cover.jpg
portadilla.jpg

 

 

Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.

EN BRAZOS DEL ENEMIGO, Nº 1529 - noviembre 2012

Título original: In the Enemy’s Arms

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicada en español en 2005

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-1181-2

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

 

Qué hace «él» aquí?

Mientras Mari Bingham se quitaba los guantes, miró al detective que había al otro lado de la mampara de cristal. Tenía la impresión de que cada vez que se daba la vuelta, incluso en la clínica de obstetricia de la que era directora, Bryce Collins estaba allí, observándola. Si no fuera policía, lo habría demandado por acoso.

—Está esperando para hablar con usted —la recepcionista bajó la voz—. ¿Va todo bien, doctora Bingham?

—Claro, Heather. Todo va bien —Mari forzó una sonrisa. Había llegado a la clínica a las dos de la madrugada y ya era medio día. Aunque era la directora, seguía viendo a pacientes. El júbilo de ayudar a traer al mundo a un bebé sano compensaba la escasez de horas de sueño, pero ese parto había sido largo y las últimas semanas habían sido duras para ella.

Mari tenía la intención de encararse al detective Collins, pero no allí, ni en ese momento, y no sin una dosis de cafeína que agudizara sus sentidos.

Tras salir del paritorio, había ido derecha a buscar un café, sin arreglarse. Debía tener un aspecto horrible: el rostro pálido y brillante, el moño deshecho y la bata verde manchada y arrugada.

Sabía, por experiencia previa, que un aspecto impecable no habría evitado la actitud defensiva que le provocaba el hombre que se acercaba a ella con la determinación de un puma acechando a una gacela. Llevaba semanas persiguiéndola.

A pesar de los rumores y las conjeturas que la rodeaban, ella se negaba a cooperar y hacer el papel de víctima. Anhelaba que se acabara la investigación, que encontraran a los culpables y limpiaran su reputación.

—Por favor, lleva al detective a mi oficina —le dijo a Heather, viendo a Bryce a punto de tropezar con un niño que empujaba un carrito de la compra por la sala de espera—. Iré en un minuto.

Le daba igual cuánto tiempo llevase esperándola. Tras su último intento de interrogarla, debía saber que la Clínica Obstétrica Foster era un lugar muy ajetreado. Necesitaba desesperadamente un café y un bollo. Aparte de las diminutas pastillas de menta que siempre llevaba encima, no había comido nada desde la noche anterior.

Mientras escapaba, Mari ahogó un bostezo. Hacía tiempo que no dormía bien, ni siquiera las noches que no tenía que atender un parto de madrugada. La estaba agotando la preocupación de que alguien de la clínica estuviera robando medicamentos estupefacientes y además intentase que la inculparan a ella. Lo último que necesitaba era otra visita de Bryce Collins.

Sabía que él había dejado de amarla mucho tiempo atrás, pero le parecía imposible que aún estuviera tan resentido como para enviarla a la cárcel, por algo de lo que no era culpable.

 

 

El detective Collins había estado observando a Mari a través de la mampara de cristal. Vio cómo la recepcionista de pelo color azul eléctrico le daba la poco grata noticia de su presencia. Mientras se ponía en pie, su mirada se cruzó con la de Mari. Parecía cansada.

Se preguntó si su obvia fatiga se debía a su profesión. Él no había apoyado su deseo de estudiar Medicina y convertirse en obstetra. De hecho, cuando eran jóvenes, Bryce había hecho todo lo posible por disuadirla. A juzgar por su aspecto en ese momento, su trabajo le estaba pasando factura.

Bryce admitió para sí que quizá «su» investigación también tuviera parte de culpa. Se preguntó si serían los remordimientos de conciencia los que le quitaban el sueño. Tal vez sentía lástima por las pacientes que habían sido víctimas de un cambio en su medicación, o simplemente temía que la atraparan suministrando drogas al mercado negro.

Estaba empeñado en encontrar respuestas, por eso llevaba una hora esperándola, rodeado de mamás, bebés y niños que gateaban y corrían por la sala. Uno de ellos acababa de restregarle una galleta por el pantalón.

Habría preferido estar persiguiendo a un sospechoso por un callejón oscuro lleno de perros de presa.

