ÍNDICE

ROSA KRÜGER

[81. Viaje en auto. La ilusión poética de Rosa Krüger y la necesidad real de elegir mujer]

Yo llevaba el coche y en un vuelo fui de Arlés a Port-Bou, acortando las dos etapas, que hubiera reducido a una, de no haber traído a Julien. En algún hotel del camino, donde cenamos o almorzamos, encontré mujeres bellas y bien vestidas, mujeres de Niza, de Cannes o de París, que me vieron llegar con alegría y partir con pena. Y ¿qué mujer me elegiría yo? A los 27 años era como para encontrar razonable lo que me había dicho Henry Girard. Iban a cumplirse los ocho años de la aparición de Rosa Krüger. ¿Era posible vivir y consumir noches enteras, como aún me sucedía, en una ilusión tan lejana y tan irrealizable? A la vuelta, pensaba otras veces, ¿no podría recorrer Alsacia en lugar de viajar por España? Pero, ¿qué era buscar en Alsacia a una mujer que se llamaba Rosa Krüger, que era probablemente una pequeña burguesa o una hija de artesanos, que iba en una peregrinación católica modesta, con billete de segunda clase y el traje popular de su país? Pero existía Krüger y Muller como punto de apoyo, importadores que podrían ser artesanos enriquecidos, de costumbres modestas, y aquel señor Krüger, el padre de Rosa. Al fin me convencí de que por mucho que diese vueltas a la cosa, aunque encontrara a Rosa Krüger en carne y hueso, lo probable era que se hubiera casado ya y que la encontrara como Werther a Carlota, repartiendo rebanadas de pan con manteca a dos o tres chiquillos rubios y sonrosados.

Ella podía ser la ilusión poética de una Europa de leyendas y de canciones, presentida más que conocida. No otra cosa. Pero mi realidad de España, mi retorno al solar nativo, mi enlace firme con todo lo que me había antecedido y lo que debía seguirme, eso debía ser aquella futura mujer mía, que debía elegir de una vez —como Henry Girard había dicho— entre la frontera francesa de Cataluña y la raya de Portugal.

[82. El viaje de lujo]

Fuera del valle, no conocía yo de España más que algunas capitales de la costa mediterránea a las que había ido por mar, en una vuelta de cabotaje, que empezaba generalmente por las escalas argelinas y acababa con las de Barcelona, Mallorca y Marsella. Al principio iba en barcos fruteros y muchas veces, a la vela.

Iba de buen humor pero con el corazón como enfriado en lujo, en este viaje largo que hacía con mi coche nuevo. Las participaciones en ganancias y sueldos me habían creado, a la sombra de la casa Girard, una posición independiente y los negocios habían ido viento en popa. Durante todo este viaje fui a los mejores hoteles y entré por España, puede decirse, como un pequeño Conde de Montecristo. Me quedé dos días en Barcelona, uno en Lérida, donde no vi a nadie conocido y donde nadie hubiera conocido a Teodoret el de la Bonaygua, otro en Zaragoza, donde me aburrí espantosamente, dos en Madrid, donde tuve la fortuna de encontrar en mi mismo hotel a dos comerciantes de Grenoble, amigos míos, jóvenes, alegres y simpáticos, los dos salmantinos.

[83. El hotel de Salamanca. Noticias de Don Rodrigo]

Al fin, por Salamanca, tomé la ruta de la Alta Extremadura. Los de Grenoble me habían metido en un asunto de corcho y me indicaron algunos centros importantes de la zona corchera, que no estaban muy lejos del famoso país del pimentón: la vera de Plasencia. En el hotel de Salamanca vi entrar a dos comensales ruidosos, uno viejo con el traje del país, pero con el aire muy señorial y apersonado y el otro, joven con su traje gris veraniego y sus zapatos a la moda, muy parecido a los alegantes que había visto yo alguna vez en Palermo, mucho más ingleses que los de Picadilly. Me parecieron, digo, un poco ruidosos, estirados y solemnes en el hablar y en el mandar.

El camarero me susurró al oído que el del traje popular también era un noble, ganadero famoso, etc., etc. Iba ya a exclamar espontáneamente: ¡Y a mí qué me importa todo eso!, cuando ¡vaya si me importaba todo aquello! Como que uno le había dicho al otro: «Y a Rodrigo Claver, ni por sueños pienses moverle ahora de la Albura ni hablarle de elecciones a Cortes».

