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Este libro (y esta colección)

Dedicatoria

Epígrafe

Introducción. El material del que está hecho el pensamiento

1. La conciencia entra al laboratorio

2. Desentrañar las profundidades del inconsciente

3. ¿Para qué sirve la conciencia?

4. Las marcas de un pensamiento consciente

5. Una teorización de la conciencia

6. La prueba definitiva

7. El futuro de la conciencia

Agradecimientos

Bibliografía

Créditos de las figuras

colección

ciencia que ladra

serie mayor

Dirigida por Diego Golombek

Stanislas Dehaene

LA CONCIENCIA EN EL CEREBRO

Descifrando el enigma de cómo el cerebro elabora nuestros pensamientos

Traducción

María Josefina D’Alesio

Supervisión técnica

Julia Teitelbaum y Yamilla Sevilla

Edición al cuidado de

Luciano Padilla López

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Dehaene, Stanislas

© 2014, Stanislas Dehaene

© 2015, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

Este libro (y esta colección)

Siempre he estado […] interesado en qué entiende la gente por la palabra “Yo”. […] No decimos “soy un cuerpo”, sino “tengo un cuerpo”. De alguna manera, parecemos no identificarnos con todo lo que es “nosotros”. […] La mayoría siente que son algo entre las orejas y detrás de los ojos, dentro de la cabeza. […] Eso no es lo que eres. […] Da la impresión de que eres un chofer dentro de tu cuerpo, como si tu cuerpo fuera un automóvil y tú el conductor que está adentro.

Alan Watts…

Ella usó mi cabeza como un revólver

e incendió mi conciencia con sus demonios.

Gustavo Cerati

La noticia era implacable, una puñalada en el pensamiento: “Gracias a un implante, un hombre recupera la conciencia”.[1] Se refería a un artículo publicado en 2007 en la revista Nature, que narraba cómo un paciente de 38 años, durante años en estado de mínima conciencia por una lesión cerebral, recuperaba la capacidad de hablar, de comer, de comunicarse, de estar despierto… y todo gracias a unos alambres que estimulaban el lado profundo del cerebro. Los médicos comentaban, maravillados, “ha vuelto a ser una persona”.

Parece sencillo, entonces: a) la conciencia es lo que nos hace ser personas, y b) la conciencia se puede reemplazar, o al menos estimular, con un implante cerebral. Pero… las apariencias engañan.

Es cierto que en las últimas décadas algunos aspectos de la investigación en el cerebro se han vuelto, si no sencillos, al menos abordables: entender cómo funciona una neurona, cómo charla con sus vecinas, cómo se transmite la información a través de un nervio, incluso cómo de pronto una célula que no sabe quién es se convierte en una neurona, y no en un hepatocito o un espermatozoide.

Pero lo que es seguro es que en esa bolsa de preguntas no entran otras como qué quiere decir sentir que tenemos un cuerpo, o que estamos vivos, o que si nos pinchamos nos duele, o qué quiere decir el “rojismo” de un color rojo. Son, claramente, cuestiones más complicadas, y en un alarde de originalidad algunos científicos se regodean en llamarlas “el problema difícil”: cómo un puñado (un puñadote, a decir verdad) de neuronas de pronto generan la conciencia. Llevamos poco más de un kilo de seso sobre los hombros: nosotros, lo que nos hace diferentes unos de otros, y a los humanos distintos de los robots, los zombis o los murciélagos.

De nuevo: es fácil la ilusión de que nos llegan estímulos por todos lados y zas, de pronto vemos un partido de fútbol o bailamos con los Rolling Stones. Pero momentito: ¿cómo es que esos estímulos de repente se convierten en conscientes, o sea, en sentir que algo está pasando?

Entre otras razones, el problema es difícil por una cuestión de definición: qué es exactamente eso que llamamos conciencia (peor aún si comparamos los vocablos en distintos idiomas; para lo que en castellano llamamos “conciencia”, hay al menos tres o cuatro palabras diferentes en inglés). Y lo cierto es que, diccionarios más o diccionarios menos, los científicos que la persiguen (biólogos, físicos, informáticos, filósofos) no siempre hablan el mismo lenguaje –aunque todos se ufanan y aseguran haber encontrado la solución al problema de la conciencia–.

