images

la creación literaria

Rafa Fernández de Castro

Los objetos en el espejo

16o. Premio Internacional de Narrativa, 2018

image

images

siglo xxi editores, méxico
CERRO DEL AGUA 248, ROMERO DE TERREROS, 04310 MÉXICO, DF
www.sigloxxieditores.com.mx

siglo xxi editores, argentina
GUATEMALA 4824, C1425BUP, BUENOS AIRES, ARGENTINA
www.sigloxxieditores.com.ar

anthropos editorial
LEPANT 241-243, 08013 BARCELONA, ESPAÑA
www.anthropos-editorial.com

primera edición, 2019

© siglo xxi editores, s.a. de c.v.

e-isbn  978-607-03-0966-3

derechos reservados conforme a la ley

Para papá, mamá, Willys y Pinky.
Para Ana, Cinthya, Kiri y Loret.

Para Mario Vargas Llosa
quien me sugirió escribir con “desinterés”.

Para todos los que apostaron por mí.
Pero sobre todo, para mi país.

Noviembre 18

Afuera del Ministerio Público yace un perro partido en dos en plena calle. Sus intestinos se asan en el concreto. Me pregunto quién se encarga de limpiar y remover los cadáveres de caninos, felinos y grandes roedores que son atropellados a diario en Ecatepec. Tampoco han quitado las mantas y cruces rosas que cubren parte de la fachada y denuncian a los funcionarios.

“Vivas se las llevaron, vivas las queremos”, grita una pancarta adherida a una de las paredes. “Si me matan será porque salí de fiesta en minifalda, porque tomé, porque no le avisé a mi novio”, anuncia otra.

Jaime Sámano estudia el edificio desde el parabrisas. Se ve tan concentrado como si estuviera intentando despertar de una pesadilla. “No creo que sea buena idea que entre”, digo. “¿No quieres acabar tu historia?”, pregunta. Pero ya sé cómo acaba, lo supe desde hace dos semanas cuando él y su esposa me contactaron. Se baja del coche. Apago el motor y voy detrás de él.

Un hombre revuelve y presiona trozos de chorizo, cebolla y queso sobre una plancha con ruedas. El olor a carne, grasa y polvo se mezcla con el aire caliente. Un joven devora un coctel de camarón que desborda salsa de tomate. Cumbias pegajosas emanan de un puesto de CDs pirata. Apresuramos el paso. A espaldas del inmueble está el Servicio Médico Forense (SEMEFO).

El jefe de la morgue advierte que el rostro está prácticamente irreconocible. Pero el cuerpo encaja con la descripción básica: 15 a 20 años, tez blanca, sin tatuajes. “¿Sabe si la persona que busca identificar estaba embarazada?”, pregunta. “No”, dice Jaime. El hombre lo observa detenidamente. “Le pido que piense en alguna característica física de la niña para no perder el tiempo”, exige. A pesar de vestir con bata de laboratorio, su tono es brusco, más de burócrata de ventanilla que de científico o doctor. “Lunar en la nuca”, dice Jaime apuntando hacia la parte de atrás de su cabeza. Después saca un sobre y se lo extiende, pero el forense no lo toma. “Él no puede ingresar. Sólo familiares”, condiciona señalándome con la mirada. “Es familiar”, contesta. “No me quiera ver la cara de pendejo, Señor Sámano. Es periodista. Lo he visto en la tele.” Se me queda viendo. Jaime se voltea y me pide que siempre sí lo espere afuera. Ambos permanecen en el pasillo hasta verme salir.

Me dirijo hacia el carro. Estoy a un punto de subirme cuando noto que el cofre está completamente rayado. Con las yemas de los dedos acaricio las letras que acaban de grabar sobre el aluminio: LA MATARON POR PUTA. Escucho el claxon de una Jeep negra al final de la calle. El conductor baja su vidrio polarizado. Un hombre moreno y cachetón con lentes de aviador me sonríe. Abro la puerta y tomo el arma del compartimiento. Sin pensarlo dos veces corro hacia él pero el automóvil ruge y avanza. No tiene placas traseras. Volteo a ver a los vendedores ambulantes. Todos como si nada. Camino hacia un puesto para encontrar un testigo cuando un policía estatal sale del edificio.

