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HarperCollins 200 años. Desde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2007 Barbara Einstein

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El hogar del corazón, n.º 11 - noviembre 2017

Título original: Finding His Way Home

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Este título fue publicado originalmente en español en 2007

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-546-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

VALETTA salió del cuarto de baño limpiándose los labios con una toallita y se dejó caer en la cama, sin preocuparse por si despertaba a su marido.

–¿Te encuentras mejor? –preguntó Jack con una sonrisa adormilada.

Rodeó la abultada cintura de su mujer con una mano y la atrajo hacia sí, mientras ella se tapaba y dejaba escapar un suspiro.

–¿Crees que es posible tener náuseas durante nueve meses más? He oído decir que ocurre.

–Val –Jack soltó una risa y se acurrucó contra ella–. Casi has acabado el segundo trimestre, así que no van a ser nueve meses más. Solo tres, por lo que recuerdo de la facultad de Medicina. Sí, estoy seguro de que solo te quedan tres meses.

–¿Qué sabes tú? –gruñó ella–. No eres más que un médico.

–Sí, pero bueno –sonrió y besó su hombro desnudo.

–Es tarde, doctor Faraday –dijo ella, echando un vistazo al reloj–, así que no te líes demasiado.

–Ya estoy liado –murmuró él, rodeando sus muslos con las piernas–. ¿Sientes eso? Eso es liado.

Valetta sonrió contra su boca, mientras él intentaba que le devolviera los besos.

–Tus pacientes estarán haciendo cola en la clínica dentro de una hora. ¿No crees que deberías estar allí para darles la bienvenida?

–Puedo llegar unos minutos tarde. Todos me disculparán si les digo que me has entretenido.

–¡Ni se te ocurra decir eso!

–Bastarían diez minutos –murmuró él, malicioso.

–¿Diez minutos?¿En plan «pim, pam, pum, gracias, señora»? –protestó Valetta, aunque ya le rodeaba el cuello con los brazos.

–¿Quince? –preguntó su esposo, notando que sus cálidos besos empezaban a surtir efecto–. Dios, cuánto te quiero, Val –susurró contra su mejilla–. Mi vida, puedes tomarte veinte minutos si quieres.

El resto de las palabras de Jack se perdieron mientras hundía los dedos en el cabello cobrizo de Valetta y la besaba en la boca. Durante un tiempo solo se oyeron los crujidos de las sábanas de lino, que culminaron con suspiros de placer y risitas satisfechas. Antes de lo que habría deseado, Valetta sintió una cariñosa palmada en el trasero y la caricia del aire frío en la piel cuando su marido salió de la cama.

–Señora Faraday, esa ha sido la mejor canasta que he lanzado desde… umm… ayer –Jack le guiñó un ojo y se inclinó para besarla–. Puede jugar conmigo al baloncesto siempre que quiera.

–Me reservaré esa invitación para el futuro –prometió ella, aún bajo la sábana–. Entretanto, ¿te preparo un café?

–Huy, ¿serías capaz? –bromeó él yendo hacia el baño, a sabiendas de que ella no iba a moverse.

Valetta sonrió al oír la ducha, convencida de que pronto llegaría una canción. Segundos después, oyó a su marido entonar su aria favorita, Il Pagliacci. Sintió una patada del bebé y se preguntó si era una muestra de alegría o de queja por el ruido.

–¡Diablos, qué tarde es! –Jack salió secándose el pelo con una toalla.

Valetta lo miró, arrebujada en la cálida cama. Siempre era un espectáculo verlo rebuscar en los cajones y sacar una camisa limpia, embutir sus largas piernas en unos pantalones de pana gris y ponerse una corbata que no tenía nada que ver con el resto de su atuendo. Ese día eligió una de la cerdita miss Piggy bailando con Kermit, porque era el día de los niños en la clínica y Jack sabía que les haría reír.

–Eh, dormilona, ¿sigue en pie lo de la cena con los Carmichael esta noche?

–Si puedes, sí –Valetta se estiró con pereza.

–Puedo. Tengo una reunión a las tres, así que, si no hay ninguna urgencia, llegaré sobre las siete –se inclinó hacia ella para darle un beso de despedida.