Pero los científicos naturales viven de los experimentos, de interrogar a la naturaleza con cables, electrodos, tubos de ensayo, controles y análisis estadísticos. Quizás esta sea una de las mayores complicaciones en el problema de la conciencia: poder abordarla experimentalmente, sin charlas de café o discusiones interminables sobre la diferencia entre la mente y el cerebro. Sí: ¿cómo preguntarle a un sistema nervioso qué significa sentir, doler, imaginar? Tal vez el camino comenzó a transitarse cuando a alguien –a álguienes– se le ocurrió que ya que no se podía estudiar fácilmente la conciencia, sí se podría echar un vistazo a su falta o, en todo caso, a sus bordes. ¿Cómo cambia la actividad cerebral cuando estamos en la frontera del sueño, o cuando los pacientes entran en estado de mínima conciencia o, más allá, en estado vegetativo? ¿Y cómo pueden generarse en el laboratorio situaciones en las que un estimulo sea percibido sin entrar en la esfera consciente?[2]

Uno de esos álguienes, sin duda, es Stanislas Dehaene, una de las figuras más importantes en la neurociencia cognitiva contemporánea. Stan aprovechó todas las herramientas a su alcance: el análisis de imágenes cerebrales o de la actividad eléctrica de las neuronas, los tests psicológicos y la estimulación controlada del cerebro para hacer, por una vez, experimentos sobre la conciencia. No sólo eso: nos lo cuenta en este libro, con una claridad y autoridad que disfrutamos a cada párrafo, con la boca abierta de quien se maravilla por entender de qué se trata. Comenzaremos por ponernos de acuerdo a la hora de definir de qué hablamos cuando hablamos de conciencia, para luego ir a buscarla en el laboratorio, munidos de la tecnología adecuada. Pasearemos por sus bordes, y hasta por la inconciencia y, como buenos detectives, buscaremos las marcas y las sombras que deja a su paso por el cerebro. Así, el problema no deja de ser difícil, pero sí deja de ser mágico, espiritual o dualista, para convertirse en una de las joyas de las ciencias naturales.

Hay quienes dicen que la conciencia representa la última frontera del conocimiento: entendernos a nosotros mismos. Si de fronteras se trata, Dehaene es la mejor aduana que podamos pedir, guiándonos con paso seguro a entendernos a nosotros mismos.

La Serie Mayor de Ciencia que ladra es, al igual que la Serie Clásica, una colección de divulgación científica escrita por científicos que creen que ya es hora de asomar la cabeza por fuera del laboratorio y contar las maravillas, grandezas y miserias de la profesión. Porque de eso se trata: de contar, de compartir un saber que, si sigue encerrado, puede volverse inútil. Esta nueva serie nos permite ofrecer textos más extensos y, en muchos casos, compartir la obra de autores extranjeros contemporáneos.

Ciencia que ladra... no muerde, sólo da señales de que cabalga. Y si es Serie Mayor, ladra más fuerte.

Diego Golombek

1 Diario La Nación (Argentina), 2 de agosto de 2007.

2 Uno de los casos más interesantes es el de aquellos pacientes con “visión ciega” (blindsight), legalmente ciegos, pero capaces de “adivinar” dónde está un punto en una pantalla.

A mis padres.

Y a Ann y Dan,

mis padres estadounidenses.

La conciencia es lo único real en el mundo y el mayor de todos los misterios.

Vladimir Nabokov, Barra siniestra (1947)

El cerebro – es más amplio que el cielo –

colócalos juntos –

contendrá uno al otro

holgadamente – y tú – también.

Emily Dickinson (ca. 1862)

Descartes concluía con una lírica apelación al materialismo, lo que era bastante inesperado para la pluma del fundador del dualismo sustancial:

De manera que, para explicar estas funciones, no podemos concebir en ella ninguna alma vegetativa ni sensitiva, ni principio alguno de movimiento o vida que no sea su sangre y sus espíritus, agitados por el calor del fuego, que arde sin cesar en su corazón y cuya naturaleza no se distingue de todos los fuegos que están en los cuerpos inanimados.

¿Por qué afirma entonces Descartes que existe un alma inmaterial? Porque ya notó que su modelo mecánico no conseguía formular una solución materialista para las habilidades de nivel más alto de la mente humana.[4] Dos importantes funciones mentales parecían estar siempre más allá de la capacidad de su máquina corpórea. La primera era la facultad de valerse del habla para referir los pensamientos. Descartes no concebía de qué modo una máquina podría alguna vez “usar palabras ni otros signos disponiéndolos tal como nosotros lo hacemos para declarar a los demás nuestros pensamientos”. Los gritos involuntarios no planteaban un problema, ya que una máquina siempre podía configurarse para emitir sonidos específicos en respuesta a un estímulo específico; pero ¿cómo podría una máquina responder a una pregunta, “como pueden realizar incluso los hombres menos capacitados”?