“¿Usted viene con el Señor Sámano?”, me interrumpe antes de que le pueda reclamar por no vigilar las inmediaciones. Asiento con la cabeza. “Véngase”, dice. “¿Qué pasó?”, pregunto. “Se desmayó.”

Trotamos por el pasillo y el policía me abre una puerta que parece de metal. Hace más calor que afuera. Las estanterías de acero que siempre salen en las películas. Filas y filas. Una biblioteca de muertos en bolsas blancas. Me tapo nariz y boca para evitar inhalar el tufo a ternera podrida.

Un cuerpo desnudo sin vida con un bulto en el estómago y los senos arrancados sobre una camilla. Las manchas moradas en la piel se vuelven negras. “Necesito que ya se vayan”, se queja el forense. Jaime está sentado en el suelo, respirando lento y tratando de controlar lo que parece ser una tos nerviosa. La parte superior de su camisa y las mangas están manchadas con vómito y sudor. El policía me pide que lo ayude a llevarlo afuera. “No es”, dice Jaime con una sonrisa de loco. Lo levantamos de los brazos. “La vamos a encontrar, cabrón”, dice. “Vas a ver. La vamos a encontrar.”

Sofía Sámano, una joven de 17 años, desaparece el 4 de noviembre en Valle de Bravo, un pueblo a dos horas en carretera de la Ciudad de México. Sus padres me llaman y me mandan varios correos electrónicos. Piden reunirse conmigo días después para investigar el caso y posicionar la nota en los medios de comunicación. Hasta ahora los principales periódicos y noticieros han hecho poco ruido. En mi opinión, Sofía tiene el potencial de ser una causa nacional. Claro que para muchos es una más en un país donde la desaparición de mujeres se ha disparado en los últimos años. Pero la joven tiene un perfil distinto a la mayoría que está haciendo sonar más alarmas: clase media alta, güera, chilanga, menor de edad, en ese orden.

La Fiscalía General de Justicia del Estado de México abrió una carpeta de investigación ante un video que recientemente fue bajado de las redes sociales y que ahora circula en grupos de WhatsApp en donde la adolescente aparece teniendo relaciones con uno de sus compañeros de clase. Primero, los usuarios suben fotos de Sofía que toman de su Facebook, después un meme del presidente que dice, “Aquí les pregunto, ¿quieren video?”, y a continuación el porno de venganza o “pack” como le llaman los internautas. Muchos insisten en que las imágenes muestran una violación y no “sexo consensual rudo” –el término que usó el abogado de los cinco jóvenes que hasta ahora son los principales sospechosos de haber desaparecido a Sofía.

Ésta es la segunda ocasión que me reúno con su madre, Patricia. Nos sentamos en la sala de su casa. Levanta un vaso de agua, toma un sorbo e imprime sus labios sobre el vidrio. Nota que me quedo embobado observando la huella de bilé rojo. “Cuando Sofía era chiquita me reclamaba si no me pintaba los labios”, dice. “Exigía desde el asiento trasero del coche: ‘píntate los labios, mamá’. Y ya de adolescente lo primero que hizo fue pintarse. Sólo los labios, nunca le gustó el rímel, el polvo… sólo los labios.” Se desahoga igual que la vez pasada y cuenta un par de anécdotas que no tienen nada que ver con la desaparición de su hija.

Abro mi cuaderno y enciendo la grabadora cuando comienza a hablar sobre el Colegio Americano, donde Sofía cursaba sus últimos meses de preparatoria. “Es una escuela de ricos, era de hijos de diplomáticos pero ya no. Es de ricos. La familia Garza, los Videla-Torres… Sofía tiene beca y Jaime siempre insistió que era muy buen colegio, que la motivaría a estudiar en Estados Unidos pero yo siempre tuve mis reservas.”

