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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Barbara Einstein. Todos los derechos reservados.

EN LA CIMA DEL MUNDO, N.º 1552 - Diciembre 2012

Título original: Down From the Mountain

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2005

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-1252-9

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

 

David aflojó las manos del volante y se frotó la sien. Esperaba que la agencia de alquiler de coches no se quejara, llevaba un buen rato botando sobre los baches, mientras subía la ladera de una colina de Montana. Había tenido que reducir a diez kilómetros por hora, para recorrer la aislada y polvorienta carretera de tierra. Intentaba recordar dónde estaban los baches, pero hacía demasiado tiempo que no pasaba por allí y, además, empezaba a oscurecer.

Los árboles eran tan altos como los recordaba y seguían proyectando una profunda sombra que lo había inquietado de niño. Incluso en ese momento, veinte años después, le parecían imponentes y de mal augurio. Era curioso que los bosques de árboles perennes del norte del estado de Nueva York, donde vivía, no le dieran esa impresión en absoluto. Un par de kilómetros después una casa, una auténtica mansión, apareció ante sus ojos.

Su hogar de infancia.

David se estremeció. Lo sorprendía que ese montón de ladrillo oscuro, que sería más apropiado en un solitario páramo inglés que en la ladera de una montaña del Medio Oeste, aún lo afectara tanto. Suspiró, pensando que la abogacía era una profesión muy lucrativa y su padre había sido un abogado de éxito. Pero eso era historia; John Hartwell estaba muerto. Era difícil creerlo. John siempre había pensado que viviría para siempre y había bromeado al respecto con frecuencia, aunque a David nunca le había hecho gracia.

Era típico de su padre reír el último; se había muerto durante las primeras vacaciones que David se había permitido en años. Unas vacaciones que la oficina forestal casi le había obligado a tomarse, insistiendo en que no era sano para un hombre solo trabajar tanto. Cuando se encontró buceando en Antigua, bebiendo margaritas y tomando el sol en una playa arenosa, cosas que nunca había hecho antes, David pensó que quizá tuvieran razón. Por eso lo frustró recibir un telegrama que le pedía que regresase a casa, hasta que comprendió que era para el funeral de su padre. Para la lectura del testamento, de hecho, porque habían tardado tanto en encontrarlo que se había perdido el entierro.

Allí estaba, mirando la enorme y grandiosa casa que John había construido en honor de su adorada esposa, que no había vivido lo suficiente para disfrutarla. Ventanas con parteluces, torretas, jardines... David intentó dejar atrás los recuerdos que aún lo perseguían.

Inspiró con fuerza, se obligó a salir del jeep y, como un marinero, se echó el petate al hombro. Iba a subir los anchos escalones de pizarra, cuando las puertas de roble de la casa se abrieron y una mujer pelirroja y muy delgada apareció en el umbral.

Cabello color vino y piernas largas. David decidió que era una buen combinación. Era joven, entre veinticinco y treinta años. Consternada, por lo que indicaban las profundas arrugas que rodeaban su boca. Pero cuando alzó la cabeza para darle la bienvenida, le pareció que un halo bruñido rodeaba su rostro. Sintió una extraña emoción, como si se despertara algo que llevaba mucho tiempo enterrado en su interior. Suspiró y ella dio un paso atrás.

—Perdona. No pretendía asustarte —se disculpó, llegando al último escalón. Escrutó el pálido rostro de la mujer. Las pestañas negras eran un marco natural para sus ojos, verdes y casi luminiscentes. Parecían mirar a través de él.

Por supuesto, lo que la asustaba era su rostro, o más bien el mapa de cicatrices en el que se había convertido gracias a un conductor borracho, veinte años antes. Siempre había ocurrido lo mismo, y justo así. Un vistazo a sus cicatrices y las niñas se quedaban sin habla; a esa mujer, quienquiera que fuese, le ocurría lo mismo: miraba todo menos «eso». Su rostro sonrojado era fácil de leer, mientras buscaba algo que decir. Los desconocidos solían avergonzarse, David nunca había entendido por qué. Impacto, sí, incluso horror y repulsión, le parecían comprensibles, pero ¿por qué diablos tenían que avergonzarse? Al fin y al cabo, las cicatrices eran suyas.

—No estoy asustada —protestó ella. Su voz sonó convincente—. A no ser que no sea quien creo que es. Es David Hartwell, ¿no?