Y otro dijo: Pues nos joraba y nos rejoroba con todas sus estupideces y sus extravagancias. Nos ha reventado dos distritos de Cáceres y uno de Salamanca. Es muy fácil venir haciendo que uno está por encima de la política —y en realidad en la luna, que es donde ha estado siempre Rodriguito— cuando su tío, hermano de su abuelo, se murió por no haber salido cuando le derrotó Pérez Conejil, al cabo de veinticinco años que tenía el distrito.

Pregunté al mozo:

—¿Dónde está la Albura?

—¿La Albura? —dijo él—, pero si es ciudad en la provincia de Cáceres, cabeza de partido, con catedral, obispo y el copón, señorito.

Y ¿quién es Don Rodrigo Claver?

—Un tío muy raro, dicen, con perdón señorito. Pero allí enseguida se lo enseñan.

Y pensé ir a la Albura después de ir a Encinas del Rey y a Castromayor, que me habían señalado como las dos mecas del pimiento.

[84. Encuentro con Ángela Clemente a la entrada de Castromayor]

Entraba con el coche lentamente a Castromayor al caer de la tarde por una hermosa avenida de antiguos olmos y el sol andaba cerca de la puesta cuando me crucé con un grupo de labradoras vestidas de claro con grandes sombreros de paja que iban todas cantando. Era cerca de las primeras casas. Y me paré para preguntarlas dónde estaba la casa de don Antonio Clemente Yáñez, el mayor productor de pimiento molido de Castromayor. En realidad podía habérselo preguntado a cualquier persona según entraba al pueblo, pero quise detener aquel grupo, porque me parecieron de muy gracioso andar, lindas y alegres. Y así, paré el coche y ellas me rodearon riendo sin que supiera yo por qué reían. Vi que las más eran, si no lindas, graciosas, siete u ocho morenas y tres o cuatro rubias, algunas con los ojos de color de miel y todas con la piel fina y soleada. Iban todas muy limpias, con vestidos de colores claros y pañuelos de colores vivos que llevaban unas al cuello y otras haciendo como toldo, sobre los anchísimos sombreros de paja rústica de tiesto casero. Andaba mirando yo estos sombreros de copa alta y alas muy anchas, casi portugueses, y había cambiado con ellas alguna frase respondiendo a que me preguntaron de dónde venía y a dónde iba, cuando en uno de aquellos sombreros vi una rosa grande de jardín, una rosa fina y maravillosa de Bruselas. Fui bajando los ojos y vi en la gran sombra de las alas de aquel sombrero, unos grandes, rasgados, brillantes ojos negros, con ojeras virginales, bajo los arcos limpios y delicados de las cejas y luego un rostro bello y blanco con esas facciones delicadas y un poco doloridas de las vírgenes españolas y después un cuerpo mimbreño y en aquel momento, posada en el hombro de una amiga, una mano de dama. Y en un instante vi que ella era como la primera actriz en un coro de ópera y que era la que ocupaba el lugar central del semicírculo. Y así en cuanto yo pregunté dónde estaba la casa de don Antonio Clemente Yáñez, ella se adelantó y respondió enseguida: don Antonio Clemente es mi padre y su casa es la primera de la calle Mayor, entrando por la parte de las eras que es donde nosotras vamos. Le dije si quería subir al coche para enseñarme la casa. Ella respondió que estaba muy cerca, que podríamos ir a pie. Una voz en el coro dijo: Si también ella tiene un coche y más grande que éste. Yo insistía y ella como sacrificándose por cortesía dijo:

—Bueno, subiré ya que está.

Julien se sentó atrás entonces y ella a mi lado. Y no faltó una voz detrás que nos alcanzara cuando el coche salía.

—Vaya, buena pareja y boda hecha.

Era ella como una de esas célebres dolorosas españolas, pero rejuvenecida y alegrada, aunque no dejara de tener su tendencia a la melancolía. Hay una copla española que yo no puedo oír sin recordarla a ella. Es aquella tan conocida.

Mira qué bonita era
se parecía a la Virgen
de Consolación de Utrera.

Así empezaba yo a casarme con Ángela Clemente. Cuando subió a sentarse a mi lado tuvo un ligero rubor pero enseguida se rehizo: Usted querrá ver a mi padre para cosas de pimiento ¿verdad?...