En vez de esperarlo, Mari se alejó apresuradamente. Maldiciendo entre dientes, estuvo a punto de derribar a dos niños mientras corría hacia ella. La recepcionista de pelo azul lo detuvo. Bryce miró el nombre que llevaba prendido en la bata.

—Heather, te dije que quería hablar con la doctora Bingham —dijo, intentando controlar su impaciencia.

—Me pidió que la esperase en su despacho. Lo acompañaré allí y la doctora se reunirá con usted.

—Fantástico —contestó él, dejando que su enfado saliera a relucir—. No tengo nada mejor que hacer con mi tiempo. Me encantan las manchas de galleta babeada.

Los ojos de Heather se abrieron con sorpresa. Soltó un resoplido y giró sobre sus talones, sin dejarle otra opción que seguirla.

El caso estaba recibiendo mucha publicidad y él había crecido en Merlyn County, así que todos lo reconocían. Ignoró las miradas curiosas de las pacientes y las de desaprobación del personal, y centró su mente en entrevistar a su principal sospechosa.

Heather abrió una puerta con una placa que decía: Marigold Bingham, Directora. Le cedió el paso y lo miró con ojos fríos como el hielo, pero él pensó que hacían juego con el tono azul de su pelo.

—Puede esperar aquí —le dijo—. ¿Quiere café?

Cualquier cosa que sirvieran en la clínica tenía que ser mejor que la bazofia de la comisaría, pero Bryce se resistió a la tentación, no quería distraerse.

—No, gracias —rechazó, a su pesar.

A ella parecía preocuparle que curioseara en la mesa de Mari, porque se quedó parada con la mano en la puerta. Finalmente, se marchó cuando él se sentó y sacó su cuaderno de notas del bolsillo.

Por desgracia, no podía tener en cuenta la obvia lealtad de los empleados de la doctora Bingham como indicativo de su inocencia. La cruda realidad era que alguien de la clínica estaba robando Orcadol, un moderno y potente analgésico que se prescribía con receta, y vendiéndolo en el mercado negro. Desde un punto de vista personal, y porque conocía a Mari desde hacía años, le costaba creer que pudiera estar involucrada en algo tan despreciable como el tráfico de estupefacientes. Pero su deber, como detective de la oficina del sheriff de Merlyn County, era investigar la evidencia que apuntaba inequívocamente en su dirección.

Se pasó la mano por la mandíbula rasposa, necesitaba afeitarse. Había estado trabajando desde el amanecer, investigando un soplo relacionado con otro caso, pero los sospechosos no habían aparecido. Algunas veces su trabajo era insoportable.

El sheriff Remington empezaba a impacientarse con la falta de progresos en el caso del Orcadol. Esa misma mañana le había pedido un informe, pero él no había tenido mucho que decir.

A lo largo de su carrera, Bryce había visto muchas veces los estragos que causaban las drogas; vidas echadas a perder, crímenes cometidos para financiar el vicio, familias destrozadas y niños que nacían afectados por la drogadicción. Le parecía imposible que alguien como Mari, que se había comprometido a salvar vidas, fuera responsable del incremento del tráfico ilegal de Orcadol, Orquídea, como lo llamaban en la calle.

Ya nada sorprendía a Bryce. La avaricia era una motivación poderosa, y se decía que Mari estaba desesperada por obtener dinero para la construcción del proyecto de sus sueños, un centro de investigación biomédica. Lo corroía el pensar hasta qué punto estaba dispuesta a llegar para conseguirlo.

Para no perjudicar su propia carrera, no tenía otra opción que dejar a un lado sus dudas personales y tratarla exactamente igual que a cualquier otro sospechoso. En su opinión, siempre sería preferible investigarla él a dejar el caso en manos del otro detective de Merlyn County, Hank Butler. Al menos, eso la protegería de ser víctima de conductas policiales descuidadas, atajos cuestionables o, aunque eran rumores no probados, la falsificación de evidencia incriminatoria.

 

 

—Doctora Bingham a Neonatal, doctora Mari Bingham acuda a Neonatal, aviso urgente.

Mari estaba en el umbral del despacho cuando oyó el aviso que la reclamaba en el hospital, contiguo a la clínica.

—Lo siento, pero tengo que ir al hospital —le dijo, a Bryce, que empezaba a ponerse en pie. Sintió alivio por la excusa pero también preocupación.

