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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2012 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.

UN BAILE CON EL JEQUE, N.º 93 - mayo 2013

Título original: One Dance with the Sheikh

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2013

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-3065-3

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo Uno

¿Quién era aquella mujer?, se preguntó Rakin.

La larga cabellera de color castaño rojizo le caía por la espalda, y cada vez que se movía la luz del sol la hacía relumbrar como lenguas de fuego. Su figura, alta y esbelta, estaba enfundada en un vestido gris plateado que parecía una segunda piel y resaltaba sus formas femeninas.

Le había sorprendido que su amigo Eli, después de que lo dejase su prometida, Laurel Kincaid, se hubiese enamorado perdidamente y en cuestión de unas pocas semanas de su hermana Kara, y que estuviese a punto de casarse con ella.

Más aún se había sorprendido cuando sus ojos se posaron en la hermosa dama de honor con su glorioso cabello rojizo cuando se acercó a la novia para tomar el ramo de rosas rojas de sus manos.

Tenía que ser ella, Laurel Kincaid, la mujer que había dejado plantado a su mejor amigo a menos de un mes de la boda.

Un niño avanzó con un cojín sobre el cual iban las alianzas nupciales. La singular belleza extendió una mano hacia él para guiarlo, pero el pequeño se apartó y se plantó entre Eli y Kara, haciendo reír a todos los presentes.

Ella giró la cabeza y paseó la vista entre los invitados. Sus ojos eran verdes, el verde esmeralda más intenso que Rakin había visto jamás. De pronto esos ojos se encontraron con los suyos, y fue como si el tiempo se detuviera. Ya no oía a Kara repitiendo sus votos matrimoniales, ni percibía el fragante aroma de los árboles en flor. Era como si solo existiese aquella criatura celestial.

Cuando ella apartó la vista Rakin volvió a respirar. Eli le había dicho que su exprometida era una belleza, pero la ola de deseo que lo había invadido era algo que no había esperado.

Estaba impaciente por que la ceremonia terminase y llegase el momento de felicitar a los recién casados, porque confiaba en que Eli se la presentaría.

 

 

La boda de su Kara se estaba celebrando en la residencia de su madre, la impresionante mansión Kincaid. Aunque Laurel conocía a todos los invitados, no tenía la menor idea de quién podría ser ese hombre.

¿Por qué lo habría invitado su hermana? ¿Y por qué nunca le había hablado de él?

Volvió la cabeza al frente y vio que Eli le tomaba las manos a Kara. Las alianzas de oro de ambos brillaban con el sol. De pronto se le hizo un nudo en la garganta.

¡Oh, no…! ¿No iría a salir llorando? Nunca había sido de esas personas de lágrima fácil en las bodas. Siempre sonreía y decía lo que se debía decir en cada momento. Además, aquella boda era un motivo de alegría, y si salía llorando seguro que más de uno sacaría conclusiones equivocadas. Giró la cabeza y recorrió con la mirada las caras de los elegantes invitados. Había más de uno que sin duda pensaría lo peor si la viese llorando, y en cuestión de días correría por la ciudad el rumor de que estaba destrozada por que Kara se hubiera casado con Eli, a pesar incluso de que hubiera sido ella la que había roto su compromiso con él.

De hecho, estaba muy feliz por ellos, y se sentía aliviada de no ser ella quien estuviese casándose en ese momento, porque habría sido un error. Pero nadie lo creería si salía llorando en ese momento. «Contrólate», se conminó en silencio.

Elizabeth Kincaid sonreía mientras miraba a Kara y a Eli, pero ella, la madre de la novia, había estado a punto de no poder asistir a la boda de su hija porque la policía la había considerado la principal sospechosa del asesinato de su marido hasta que hacía unas semanas se había demostrado su inocencia.

Ahora las sospechas recaían en el hosco Jack Sinclair, del que no habían sabido nada hasta el día del funeral de su padre. Laurel jamás olvidaría ese día, ni lo chocante que había sido descubrir la doble vida que su padre había estado llevando en secreto durante décadas.

Jack Sinclair también estaba allí, en la boda, sentado a la derecha de su madre, Angela Sinclair, que fue amante de su padre y el gran amor de su vida. A la izquierda estaba sentado Alan, hermano de Jack pero hijo de un padre distinto.

Los habían invitado porque su madre siempre había pensado que uno debía hacer lo correcto, aun cuando le resultase doloroso.

Alan y Jack no podrían ser más distintos: Alan no era en absoluto hosco. Era rubio, mientras que Jack era moreno; y alegre como un día soleado, no como Jack, que le recordaba a los nubarrones negros que cubren el cielo cuando se avecina una tormenta.

