Rogelio Guedea

selección y prólogo



El canto de la salamandra
Antología de la literatura brevísima mexicana







© Genaro Estrada, Mariano Silva y Aceves, Carlos Díaz Dufoo hijo, Alfonso Reyes, Julio Torri, Max Aub, Nelly Campobello, Francisco Tario, Juan José Arreola, Augusto Monterroso, Otto-Raúl González, Salvador Elizondo, René Avilés Fabila, Felipe Garrido, Guillermo Samperio, Mónica Lavín, Óscar de la Borbolla, Marcial Fernández, Jaime Muñoz Vargas, Cecilia Eudave, Alberto Chimal, Rogelio Guedea, Édgar Omar Avilés, Víctor Hugo Araiza.



© Rogelio Guedea, selección y prólogo.


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Se editó para publicación digital en octubre de 2017



ISBN 978-607-9046-81-1



Editado en México

Prólogo en diez fragmentos



Rogelio Guedea





I

Los críticos y teóricos de la literatura brevísima no se ponen de acuerdo sobre la exactitud del término: ¿llamarla minificción, microrrelato, microficción, microcuento, etcétera? Cada término tendría que aplicarse a casos particulares, no de autores o conjunto de obras, sino de textos concretos, porque incluso un mismo microtexto puede ofrecer elementos de disímil procedencia que lo insertaría, de forma natural, en una u otra categoría. O en todas. Para esta antología he utilizado en el título la acepción «literatura brevísima» para englobarlos a todos y no participar, así, de ninguna tendencia, pues no se pretende confundir a críticos o teóricos ni mucho menos irritarlos. Se quiere, eso sí, que los textos cumplan con su objetivo esencial: dar goce a sus lectores.





II

La discusión sobre el origen de la literatura brevísima es necesaria, siempre y cuando no se llegue a posturas maniqueas. En México podría remontarse a algunos pasajes enclavados en las obras de los cronistas españoles, principalmente Sahagún y Díaz del Castillo. De esos pasajes, que habría que subrayar con tinta indeleble para identificarlos de todo el tapiz textual al que pertenecen, se derivan formas escriturales que empezarán a configurar lo que hoy clasificamos como literatura brevísima, la cual no va más allá de página y media. Sin embargo, habría que citar a Gabriel Zaid, quien, en su ensayo «Citas y aforismos», escribe:



Los textos fragmentarios no son modernos. Aparecieron en la prehistoria, aunque es común ignorarlo, porque la atención está centrada en los clásicos como origen —los grandes textos leídos a través de los siglos—, no en el origen de los clásicos —las brevedades memorables, anónimas, orales, que todavía siguen creándose—. La ignorancia de esta realidad —prehistórica y actual— invierte la perspectiva y distorsiona los hechos. Parece que los microtextos son fragmentos desprendidos de los grandes textos, no obras por sí mismas.



Como si para encontrar los rasgos de nuestra modernidad tuviéramos que bucear en nuestra prehistoria. O como si el ayer fuera también hoy y viceversa. Ya hablaré un poco más delante de esto cuando me refiera a lo marginal y lo central.



III

Los crítico-teóricos mexicanos que han estudiado con más profusión la narrativa brevísima son Lauro Zavala y Javier Perucho. Con ellos debatí —sin que, en realidad, se dieran cuenta— sobre los autores mexicanos que debían formar parte imprescindible de toda antología sobre el género; como siempre, las listas tuvieron puntos de coincidencia y de divergencia. Intenté recuperar sus propias coincidencias, aunque yo no participara de ellas, y luego las mías, con uno y con otro. De los autores más jóvenes —del sesenta a la fecha— soy el único responsable. Aunque parezca que Zavala y Perucho no tienen puntos de convergencia en cuanto a sus formulaciones teóricas —a Zavala se le acusa de ser más heterodoxo y locuaz, por ejemplo—, ambos coinciden en cuanto a la definición y delimitación de lo que es la literatura brevísima. Creo, eso sí, y espero con esto no conculcar enemistades, que Zavala se aproxima más al ser mismo de los microtextos mexicanos —de ahí que utilice una teoría híbrida, aglutinante, heterogénea—. Esto es: ataca el objeto de estudio con sus mismas armas; por esto mismo, Zavala prefiere llamarle minificción, ya que se trata de un animal elástico y anfibio que cambia de hábitat a la menor provocación. No olvidemos, además, que una de las acepciones de la ficción es la de invención. En el caso de Perucho, y quizá por esto pueda simpatizar más con los crítico-teóricos españoles, es más «convencional», a la manera de otro gran estudioso del género: David Lagmanovich, quien en El microrrelato. Teoría e historia limpió un poco el desorden histórico ligado a la evolución de la literatura brevísima en Hispanoamérica, tal como, para el caso mexicano, lo hizo Perucho en su minucioso Dinosaurios de papel: el cuento brevísimo en México. El que quiera conocer más la naturaleza intrínseca de lo que es la literatura brevísima en México no podrá pasar indiferente a los estudios de Lauro Zavala; uno de sus imprescindibles: La minificción bajo el microscopio. Perucho y Zavala coinciden, eso sí, en sus características generales: textos anfibios —como las salamandras—, que pueden verse contaminados por otras especies —aforismo, viñeta, poema en prosa, cuento— y breves —de no más de 200 palabras—, que apelan tanto a la pulsión epifánica, a los contrapuntos inter y metatextuales, así como también al recuerdo, la ironía o la metáfora.