El razonamiento flexible era la segunda función mental problemática. Una máquina es un aparato fijo, que sólo puede actuar de forma rígida, “en virtud de la disposición de sus órganos”. ¿Cómo podría ser que generara una variedad infinita de pensamientos? “Debe ser moralmente imposible”, concluía nuestro filósofo, “que exista una máquina con una variedad de órganos dispuestos en forma tal que le permitiese actuar en todas las coyunturas de la vida, tal como nuestra razón nos hace actuar”.

Los de­safíos que Descartes planteaba al materialismo todavía siguen en pie. ¿Cómo podría una máquina como el cerebro expresarse verbalmente, con todas las sutilezas de la lengua humana, y reflexionar sobre sus propios estados mentales? ¿Cómo tomaría decisiones racionales de modo flexible? Cualquier ciencia de la conciencia debe ocuparse de estos puntos clave.

El último problema

Como humanos, podemos identificar galaxias que están a años luz de distancia, estudiar partículas más pequeñas que un átomo, pero todavía no hemos de­sentrañado el misterio de ese kilo y medio de materia situada entre nuestras orejas.

Barack Obama al anunciar la iniciativa BRAIN (2 de abril de 2013)

Gracias a Euclides, Carl Friedrich Gauss y Albert Einstein, tenemos una razonable comprensión de los principios matemáticos que rigen el mundo físico. Parados como estamos sobre los hombros de gigantes como Isaac Newton y Edwin Hubble, comprendemos que nuestra Tierra sólo es una partícula de polvo en una entre mil millones de galaxias, que se originó de una explosión primigenia, el Big Bang. Y Charles Darwin, Louis Pasteur, James Watson y Francis Crick nos demostraron que la vida está hecha de miles de millones de reacciones químicas evolucionadas: física lisa y llana.

Sólo la historia del surgimiento de la conciencia parece permanecer en una oscuridad medieval. ¿Cómo pienso? ¿Qué es este “yo” que parece el hacedor de ese pensamiento? ¿Yo sería distinto si hubiera nacido en una época diferente, en otro lugar, o en otro cuerpo? ¿Adónde voy cuando me duermo, cuando sueño, cuando muero? ¿Todo eso se origina en mi cerebro? ¿O soy, en parte, un espíritu, hecho de una sustancia distinta, la del pensamiento?

Estas acuciantes preguntas dejaron perplejas a muchas mentes brillantes. Cuando en 1580, el humanista francés Michel de Montaigne escribía uno de sus famosos ensayos, se lamentaba de no poder encontrar una coherencia en lo que los pensadores del pasado habían escrito sobre la naturaleza del alma. Todos estaban en de­sacuerdo tanto sobre su naturaleza como sobre su sede en el cuerpo:

Hipócrates y Herófilo la ubican en el ventrícu­lo del cerebro; Demócrito y Aristóteles la difunden por el cuerpo entero, Epicuro la sitúa en el estómago, los estoicos, en el corazón y a su alrededor, Empédocles, en la sangre; Galeno pensaba que cada parte del cuerpo debía tener su propia alma; Estratón la disponía entre las dos cejas.[5]

Durante los siglos XIX y XX, el tema de la conciencia estaba fuera de las fronteras de la ciencia normal. Era un ámbito impreciso, mal definido, cuya subjetividad lo dejaba siempre lejos del alcance de la experimentación objetiva. Por muchos años, ningún investigador serio tocaría el problema: especular acerca de la conciencia era un pasatiempo tolerable para el científico que envejecía. En su manual Introducción a la psicología (1962), George Miller, el padre fundador de la ciencia cognitiva, proponía una prohibición oficial:

La conciencia es una palabra desgastada por un millón de lenguas. […] Tal vez deberíamos prohibirla por una década o dos, hasta que podamos de­sarrollar términos más precisos para las distintas acepciones que actualmente la palabra “conciencia” torna opacas.

Y así fue. En mi época de estudiante, a finales de la década de 1980, me sorprendió descubrir que durante las reuniones de laboratorio no teníamos permitido usar “la dichosa palabra que empieza con ‘c’”. Todos estudiábamos la conciencia de una manera u otra, por supuesto, cuando les pedíamos a los sujetos que categorizaran lo que habían visto o que formaran imágenes mentales en la oscuridad; pero esa palabra, en sí, seguía siendo tabú: ninguna publicación científica seria la usaba. Incluso cuando los investigadores proyectaban breves imágenes en el umbral de la percepción consciente de los participantes, no les importaba reportar si estos veían los estímulos o no. Con algunas importantes excepciones (por ejemplo, Posner y Snyder, 2004 [1975], Shallice, 1972, 1979, Marcel, 1983, Libet, Alberts, Wright y Feinstein, 1967, Bisiach, Luzzatti y Perani, 1979, Weiskrantz, 1986, Frith, 1979, Weiskrantz, 1997), la sensación general era que usar la palabra “conciencia” no le agregaba ningún valor a la ciencia psicológica. En la emergente ciencia positiva de la cognición, las operaciones mentales iban a ser descriptas sólo en términos del procesamiento de la información y de su implementación molecular y neuronal. La conciencia estaba mal definida, era innecesaria y estaba démodée.