—Sí, señora —bajó la cabeza con un saludo burlón—. Sí, señora. El hijo pródigo regresa a casa.

—Me alegro. Llevamos esperándole todos los días desde... Bueno, desde que falleció su padre. Bienvenido a casa, señor Hartwell, aunque lamento que sea en estas circunstancias.

David no dijo nada cuando ella le cedió el paso y cruzó el umbral de su casa de la infancia por primera vez en más de una década. Pensó que el vestíbulo era más grande que toda su cabaña. El diseño de la casa reflejaba la pasión de John por las cosas buenas de la vida. Colores elegantes y líneas sutiles, unidos con un estilo que sólo podía llamarse palaciego. La larga mesa de refectorio debía tener más de trescientos años, el espejo dorado que había encima era Luis XVI y las flores eran ¡orquídeas! No entendía por qué John había construido una casa así en Montana.

—Veo que no ha cambiado nada —comentó David.

—¿No lo cree? —ella sonrió con buen humor—. A John le gustaba comprar, pero odiaba el cambio, así que todo lo que compraba se quedaba siempre en el mismo sitio. Probablemente tenga razón —admitió—. Por supuesto, tenía muy buen ojo.

—¿Nunca hizo una compra desastrosa? —preguntó David, divertido—. ¿Nunca?

—¡Si supiera cuánto investigaba cada compra! —la joven rió y David admiró la chispa de sus ojos.

—¿Esto era su museo privado?

—¡John Hartwell estaba obsesionado! Me burlaba de él todo el tiempo y la gente le decía que debía haber sido conservador de museo. Él contestaba que entonces no habría tenido dinero para comprar lo que le gustaba. Era experto en arte flamenco, museos de todo el mundo lo llamaban para pedirle su opinión. Ahora es todo suyo —dijo ella, haciendo un gesto vago con la mano.

—Esto no encajaría en donde vivo. Será mejor llamar al museo local —David negó con la cabeza.

—¡Oh! Pensé... Es decisión suya, por supuesto —la luz de sus ojos se apagó—. Me encantará ayudarle, decida lo que decida.

—Señora, no nos pongamos sentimentales —David frunció el ceño—. Sólo son antigüedades. Aquí no hay ningún tesoro escondido.

Aunque David habló con cortesía, a la joven le dolió notar un tono de impaciencia. Habría sido agradable que el hijo de John mostrara interés en preservar la colección de su padre. Era digna de un museo. Pero no podía culparlo por su falta de interés, aunque le doliera.

—Tiene razón —afirmó suavemente, intentando ocultar su desilusión—. Sólo son antigüedades. Aun así, a John le habría gustado que se quedara con «algo». Hay algunas estatuillas en la biblioteca que podrían interesarle.

—Mire, señora, ¿por qué no elige algo para mí? Parece conocer muy bien su colección.

—¿Yo? ¡No podría hacer eso!

—Sí podría.

—No, de verdad. Es demasiado personal.

—Piensa que me estoy comportando como un bruto —David suspiró, percibiendo que su convicción era parte de su carácter—. Esperaba que mi padre hubiera organizado eso. Sabía que no me interesan las antigüedades.

—Quizá tenía la idea de que cambiaría de opinión cuando regresara a Montana. Él amaba Montana y pensaba que usted también. Siempre creyó que regresaría. Quizá por eso no hizo planes. Lo esperaba a usted.

—No debería haber esperado, y lo sabía bien —contraatacó David, molesto por la oleada de culpabilidad que lo invadió.

—Pero John decía que tenía asuntos inconclusos aquí —su rostro se nubló con confusión.

—Los tuve, pero fue hace mucho tiempo y las cosas han cambiado desde entonces. Cuando me marché, ya no pude regresar. Mi padre lo sabía.

—Pero ahora está aquí.

—Un poco tarde, ¿no cree?

—Tarde para el funeral —aceptó ella—. Pero no demasiado tarde para regresar a casa. Como digo, John siempre pensó que lo haría, un día.

—Es demasiado tarde.

David notó la sombra de pena en sus ojos y lamentó haber sido tan abrupto. No era culpa de ella no estar al tanto de su dolor y su historia.

