EPÍLOGO
LA SOMBRA DE SIMÓN PEDRO

Desde el día en que, después de que Jesús subiera al cielo, el Espíritu Santo había descendido sobre ellos en el Cenáculo, su vida había cambiado completamente, mucho más que cuando seguían a Jesús por los caminos de Palestina. Ya no tenían un solo momento para ellos mismos: desde el alba hasta el ocaso estaban como suspendidos entre la misericordia de Cristo y la miseria de los hombres. Pero ahora la misericordia de Cristo no era algo que veían desde fuera, delante de ellos, como cuando miraban y escuchaban al Señor. Ahora la misericordia del Señor estaba en ellos, como un fuego, como un viento potente que les proyectaba hacia la inmensa miseria de la muchedumbre. Pedro pensaba con frecuencia en lo que decía Jesús a menudo mirando a las multitudes que venían a Él: eran como ovejas perdidas, sin pastor; y sus ojos estaban tristes y a la vez ardían. Jesús sufría por toda esa miseria, pero en Él ardía la alegría de poder entregarles su propia persona, el sentido de su vida, es decir, todo.

Pedro y los demás experimentaban ahora ese mismo sentimiento de tristeza mezclada con ardor. Por eso nunca se cansaban de pastorear el rebaño y de empezar de nuevo cada día a anunciar a Jesucristo como única salvación del mundo.

Pedro pensaba también con frecuencia en la imagen que Jesús se había atribuido durante la última cena antes de la pasión: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5). ¡Qué cierto era! Sin Él, nada; con Él, ¡todo! A Simón le parecía que vivía siempre al límite de sí mismo, es más, más allá del límite de sí mismo. Hablaba a la gente, y sin embargo no sabía qué decirles; curaba a los enfermos, y sabía que era imposible para él; corregía, y sin embargo sabía que era él quien tenía que ser corregido por todos. Todos le pedían tiempo, palabras, gestos, milagros, atención, amor, y él sabía que no tenía en sí mismo nada de todo eso: se sentía siempre como vacío, agotado, al límite. El Señor le había lanzado a una aventura de la que nunca conseguía adueñarse.

Antes de conocer a Jesús, Pedro podía tener toda su vida bajo control. Su casa, su familia, la pesca: era fácil gestionar su pequeño mundo. En casa se hacía obedecer, era un buen pescador y el lago, a pesar de todo, era generoso; sus trabajadores le respetaban. Ahora, en cambio, todo era desproporcionado. Cientos, miles de personas de toda raza y lengua venían a él para pedirle lo imposible. La comunidad de los discípulos crecía cada vez más, y él era el responsable de todos. Ya no había para él día ni noche, no había posibilidad de hacer comidas ordenadas ni tiempo para dormitar en la orilla del lago. Y sin embargo se sentía tranquilo, en paz. Sentía en su interior una fuerza que no eliminaba su debilidad, sino que la utilizaba.

Todos le pedían todo, y Pedro respondía a todo y a todos. Pero respondía pidiéndoselo todo también al Señor Jesús, que le daba su Espíritu, el Espíritu del Padre.

Desde que Jesús había mendigado su amor –«¿Me amas?»–, Pedro vivía mendigando el de Jesús, mendigándolo todo de Él. Por eso la exigencia inmensa de la misión que Jesús le había confiado no era un peso para él. Todo estaba incluido en el intercambio de amor con el Señor, y era dulce sentirse llamado por Él en la voz de los pobres, de los pecadores, de toda esta gente perdida. Era un don poder responder una y otra vez al Señor: «¡Tú sabes que te quiero!» en cada palabra que anunciaba, en cada gesto que realizaba, en cada paso que daba.

No, ya no decía: «Daré mi vida por ti». Solo decía: «¡Tómame!».

Una frase pronunciada por el Resucitado aquella mañana llena de luz volvía continuamente a su corazón: «Cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras». Justo después de esa frase Jesús había añadido: «¡Sígueme!» (Jn 21,18-19).

Pensando de nuevo en Getsemaní, Pedro se acordó de que también Jesús había sido atado y llevado a donde no quería. Y sin embargo, cuánto deseó ir allí donde el Padre le mandaba, ¡hasta la muerte en la cruz! Sí, ahora Pedro tocaba cada día el gozo de poder amar a Jesús dejándose llevar, por todo y por todos, a donde no habría querido ir si no fuera por Él. Sí, era gozo y suma libertad sacrificar su voluntad por la voluntad del Amado. ¡Qué libertad, querer lo que no se querría si no se amase!

«Extenderás las manos, y otro... te llevará a donde no quieras».