La joven, ambiciosa y viendo a futuro, tomó el consejo de su padre y decidió cambiarse del Alexander Bain en tercer año de prepa pensando que su nueva escuela ofrecía un mejor perfil para ingresar a universidades de gran prestigio como Stanford y Columbia. Pero al momento de solicitar sólo la aceptaron a un par que estaban muy por debajo de sus primeras opciones. “De todos modos no la podíamos pagar, con el dólar a casi 20 pesos más los costos de vivir allá. Una locura”, cuenta su madre. “Le dolió mucho. Creo que ventiló su frustración en nosotros.”

Le pido que repasemos los hechos. No avisó cuando se fue el jueves feriado de Día de Muertos con cinco de sus compañeros, todos varones, a la casa de uno de ellos en Valle y fue hasta el domingo que les notificaron a los padres dónde había estado y cuándo fue la última vez que alguien la vio. “Salieron de fiesta el sábado y dicen que se fue con alguien que no era del grupo y en la mañana cuando se despertaron no había llegado. Uno de los choferes guardaespaldas con uno de los putos escuincles intentó levantar un reporte en el ayuntamiento. Luego todos se regresaron a México, así nomás, como si fuera a llegar ella solita en camión.” Los ojos se le ponen llorosos. Se levanta un momento para ir al baño porque siente que se está mareando.

Hay varias fotografías enmarcadas colgando de una de las paredes. Un papá joven cargando a su hija; una bebé con la boca llena de chocolate extendiendo sus bracitos de michelin para arrebatarle el cono con la bola de helado; la niña sonriente con una dentadura incompleta presumiendo a la cámara los dientes de leche que se le acaban de caer y en otra la adolescente a un punto de ser mujer tomando el sol en la playa.

Patricia regresa y me pregunta si he podido hablar con los cinco jóvenes. Le digo que logré entrevistar a un par de estudiantes que los conocen y a un maestro que se refirió a ellos como “una bola de juniors hijos de puta”. Lo único que he podido corroborar es que Sofía tiene fama de promiscua y que efectivamente sus cinco “amigos” son unos hijos de puta, pero claro que no le menciono nada de esto. “Ninguno me ha concedido una entrevista, se están blindando”, le digo. “Pero puede que Rodrigo sea el más accesible, creo que estoy cerca de hablar con él.”

Me repite quién es quién. Tobías, el dueño de la casa en Valle de Bravo e hijo de Claudio Henkel, uno de los contratistas más consentidos del gobierno federal. Enrique y Sebastián, hermanos gemelos y tataranietos de Bruno Kreiser, empresario judío que se hizo de una fortuna cuando comenzó a fabricar corcholatas en México en 1920. Jordi Rivera, cuya familia tiene una amplia red de gasolineras, y Rodrigo Pastrana, hijo de académicos de la Universidad Iberoamericana. Patricia subraya que el último estuvo dispuesto a platicar con su marido acompañado de su padre y sin la presencia de un abogado. Los demás solicitaron una orden de restricción cuando Jaime Sámano intentó confrontarlos y acusó a las familias de usar su dinero e influencia para encubrir el crimen.

“Sí, puede que Rodrigo hable contigo… Le admitió a mi marido que se la turnaron entre todos. Así dijo.” Se suelta a llorar y empieza a jalar aire para recuperar el aliento. Me pongo a un lado de ella y le acerco el vaso con agua. Pide disculpas y dice que Jaime no tarda en llegar. Anda con un sobrino que les está ayudando a crear un sitio web para recabar firmas y así darle difusión al caso.

Le digo que no quiero perder más tiempo esperando a ver si logro hablar con uno de los cinco y me pienso ir a Valle de Bravo mañana mismo. Le explico que a mi parecer hay dos crímenes: una violación y una desaparición. Me quiero enfocar en encontrar a su hija. Dice que si es necesario me pagan los viáticos y cualquier otro costo en el que incurra.