—Mire, señora —dijo con voz neutra—. No quiero parecer frío, pero no se me dan bien las palabras. Estoy un poco afectado por lo rápido que ha ocurrido todo, pero quería a mi padre y me gustaría que me dejase relajarme.

—Por supuesto, señor Hartwell, como quiera —la mujer se dio la vuelta. Era obvio que el hijo de John no quería su consuelo.

—Y, por favor, llámeme David... ¡Oh, no haga eso! —suplicó David, horrorizado al ver una lágrima deslizarse por su mejilla—. ¡No quería herir sus sentimientos!

—Fue muy bueno conmigo, ¿sabe? —explicó ella, limpiándose la lágrima.

—No, no lo sé, pero lo había adivinado. No sé quién es usted, ¿recuerda?

—John y yo éramos amigos.

David se preguntó si consideraba «éramos amigos» una presentación. La situación era irreal: todo había cambiado pero no lo parecía, había una desconocida en su casa, que evitaba mirarlo a los ojos. Aunque...

Dio un paso a un lado. Ella no se movió. Se inclinó hacia el otro y tampoco hubo reacción. Aguantando la respiración, acercó el rostro al de ella, que ni siquiera pestañeó. Al fin comprendía por qué su rostro devastado no la ofendía.

—¿Desde cuándo es ciega?

—Se ha dado cuenta. Me preguntaba si intentaba ser educado y por eso no decía nada.

—Educado no es una palabra que suelan asociar conmigo —David rió—. ¿Pretendía ocultar su ceguera?

Ella sonrió de medio lado, pero no contestó.

—¿De veras creía que no me daría cuenta? —preguntó él con ironía, intentando ignorar el leve perfume de gardenia que cosquilleaba su nariz.

—¡Claro que no! —la joven rió—. Prefiero que la gente perciba mi ceguera lo más tarde posible. Cuando se dan cuenta de que soy ciega, las cosas se complican.

—Ya, apuesto a que sí —dijo David, incrédulo.

Pero ella se lo tomó en serio. David observó su rostro fascinado. Aunque fuera ciega, sus ojos reflejaban todas sus emociones. Aún no conocía su nombre, pero tuvo la extraña sensación de que nunca se cansaría de ver cómo se reflejaban las emociones en el rostro de esa encantadora y triste mujer.

 

 

En general, la molestaba tener que explicar su situación, pero algo le dijo que era importante que ese hombre la comprendiera desde el primer momento. Así que tomó aire e intentó hacer acopio de paciencia.

—Verá, la gente le da mucha importancia al hecho de que sea ciega. Odio que ocurra eso. Simplemente, tuve mala suerte de niña; estuve muy enferma y eso provocó mi ceguera.

—¿Y cómo acabó aquí, en una montaña solitaria, en medio de Montana, en una mansión museo con un hombre de setenta y cinco años?

—¡Ésa fue mi buena suerte!

—Y yo ¿qué pinto aquí?

—Es el hijo pródigo, como ha dicho.

—Piense en lo que le ocurrió a él. Malgastó su herencia y regresó a casa con el rabo entre las piernas.

—Verdad —ella rió suavemente—, pero no era sólo cuestión de dinero.

David miró a su alrededor y recordó cuántas veces lo habían regañado de niño por deslizarse por el reluciente pasamanos de la escalera.

—Supongo que querrá utilizar su antigua habitación —dijo la joven—. He hecho que la aireen, aunque era innecesario. Nuestra ama de llaves es una tirana, ¿sabe?

—No, señora, no tengo idea de cómo es de exigente «su» ama de llaves —dijo él, con un vago ataque de territorialidad. Al fin y al cabo, era su casa.

Ella se sonrojó al notar la irritación de su voz.

—Supongo que se pregunta quién soy, ya que no nos conocemos.

—La verdad, había supuesto que era el ama de llaves, pero tengo la sensación de que me va a decir otra cosa.

—Sí, debería explicarme. Su padre, en cierto sentido, me adoptó. No legalmente, pero me acogió; hace ya bastante tiempo. Se podría decir que John era mi tutor. Me llamo Ellen Candler —le ofreció la mano.

Él miró la mano y le dio un suave apretón.

—¡Oh, trabaja al aire libre! —exclamó Ellen, sorprendida por los callos.

—Muy bien, señorita Candler. Soy guarda forestal, en el este.

—Sí, ahora lo recuerdo. Vive en Nueva York y trabaja en los Adirondacks. John me lo dijo.