Extender las manos, las manos vacías, para permitir dejarse tomar y llevar allí donde quería el Señor: esa era toda su tarea. Jesús no le pedía otra cosa. Por eso a Pedro le gustaba rezar durante largo rato, en cuanto podía, extendiendo sus manos vacías hacia el cielo, hacia el Señor. Pero no era ya capaz de aislar la oración del resto de la vida: sus manos estaban siempre extendidas, siempre vacías, siempre dispuestas a dejarse tomar y conducir por Cristo en todo, en todos, siempre.

Un día que pasaba por una calle abarrotada de Jerusalén, en medio de la gente que se agolpaba para verle, para escucharle y para pedirle la curación, Pedro se dio cuenta de que los milagros sucedían incluso si solamente su sombra rozaba a los enfermos (Hch 5,15). Experimentó por ello un sentimiento extraño, distinto de aquella impaciencia que sentía instintivamente con relación a la muchedumbre cuando percibía que se entusiasmaba por él y no lo suficiente por el Señor que hacía todo. ¿Bastaba entonces con su sombra para realizar las maravillas de Dios? Se detuvo un instante para observar su sombra sobre la tierra polvorienta y sucia del camino. El sol estaba alto y proyectaba una sombra deforme, con la cabeza demasiado pegada al cuerpo, y los brazos largos hasta los pies. Instintivamente se volvió hacia el sol, como para medir la altura, pero enseguida tuvo que cerrar los ojos, cegado por la luz. Cuando volvió a abrirlos en dirección a su sombra, fue como si esta hubiese sido iluminada en el centro por la impronta luminosa del sol que permanecía en sus ojos, como si el garabato de sí mismo que tenía ante sí tuviese un corazón de fuego que iluminaba todo, también el camino sucio y los mendigos que se agolpaban para pedirle piedad.

Se acordó de una frase que Jesús había pronunciado un día precisamente allí, en Jerusalén, durante la fiesta de las Tiendas: «Yo soy la luz del mundo» (Jn 8,12). Sí, Jesús era la única luz, Jesús era el único sol de la vida, de su vida y de la vida de toda aquella gente. Y sin embargo, no era el sol lo que curaba a estos enfermos, sino su sombra. Sin el sol no existiría sombra, pero parecía que sin la sombra no se habrían producido las curaciones. ¡Qué misterio que la luz de Cristo actuase en la sombra! Pedro miró de nuevo su sombra; la miró con ternura, como se mira a un niño. La miró con gratitud: ¿eres tú la que anuncia en mí la luz de Cristo? ¿Eres tú la que muestra al mundo que su luz es el Señor? ¿Eres tú la que actúa como el sol, que calienta, ilumina, sana y hace crecer y fructificar a todo viviente?

Pensó entonces en las muchas sombras de su vida: en su carácter, en su testarudez, en las palabras y las acciones de las que se arrepentía, en lo que no había hecho; pensó sobre todo en los tres años que había vivido cerca de Jesús: ¡cuántas ocasiones desperdiciadas, qué poca atención y docilidad! ¡Y vivía con la Luz del mundo, con el Señor del universo! Y además, de nuevo y siempre, la negación, tan mezquina, tan estúpida, tan miserable. Sombras, sombras, sombras por todas partes, sombras siempre. ¡Todo era sombra en él! Y sin embargo, era justamente su sombra lo que curaba y salvaba a toda esa gente. Sin embargo, su sombra era luz y vida para todos aquellos pobres. ¡Cristo se servía precisamente de su sombra para manifestar al mundo su luz divina!

Una idea traspasó su mente y le hizo volverse de golpe hacia el sol. ¡El sol nunca ve las sombras! El sol manifiesta nuestra opacidad, pero lo hace iluminándonos, y la sombra que se crea nunca se ve en su presencia. Simón pensó de nuevo en la mirada de Jesús. Jesús nunca le había mirado poniendo en evidencia su miseria, ni siquiera en el patio del sumo sacerdote. La mirada de Jesús iluminaba siempre, iluminaba a todos, incluso a Judas, incluso a los que le crucificaban y le insultaban. Solo nosotros pecadores vemos las sombras en el rostro de los demás, porque nuestra mirada carece de luz. Es verdad que Jesús conocía nuestra opacidad, pero su corazón no podía sino amarla, es decir, perdonarla, redimirla, salvarla, purificándola con la luz de su mirada.