“Escribes muy bien. Siempre leíamos tus artículos”, me dice. “Toda la investigación de Juárez y lo del hijo del gobernador ese. Sofía te leía a veces y las dos comentábamos que tú sí tienes voz. Le decía que no importa si escribes bien o mal, con faltas de ortografía, que lo que importa es la voz, que sepan quién escribe sin ver la firma.” Le digo que hace mucho no me decían algo tan bonito sobre mi vocación y antes de irme le confieso que ya no estoy en el periódico desde hace algunas semanas. Ahora trabajo como freelancer. Se queda un poco extrañada pero luego se espabila. “Tú saca la historia”, dice. Me entrega una fotografía tamaño pasaporte de su hija. “Llévatela.”

Tan pronto como entro al departamento comienzo a hacer la maleta. Mientras meto la ropa pienso en lo que le voy a decir a Eva. Opinará que mejor me concentre en conseguir un trabajo estable y deje de pichar historias que me llevan de un lado a otro. Según ella nunca estoy en casa y sólo busco gloria personal. Se ha vuelto una quejona profesional. Pero cuando me desespera demasiado intento acordarme del principio.

Se me acercó en una fiesta de Halloween con las mejillas chapeadas por el alcohol y me preguntó qué signo era. “Aries”, le dije. “Piscis”, me respondió. Después me guiñó el ojo izquierdo, el cual ya estaba medio cerrado por la borrachera que traía. Me guió hasta la pista de baile pero nunca pidió que la siguiera. Simplemente volteaba a ver si iba detrás de ella. Ahí iba yo, con un disfraz completo de Scooby Doo que me habían prestado a la mera hora. Goteaba sudor. Ella era el único zombi en un mar de bomberas, policías y diablitas sexys.

Nos acurrucamos en el centro, bailando muy lento e ignorando la conmoción que nos rodeaba. Estaba nervioso. ¿Una vez que la canción acabara sería capaz de decir las palabras mágicas para que se viniera conmigo a casa? Pero no tuve que decir nada. Ella me tomó de la mano y me llevó a la suya.

Hicimos el amor sobre una lavadora. Un perro y un muerto viviente, una fantasía tan jodida que ni siquiera existe en los rincones más oscuros de internet. Tuvimos que hacerlo en ese cuarto porque su roomie todavía estaba despierta, llorando la pérdida de un novio. “Regresan en unos días”, reiteró para no parecer insensible ante su calentura y la necesidad de su amiga de estar acompañada. Al principio no me dejaba tocarla. Le daba pena que le estuviera bajando. Hice un chiste sobre cómo los animales pueden oler a las hembras cuando están en celo y le pareció gracioso. Entonces se dejó. Primero inserté y saqué dos dedos de aquel orificio calientito y húmedo y me embarré su sangre debajo de los ojos, pintando una raya carmesí de cada lado como si fuera un jugador de futbol americano preparándose para el Súper Tazón.

La puerta abre y cierra. Salgo de la habitación. Está ahí parada cargando una mochila y varias bolsas de plástico. Sigue engordando. “¿Me ayudas?” Comienzo a meter la comida al refrigerador. Observo ese imán que le encanta con la frase que nunca he entendido de su autor favorito: “Toda historia de amor es una historia de fantasmas”.

Cuento hasta tres para decirle: “Mañana me tengo que ir a Valle de Bravo”. Volteo a verla y se pone a recoger papeles y otras basuritas. Así le hace cuando está emputada. “Es para un artículo…” Se sienta en una silla y se agarra la cara como una mala actriz que quiere expresar hartazgo. “A veces actúas como si fueras Aristegui o yo qué sé”, dice. “No estabas listo para mudarnos juntos.” Sus ojos llorosos y carcomidos por la rabia. Me acuerdo cuando armamos la cama, el librero y el comedor juntos. “Vete a la chingada”, susurra como si no lo quisiera decir. Las palabras se le salen como estornudo.