—Sí, así es —le dije.

—Pues si no está mi padre podrá usted hablar conmigo, porque casi todo el negocio del pimiento lo llevo yo misma. Esas muchachas y algunas más trabajan conmigo, cuando en la hoja, cuando en los secaderos, cuando en los molinos, cuando en el taller de pesar y embalar.

Es extraño. Después Ángela Clemente nunca tuvo la gracia, el desparpajo que puso en estas frases. Ahora pienso que desde que se enamoró de mí, y fue bien pronto, estuvo siempre como cohibida y sin espontaneidad. Y así fue mi mujer, antes de cumplirse el año de este encuentro, Ángela Clemente.

Su casa era aquella casa nueva de piedra que ella había dicho, la casa mejor de Castromayor, con sus persianas verdes recién pintadas, de dos plantas, casi tan largas como el hostal nuestro, con cuadras, y almacenes que la prolongaban y detrás un huerto y jardín, que llegaba hasta el río y donde se cultivaban aquellas finas rosas de Bruselas.

Dentro de aquella casa Ángela Clemente, hija única, tenía un padre, una madre y un abuelo ancianito que la adoraba. Había cumplido Ángela Clemente los 23 años.

[85. La casa y el salón de los Clemente]

Me había imaginado que aquella casa de Ángela Clemente debiera tener un zaguán ancho y típico. Tampoco tenía, y esto era para mí desconsolador, una hermosa y negra cocina para contar historias. Don Antonio Clemente me recibió en un salón del piso bajo, muy bajo de techo, largo y estrecho, fresco, casi en sombra, muy complicado de stores y de cortinajes de peluche, con divanes, sillones y sillas enfundados. Sobre la chimenea un reloj de bronce negro con figuras que representaban a Torcuato Tasso escribiendo la Jerusalén Libertada, entre la poesía y la inmortalidad. Habían descubierto para mí un sillón dorado, tapizado de damasco azul celeste ¿Por qué imaginé entonces que este sillón tenía algo de mueble del Rhin, que era, en una palabra, como la cornucopia de París y el reloj de Alemania, un sillón estilo Rosa Krüger?

[86. Don Antonio y el negocio]

Don Antonio Clemente Yáñez era un hombre alto, afeitado, avellanado, con ojos grandes, negros y brillantes, que había heredado la hija, y una gran elegancia natural, aunque en nada disimulara ni falseara su procedencia campesina. El pedido de pimentón que yo iba a hacerle era enorme y se podía renovar por diez años.

Zeysing y Serlins se habían propuesto que el pimentón en salsas y conservas, con su vitamina C3 recién descubierta, entrase verdaderamente a oleadas en los paladares californianos.

—On mange comme on parle —solía decir Henry Girard—: la langue est la même pour gouter et pour parler.

En California había quedado un regusto secular de lengua española, de nombres y de voces españolas. Al cabo de siglos este regusto pedía pimentón. Es lo que habían entendido perfectamente Zeysing y Serlins.

[87. Historia de una fortuna]

—Nosotros —dijo Antonio Clemente— no podemos servir este año toda esa cantidad. En cantidad no somos los primeros productores de la región, ni naturalmente de España, como creen algunos. Peña Lobo el de Aldeanueva o José Hernández en Encinas del Rey producen los dos más que nosotros y sobre todo muelen más. Compran a pequeños y medianos cultivadores. Como verá usted mañana, según espero, nosotros no molemos sino lo que cultivamos. Desde la plantación al envase el pimiento no sale de nuestras manos. Y no voy a decir exageración ninguna: hemos creado la tierra misma en que nuestro pimentón se cultiva. Nuestro objeto industrial y agrario era sostener una perfecta unidad de producción, y en cuanto fuera posible un nivel alto de la calidad, luchando con las variaciones de las cosechas. Cuando hemos comprado a veces a peso de oro y aun molido, ha sido caso siempre en pura pérdida y para sostener la calidad. Esto lo hemos logrado. Por eso nadie duda en España ni fuera de España, que el mejor pimentón que sale al mercado sea el nuestro. Toda nuestra producción está enclavada en una especie de ancho anfiteatro, que mira a mediodía y poniente, muy solano. Estamos, señor mío, cerca de la zona que tiene más días de sol de España y por consiguiente de Europa. Este anfiteatro, monstruoso, pero en declive suave, era hace treinta años un puro peñascal, seco, un canchal del infierno, con escasas tierras laborables al pie de los cuestos. En invierno corrían tres o cuatro torrenteras. Nosotros venimos de la nada. Mi padre tenía dos puntas de huerta y una casucha, que le había traído en dote mi madre, al pie de esa zona montuosa, al borde de la vega, que está entre los cuestos y el río. Mi padre solía decir:

—La fertilidad no les viene a las vegas de ahí —y señalaba el río— sino de ahí —y señalaba las torrenteras. De ese monte baja algo güeno, pero que muy güeno y todo eso se lo papan las vegas. Hay que cojelo a metá camino. Y eso lo va jacel Franciscu Clemente. Bajaban fosfatos arenosos y mucha agua. Dios derramaba el sol a manos llenas en el anfiteatro montañoso. Nosotros contuvimos el agua y acumulamos el estiércol a carretadas en un cuarto de siglo incesante de comprar tierra árida, cada vez de mayor extensión, vendiendo la tierra que fertilizábamos cada vez de mejor calidad. Pero las llaves de la fertilidad estaban en nuestras manos, en la altura. Un día llegaría en que la suerte de toda el área laborable que dominan los cuestos dependiese de nuestra voluntad, es decir, de la de mi padre. Cuando nos sentimos relativamente fuertes fabricamos en trabajos realmente inauditos, allá arriba, las tres llaves maestras: el pantano grande de la Santísima Trinidad —por el nombre de mi madre— y los dos pantanos pequeños, el San Antón y el San Cristóbal. Fueron tres pantanos de tipo ciclópeo —San Cristobalón nos ayude, solía mi padre decir— hechos con peñascos arrancados con dinamita, sin cemento ninguno, puestos en escollera, con rellano de piedra mediana y menuda, arcilla y arena. Los ingenieros de Madrid decían que era una locura y alguno quiso denunciar a mi padre por atentado a la salud y seguridad pública. Mi padre tuvo un genio casi divino y una voluntad y unos músculos de titán. Sostuvo una triple agotadora lucha con la naturaleza, con las leyes y con los hombres. Mi padre, no es que sea mi padre, es pura y simplemente un genio. Cuando le venían con interdictos y pamplinas él contestaba: Contra la naturaleza de la ley yo me pongo con la ley de la naturaleza y venceré. Los ingenieros de Cáceres y Salamanca, recién salidos de la escuela, decían: Un día acabará por estrellarse ese visionario terco de Cristóbal Clemente, que se cree un genio providencial, y no es más que un rústico presuntuoso. Sí, sí... Tres años llevaba firme, regando el San Cristóbal, un año el San Antón y los cartuchos de dinamita iban volando medio cerro de la zorrera para la obra gigante del Santísima Trinidad. A todo esto cada año echábamos fuera ya muchas arrobas de pimiento sin moler y habíamos empezado con los secaderos. A los ingenieros de Madrid se les habían reventado aquellos años entre Cáceres, Salamanca y Zamora, tres pantanos pequeños de cemento y de piedra labrada. Vino un ingeniero checoeslovaco y dijo: ¿Quién ha dirigido esto? Mi padre —le dije. ¿Ingeniero? —preguntó él. Era porquero —contesté— y luego vendedor de tocino. Aprendió a leer en papeles de envolver, quemando por la noche el tocino averiado que le daban para untar de día a los dieciséis años. ¿Y cómo ha hecho esto? Este es el sistema que se ha empezado a usar en Norteamérica. Es el pantano de tipo ciclópeo que quizá ensayaron en el Nilo o el Éufrates hombres antiquísimos. Pues mi padre, le dije, debe ser un hombre antiquísimo.

[88. El trocito de Imperio. Ángela, realidad de España]

Más tarde comprendí que Pizarro y Cortés hubieran salido de aquella raza. La dote de Ángela Clemente era esto: un trocito tardío y escondido del Imperio Español. Y no por ambición sino por poesía, por historia, quise casarme entonces con aquella dulce hembra de las Españas. Ella podía ser mi realidad de España. Sin recorrerla en el viaje de vuelta, mi suerte estaba echada ya, como Girard quería, entre la frontera francesa de Cataluña y la raya de Portugal.