Al ver el brillo burlón de sus ojos, supo que Valetta estaba pensando en la última vez que habían quedado para cenar. Esa noche el pequeño Terry Muldrow había decidido montar por su cuenta el caballo nuevo de su padre, rompiéndose una clavícula y dando al traste con sus planes.

–Los niños son auténticos diablillos –bromeó Jack subiendo y bajando las cejas.

–Estoy deseando ver al nuestro.

–Bueno, al menos tendrás un médico en casa.

–¡Es un alivio! Te tiraría una almohada, pero estoy demasiado cómoda para moverme.

–Y yo volvería a la cama contigo –contestó Jack, mirando con adoración a su bonita esposa–, pero alguien tiene que poner la comida en la mesa. Los escritores no ganáis mucho.

–Hablas como un cavernícola, Jack: «Cásate conmigo, cielo, y comerás solomillo el resto de tu vida».

–Eh, esa no sería mala oferta hoy en día, con los precios como están –Jack se puso una gastada chaqueta de tweed y se miró en el espejo–. Princesa, teniendo en cuenta que el solomillo ronda los cuarenta dólares el kilo, ¿te conformarías con hamburguesas hasta que acabe de pagar el préstamo al banco?

–Mejor aún, que sean hamburguesas de tofu. Son más sanas, ¿no, doctor?

–Como cavernícola, tengo mis limitaciones –refutó Jack, agarrando las llaves y la cartera–. Y las hamburguesas de tofu están muy altas en esa lista.

–¿Tan altas como tu colesterol?

–¡Mi colesterol no está tan mal como para comer hamburguesas de tofu! –él se rio, saliendo.

Jack bajó las escaleras rápidamente; su energía matutina siempre asombraba a Valetta. Ella era todo lo contrario en ese sentido. Prefería quedarse en la cama una o dos horas más y acostarse tarde. A Jack le gustaba irse a la cama temprano con una buena novela de misterio. El verano anterior, Jack había empezado a leer un libro de Patricia Cornwell, por segunda vez. Paciente, Jack le había explicado que, como médico, quería descubrir algún fallo en los análisis de la protagonista del libro; una médico forense. Que no lo consiguiera daba igual, lo interesante era intentarlo.

–Oh, Jack –Valetta suspiró con tolerancia: miró la pila de libros que había en el suelo y decidió regalarle una estantería para el Día del Padre.

–¡Te quiero! –gritó él, desde abajo, antes de salir.

–¡Yo también te quiero! –le contestó.

Aunque las ventanas del dormitorio estaban cerradas, oyó el ruido del motor al arrancar y supo que Jack estaba esperando a que el viejo Ford se calentara. Se lo imaginó sacando el coche marcha atrás lentamente. Era muy cuidadoso porque sabía que los niños no prestaban atención cuando iban en bicicleta o patinete; aunque no habría ninguno en la calle ese frío día de abril, tras la inesperada tormenta que había cubierto todo con una blanca capa de nieve de diez centímetros de espesor.

Oyó a su marido saludar a Ned Pickens, el conductor de la máquina quitanieves; seguramente la única persona que habría en la calle a las siete de la mañana. Con una sonrisa, volvió a quedarse dormida.

Valetta inició el día como llevaba haciendo los últimos seis meses de su complicado embarazo. Un mes más y se sentiría segura. Tenía la suerte de poder descansar porque Jack era un marido bueno y generoso. No vivían con lujos ni tenían la aspiración de hacerlo. Él era un médico de pueblo y ella su esposa; así eran felices. Además, estaban muy enamorados e iban a formar una familia.

Se levantó a las diez y se dio un largo y relajante baño. Tras un desayuno ligero encendió su PC. Aunque no podía pasar mucho tiempo sentada, tenía el empeño de seguir escribiendo, para no sentirse totalmente inútil. Había empezado a escribir un artículo para el periódico local el día anterior y se sentía orgullosa del dinero que ganaba, por poco que fuera. Además, creía que a Jack le gustaba presentarla como su esposa, la escritora, como si estuviera a punto de ganar el premio Pulitzer.

Movió la cabeza. Nadie iba a pagarle por pensar en su marido, así que se concentró en el artículo.