Se mete al cuarto y se enrolla en las sábanas como oruga. En el proceso tira mi maleta de la cama. La parte de “Aristegui” me produce un malestar, como si me dieran un puñetazo en el estómago pero de adentro hacia afuera. Una punzada. Me acuerdo cuando todavía leía lo que escribía, cuando mandó enmarcar la primera plana que me dieron en el Reforma y me la regaló de cumpleaños. Tras mudarnos juntos, colgó el cuadro en las paredes blancas y vacías de nuestra pequeña sala. Me emocionaba que le emocionara. Ahora lo que más le gustaba es lo que más le molesta.

Me acuesto a un lado de ella y le explico por qué vale la pena. “Es casi personal”, le digo. “Tengo una mamá, una hermana, te tengo a ti.” Suelta una pequeña carcajada irónica. “Ése es el pedo con ustedes. Sólo lo pueden entender en el contexto de sus novias y hermanas. También somos seres humanos, ¿sabes?” Ya no me puedo acordar de nada bonito. “Eva… vete a la chingada.” Me levanto de la cama, me pongo tenis, un suéter y salgo a la calle.

Me siento en una de las bancas del Parque España. Algunas casas y comercios alrededor siguen decorados con papel picado, telarañas, calacas e imágenes de espectros. Vuelvo a ver el perfil de Instagram de Sofía Sámano en mi celular. Publicó por última vez el pasado jueves a las 4:30 de la tarde. Es una imagen tomada desde un coche en la carretera en donde se aprecian varios puestos de tacos en La Marquesa y un espectacular presumiendo la victoria del primo del presidente, quien hace unos meses se llevó la gubernatura del Estado de México en una elección sumamente cerrada. Hago zoom a la imagen. Apenas se alcanza a ver el rostro serio de la desaparecida en el retrovisor lateral que lee “Los objetos en el espejo están más cerca de lo que parece”.

Me sigo hacia abajo para ver fotos más viejas. Ni selfies, suculentos platillos o viajes por el mundo. Da la sensación de ser una joven cursi e introspectiva. Me detengo en la imagen de las raíces de un árbol rompiendo el concreto de una banqueta acompañada de una cita sobre cómo la naturaleza vencerá al final. Me recuerda un poco a Eva, al principio, cuando compraba discos de vinilo a pesar de no tener reproductor. Quizá todos pasamos por una fase similar y lo que antes se nos hacía romántico ahora nos parece mamón, o deja de tener sentido.

Justo cuando meto el celular en mi bolsillo comienza a vibrar. Espero ver el nombre de Eva pero es un número desconocido. “Buenas noches, habla Jaime Sámano.” Reconozco su voz de las entrevistas de radio que ha estado haciendo para denunciar a los cinco. Se disculpa por no llegar a tiempo; estuvo todo el día con su sobrino y el abogado. Cuando salió se quedó atorado en Periférico. Pregunta cuándo creo poder publicar algo. “No sé, es delicado. Mañana mismo me voy al pueblo.”

Insiste que publique algo ya, lo que sea. Su tono se torna exigente. Dice que puede acompañarme y él maneja. “Es mejor que vaya solo”, digo. Capta que me estoy poniendo cortante. Agradece mi interés en el caso y queda de mandarme a mi correo electrónico todo lo que ha averiguado hasta ahora. Quiero decirle que lo siento mucho pero sin sonar a que le estoy dando el pésame. Me quedo callado. “Siempre leíamos tus reportajes. Ayúdanos, por favor”, dice antes de colgar.

Me levanto a las seis y sigue enrollada, en su lado de la cama, sin moverse. Es muy orgullosa. Abro la llave de la regadera. No pienso en ella porque todavía estoy enojado. Cierro los ojos e intento ubicar algunas memorias como si estuviera pasando las hojas de un catálogo de mi historial sexual. Me salto a una sección en mi adolescencia que hasta ahora no he revivido. Rebeca. Sus pezones erectos. Mi miembro cubierto en una capa de su saliva tan espesa como la baba de nopal. Después de eyacular me baño unos segundos con agua fría.