—Ya lo veo —David dejó caer la mano bruscamente. Lo incomodaba su aparente intimidad con su padre. Llevaba mucho tiempo alejado del mundo y permitía que la gente hiciera su vida. Aun así, se preguntó cuál era la definición exacta de guardián.

—Debe estar muy cansado de conducir, señor Hartwell, David, por no hablar del viaje en avión —dijo ella, sin notar su inquietud—. ¿Quiere descansar, o prefiere cenar antes?

—Si no le molesta, señora. Prefiero subir la bolsa, ya pensaré en la comida después.

—Por supuesto, como quiera —accedió Ellen, oyendo sus pasos encaminarse a la escalera de mármol—. Ah, y, señor Hartwell... David... —Ellen oyó que se detenía—. Siento mucho que John... su padre... siento mucho su pérdida.

—Gracias, señorita Candler —David miró el rostro delicado de Ellen—. Yo también lamento su pérdida —vio que los ojos verdes se nublaban de dolor.

—Gracias —musitó ella—. John fue muy bueno conmigo.

—Sí, bueno... —David calló, sin saber qué decir. Ella se marchó por una puerta lateral y él empezó a subir los escalones. Cuando llegó arriba, tuvo que luchar contra el impulso de poner una pierna por encima del pasamanos y deslizarse hasta abajo. Fue hacia su dormitorio y entró con cautela, pero Ellen Candler tenía razón. Era como si se hubiera marchado unas horas antes, en vez de diez años, gracias a la eficiencia del ama de llaves. Sin duda, su padre había dado órdenes estrictas para que mantuvieran la habitación preparada. Lo inquietó saber que un extraño había tocado sus pertenencias, moviendo cosas, mirando en los cajones, observando sus libros. Pero él hizo eso mismo, sintiéndose como un extraño mientras redescubría los tesoros de su infancia. Un manoseado ejemplar de El guardián entre el centeno, su colección de chapas, y cromos de béisbol en fundas de plástico.

Captando su imagen en un espejo, David se inclinó para mirarse mejor. El pelo, negro y sedoso, le caía sobre la frente, enmarcando sus ojos azules de largas pestañas y una nariz fina y recta. Su linaje irlandés era obvio en su amplio y duro entrecejo, pero quedaba eclipsado por una violenta red de líneas que surcaban toda la parte derecha de su rostro.

Podría haber sido increíblemente guapo, pero ya no lo pensaba. Quince años antes, un accidente de coche había hecho que saliera despedido por el parabrisas, acabando con esa posibilidad. Los mejores cirujanos plásticos del país habían hecho todo lo posible por el adolescente. La medicina moderna, con sus nuevas técnicas, ofrecía una leve esperanza que ya no tentaba al hombre en que se había convertido aquel niño. David se negaba a pasar por más injertos de piel, y el dolor inherente a ellos, cuando las posibilidades de mejora eran mínimas. Incluso en ese momento, le dolía el ojo derecho, tenía una lesión en el nervio imposible de curar. Supuso que el dolor de cabeza se debía al vuelo.

Ya apenas notaba sus cicatrices, se habían convertido en parte integral de él. Se rascó la mandíbula y se dio cuenta de que necesitaba afeitarse; y una ducha también le iría bien. Poco después, David estaba en la ducha y sus manos callosas frotaban un cuerpo musculoso y delgado, endurecido por ocho años de trabajo en el servicio forestal. La ducha caliente lo relajó tanto que, después de afeitarse, cayó en la cama y se durmió.

Cuando se despertó, cuatro horas después, era de noche. Encendió la lámpara de la mesilla y vio que alguien había dejado un vaso de zumo de naranja, queso y galletas. Supuso que había sido la temible señorita Ellen, pero devoró todo con ganas. Estaba desnudo y se preguntó si ella habría disfrutado viéndolo así, hasta que recordó, con remordimiento, que no podía.

Media hora después, David bajó a la biblioteca. Se detuvo ante el bar, pensando en tomar algo. Oyó un leve crujido y miró hacia la chimenea. El fuego estaba encendido y, acurrucada en el sofá con un libro sobre el regazó estaba Ellen Candler.

—¿David?

—Sí, soy yo —respondió él rápidamente.