IV

Como lo atisbé antes, la literatura brevísima mexicana se movió de la periferia al centro. Trayectoria que, curiosamente, ha definido incluso un fragmento de nuestra posmodernidad. Hubo casos excepcionales: Carlos Díaz Dufoo, hijo, cuyos Epigramas fueron publicados en París en 1927. Epigramas fue su único libro, confluencia de todos los hoy nanogéneros. Hasta donde se sabe, esta rareza literaria estuvo al cuidado de Alfonso Reyes, quien —desde mi punto de vista— fue la presencia solar bajo la cual crecieron, evolucionaron y se consolidaron las prosodias de la época. Reyes fue síntesis del siglo XIX y preanuncio del XX, tamizado en la obra de un, digamos, Octavio Paz, de quien podría decirse lo mismo para el siglo XX y XXI. Si bien, por la fecha de aparición de su libro Ensayos y poemas (1917), Julio Torri es considerado, al menos para México, el fundador de la literatura brevísima, sospecho que la influencia en la práctica del microtexto le pertenece a Alfonso Reyes, quien había publicado —y tal vez conversando: recordemos la estrecha relación que tenía con Torri, más que con ningún otro ateneísta— microtextos en publicaciones periódicas, que después integraba en libros. Bien valdría, en un futuro no remoto, desvelar los entretelones de esta génesis.





V

Es Lauro Zavala quien ha hablado de los autores canónicos del género, e incluso, propuso el paradigma ATM (Arreola, Torri, Monterroso) para delimitar a los grandes referentes. En esto (casi) coincido con Zavala y Perucho, pero yo propongo un nuevo paradigma. El mío es REST —del inglés, sin malinchismos, descanso, soporte— y en el cual estarían cuatro autores: (R)eyes, (E)strada, (S)ilva y (T)orri. Estos autores son los cuatro cimientos del edificio sobre el que descansa la tradición de lo ultrabreve en México. Después se colocarían cuatro vigas (Campobello y Tario, Arreola y Monterroso) reforzando las cuatro columnas de las esquinas, conformadas por Salvador Elizondo, Felipe Garrido, Guillermo Samperio y René Avilés Fabila. Sobre esta estructura se colocarían —independientemente de su fecha de nacimiento— el resto de los escritores: algunos reforzando los cimientos (como Aub), otros las vigas (como González) y otros las columnas (como De la Borbolla). La literatura brevísima mexicana es, pues, una casa —o un cuerpo— y deja de serlo apenas movemos alguno de sus componentes. Los nuevos escritores (Fernández, Eudave, Muñoz Vargas, Chimal, Avilés) se van integrando, así, a la estructura que más se identifique con la consistencia de su obra, y pueden llegar a ser cimientos, vigas, columnas: o nada.