Me visto y le planto un beso a Eva en la frente. Me detiene del brazo. “Todavía te amo Fer”, dice. El resentimiento se esfuma. “Te amo.” Me arrodillo y nos abrazamos. “Quédate tantito más, como antes.” Me acuesto con ella. “Tengo miedo de lo que nos está pasando”, dice. “Así le pasó a mis amigas, así le pasó a mis papás.” Le digo que estaba tan enojado que me masturbé en el baño. Se ríe. “¿En qué pensaste?”, pregunta con una sonrisa coqueta. “Cuando nos conocimos en Halloween.” Se pone seria. “Ya fueron cinco años, acabamos de cumplir cinco años de conocernos.” Pienso que se va encabronar por no acordarme pero sigue sonriendo. “Qué pendejos que se nos olvidó.” Le doy varios besitos en la cara. Antes de levantarme le pido que me jale el dedo. “No, ya sé que vas hacer”, asegura. “Ándale”, insisto. Jala mi dedo hacia ella y truena un pedo fétido a pesar de que no he desayunado. La abrazo con todo mi cuerpo para que no se pueda escapar. “¡Te odio!”, grita. “Te amo”, reitero.

La figurita de una gorda hawaiana rebota y baila sobre el tablero del coche. Paso los edificios corporativos de Santa Fe y me adentro en el túnel que atraviesa una colina para convertirse en carretera. El paisaje de concreto ahora es filas y filas de árboles. Las columnas del tren México–Toluca aún sin terminar. Los carriles opuestos van hasta el tope. Una sinfonía desesperada de cláxones e insultos. A lo lejos el Nevado, volcán y cerro que en la niñez llegué a escalar. Manejo como un sonámbulo cuyo subconsciente calca la ruta. Mi mente desconectada del camino e inmersa en Sofía Sámano, la hija de familia que nunca regresó del puente improvisado.

El camino se llena de curvas al salir de la zona industrial de ensamblado y tiendas de fábrica. Dos carriles en un denso bosque en donde han muerto varios por tratar de saltarse al conductor de adelante. I gave her my heart but she wanted my soul –Le di mi corazón pero quería mi alma–, canta Bob Dylan con su voz áspera y disonante. Apago el radio y bajo las ventanas. A la distancia se ve la presa rodeada de colinas y cubierta por una ligera neblina. Un letrero presume “pueblo mágico”, designación que el gobierno le otorga a municipios pintorescos que exudan cultura y en ocasiones se traduce en mayores recursos presupuestales para fomentar el turismo.

Noviembre 9

El hotel está en una calle empedrada al lado de un comercio de cuatrimotos y accesorios para lanchas. Miro mi celular. Quedé de estar en el ayuntamiento en 15 minutos. Estaciono el coche, dejo la maleta en el cuarto, me echo agua en la cara y voy caminando. En las calles, entre las piedras, aún quedan rastros de cempazúchitl, pétalos naranjas que este año México tuvo que importar de China para cumplir con la demanda ornamental de las celebraciones.

Un subordinado que podría ser la versión mexicana del jefe Gorgory de Los Simpson me invita a pasar a una oficina. En el centro de la pared cuelga el retrato oficial del ejecutivo; su sonrisa de Mona Lisa, más sus pómulos de maniquí y cabello tan perfecto que parece casco. Parece gritar “ayúdenme” sin abrir los labios. Un escritorio caoba, una laptop y uno de esos sacapuntas automáticos que hace mucho no veo. Me espera una bandeja con galletas Gamesa color rosa radiactivo. “¿Gusta café?”, pregunta el gordito. Daniel Piña, jefe de la policía municipal, entra y le indica al hombre que está por salir para darme mi bebida que permanezca en el cuarto.