Y luego, a finales de esa misma década de 1980, todo cambió. Hoy en día, el problema de la conciencia está a la vanguardia de la investigación neurocientífica. Es un campo fascinante, con sus propias sociedades científicas y revistas. Y está comenzando a abordar los principales de­safíos e interrogantes de Descartes, incluso el de cómo el cerebro genera una perspectiva subjetiva que podemos usar con flexibilidad y comunicar a otros. Este libro cuenta la historia de cómo cambiaron las cosas.

Cómo descifrar los códigos de la conciencia

En los últimos veinte años, los campos de la ciencia cognitiva, la neurofisiología y las imágenes cerebrales tramaron un sólido embate empírico sobre la conciencia. Como resultado, el problema perdió su estatus especulativo y se convirtió en una tarea de ingenio experimental.

En este libro reseñaré con gran detalle la estrategia que convirtió un misterio filosófico en un fenómeno de laboratorio. Tres ingredientes fundamentales posibilitaron esta transformación: la articulación de una mejor definición de la conciencia, el descubrimiento de que la conciencia se puede manipular de manera experimental y un nuevo respeto por los fenómenos subjetivos.

La palabra “conciencia”, como la usamos en el habla de todos los días, está cargada de significados imprecisos, que abarcan un amplio rango de fenómenos complejos. Por lo tanto, nuestra primera tarea será poner orden en este confuso estado de la cuestión. Tendremos que acotar nuestro objeto de estudio a un punto definido que pueda ser sometido a experimentos precisos. Como veremos, la ciencia contemporánea de la conciencia distingue como mínimo tres conceptos: la vigilancia –el estado de vigilia, que varía cuando nos quedamos dormidos o nos despertamos–; la atención –la focalización de nuestros recursos mentales sobre cierta información específica–, y el acceso consciente –el hecho de que, con el tiempo, cierta información a la que se le presta atención ingrese en nuestra percepción consciente y se vuelva comunicable a los demás–.

Según expondré, lo que cuenta como conciencia genuina es el acceso consciente, el simple hecho de que normalmente, siempre que estamos despiertos, cualquier cosa en la que decidamos poner nuestra atención se volverá consciente. Ni la vigilancia ni la atención por sí solas son suficientes. Cuando estamos del todo despiertos y atentos, a veces podemos ver un objeto y describir nuestra percepción a otros, pero a veces no podemos: quizás el objeto era demasiado borroso, o se mostró por un tiempo demasiado breve para ser visible. En el primer caso, se dice que gozamos de acceso consciente, lo que no sucede en el otro caso (aún así, como veremos, nuestro cerebro puede estar procesando de modo inconsciente la información).

En la nueva ciencia de la conciencia, el acceso consciente es un fenómeno bien definido, distinto de la vigilancia y la atención. Más aún, puede estudiarse con facilidad en el laboratorio. Ahora conocemos docenas de formas en las que un estímulo puede cruzar el límite entre lo no percibido y lo percibido, entre lo invisible y lo visible, lo que nos permite indagar qué cambio provoca este cruce en nuestro cerebro.

El acceso consciente también es la puerta de entrada a formas más complejas de la experiencia consciente. En la lengua cotidiana, solemos aunar nuestra conciencia con nuestro sentido del yo: cómo nuestro cerebro crea un punto de vista, un “yo” que mira todo a su alrededor desde una perspectiva específica. La conciencia también puede ser recursiva: nuestro “yo” puede contemplarse a sí mismo, comentar sobre su propio de­sempeño, e incluso saber cuándo no sabe algo. La buena noticia es que incluso estos significados de nivel más alto de la conciencia ya no son inaccesibles para la experimentación. En nuestros laboratorios, aprendimos a cuantificar lo que el “yo” siente e informa, tanto del entorno externo como de sí mismo. Incluso podemos manipular el sentido del yo, para que la gente pueda tener la experiencia de “estar fuera de su cuerpo” mientras está dentro de un resonador magnético.