Esa misma mañana, Milla Johnson, una de las comadronas, le había hablado de uno de sus casos. La paciente, embarazada de apenas veinticuatro semanas, tenía pinchazos. Su marido iba a llevarla para un reconocimiento y Milla estaba preocupada.

—¡No te vayas! —ordenó Bryce—. Ya llevo demasiado tiempo esperando.

—Por lo visto no, detective —lo contradijo ella—. Volveré en cuanto pueda —ignoró su maldición y se apresuró por el pasillo hacia el corredor de cristal que unía la clínica y el hospital.

Tiempo atrás, él se había negado a esperarla, era justicia histórica que lo hiciera ahora.

 

 

Bryce se dejó caer de nuevo en la silla y empezó a revisar sus notas, deseando no haber rechazado la taza de café. Hizo un par de llamadas desde su móvil, paseando por el despacho como un oso enjaulado. Después de un buen rato, salió al vestíbulo principal para enterarse de cuánto más podía tardar en regresar Mari.

No vio a Heather, así que fue al puesto de enfermeras. Una mujer mayor, con auriculares y sentada ante un ordenador, sonrió al verlo.

—¿Ha regresado ya la doctora Bingham del hospital?

—Me temo que no —dijo ella, echando un vistazo a la placa que Bryce le enseñó—. Una paciente ha llegado con indicios de parto prematuro —bajó el tono de voz—. Han tenido que trasladarla a urgencias neonatales. Es probable que la doctora Bingham tarde bastante en regresar.

—Iré a la cafetería a por un bocadillo —masculló él, mirando su reloj y rechazando la idea de rendirse—. Si ve a la doctora antes que yo, dígale que la espero.

—Eso haré, detective. Disfrute del almuerzo.

 

 

Cuando regresó a la clínica, después de comer un bocadillo de albóndigas y unas patatas fritas, fue en busca de la misma mujer.

—La doctora Bingham sigue en el hospital, pero puede ir allí a esperarla —dijo ella—. La forma más rápida de llegar es el puente de comunicación.

Bryce le dio las gracias y se encaminó en la dirección que le había indicado. No le interesaban los bebés, y menos los prematuros arrugados, que parecían ancianos diminutos, pero tenía que asegurarse de que Mari no lo eludiera de nuevo. El sheriff le había dejado muy claro que esperaba respuestas la siguiente vez que hablaran del caso.

 

 

—Dios, ojalá hubiera seguido ahí dentro un par de semanas más —masculló Mari, mirando con tristeza al recién nacido—. Estaba muy poco desarrollado.

Si la madre hubiera ido antes, habrían tenido más opciones. Los medicamentos, el suero y el reposo absoluto podían detener las contracciones; pero cuando comenzaba la dilatación, era casi imposible evitar el parto.

Nadie contestó a su comentario.

El hospital, que atendía a la población de tres condados, tenía tres plantas y contaba con una unidad de cuidados intensivos neonatales. Con más tiempo, podrían haber salvado al bebé trasladándolo al hospital de investigación de la universidad de Kentucky.

Mari sentía dolor de corazón, pero tenía que ser fuerte y ocultar sus sentimientos al resto del equipo. Milla, la comadrona que la había alertado sobre el caso, estaba embarazada y era obvio que la tragedia la había afectado.

El bebé había nacido con problemas pulmonares, cardíacos y del sistema nervioso. Una parada respiratoria y una serie de convulsiones habían ganado la partida. A pesar de los esfuerzos de todo el equipo, había fallecido.

—Gracias a todos —dijo Mari con voz suave, admitiendo la derrota. Tenía la garganta atenazada por las lágrimas que no se atrevía a derramar.

Milla soltó un suspiro tembloroso, un médico residente maldijo para sí y otro salió de la unidad sin decir una palabra.

Mari los ignoró, consciente de la frustración, tristeza y dolor que sus colegas experimentaban cuando ocurría algo así. Antes de poder rendirse a esas mismas emociones en privado, había una tarea pendiente.

—Hay que informar a los padres —le recordó a Milla, deseándole fuerza—. ¿Te sientes capaz? —si las lágrimas que brillaban en los ojos de Milla empezaban a derramarse, no se creía capaz de mantener la compostura.

—Sí —Milla parpadeó rápidamente varias veces y se aclaró la garganta—. Puedo hacerlo.