“¿Cómo está? Pensé que iba a venir con cámaras.” Su apretón de mano es fuerte e innecesario. “Recuérdeme el nombre de su medio de nuevo.” Gorgory coloca su celular sobre el escritorio para grabar la conversación. “¿No le importa? Es que luego publican cosas que ni dijimos. Ya sé que usted no es de ésos pero así todos tranquilos.” Hago lo mismo y grabo con mi celular. “No se preocupe. Así no me atoro con las notas… No soy de ningún medio en particular.” Piña mira a su asistente y pone una cara entre fuchi y confundido. “¿Ah caray, pus cómo así?” Repito que soy freelancer y que hasta hace algunos meses trabajaba en el Reforma. “Bien amarillista ese diario”, dice. “Pero pus ya está aquí. Écheme las preguntas.”

Según Piña, la policía estatal ya “absorbió la investigación de la niña Sámano”. Se niega a enseñarme el reporte. Dice que todo el papeleo se lo llevaron y no hay copias. Confirma que sus elementos comenzaron a buscar a Sofía hasta la tarde del lunes. No hay testigos y no ha tenido ningún contacto con los “compañeros” de la joven desaparecida. Le pregunto sobre La Patona, el antro en donde supuestamente estuvieron esa noche. “¿Pues qué le digo? Ahí van todos los chamacos del defe a dejarse ir.” Su tono se torna bromista y después observa el celular. Se pone muy serio.

“En verdad desconozco”, dice. “Me gustaría ayudarlo, en verdad. Tengo una hija de la edad de la señorita.” Voltea a ver a su asistente. “Acá el compañero lo puede llevar a donde usted guste.” No llevamos ni cinco minutos y dice que se tiene que ir. Tiene un compromiso previo. Ambos me acompañan hasta la salida del edificio. Insisto en que vine desde la Ciudad de México a hablar con él. “No sean ojetes, háganme el paro”, digo. “Mire”, dice Piña mirando a Gorgory como si estuviera a un punto de convertirse en soplón. “Los que saben todo lo que pasa aquí y si quieren pueden hablar…”, dice levantando el dedo, “…son los del Sexo Sentido”. Le pregunto qué es eso. Se ríe. “No se haga.” Me da otro fuerte apretón de mano.

Salgo del edificio y paso un altar desbaratado. Ardillas y palomas devoran lo que los muertos no pudieron. Solía verlo todo desde el folklore, hasta que un día le di un trago a la cerveza que mi madre colocó en la ofrenda para mi abuelo. El líquido ya no tenía sabor. Los fantasmas existen. FUE EL ESTADO, grita el grafiti impreso sobre un muro cubierto con propaganda del actual presidente municipal. PUTO EL QUE LO LEA.

Camino sobre la calle donde probablemente Sofía anduvo, quizá apoyándose del hombro o brazo de algún galán, tratando de no atorar sus tacones entre las piedras de río. A mi izquierda El Torito, un restaurante de tacos que promociona cubetas de cerveza para ver el partido amistoso entre México y Estados Unidos.

Me siento a comer un consomé de pollo y una orden de aguacate. Le pregunto al mesero por el Sexo Sentido. Se ríe. “Es un table. Dicen que al dueño le gustan mucho las de terror.” Me cuenta que el local pertenece a Los Chepes, una banda criminal que se dedica a la tala ilegal de árboles en la zona. “Si no está metido en nada… nadie sela hace cansada”, asegura. Por último le pregunto si se ha estado hablando de la joven que desapareció el pasado fin de semana. “Puro chisme”, dice. “Pa’mí que se fue con el novio. Ya nos quieren hacer harta fama como al resto del país.”

Regreso al hotel. Hago varias llamadas para tratar de conseguir una entrevista con los mandos de la policía estatal y la gendarmería. Los de este sexenio se aprovecharon del incidente en el Reforma para darme en la madre y cerrarme puertas. Mis fuentes ya no contestan o ya no están. Ahora tengo que hacerle como cualquier hijo de vecino: enviar un correo electrónico al área de comunicación social y esperar un par de días a que una secretaria escriba “por el momento no tenemos nada que comentar” o copie y pegue un machote de algún comunicado de prensa que no tiene nada que ver con lo que estoy tratando de averiguar.