Estaba preciosa, su piel parecía traslúcida a la luz de las llamas y su pelo era como una cascada dorada bruñida al fuego. Se preguntó cómo podía haber vivido allí durante diez años sin que él lo supiera. Su padre nunca la había mencionado. Era extraño.

—Estás levantada muy tarde, ¿no? Pensaba tomarme una copa. ¿Te apetece acompañarme? —le dijo tuteándola.

—Yo... eh... —Ellen se ruborizó, sintiéndose tonta por su timidez. Pero la profunda voz de David era tan inexpresiva que no sabía cómo reaccionar.

—No te sientas obligada. No me importa beber solo —dijo David, sirviéndose un bourbon y sentándose en el sofá—. Por cierto, gracias por el tentempié que había junto a la cama. Me dormí, como habías predicho.

—Tuviste un día muy largo. No me sorprendió que no bajaras a cenar, pero pensé que te apetecería comer algo al despertarte.

—Tenías razón. Esas galletas no duraron ni un segundo —David estiró las piernas hacia el fuego. Miró a su alrededor y comprobó que allí, excepto la presencia de la joven, tampoco había cambiado casi nada. Sentado a su lado, captó su aroma floral, delicado y suave. Gardenias, otra vez. No había olido ese perfume en años y comprendió que lo echaba de menos. Lo envolvió como una nube mágica y la miró.

—¿Es difícil dominar el Braille? —preguntó, mirando el lomo del libro.

—No si uno quiere leer —dijo Ellen con una sonrisa, inconsciente de la cautivadora imagen que presentaba.

—¿Cómo se titula? No sé Braille —dijo David, tocando los puntos y las rayas.

El retorno del nativo.

—No lo he leído.

—Adoro a Thomas Hardy y... ¡Oh, no lo había pensado!

—¡Por favor, no te disculpes! —David soltó una carcajada. Sólo se movía la mitad de su rostro, pero como Ellen no podía verlo, se sintió libre para reír—. Es muy irónico. Al fin y al cabo, yo también soy un salvaje que vuelve a casa, a mi manera.

—Sí, bueno, pero espero que no pienses que lo hice a propósito. Estoy leyendo todos los libros de Hardy.

—¿También Jude el Oscuro?

—¡Sí, también! —admitió ella—. ¿No habías dicho que no leías a Hardy?

—No, sólo que no había leído El retorno del nativo.

—Ah. Pues es mi favorita.

—Entonces la pondré en mi lista de lecturas pendientes. ¡Eres lista y guapa! Ahora entiendo por qué mi padre te tenía escondida —lo alegraba poder admirarla abiertamente. Era una belleza, aunque parecía cansada. No podía negar que John tenía buen gusto, pero no entendía cómo podía haberse atrevido a seducir a una menor. La miró juguetear con el libro, buscando algo que decir, sin encontrarlo. Supuso que lloraba la muerte de su padre, y eso dificultaba aún más la conversación.

—¿Querías a mi padre? —preguntó, sin poder evitarlo. Incluso él se sintió mal al oír la indiscreta pregunta. Pero no fue capaz de retirarla. Algo perverso que había en su interior deseaba saber la respuesta—. Perdón, señorita Candler. Eso ha sido de muy mal gusto, incluso para mí. Es posible que esté más afectado de lo que creía. Supongo que no sé cómo tratarte, pero no quiero discutir. No sé cuánto respeto te debo como amante de mi padre.

—¿Amante? —exclamó Ellen—. ¿Cómo has podido pensar eso? John Hartwell era el hombre más bueno y generoso del mundo y nunca habría... nunca... ¡es horrible pensar algo así!

—Eh, supuse... —David se puso rojo como la grana—. Has vivido tantos años aquí y eres tan bella... Diablos, ¿por qué otra razón iba a esconderte en la cima de una montaña?

—Yo te lo explicaré, señor David Hartwell —exclamó Ellen, poniéndose en pie y buscando su bastón—. Nací en Montana. Mis padres eran abogados y muy buenos amigos de tu padre, murieron en un accidente de avión, hace seis años. Yo tenía diecisiete y era hija única. Iban a entregarme a una casa de acogida cuando John se enteró e intervino —se preguntó cómo podía explicar la generosidad de un hombre mayor hacia una niña. La había acogido sin pedir nada a cambio, excepto un poco de conversación. Él había dado mucho más de lo que había recibido y quería que David lo entendiera.