Otro enfermo que se hallaba echado por tierra se levantó exultante, curado por la sombra de Pedro. Se puso a correr alabando a Dios. Pedro no se movió; miró el suelo en donde poco antes yacía el enfermo. Ahora su sombra era todavía más corta, y su cabeza había desaparecido en el tronco, como hundida en el corazón. «No te creas que eres grande», le dijo Simón Pedro, «eres buena solo porque el Señor mira con amor mi miseria».

Continuó su recorrido con el ánimo alegre porque su humanidad opaca era ya por completo signo e instrumento de la misericordia de Cristo.

Mauro Giuseppe Lepori

Simón, llamado Pedro

Tras los pasos de un hombre que sigue a Dios

Título original: Simone chiamato Pietro

© El autor y Ediciones Encuentro, 2016

Traducción: Belén de la Vega

Edición original publicada por Edizioni Cantagalli S.r.l., Siena, 2015

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PREFACIO

Le estoy agradecido al padre Mauro Lepori no solo por lo que ha escrito en este libro, sino por cómo lo ha escrito.

Al leerlo, he podido verificar una vez más el prodigio de la comunicación literaria: eres llevado hasta el interior de los hechos que se narran –en este caso los referentes a Simón, llamado Pedro– y puedes verlos con tus ojos y sentirlos con tu corazón más que si estuvieses presente.

El arte cristiano posee además este carisma singular de forma eminente porque participa de la fuerza de penetración en el yo del gran evento del Redentor, intimior mei, del que dicho arte es un eco.

Por eso cuando los retratos de los santos nacen, como en este caso, de un intento apasionado de identificarse con su experiencia humana (el intento de ir «tras los pasos de un hombre que sigue a Dios», como reza el subtítulo) traspasan los límites de la simple «biografía».

La vida del Príncipe de los Apóstoles está narrada con una aguda capacidad de penetración psicológica en su inconfundible sello humano, en el que cada uno de nosotros puede reconocerse. De modo que este escrito, además de ser una meditación de primer orden, podría leerse también como una introducción elemental, pero en absoluto banal, a la antropología cristiana.

Para «abrir boca» son suficientes algunas muestras.

Pienso en el modo en que se describe, en las páginas iniciales, el surgimiento de la fe como encuentro que desvela el hombre a sí mismo: «Simón nunca había considerado como en ese momento la importancia de su vida y de su libertad»; o en la percepción de la posesión virginal como exaltación suprema de la capacidad afectiva natural: «Entonces Simón dejó todo para que no se perdiera nada».

Para él, el seguimiento de Cristo («era como si hubiese seguido al Maestro allí donde Él iba con su corazón, y no solo con sus pasos, con sus decisiones, con sus obras») exalta la libertad y hace más radical el drama que implica: «... ya no podría ir hasta el fondo de esa amistad si no abrazaba el destino oscuro del Maestro».

Una evidencia se le impone cada vez con mayor claridad: la verdad, la salvación de su persona es la relación con ese hombre: «Sin Él su vida era como una mirada fija sobre su propia nada».

Hasta la madurez plena y fecunda de su propia persona, en el nexo indisoluble entre el sí a Cristo y la misión, en la obediencia gozosa a la ley del amor: dar la vida por la obra de Otro. «Ya no tenían un instante para sí mismos: desde el alba hasta el ocaso estaban como suspendidos entre la misericordia de Cristo y la miseria de los hombres».

En el caso de Simón, llamado Pedro un libro es mucho más que un libro, como recuerda Guardini: es un encuentro que alarga con un precioso eslabón la cadena de la amistad humana.

Angelo card. Scola

Arzobispo de Milán

A mi comunidad de Hauterive,

escuela misericordiosa

de la paternidad

filial y fraterna de Cristo

INTRODUCCIÓN

«Sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, le siguieron» (Lc 5,11).

¿Quién no experimenta la fascinación de un seguimiento total de Cristo? Es la fascinación de los santos, a los que la Iglesia nunca se cansa de mirar y de mostrar como testimonio, como prueba de que es posible seguir a Jesucristo con toda nuestra persona, de que es posible adherirse radicalmente al acontecimiento del Hijo de Dios, «camino, verdad y vida» del hombre. Los santos interpelan a nuestro deseo de plenitud de vida y nos anuncian que este deseo no es una ilusión, no es un espejismo, sino una llamada que vibra en el corazón de cada hombre y que pide ser cumplida. Lo que responde a este deseo no es un sueño, sino el seguimiento de Jesucristo. Los santos constituyen el realismo del seguimiento de Cristo, son aquellos que le siguieron y le siguen antes que nosotros, en una cordada invisible que, partiendo de los primeros pasos de María y de los apóstoles, recorre toda la historia hasta la Parusía.