Mari asintió y fueron juntas hacia la habitación donde esperaban los padres, rezando para que un milagro salvara a su hijo. No era la primera vez que Mari tenía que romper el corazón a una pareja como ellos.

El hospital y la clínica que su abuela había creado no eran suficientes para salvar a bebés prematuros de tan alto riesgo. Merlyn County necesitaba el nuevo centro de investigación que ella estaba empeñada en construir.

—¿Lista? —preguntó Mari de nuevo ante la puerta de la habitación. Estaba dispuesta a hacerse cargo si la joven comadrona estaba demasiado afectada. Los padres necesitaban compasión y apoyo del personal médico, no sus lágrimas.

—Sí, gracias —Milla tenía los ojos secos y la voz baja, pero firme.

Mari apretó los ojos para recuperar la compostura. Cuando los abrió, vio a Bryce apoyado en la pared opuesta con los brazos cruzados. La observaba como un gato a un ratón.

Sus ojos se encontraron y ella se sonrojó. Aunque había sido testigo de su momento de vulnerabilidad, le lanzó una mirada de advertencia y cerró la puerta a sus espaldas.

Los padres estaban acurrucados juntos en la cama, con las manos agarradas. La señora Jenkins tenía el rostro rojo e hinchado, pero su expresión se animó al verlas. El señor Jenkins esbozó un sonrisa temblorosa.

—¿Cómo está nuestro niño? —preguntó él.

—Lo siento mucho —a Mari se le encogió el corazón—. Hemos hecho todo lo posible, pero tenía demasiados problemas. No pudo superarlos —el resto de su explicación quedó ahogada por los sollozos de la señora Jenkins.

 

 

Bryce esperaba impaciente en el pasillo, preguntándose cuánto tiempo más pensaba evitarlo ella. Tras la puerta cerrada se escuchó un grito angustiado, agudo como un bisturí. El parto debía haber ido mal.

Comprendió la expresión de amargura que había captado al verla en el pasillo. En más de una ocasión, había tenido el deber de informar a la familia sobre la víctima de un homicidio o un accidente mortal. Nunca era fácil.

Siempre había supuesto que los médicos, como los policías, desarrollaban la capacidad de aislarse de los aspectos más trágicos de su profesión. Mari debía ser dura como un muro de cemento si era capaz de enfrentarse al sufrimiento de la gente con una mano y desviar Orcadol al mercado negro con la otra.

Apretó los dientes para reafirmar su resolución. Si era culpable, haría cuanto pudiera para descubrirla.

 

 

Mari sabía por experiencia que casi todo lo que Milla y ella les decían a los padres era en vano. Después de la primera frase de Milla habían dejado de escuchar y se dejaban llevar por el dolor. Más adelante tendrían preguntas, cuando intentaran sobreponerse a sentimientos de culpabilidad que no merecían sentir.

Dejó a Milla con ellos y salió de la habitación. Bryce seguía en el pasillo como un nubarrón de tormenta, pero se sentía demasiado vulnerable para enfrentarse a él en ese momento. Bajo su apariencia de calma, maldecía el destino y la mala suerte que otorgaba un regalo precioso a unos padres para después robárselo fríamente.

Si Bryce la acosaba en ese momento, con la confianza y superioridad que le otorgaba su papel de defensor de la ley, era capaz de lanzarse sobre él como una lunática y dar rienda suelta a su frustración. Se preguntó si se le habría ocurrido algún milagro para salvar al bebé Jenkins, si él no llevara semanas vigilándola, provocándole pesadillas e insomnio con sus sospechas.

Mari sabía que había utilizado toda su experiencia y el equipo médico del que disponía. En el fondo del corazón, no entendía por qué era imposible salvar a todos los recién nacidos.

—¡Doctora Bingham! —exclamó Bryce al verla marcharse en dirección opuesta. Ella lo ignoró y aceleró el paso, necesitaba estar un momento a solas.

—¡Mari! Espera.

—Ahora no —dijo ella por encima del hombro, temiendo que la detuviera a la fuerza. La sorprendió que permitiera su huida.

Con los dientes apretados, fue a su despacho. Cerró la puerta a su espalda y dio rienda suelta a sus lágrimas. Se dejó llevar por su dolor y frustración, apretando los nudillos contra la boca para ahogar el sonido de su derrota.

