–¿Quieres que vayamos a otro sitio? –le preguntó Hope–. Podemos dar un paseo en coche.

–No. Si subo a ese coche contigo... –Faith dejó la frase sin terminar.

¿Qué?, quiso preguntarle Hope. Pero no quería presionarla.

–¿Adónde has ido hoy, después de marcharte del parque? –preguntó Faith.

–A Provo. Me pareció que sería interesante ir de compras en otro pueblo.

–Provo está bastante lejos.

–Tenía tiempo –dijo Hope. Con un suspiro, estudió el rostro de su hermana–. El padre de tu hijo es Arvin, ¿verdad?

Faith puso cara de asco.

–Sí. ¿Cómo lo sabes?

–No ha sido difícil de deducir. ¿Cómo es estar casada con Arvin?

–¿Tú qué crees? Dice que vive de acuerdo con la Biblia, pero es arrogante y tacaño.

–¿Charity se negó a casarse con él? –le preguntó Hope–. ¿Por eso te cayó a ti?

Faith la miró de reojo con el ceño fruncido.

–Lo que hiciste hace once años avergonzó a papá frente a toda la comunidad. No creo que quisiera presionar a Charity a hacer lo mismo.

–¿Ella se habría negado?

Faith se encogió de hombros.

–Charity se parece más a ti que yo.

–¿Estás diciendo que una mujer tiene que casarse con un hombre al que detesta por el orgullo de su padre?

–No. Arvin siempre te admiró. Le había estado pidiendo tu mano a papá desde que eras pequeña, y papá ya se lo había prometido, eso es todo. Solo estoy intentando explicar por qué papá hizo lo que hizo.

–Sé por qué lo hizo, Faith. Pero eso no significa que esté bien. Yo estaba enamorada de otra persona.

–Esa es otra de las razones por las que Charity no tuvo que casarse con Arvin.

–¿Qué quieres decir?

–Estoy hablando de Bonner.

La mención de aquel nombre hizo que Hope sintiera un escalofrío.

–¿Qué ocurre con él?

–Sus padres llegaron a casa un día, dos años después de que te marcharas, y dijeron que habían estado rezándole a Dios por el futuro de Bonner, y que Dios les había dicho que Charity tenía que ser su primera mujer. Dijeron que Dios quería recompensarlo por no haberse escapado contigo.

¿Recompensarlo? ¿Por quedarse con la seguridad de la casa de sus padres y sus tradiciones, aunque no creyera en ellas? ¿Por romperle el corazón?

–¿Así que Charity está casada con Bonner? –preguntó Hope débilmente–. ¿Los niños que he visto con ella son de Bonner?

–En realidad, tienen tres –dijo Faith–. Probablemente, tú no has visto a la mayor. Se llaman Pearl, LaDonna y Adam.

–¿Tiene más mujeres?

–Tuvo que casarse con la viuda de Fields.

–¿Por qué?

–Supongo que porque nadie más la quería. Ella le hizo una petición a los Brethren, y eso es lo que decidieron. Fue una especie de consenso. También se casó con JoAnna Stapley, hace unos tres años. Y ya ha pedido a Sarah, cuando tenga edad suficiente.

Ante la mención de otra de sus hermanas, a Hope le dio un salto el corazón.

–¿Quiere a Sarah? ¡Pero si ella solo tiene catorce años!

–Ella está tan contenta por casarse con alguien menor de cuarenta años, que le daría igual casarse ahora mismo.

Hope suspiró con asco y resignación.

–Eso es una locura, Faith. Todavía es una niña. Y él tendrá treinta y dos años cuando ella tenga dieciocho.

–Quizá en el mundo exterior sea una locura, pero aquí no. Has estado fuera mucho tiempo. ¿Por qué has vuelto? –le preguntó Faith–. ¿Ha sido porque tenías la esperanza de que... quizá Bonner... hubiera cambiado de opinión?

Hope se puso la palma de la mano sobre el estómago, sintiendo una vez más el fantasma de la hija de Bonner en el vientre. Había pensado mucho en él durante aquellos años, había soñado con que cambiara de opinión y fuera a buscarla para convertirse en una familia.

Al ver que no respondía, Faith le dijo:

–Estoy segura de que te aceptaría. Lo vi en su cara cuando Charity le dijo que habías estado en el parque.

–Estás confundida.

–No. Estaba arrepentido y... sentía dolor.

Fuera lo que fuera lo que había sufrido Bonner, no podía compararse con lo que había sufrido ella. Eso sí lo sabía.

–Entonces tú crees que debo convertirme en su... ¿cuarta esposa? –preguntó, soltando una risa de amargura.

–Sí –dijo Faith, en serio.

Hope sacudió la cabeza.

–No. Eso sería reconocer que me he equivocado, y no puedo sentar ese precedente. Papá aún tiene dos hijas que casar, y quizá esté pensando en dárselas a Arvin.