—¿Te acogió en casa, quieres decir? —preguntó él, asombrado por la generosidad de su padre.

—Me acogió —repitió ella con orgullo—. Una adolescente compungida y encima ciega. Todo un reto para un hombre a punto de retirarse, ¿no crees? Era muy joven, pero me di cuenta de eso, comprendí su generosidad. El día que crucé el umbral de esta puerta, juré que nunca se arrepentiría de su decisión, ¡y no lo hizo!

—Mira, Ellen, no lo sabía —David miró los ojos color hierba, brillantes de lágrimas, o quizá ira.

El lenguaje corporal de Ellen dejó claro lo que opinaba de su disculpa. Estaba rígida y respiraba con agitación. Cuando habló, su voz sonó fría como el hielo.

—Mi bastón, por favor. Creo que lo dejé junto a la chimenea.

Él lo encontró de inmediato. Era de caoba tallada con incrustaciones de madreperla. Apostaría que era un antigüedad, regalo de su padre, pero no se atrevió a preguntarlo.

—Gracias —dijo ella con voz gélida—. Por favor, encamíname hacia la puerta, estoy algo despistada.

David la apuntó en la dirección correcta, poniendo los dedos sobre sus hombros. Notó su rigidez.

—Mira, sólo intento comprender cómo eran las cosas. Mi padre y yo estábamos distanciados, y ahora que estoy aquí, veo que esa distancia era mayor de lo que yo creía. Ni siquiera te mencionó, ¡por Dios santo! ¿No te parece que eso es un poco raro?

—Supongo que sí —admitió ella, lentamente.

—¡Lo es! —dijo David con seriedad simulada—. ¿No tienes idea de por qué me ocultó tu existencia?

—¡Ni la más mínima! —Ellen se estremeció—. Siempre creía que te había hablado de mí. Al fin y al cabo, él me hablaba de ti.

—¿Y no te pareció extraño que no nos conociéramos?

—Claro que sí —Ellen frunció el ceño—. Después de un tiempo empecé a pensar que estabas demasiado ocupado para molestarte por un anciano y una ciega adolescente.

—¡No habría sido tan cruel!

—¿Cómo iba a saberlo yo?

—¿Por qué no? ¿Acaso John me describió como una especie de monstruo?

—¿Monstruo? —repitió ella, vagamente divertida.

En ese instante, David vio en su sonrisa inocente que no sabía nada de sus cicatrices, y que su padre había sido más considerado de lo que esperaba. Aunque había aprendido a vivir con su desfiguración, la vieja herida de lo que había perdido no se cerraba nunca. Ellen lo había emocionado y parecía amable y sincera, además de ser bellísima. Él admiraba la belleza más que cualquier otra persona, porque estaba fuera de su alcance.

Ella suspiró y él deseó hacer una tregua y empezar desde cero. Pero había deseado muchas cosas en su vida, sin conseguirlas, eso lo había convertido en un hombre amargado. Así que decidió aprovechar su ignorancia para comportarse como si fuera un hombre normal, sin cicatrices. Le puso la mano en la mejilla, ella se ruborizó y el agradeció que, por una vez, no fuera consecuencia de la revulsión.

—Te doy mi palabra, Ellen Candler, de que nunca te haré daño intencionadamente.

Ella sólo podía medir la sinceridad de sus palabras por el tono de su voz. Dio un paso atrás, no estaba segura de querer su protección. Ser hijo de John no implicaba que fuese un caballero de brillante armadura.

—Harry Gold, el abogado de tu padre, vendrá mañana. Dijo que tenía que contarnos cosas importantes sobre el testamento de John.

—Conozco bien a Harry —percibiendo que Ellen intentaba crear una distancia física, tuvo cuidado de no acercarse—. Ayudó a mi padre a educarme, tras la muerte de mi madre.

—Eso es bueno. Entonces tienes a alguien en quien confiar —Ellen suspiró—. Si no te importa, estoy muy cansada, me gustaría acostarme.

David, incapaz de luchar con la tristeza de sus ojos, la vio marchar hacia la puerta. Se quedó de pie, ensimismado, hasta que el frío lo hizo reaccionar. Echó otro tronco en el fuego, fue por el bourbon y se sirvió otra copa. Sería una noche larga y no tenía otros amigos.