–Puedes besar a la novia.

Las palabras del sacerdote la sacaron de sus pensamientos, y cuando Eli inclinó la cabeza para besar a su hermana, Laurel apartó la vista, y sus ojos se encontraron una vez más, con los de aquel atractivo y misterioso extraño.

 

 

Laurel se detuvo en el umbral del dormitorio de Kara y paseó la mirada por las cosas que había desperdigadas aquí y allá: una caja de zapatos abierta en el suelo, un ramillete abandonado por una de las niñas que habían llevado las flores en la ceremonia… El velo de Kara colgaba ya del respaldo de una silla, y en el tocador, entre los frascos de perfume, había cuatro copas de champán vacías, y a un lado, una cubitera con la botella. Nada como una pizquita de alcohol para calmar los nervios de la novia mientras se refrescaba un poco y se retocaba el maquillaje para el banquete y el baile.

En medio de todo el desorden Kara estaba de pie frente a un espejo de cuerpo entero examinando con ojo crítico el dobladillo de la falda de su vestido de novia.

–No le he hecho un agujero al dobladillo, ¿verdad, Laurel? –le preguntó, levantando la vista hacia ella.

Laurel se acercó y examinó también el delicado dobladillo festoneado.

–No que yo vea.

–Gracias a Dios –murmuró su hermana pequeña con alivio, dejando caer la falda–. Creía que le había hecho un agujero con el tacón cuando volvíamos dentro.

–Relájate; va todo estupendamente –le dijo Laurel asiéndola por los hombros para mirarla a los ojos–. Es usted una novia preciosa, señora Houghton. Y eso que aún no te has retocado el brillo de labios que se llevó el novio al besarte.

Era la verdad. Kara irradiaba ese día la clase de belleza que surge del interior cuando uno se siente feliz. Con cuidado de no arrugarle el vestido, la envolvió en un cálido abrazo, pero Kara no tenía esos reparos y la estrechó con fuerza contra sí.

–Sé que suena raro, pero nunca podré agradecerte lo bastante que plantaras a Eli –murmuró.

Laurel se echó hacia atrás para mirarla y sonrió.

–Te aseguro que si nos hubiéramos casado habría sido el mayor error de nuestras vidas.

En vez de estar soñando despierta con lo maravilloso que sería estar casada con Eli se había encontrado pensando en lo monótona y aburrida que se volvería su vida. No quería acabar así, y había sido entonces cuando, en un momento de desesperación, había hecho una lista de qué podría hacer para cambiar las cosas, para empezar a vivir de verdad.

Al leer el punto número uno de la lista después de escribirlo: «Dejar a Eli», se había sentido cruel y se había preguntado si sería capaz de hacerlo pero el solo escribir esas tres palabras había sido como una especie de catarsis, y había sabido de pronto que no tenía otra elección. Eli y ella nunca podrían ser felices juntos.

Para no hacerle más daño le había dicho que no podía casarse con él porque su vida estaba patas arriba con todo lo que había ocurrido en los últimos meses: el asesinato de su padre, el chocante descubrimiento de que había tenido otra familia durante años, la angustia de que arrestaran a su madre…

Sin embargo, al ver el tremendo alivio que se había reflejado en los ojos de Eli se había dado cuenta de que no era la única que quería escapar de aquella relación.

Había pasado casi un mes desde que habían roto su compromiso, y Eli acababa de casarse con su hermana. Había encontrado la felicidad junto a Kara, y ahora estaba viviendo de verdad.

Laurel no había cumplido todavía con ninguno de los propósitos que había escrito en esa lista suya. Claro que romper con las viejas costumbres y superar las inhibiciones no era nada sencillo. Y eso que siempre llevaba la lista en el bolso para recordarse que tenía que dejar de pensar y actuar.

Sí, tenía que empezar a vivir, a vivir de verdad. Como en ese electrizante momento durante la ceremonia en que sus ojos se habían encontrado con los de aquel extraño.

Soltó a su hermana y sacó la botella de champán de la cubitera para servirle un poco a ambas. Le tendió una a Kara y levantó la suya para brindar.

–Que seas muy feliz.

–Lo soy. Hoy es el día más feliz de mi vida.

Laurel estaba segura de que así era, porque su hermana estaba radiante, como una princesa de cuento de hadas, y no pudo evitar sentir una punzada de celos. Tomó un trago de champán y dejó de nuevo la copa en el tocador.