Esperando a que caiga la noche aprovecho para meterme a la base del Registro Nacional de Datos de Personas Extraviadas o Desaparecidas (RNDPED). La información más reciente llega hasta el mes de julio del año pasado pero aún así encuentro un patrón en el rango de edad de las personas no localizadas. En el Estado de México, el promedio de edad de los sujetos relacionados con carpetas de investigación o actas circunstanciadas del fuero común se sitúa de 15 a 19. El año anterior 20 a 24 y un año antes 24 a 29. La tabla de distribución de sexo señala que un poco más de dos tercios son mujeres. Anoto el dato.

Llega un email de Jaime Sámano con varios archivos en PDF adjuntos. Señala que el primer enlace es el video de la grabación que muestra al joven Enrique Kreiser violando a su hija. Me incomoda la frialdad con la que lo describe. No me puedo imaginar siendo él, recopilando información y enviando este video a un periodista. Pero cuando pico el link me lleva a una página de Facebook que explica que el contenido ya no está disponible. Según Jaime, la red social bajó el video en minutos tras viralizarse. Se ha comunicado con los representantes de la compañía en México para saber quién lo publicó antes de que lo descargaran y distribuyeran por otros medios.

Abro uno de los archivos. Es un reporte del Ministerio Público que incluye una descripción física de la joven. “Lunar en la nuca”, viene anotado bajo “señas particulares”. En el mail también hay varios formularios escaneados que Jaime llenó con la policía, así como la denuncia contra los cinco compañeros de clase de su hija. Los acusa de haber perpetrado una violación multitudinaria. Quizá lo primero que debo averiguar es cómo la agresión sexual se conecta a la desaparición de Sofía Sámano.

Vuelvo a guglear a Tobías Henkel y a los gemelos Enrique y Sebastián Kreiser. Tienen sus cuentas de Facebook e Instagram con candado. No encuentro nada sobre Rodrigo Pastrana y Jordi Rivera. Es muy probable que los hayan asesorado. “Te extraño”, leo un mensaje de Eva que aparece en la pantalla de mi celular y corta mi búsqueda. Le marco. “Estoy triste”, dice. “Soñé feo y me quedé todo el día con eso.” Nos íbamos de viaje y me perdía en un aeropuerto. Después abría la boca y se le caían los dientes. “Hasta me fui a checar al espejo cuando me desperté.” Dice que acompañará a su prima a una tocada en un bar más tarde. Me pide que tenga cuidado en Valle. “¿Me buscarías si yo desapareciera?” Le digo que no bromee con eso. Me pregunto si tendrá un complejo de princesa en apuros y yo de héroe. Así tuve una exnovia, una mujer autodestructiva que me dio muchos dolores de cabeza y corazón. Pero ahora que lo pienso, lo que más me gustaba de ella era la idea de que yo, sólo yo, la podía salvar.

Salgo del hotel. La calle principal se inunda de jóvenes que precopean viendo el futbol pero casi nadie trae jersey de la selección ni se levantan de sus sillas cuando entonan el himno nacional. Pelo engomado, camisa y mocasines. También un par de hipsters con pantalones de tubo y ponchos. Varios hablan como si tuvieran una papa en la boca. Pero los lugareños parecen no molestarse con la invasión. En todo caso aprovechan para meter tragos o alimentos extra a las cuentas y clonar una que otra tarjeta de crédito de algún junior borracho que probablemente se tardará días en llamar a su banco. La música de cada establecimiento se escapa hacia la calle. Es una oda a Justin Bieber, Katy Perry, Shakira y los reggaetoneros. Ahora sí hay un policía en cada cuadra. Dos niñas desaparecidas y se acaba la fiesta.

Chicharito mete el primer gol y estallan los gritos. Una jovencita paga 50 pesos y toma dos cilindros de metal conectados a una batería para darse toques. Después ella y sus amigos se toman de las manos para pasarse corriente. “¡El que se suelte paga todo!”, advierte. Michael Bradley empata el marcador. Abucheos y mentadas de madre. “¡Donald Trump come verga!”, repite un borrachito que se pasea entre las mesas del restaurante mientras todos le toman video con su celular.