Poco a poco, sus sollozos se apagaron. Ciegamente, agarró la caja de pañuelos de papel que había sobre la mesa. Siempre que lloraba se le ponía roja la nariz y le salían manchas en la cara. Debía tener los ojos como si hubiera estado tres días de juerga, tendría que refugiarse en el despacho un buen rato. Alguien llamó la puerta.

—¿Estás bien? —Bryce entró sin darle tiempo a contestar.

—Sal de aquí —le espetó.

—Tenemos que hablar —dijo él, cerrando la puerta. Ella lo miró asombrada, o estaba ciego o no tenía sentimientos.

—Voy a llamar a seguridad —le advirtió, levantando el auricular.

Esa amenaza no detuvo a Bryce, que se había enfrentado a cosas mucho peores que una mujer con pañuelos de papel en la mano. Fue ver sus ojos avellana, inundados de lágrimas, lo que lo paralizó como un revolver que le apuntase al corazón.

Se preguntó si las lágrimas eran un truco para ganar tiempo o muestra del dolor genuino de una mujer compasiva; la mayoría de la gente opinaba que lo era.

—Por favor, Mari —extendió la mano—. No llames a nadie.

No supo si fueron sus palabras o su tono de voz lo que la detuvo, pero no le dio tiempo a pensárselo de nuevo. No pretendía consolarla, pero un impulso incontrolable lo llevó hacia delante, con los brazos abiertos. La rodeó con ellos y la atrajo hacia sí.

Esperando que lo rechazara, sujetó su cabeza con la barbilla. Al percibir el aroma de su champú de limón, lo asaltó una oleada de recuerdos. Hizo lo posible por ignorarlos, así como su reacción espontánea.

El ligero cuerpo se puso rígido y sintió las palmas de las manos en su pecho. Sin apenas respirar, esperó a que lo apartara, pero ella suspiró y se relajó por completo. Antes de que cayera al suelo, la levantó en sus brazos. Lo asombró lo poco que pesaba. Se preguntó si su investigación había tenido ese efecto.

Ella rodeó su cuello con los brazos y se agarró como una niña, sollozando suavemente. Sentir la suave redondez de sus senos, hizo que la excitación recorriera las venas de Bryce como una droga. Durante un momento, cerró los ojos y la acurrucó, deseando absorberla como una esponja gigante.

Hizo un esfuerzo por mantener la cabeza despejada y seguir respirando. No sabía qué diablos le ocurría, había perdido toda objetividad. Era una sospechosa y él estaba allí para interrogarla, no para tenerla en brazos y mirarla como un adolescente enamorado. Pero su discurso interno no funcionó.

—Shh, nena —murmuró, ignorando el latido acelerado de su corazón—. Todo irá bien.

Mari levantó la cabeza de golpe al oír su voz. Tenía las pestañas húmedas y pegadas, los ojos rojos y la piel pálida y salpicada de manchas. Cuando entreabrió los labios y dejó escapar un diminuto sonido de protesta, a él se le secó la boca y un puño gigante le oprimió el corazón. Siguieron mirándose, sin parpadear. Él intentó razonar por qué sería mala idea besarla. Muy mala idea.

—Creo que será mejor que me dejes en el suelo —la voz cortó el silencio. Aunque él se puso rojo, el resto de su cuerpo se quedó helado al pensar en lo que había estado a punto de hacer.

—Claro —la dejó en el suelo con gentileza, dispuesto a recuperar el control de la entrevista y de su profesionalidad.

Ella alzó la barbilla y rodeó la mesa atestada de papeles. Tras establecer esa barrera, se sentó y cruzó las manos.

—¿Qué puedo hacer por ti, detective? —preguntó con voz fría, como si no hubiera estado a punto de ocurrir algo increíble.

Bryce estaba enfadado con su propia debilidad, y con la capacidad de Mari para manipularlo. Años de experiencia le indicaban que tenía más posibilidades de sacarle la verdad mientras estuviera cansada y sensible. No podía darle la oportunidad de que volviera a levantar sus defensas.

—Tendrás que venir a la comisaría conmigo —respondió, endureciendo el corazón ante el rostro manchado de lágrimas y los ojos heridos—. Tengo que hacerte preguntas sobre el medicamento que está desapareciendo de tu clínica.

Capítulo 2

 

Mari tardó un momento en procesar las palabras de Bryce. Un minuto antes había creído que iba a besarla.