–Eli y yo siempre habíamos sido tan buenos amigos que pensábamos que con eso bastaría para que funcionase… o yo al menos lo pensaba, pero no era así. No teníamos esa conexión especial que hay entre vosotros.

No había sentido siquiera hacia él ni una cuarta parte de la intensa atracción que había experimentado cuando sus ojos se habían encontrado con los de aquel extraño durante la ceremonia.

–Es amor; amor verdadero –murmuró Kara con ojos soñadores–. Es mi alma gemela. Soy muy afortunada. Y es curioso, porque eras tú quien más trato tuviste con Eli durante nuestra adolescencia.

–Solo porque teníamos la misma edad –apuntó Laurel–. Estábamos en el mismo curso, nos invitaban a los mismos actos sociales…

–Pero nunca llegaste a conocer a su mejor amigo, ¿no?

–¿Rakin Abdellah? –Laurel había oído hablar mucho de él, el nieto de un príncipe de Oriente Medio con quien Eli había entablado una estrecha amistad en Harvard–. Es una lástima que no haya podido venir a la boda.

–¡Pero si ha venido! –Kara dejó su copa junto a la de ella y se sentó en el taburete frente al tocador–. Eli me lo presentó cuando se acercó a felicitarnos después de la ceremonia –dijo tendiéndole un peine.

Laurel vaciló mientras lo tomaba. ¿Sería posible que…?

–¿Y dónde estaba yo?

–Debió ser cuando Flynn le pegó con el cojín de los anillos a las niñas que llevaban las flores y saliste corriendo detrás de él para evitar que hiciera más travesuras.

–Pues a lo mejor es el destino, que no quiere que nos conozcamos. Cada vez que ha venido por negocios y Eli me lo ha querido presentar yo o estaba ocupada o me había surgido algo en el último momento.

Sin embargo, Laurel no podía dejar de preguntarse si aquel extraño podría ser el mejor amigo de Eli.

–¿Cómo iba vestido? –le preguntó a Kara.

–¿Quién?

Laurel sacudió la cabeza.

–Rakin, ¿quién si no? El hombre del que estábamos hablando.

–No lo sé; el único hombre para el que tengo ojos hoy es Eli.

Laurel se rio y se puso a peinarla.

–Hablando de Eli, vas a tener que volver a aplicarte el brillo en los labios.

Kara le lanzó una mirada traviesa a través de su reflejo en el espejo.

–¿Para qué?, acabará quitándomelo otra vez cuando vuelva a besarme –replicó, y de pronto entornó los ojos–. Laurel… ¡llevas los labios pintados de rojo!

Laurel se encogió de hombros.

–Si no te habías dado cuenta hasta ahora es que tampoco resulta tan chocante.

–Eso significa que has decidido poner en marcha tu plan de arriesgarte un poco –dedujo Kara–. Me dijiste que querías despegar las alas e intentar ser un poco más desinhibida, y que te pedí que tuvieras cuidado y no hicieras locuras, pero hasta ahora no habías dado muestras de que lo estuvieras llevando a la práctica.

–¿Me imaginas a mí, doña Responsable, haciendo locuras? –le preguntó Laurel riéndose mientras la peinaba.

–De acuerdo, no debería haberte dicho eso. Necesitas divertirte un poco. ¿Y si le pidiéramos a Eli que te presentara a Rakin?

–¡Ni se te ocurra! –exclamó Laurel. Y para quitarle a su hermana la idea de la cabeza cambió de tema–. ¿Te has fijado en lo pendiente que ha estado Cutter de mamá todo el tiempo?

–Es verdad; no la ha dejado sola ni un momento.

–Creo que le hará mucho bien a mamá; parece que la quiere de verdad –murmuró Laurel acabando de peinar a su hermana. Dio un paso atrás para ver cómo había quedado y le aplicó un poco de laca–. Además, al dar un paso adelante y contarle a la policía que la noche en que asesinaron a papá ella estaba con él demostró que no le importaba lo que la gente pudiera decir. Gracias a él la dejaron salir bajo fianza.

–Me he ofrecido a organizarles una pequeña boda, algo elegante y discreto, pero mamá se negó en redondo. Me dijo que le parece que lo de papá todavía está demasiado reciente y que deberían esperar un tiempo.

–Eso es ridículo –el que su madre estuviese dejándose influenciar por lo que los demás pudieran pensar hacía que le hirviera la sangre–. Mamá tiene que hacer lo que la haga feliz.

–Yo también creo que se merece algo de felicidad después de cómo la engañó papá durante años, y si casarse con Cutter la hace feliz, no deberían esperar –Kara se giró hacia ella–. Y por cierto, no me había fijado hasta ahora en tu color de labios con la ceremonia y los nervios y todo lo demás –le dijo, dándole a entender que no se había olvidado con el cambio de tema–, y quiero saber qué es lo siguiente que piensas hacer.