Algunos filósofos todavía piensan que ninguna de las ideas expuestas más arriba será suficiente para resolver el problema. Creen que el meollo de la cuestión reside en otro sentido de la conciencia, que llaman “conciencia fenoménica”: el sentimiento intuitivo, presente en todos nosotros, de que nuestras experiencias internas poseen cualidades exclusivas, qualia únicos como la refinada agudeza del dolor de dientes o el inimitable verdor de una hoja fresca. Y aducen que estas cualidades internas nunca pueden reducirse a una descripción neuronal científica; por naturaleza propia, son personales y subjetivas, y por eso de­safían cualquier comunicación verbal exhaustiva a otros. Pero no estoy de acuerdo, y voy a argumentar que la noción de una conciencia fenoménica diferenciada del acceso consciente es muy engañosa y nos lleva por una resbaladiza pendiente hacia el dualismo. Deberíamos tomar como punto de partida lo más sencillo y estudiar en primer lugar el acceso consciente. Una vez que dejemos en claro cómo cualquier información sensorial puede acceder a nuestra mente y hacerse comunicable, de­saparecerá ese problema que no logramos zanjar, el de nuestras experiencias inefables.

Ver o no ver

El acceso consciente es engañosamente trivial: posamos nuestros ojos sobre un objeto y –de inmediato, según parece– podemos percibir su forma, color e identidad. Sin embargo, hay una compleja avalancha de actividad cerebral subyacente a nuestra conciencia perceptual: están involucrados miles de millones de neuronas visuales y puede demorar casi medio segundo completar esa actividad antes de que la conciencia entre en acción. ¿Cómo podemos analizar esta larga cadena de procesamiento? ¿Cómo podemos darnos cuenta de qué parte corresponde a meras operaciones inconscientes y automáticas y cuál desemboca en nuestra sensación consciente de estar viendo algo?

Aquí es donde entra en juego el segundo ingrediente de la moderna ciencia de la conciencia: ahora tenemos un ámbito experimental sólido a propósito de los mecanismos de la percepción consciente. En los últimos veinte años, los científicos cognitivos han descubierto una variedad sorprendente de formas de manipular la conciencia. Incluso un cambio minúscu­lo en el diseño de los experimentos puede hacer que veamos o no veamos. Podemos proyectar una palabra por un tiempo tan breve que quienes miran no podrán darse cuenta de que está allí. Podemos crear una escena visual cuidadosamente sobrecargada, en la que un elemento permanezca por completo invisible para un participante porque los otros elementos siempre ganan la contienda interna de la percepción consciente. También podemos distraer la atención de alguien: como cualquier mago sabe, incluso un gesto obvio puede volverse casi invisible si se lleva la mente de quien está mirando a otra línea de pensamiento. E incluso podemos dejar que su cerebro haga magia: cuando se presenta una imagen distinta a cada ojo, el cerebro oscilará de modo espontáneo y dejará ver una imagen y luego la otra, pero nunca las dos a la vez.

La imagen percibida –aquella que resulta vencedora y accede a la conciencia– y la imagen perdedora, que de­saparece en el olvido inconsciente, pueden diferir mínimamente desde el punto de vista del input. Pero dentro del cerebro esta diferencia se debe amplificar, porque en última instancia podemos hablar sobre una pero no sobre la otra. Detectar con exactitud dónde y cuándo ocurre esta amplificación es el objeto de una nueva ciencia de la conciencia.

La estrategia experimental de crear un contraste mínimo entre la percepción consciente y la inconsciente fue la idea clave que abrió de par en par las puertas a un santuario que se suponía inaccesible, el de la conciencia (Baars, 1989). A lo largo de los años, descubrimos muchos contrastes experimentales muy certeros en los cuales una condición llevaba a la percepción consciente mientras que la otra no. El abrumador problema de la conciencia se redujo a la cuestión experimental de descifrar los mecanismos cerebrales que distinguen dos conjuntos de ensayos: una cuestión mucho más manejable.

Transformar la subjetividad en una ciencia

Esta estrategia de investigación era bastante sencilla; sin embargo, dependía de un paso controversial, que por mi parte considero el tercer ingrediente clave para la nueva ciencia de la conciencia: tomar en serio los reportes subjetivos. No era suficiente presentarles a las personas dos tipos de estímulos visuales; como investigadores, debíamos registrar con cuidado lo que pensaban de ellos. La introspección del participante era crucial: definía el problema que buscábamos estudiar. Si el investigador podía ver una imagen pero el sujeto negaba verla, lo que contaba era la última respuesta: la imagen tenía que registrarse como invisible. Así, los psicólogos se vieron forzados a encontrar nuevas formas de monitorear la introspección subjetiva, con tanta precisión como fuera posible.

Este énfasis en lo subjetivo ha sido una revolución para la psicología. A comienzos del siglo XX, los conductistas como John Broadus Watson (1878-1958) habían expulsado de manera enfática la introspección de la ciencia de la psicología.