—Quieres que haga ¿qué? —preguntó, anonadada. Gracias a Dios estaba sentada, si no se habría derrumbado.

—Escucha, Mari... —empezó él.

—Doctora Bingham —cortó ella secamente—. ¿Qué esperas que haga con mis pacientes, detective? Tengo citas y responsabilidades. No puedo irme de aquí sin más, cuando tú chascas los dedos.

—Lo siento, pero ya llevo aquí demasiado maldito tiempo —frunció el entrecejo y la señaló con el dedo—. Tienes dos opciones, doctora. Buscar a alguien que te sustituya o cambiar la hora de las citas. De una manera u otra, me acompañarás.

—¿Estoy arrestada? —gimió ella, como si le hubiera colocado una soga alrededor del cuello. Hacía días que debería haber consultado a un abogado.

No entendía que Bryce pudiera pasar tan rápido de ser humano a robocop. ¿Por qué se había molestado en consolarla si su intención era llevársela esposada?

—No, no voy a arrestarte —él alzó las cejas con sorpresa—. Pero aquí hay demasiadas interrupciones.

Para demostrar que tenía razón, el teléfono empezó a sonar. Ella estiró la mano hacia el auricular instintivamente, pero se contuvo.

—El buzón de voz recibirá el mensaje —dijo. Se mordió el labio, a él eso le daba lo igual—. Interrogarme sería una pérdida de tiempo —discutió, sobreponiéndose al nudo que le atenazaba la garganta—. Como te dije antes, no sé nada de esa droga. ¿Por qué no me crees?

—Es posible que sepas más de lo que crees —su expresión era inescrutable, siempre se le había dado bien esconder sus sentimientos.

Mari no sabía qué información podría darle que no tuviera ya, ni cómo convencerlo de su inocencia de una vez por todas. Sintió un escalofrío. Quizá mintiera respecto a no arrestarla.

—¿Debería llamar a mi abogado? —preguntó ocultando las manos temblorosas en su regazo.

—¿Necesitas un abogado? —Bryce se inclinó hacia ella, escrutándola con ojos grises y acerados. Mari no entendía cómo había llegado a pensar alguna vez que su mirada era cálida.

—No tengo nada que esconder.

—Claro que no —aceptó él, impertérrito.

—Tengo que hacer unas llamadas para que me sustituyan —Mari sabía que Milla la apoyaba y sería discreta.

—Di sólo que te necesitamos en la comisaría para que nos hagas un informe técnico sobre el Orcadol.

Volvió a sorprenderla al sugerir una forma de disminuir su humillación. Estaba a punto de darle las gracias cuando recordó que eran sus sospechas las que hacían necesaria una excusa. Sin decir palabra, marcó el busca de Milla.

—¿Cómo están los Jenkins? —inquirió Mari cuando la comadrona contestó a su llamada.

—El capellán del hospital está con ellos —replicó Milla—. Les ayudará a organizarlo todo.

—Me alegra oírlo —rápidamente le explicó lo que necesitaba, sin apartar los ojos de Bryce. Si su escrutinio lo molestaba, él no lo demostró.

—¿Es por tu amistad con el doctor Phillipe? —aventuró Milla cuando Mari acabó—. ¿No pueden hacerle unos análisis si no creen que está rehabilitado?

Ricardo Phillipe era un amigo de Mari, que había trabajado en el desarrollo del Orcadol. También participaba en la planificación del centro de investigación. Por desgracia, tras un accidente de coche que causó la muerte a su esposa y a su hija, y en el que resultó gravemente herido, había desarrollado un problema de drogadicción que le había hecho perder su licencia para practicar la Medicina.

—Estoy segura de que ese no es el problema —Mari giró el sillón y se puso de cara a la pared. Bajó la voz—. No puedo hablar ahora.

—Ah, claro, disculpa —replicó Milla—. ¿Puedo hacer algo más? ¿Quieres que llame a alguien?

—No, pero gracias. Hablaremos después —Mari confiaba en la lealtad de Milla, pero ya no estaba tan segura de la del resto del personal.

¿Qué opinarían sus pacientes cuando supieran que la habían llevado a la comisaría para interrogarla? ¿Y los inversores que aún no habían dado marcha atrás en la financiación del centro de investigación? Existía el riesgo de que todos sus planes se fueran al traste.