Laurel sintió que se le subían los colores a la cara. Ni ella misma lo sabía, y le daba vergüenza confesarle a Kara que había hecho una lista.

–Bueno, tampoco es nada del otro mundo –dijo quitándole importancia.

Estaba el deseo frívolo de comer helado en la cama, pero había más, como el punto número cinco de la lista: «Pasar toda una noche jugando en un casino». O como el punto número seis: «Viajar a lugares exóticos».

Kara ladeó la cabeza y le dijo:

–Bueno, nunca te habías pintado los labios de rojo porque lo veías demasiado atrevido, así que yo diría que eso ya es un gran cambio.

Los labios rojos chocaban con su cabello pelirrojo; le parecía que ese color le daba un aire de chica fácil. Se inclinó hacia delante y fingió estar mirándose en el espejo. El pintalabios no se le había corrido ni un ápice, ni se le correría a menos que encontrase a alguien a quien besar. Y eso le recordó el punto número tres de su lista: «Flirtear con un extraño». De solo imaginarlo se ruborizó.

¿Cómo podía habérsele ocurrido incluir en su lista «flirtear con un extraño»? Debería haber puesto «besar a un extraño». Aquel pensamiento que se le pasó de repente por la cabeza la sorprendió.

–¡Te has sonrojado! –exclamó Kara, sacándola de sus pensamientos–. ¿Es por un hombre? ¿Por eso te has pintado los labios de rojo? ¿Por eso no quieres que le pida a Eli que te presente a su amigo?

–No hay ningún hombre –replicó Laurel, deseando que no se le notase tanto cuando se sonrojaba–. Si me he pintado los labios de rojo ha sido por mí.

Por un momento se sintió tentada de contarle a Kara lo de la lista, pero luego decidió que no podía hacerlo. Kara empezaría a preocuparse de que hiciera alguna locura y lo último que quería era preocuparla en el día de su boda.

Apuró su copa de champán y al dejarla en el tocador se miró en el espejo y sus ojos volvieron a posarse en sus labios. ¿Cómo sería besar a aquel atractivo extraño? Una imagen mental de su sensual boca tomando los rojos labios de ella hizo que una ola de calor la invadiera.

Y entonces recobró el sentido común. ¿Y si resultase ser el amigo de Eli? Estaría completamente fuera de lugar. Ella, que siempre había sido la perfecta hermana mayor, la que hacía lo que se esperaba de ella, la que se esforzaba por sacar las mejores notas, la que siempre volvía a casa a la hora que le decían. Siempre había sido un ejemplo para sus hermanas: nunca había llevado minifalda, nunca se había hecho un piercing, nunca había llevado vaqueros rotos, nunca había flirteado con los chicos…

Apartó la vista del espejo con la intención de bromear y hacer reír a su hermana, pero se encontró con que Kara se había levantado y la miraba.

–Te queda bien ese rojo. Pareces una estrella de cine. Deberías desmelenarte más a menudo.

Laurel se rio mientras la seguía hasta la puerta.

–Ten cuidado: podría tomarme eso como que tengo tu permiso para hacer alguna locura.

Kara se detuvo en el umbral, la miró por encima del hombro y sonrió.

–¿Y por qué no? Empieza hoy. Ya sabes lo que se dice: no dejes para mañana…

¿Hoy?, repitió Laurel para sus adentros. ¿Esa noche? Las manos se le pusieron frías y sudorosas en cuanto Kara salió del dormitorio.

Una cosa era hablar de desmelenarse y otra muy distinta era hacerlo. Se sentía como si estuviera al borde de un precipicio.

¿Debía dar el primer paso hacia lo desconocido? ¿Hacer alguna locura esa noche? ¿O sería mejor que dejase las cosas como estaban y… y sentirse insatisfecha durante el resto de su vida?

Estaba cansada de perderse lo que otros habían vivido y estaban viviendo. Quería volver a sentir esa energía electrizante que había experimentado cuando su mirada se había cruzado con la de aquel extraño. Ese arranque de rebeldía hizo que un cosquilleo de excitación le recorriera la espalda. Era como un placer prohibido, sucumbir a esa tentación de hacer locuras.

Inspiró profundamente. Sí, estaba decidido; iba a hacerlo. Kara tenía razón: ¿a qué iba a esperar para vivir? Salió del dormitorio con una sola idea en la mente: esa noche iba a flirtear con un extraño.