La psicología como la ve el conductista es una rama experimental puramente objetiva de la ciencia natural. Su meta teórica es la predicción y el control del comportamiento. La introspección no es una parte esencial de sus métodos, y el valor científico de sus datos no depende de la disposición con la que se presten a la interpretación en términos de conciencia (Watson, 1913).

Si bien con el paso del tiempo el conductismo en sí mismo también resultó rechazado, dejó una marca duradera: a lo largo del siglo XX, en el campo de la psicología cualquier recurso a la introspección continuó siendo en gran medida sospechoso. Sin embargo, argumentaré que esta posición dogmática está por completo errada. Mezcla dos cosas distintas: la introspección como método de investigación y la introspección en tanto datos brutos. Como método de investigación, no se puede confiar en ella (Nisbett y Wilson, 1977, Johansson, Hall, Sikstrom y Olsson, 2005). Obviamente, no podemos depender de que inocentes sujetos humanos nos cuenten cómo funciona su mente; si no, nuestra ciencia sería demasiado fácil. Y no deberíamos tomar sus experiencias subjetivas de manera demasiado literal, como cuando dicen haber tenido una experiencia fuera de su cuerpo y haber volado hasta el techo, o haberse encontrado, en un sueño, con su abuela muerta. Pero en cierto sentido se debe confiar incluso en introspecciones tan extrañas como estas: a no ser que el sujeto esté mintiendo, corresponden a eventos mentales genuinos que imploran una explicación.

La perspectiva correcta es pensar en los reportes subjetivos como datos brutos.[6] Una persona que dice haber tenido una experiencia extracorpórea siente en verdad que es arrastrada hasta el techo, y no tendremos ciencia de la conciencia a menos que nos preguntemos con seriedad por qué ocurre este tipo de sentimientos. De hecho, la nueva ciencia de la conciencia hace un uso enorme de fenómenos puramente subjetivos, como las ilusiones ópticas, las imágenes que se perciben de manera incorrecta, los delirios psiquiátricos y otros productos de la imaginación. Sólo estos eventos nos permiten diferenciar la estimulación física objetiva de la percepción subjetiva y, así, buscar correlatos cerebrales de lo último, más que de lo primero. Como científicos de la conciencia, nunca nos sentimos tan bien como cuando descubrimos una nueva forma de visualización que puede contemplarse o no de manera subjetiva, o un sonido que a veces se reporta como perceptible y a veces como imperceptible. Mientras registremos con cuidado, en cada intento, lo que sienten nuestros participantes, estaremos haciendo las cosas bien, porque podremos separar los intentos en conscientes e inconscientes y buscar patrones de actividad cerebral que los separen.

Las marcas de los pensamientos conscientes

Estos tres ingredientes –enfocarse en el acceso consciente, manipular la percepción consciente y registrar con cuidado la introspección– transformaron el estudio de la conciencia y lo convirtieron en una ciencia experimental normal. Podemos investigar hasta qué punto una imagen que la gente dice no haber visto de hecho sí se procesa en el cerebro. Como descubriremos, una asombrosa cantidad de procesamiento se realiza por debajo de la superficie de nuestra mente consciente. La investigación que utiliza imágenes subliminales ha provisto una plataforma sólida para estudiar los mecanismos cerebrales de la experiencia consciente. Los métodos de imágenes cerebrales modernos nos dieron un recurso para investigar hasta qué punto un estímulo inconsciente puede viajar en el cerebro, y con exactitud cuándo se detiene, para definir de esta manera qué patrones de actividad neural se asocian en forma exclusiva con el procesamiento consciente.

Desde hace ya quince años mi equipo de investigación utiliza todas las herramientas que están a su disposición, desde la resonancia magnética funcional (fMRI) hasta el electroencefalograma (EEG) y la magnetoencefalografía (MEG), e incluso la inserción de electrodos intracraneales, en las profundidades del encéfalo, para intentar identificar la base cerebral de la conciencia. Como muchos otros laboratorios del mundo entero, el nuestro está comprometido en una búsqueda experimental sistemática de patrones de actividad cerebral que aparecen si y sólo si la persona estudiada tiene una experiencia consciente: lo que yo llamo “sellos” o “marcas de la conciencia”. Y nuestra búsqueda fue exitosa. En un experimento tras otro, aparecen las mismas marcas: varios marcadores de la actividad cerebral sufren enormes cambios siempre que una persona se hace consciente de una imagen, una palabra, un dígito o un sonido. Estas marcas tienen una llamativa estabilidad y se pueden observar en una gran variedad de estimulaciones visuales, auditivas, táctiles y cognitivas.