VI

En México las variantes de lo ultracorto son difícilmente apreciables, como florecieron en una época —finales del siglo XIX y principios del XX— en que la cultura grecolatina estigmatizaba los libros de los miembros del Ateneo de la Juventud (Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, Julio Torri, Mariano Silva y Aceves, José Vasconcelos, etcétera), poesía, pensamiento y narración estuvieron ligados estrechamente. Se leía a Homero o Sófocles como a Heráclito, Aristóteles y Platón, pero también a Marcial, Propercio y Esopo —y aquí hagamos un guiño con Monterroso y Arreola—. No sólo eso, también entraron en México, como una tromba, las vanguardias literarias que, mezcladas con la cultura clásica y toda la vertiente nacionalista del siglo XIX, dieron una amalgama de expresiones y voces literarias muy genuinas. Esta fusión de diversas dicciones —poesía que contaba, narración que cantaba, etcétera— creó una impronta también en las manifestaciones literarias del grupo ateneísta, mandamás de la cultura mexicana de aquel tiempo; algunas veces fue periferia (como en el caso del prolijo Alfonso Reyes) y otras, centro, como en Julio Torri. Actualmente, la «visibilidad» de Torri es más notable que la de Reyes, porque lo que antes era marginal (sombras de obras) se convirtió en central. Un lector contemporáneo entrará sin menos estupor —y tal vez con más entusiasmo— en los dos o tres libros de Torri que en los más de veinte volúmenes que conforman la obra de Reyes; quizá Zavala, al darse cuenta de esto —deliberada o inconscientemente—, no tuvo más remedio que darle flexibilidad a las herramientas de análisis con las que pensaba penetrar la literatura brevísima debido a la invención tan diversa (viñeta, aforismo, minicuento, minificción, estampa) que la transfiguraba. Quien pretenda encorsetar la producción microtextual mexicana con un solo término u otro —a menos que lo haga con meros fines metodológicos y siempre que lo enfoque en casos específicos— no estará sino reduciendo a escombros toda la casa.





VII

El cáncer que puede acabar con la evolución y desarrollo de la literatura brevísima en México es la confusión entre ironía y chiste.





VIII

Para esta antología elegí microtextos que, por sí mismos, defienden una postura estética, no importa que se exilien de los cánones establecidos. He intentado, sí, desplegar una línea genérica: la que los relaciona con la definición de la minificción, que es la más incluyente de todas. Procuré, en pocas palabras, que en los microtextos elegidos apareciera movimiento, personaje o personajes, tiempo y lugar. No todos, como se verá, cumplen con estas características, ni siquiera en un mismo autor. En algunos la constante será fantástica (Tario), en otros hiperrealista (Campobello), en otros cotidiana y anecdótica (Reyes), en otros poética (Torri), en otros filosófica (De la Borbolla), en otros irónica (Samperio), en otros clásica (Monterroso) y, en algunos, todas juntas. Aunque cada microtexto es independiente —como las ventanas, la puerta, los cimientos— para poder ser una casa tiene que verse en conjunto y en relación con el resto de sus microtextos, quienes —lo queramos o no— pertenecen a la misma familia y conservan rasgos de su origen genético. Esto lo sabemos todos aquellos que escribimos ultrabreves, es cierto, pero nos incomoda aceptarlo.





IX

Una precisión necesaria: la inclusión de los propios antologadores en las antologías ha generado siempre suspicacias. ¿Cómo ser juez y parte?, es la pregunta que, no sin razón, se alza en estos menesteres. Es cierto, la historia registra muchas tribulaciones así. En mi caso soy más un escritor de literatura brevísima que un teórico o crítico de los mismos. He publicado siete libros de narrativa ultrabreve, todos bajo criterios temáticos y recursos estilísticos precisos y con la intención de formar un universo estético totalmente autónomo e independiente del resto de mi producción literaria, que incluye novela, poesía y ensayo. No debatiré aquí el acierto de mis aportaciones en términos estéticos, pero sí la conciencia y constancia que he tenido en la práctica del género. Por estas razones —que no son suficientes, lo sé— incluí una muestra mía. De cualquier modo, no hay nada de qué preocuparse: como el tiempo es el único y último juez, él se encargará de dejarme o de excluirme.





X

No están todos los autores de literatura brevísima que son, pero sí los que, a mi juicio, son los más significativos. Cada uno ha hecho aportaciones genuinas al género —en términos temáticos, estilísticos, tonales, rítmicos, genéricos— y todos, en su conjunto, dan una visión de unidad de lo que son las variantes y propuestas de lo ultrabreve en esta geografía. Sin ellos el paisaje quedaría incompleto. Elegí diez textos por cada autor independientemente de su extensión, considerando que ésta no repercute en la voluntad final del texto, pues éstos —por breves, brevísimos o brevisísimos que sean— ofrecen una visión completa del mundo. Para evitar herir susceptibilidades, los autores fueron organizados de forma cronológica, aun cuando algunos hayan publicado sus microtextos —en publicaciones periódicas, libros o revistas— antes o después que otros.



Nueva Zelanda, 2011/México, 2012





El canto de la salamandra