El día pasó volando y a las seis y media Valetta se preparó para ir al pueblo. Longacre era uno de los muchos pueblecitos situados en una estrecha cresta de las montañas Adirondack. Ellos vivían en una carretera de tierra, a las afueras. Se puso un chaquetón de piel vuelta y recogió sus cosas. Aparcada ante la casa estaba la reluciente furgoneta que su marido había insistido en regalarle. Valetta había protestado porque no podían permitírsela, pero Jack quería que condujese un vehículo seguro. Él, en cambio, que recorría las montañas haciendo visitas, seguía conduciendo su viejo Ford. Jack no quería preocuparse por la seguridad de su esposa y su futuro hijo, y Valetta había tenido que capitular.

Llegó al restaurante Crater al mismo tiempo que sus amigos. Entraron juntos, riendo y haciendo apuestas sobre cuánto se retrasaría el doctor Jack.

Valetta les dijo que le había prometido llegar pronto, pero sus amigos le comunicaron que había habido un accidente en la carretera 10; tres coches y heridos muy graves, según la radio. Habrían llamado a Jack, el doctor más cercano, sin duda. Patty sugirió que se sentaran y pidieran la cena, por si acaso.

El restaurante de Jerome Crater era una combinación de restaurante, ayuntamiento y foro para cualquiera que tuviese algo que decir. Valetta iba allí a tomar café y a cenar con frecuencia. Jerome Crater la llamaba pelirroja delgaducha y la trataba como a la hija que no había tenido. Valetta era sobrina de Phyla Imre, que había pasado en Longacre los noventa años que duró su vida, y el pueblo la había acogido como a una más, aunque había llegado pocos años antes. Que decidiera quedarse tras la muerte de Phyla también había actuado en su favor.

¡Y se había casado con Jack Faraday, el hijo predilecto del pueblo! Esa había sido la guinda del pastel. Habían invitado a todos a la boda y Jerome había hecho la tarta: una enorme torre con cobertura de limón y vainilla de la que la gente aún hablaba. Por eso Valetta se permitió pedirle a Jerome que reservara un bol de sopa caliente de maíz y pescado para cuando llegara el doctor.

–¿Sientes al bebé? –preguntó Jerome cuando llegó con la sopa tapada, para que no se enfriara.

Valetta sonrió con paciencia. Desde la muerte de Phyla, el verano anterior, Jerome la trataba como una gallina clueca a sus polluelos, y el embarazo había duplicado su preocupación.

–Todo va bien, Jerome.

–Solo preguntaba. Se me ha ocurrido un nombre que podría gustarte. Suena como una canción: ¡Mellie! –anunció Jerome con orgullo.

–Mellie –Patty Carmichael paladeó el nombre–. Mellie. Umm, me gusta, Val. Suena bien. Pero es bastante raro. ¿De dónde lo has sacado, Jerome?

Valetta escuchó a Jerome, Chuck y Patty comentar la sugerencia, mientras untaba mantequilla en una rebanada de delicioso pan. Últimamente, o tenía náuseas o se moría de hambre, pero Jack le había dicho que no se preocupase por las calorías y se había tomado su consejo al pie de la letra. Estaba untando la segunda rebanada cuando la puerta se abrió y entró un hombre con un sombrero negro cubierto de nieve.

–Eh, Faraday –llamó con alivio–. Estamos aquí.

El hombre se sacudió la nieve de encima sin saludarla. Al ver las manos que retorcían el sombrero comprendió que no era Jack.

Era Ned Pickens, con los ojos inyectados en sangre. Valetta dejó la cuchara en la mesa, bajó los párpados para ocultar sus ojos grises y apretó las manos. Los pasos de Ned resonaron en el suelo cuando se acercó a la mesa. Se negó a mirarlo a los ojos, no quería escuchar la horrible noticia. Un accidente… el hielo… el coche de Jack.

«No», pensó, deseando huir a un lugar donde no existieran los terribles sollozos de Ned, ni el infinito dolor, ni el silencio trágico de los comensales.

«Oh, Jack. No tenía que acabar así. Teníamos una historia que contar, un bebé que educar, una vejez que compartir».

«Oh, Jack», pensó, mientras el peso de su triste futuro la aplastaba y le daba vueltas la cabeza.

«¡Oh, Jack, te amaba tanto!».