Haber logrado el descubrimiento empírico de las marcas reproducibles de la conciencia, presentes en todos los cerebros humanos, sólo es el primer paso. Necesitamos trabajar en la faceta teórica también: ¿cómo se originan estas marcas? ¿Por qué indizan un cerebro consciente? Hoy ningún científico puede jactarse de haber resuelto estos problemas, pero sí tenemos algunas hipótesis fuertes y testeables. Mis colaboradores y yo hemos elaborado una teoría que denominamos “espacio de trabajo neuronal global”. Proponemos que la conciencia es la comunicación global de información en el cerebro: surge de una red neuronal cuya razón de ser es compartir información pertinente de manera global por todo el cerebro.

Con acierto, el filósofo Daniel Dennett llama a esta idea “fama en el cerebro”. Gracias al espacio de trabajo neuronal global, podemos tener en mente –durante tanto tiempo como queramos– cualquier idea que nos impacte con fuerza, y asegurarnos de que se incorpore en nuestros planes futuros, cualesquiera sean. De este modo, la conciencia se adjudica un rol preciso en la economía computacional del cerebro: selecciona, amplifica y propaga los pensamientos relevantes.

¿Qué circuito es responsable de esta función de difusión de la conciencia? Creemos que un conjunto especial de neuronas difunde mensajes conscientes por el cerebro entero: células gigantes cuyos largos axones entrecruzan la corteza interconectándola en un todo integrado. Las simulaciones computarizadas de esta arquitectura han reproducido nuestros descubrimientos experimentales más importantes. Cuando una cantidad suficiente de regiones cerebrales se pone de acuerdo acerca de la importancia de la información sensorial que llega, la sincroniza en un estado de comunicación global de gran escala. Una amplia red se enciende en un estallido de activación de alto nivel, y la naturaleza de este encendido explica nuestras marcas empíricas de la conciencia.

Si bien el procesamiento inconsciente puede ser profundo, el acceso consciente incorpora una capa adicional de funcionalidad. La función de difundir la información de la conciencia nos permite realizar operaciones de un poder único. El espacio de trabajo neuronal global abre un espacio interno para los experimentos del pensamiento, operaciones puramente mentales que tienen la facultad de desconectarse del mundo exterior. Gracias a eso, podemos recordar información importante por un tiempo arbitrariamente largo. Podemos entregarla a cualesquiera otros procesos mentales arbitrarios, y de este modo garantizar a nuestros cerebros el tipo de flexibilidad que Descartes estaba buscando. Una vez que la información es consciente, puede entrar en una larga serie de operaciones arbitrarias: ya no se procesa de una forma refleja, sino que es factible reflexionar sobre ella y darle la trayectoria que se prefiera. Y gracias a una conexión con las áreas del lenguaje, podemos comunicarla a otros.

Para el espacio de trabajo neuronal global también es fundamental su autonomía. Estudios recientes han revelado que en el cerebro hay actividad espontánea intensa. En forma constante es surcado por patrones globales de actividad interna que no se originan en el mundo externo sino dentro de él, en la peculiar capacidad de las neuronas para activarse a sí mismas de manera parcialmente aleatoria. Como resultado, y en sentido bastante opuesto a la metáfora del órgano de Descartes, nuestro espacio de trabajo neuronal global no opera como input-output, a la espera de ser estimulado antes de producir sus outputs. Al contrario, incluso en plena oscuridad, produce incesantemente patrones globales de actividad neuronal, causando lo que William James llamaba “fluir de la conciencia”, un flujo ininterrumpido de pensamientos poco conectados, a los que les dan forma, sobre todo, nuestras metas actuales y que sólo en ocasiones buscan información en los sentidos. René Descartes no podría haber imaginado una máquina de este tipo, en que las intenciones, los pensamientos y los planes aparecen sin cesar para dar forma a nuestro comportamiento. El resultado, argumento, es una máquina “con libre elección”, que resuelve el de­safío de Descartes y comienza a verse como un buen modelo de la conciencia.

El futuro de la conciencia

Lo que comprendemos de la conciencia todavía es rudimentario. ¿Qué nos depara el futuro? Al final de este libro, volveremos a las preguntas filosóficas profundas, pero con mejores respuestas científicas. Allí sostendré que nuestra creciente comprensión de la conciencia nos ayudará a resolver algunos de los interrogantes más trascendentales sobre nosotros y también a enfrentar decisiones sociales difíciles e incluso a de­sarrollar nuevas tecnologías que imiten el poder computacional de la mente humana.

Por supuesto, todavía falta identificar con precisión muchos detalles, pero la ciencia de la conciencia ya es más que una mera hipótesis. Las aplicaciones médicas ahora están a nuestro alcance. En un sinnúmero de hospitales en todo el mundo, miles de pacientes en coma o en estado vegetativo yacen en una aislación terrible, inmóviles, sin habla, con sus cerebros destruidos por un accidente cerebrovascular (ACV), un accidente de auto o una privación momentánea de oxígeno. ¿Alguna vez recuperarán la conciencia? ¿Es posible que algunos de ellos ya estén conscientes pero por completo “encerrados en sí mismos” e imposibilitados de hacérnoslo saber? ¿Podemos ayudarlos si hacemos que nuestros estudios de imágenes cerebrales se conviertan en un monitor en tiempo real de la experiencia consciente?

Mi laboratorio actualmente diseña nuevas evaluaciones poderosas que comienzan a decirnos de modo fiable si una persona está consciente o no. El hecho de que tengamos a disposición marcas objetivas de la conciencia ya está ayudando a los servicios hospitalarios de todo el mundo que atienden pacientes en coma, y pronto mostrará si y cuándo nuestros bebés son conscientes. Si bien las ciencias nunca convertirán un es en un debería, estoy convencido de que tomaremos mejores decisiones éticas una vez que logremos averiguar y determinar objetivamente si los sentimientos subjetivos están presentes en los pacientes o en los niños.

Otra aplicación fascinante de la ciencia de la conciencia involucra las tecnologías informáticas. ¿Alguna vez seremos capaces de imitar los circuitos cerebrales in silico? ¿Nuestro conocimiento actual es suficiente para construir una computadora consciente? Si no, ¿qué sería necesario para que eso ocurriera? A medida que mejore la teoría de la conciencia, debería volverse posible crear arquitecturas artificiales de chips electrónicos que imiten la operación de la conciencia en las neuronas reales y los circuitos. ¿El próximo paso será una máquina consciente de su propio conocimiento? ¿Podemos garantizarle un sentido del yo e incluso la experiencia de la libre elección?

Ahora los invito a comenzar un viaje hacia la novedosa ciencia de la conciencia, una cruzada que le dará un significado más profundo al lema griego “conócete a ti mismo”.

3 Las citas de Descartes son de su Tratado del hombre, escrito hacia 1632 o 1633 y publicado por primera vez en 1662. Se tomó en cuenta la traducción al inglés: Descartes (1985).

4 Sin duda, otro factor era el miedo de Descartes a un conflicto con la Iglesia. Sólo tenía 4 años en 1600, cuando quemaron a Giordano Bruno en la hoguera, y 37 en 1633, cuando Galileo eludió por poco ese mismo destino. Descartes se aseguró de que su obra maestra, El mundo o el tratado de la luz, que originariamente incluía la muy reduccionista sección L’homme (El tratado del hombre), no fuera publicada mientras él viviera; no se publicó hasta 1664, mucho después de su muerte en 1650. Sólo aparecieron alusiones parciales a ella en Discurso del método (1637) y Las pasiones del alma (1649). Y tenía razón al ser precavido: en 1663, la Santa Sede incorporó en forma oficial sus trabajos en el Index Librorum Prohibitorum. De modo que la insistencia de Descartes en la inmaterialidad del alma tal vez fuese en parte una fachada, una medida de protección para salvar su vida.

5 Michel de Montaigne, Ensayos. Se tomó en cuenta la trad. al inglés de Michael Andrew Screech The Complete Essays, Nueva York, Penguin, 1987), 2:12.

6 El filósofo Daniel Dennett (1991) llama “heterofenomenología” a este enfoque.

1. La conciencia entra al laboratorio

¿Cómo fue que el estudio de la conciencia se convirtió en una ciencia? En primer lugar, teníamos que concentrarnos en la definición más simple posible del problema. Dejando para después las molestas cuestiones del libre albedrío y la conciencia del yo, enfocamos el problema más restringido del acceso consciente, por qué algunas de nuestras sensaciones se vuelven percepciones conscientes mientras que otras siguen siendo inconscientes. Más tarde, muchos experimentos simples nos permitieron crear contrastes mínimos entre la percepción consciente y la inconsciente. Hoy en día, podemos hacer que en verdad una imagen se vuelva visible o invisible según nuestro de­seo, con un completo control experimental. Al identificar el umbral bajo el cual una misma imagen sólo se percibe de manera consciente la mitad de las veces, podemos incluso mantener constante el estímulo y dejar que el cerebro sea el encargado de hacer el cambio. Así, se vuelve crucial registrar la introspección de quien ve las imágenes, porque define los contenidos de la conciencia. Por último, obtuvimos un programa de investigación simple: una búsqueda de los mecanismos objetivos que explican los estados subjetivos, los “sellos” o las “marcas” sistemáticas de la actividad cerebral que señalan la transición de la inconciencia a la conciencia.