[89. Prosperidad y dificultades de los Clemente]

—Ahora voy a decirle —prosiguió don Antonio— que nuestra situación hoy, 15 de julio, es brillante y apurada a la vez. Nuestra producción y nuestra venta llevan un magnífico incremento, pero para llegar a este nivel hemos llegado al límite de crédito razonable y prudente, dado nuestro modo de ser, contrario a riesgos y aventuras. Para que nuestro negocio con ustedes fuese redondo necesitaríamos incrementar la producción en estos años, empezando desde la próxima cosecha, pero para eso no podemos rebasar, dados nuestros ingresos normales, el nivel de crédito obtenido. Y no quiero crédito a base de beneficios extraordinarios: es la ruina. Como mañana verá usted, casi todo nuestro cultivo es en terrazas escalonadas, sobre el anfiteatro montuoso, con pequeños muros de contención. Toda una enorme superficie se riega como un jardín de juguete. El agua va saltando de terraza en terraza. En los límites de nuestra finca hay todo alrededor una serie de pequeños cultivadores vecinos que siguen nuestros métodos ya indiscutibles y se benefician de nuestros riegos. Si adquiriésemos esas tierras en el tercer año podríamos ya servir íntegramente el número de quintales señalado. De otra manera nos quedaremos con una parte.

[90. Ofrecimiento de crédito]

—El cultivo en terraza me es muy familiar, es el cultivo de mi país en el tránsito de la alta montaña a la llanura. Mi familia tenía algunos huertos así en Valencia de Arneo. Después éste es un cultivo muy extendido en la Provenza, que se ha vuelto mi país adoptivo. Me interesará mucho mañana estudiar su finca. Su relato me ha impresionado. Cuando usted conozca mi vida, verá usted hasta qué punto yo tengo que ser extraordinariamente sensible ante una historia así. Yo también procedo de la nada, porque me separé muy joven de los míos. No llegué a lo que ustedes, aunque la fortuna me favoreció con una predilección extraña. Pero mi estilo no creo que es indigno del de ustedes. Yo le voy a hacer una proposición todavía vaga e hipotética pero que quisiera tomase en cuenta como base de nuestras conversaciones de mañana. ¿Qué le parece si Girard y Castells, o sea nuestra casa, ofreciese crédito a ustedes o mejor entrara en cierto modo en sociedad con ustedes?

[91. Repulsa de don Antonio. El estado patriarcal cerrado]

—Lo creo imposible. No sé como me propone usted eso. Es usted casi un extranjero, acaba de llegar a nuestra tierra y apenas nos conoce. Aparte de eso nosotros formamos una organización familiar cerrada. Mi padre hizo el primer esfuerzo, embaucando, decían entonces, a sus hermanos mayores —él era el menor—; hermanos, primos, cuñados, primos de su mujer y demás parientes. Formamos ya en el pueblo una tribu. El pimiento ha apretado los más lejanos vínculos de parentela. Somos ya una organización patriarcal y el patriarca es mi padre. Si un pariente estudia médico, maestro, boticario, veterinario o cura y nosotros pagamos o ayudamos su carrera es para ser médico, maestro, boticario, veterinario o cura del pueblo. Para dar el voto a diputados o caciques no les pedimos puentes o carreteras sino que ayuden sobre todo a este patriarcado natural, que influyan dentro de la ley, fuera de la ley o contra la ley a que los nombramientos sirvan al funcionamiento regular y normal de esta patriarcal organización que para nosotros según el proverbio de mi padre es: la ley de la naturaleza contra la naturaleza de la ley.

[92. La puerta estrecha. Ángela]

—Y por ley de naturaleza sólo una puerta, bonita, lo digo sin modestia, pero rediablo, endemoniadamente difícil, hay para entrar en nuestro estado patriarcal. Puerta para usted imposible y cuya llave está en la mano de mi hija.

[93. Pretendientes de Ángela y su desdén]

—Y no es que nosotros queramos cerrar esta puerta a nadie. Ahí ha tenido los mejores partidos de Extremadura y Salamanca. Sus bodas —se lo digo bien francamente— con hijos de ricachos y aun de millonarios de por acá han podido resolver todos nuestros problemas de crédito con ganancia para todos. Nuestra finca con sus anejos está evaluada en más de tres millones de pesetas. Su valor en diez años podría sin duda doblarse. Ella no ha querido casarse con nadie y desde los quince años es la criatura más rondada y más cortejada de todo este país.

[94. Teodoro expone su proposición matrimonial]

—No se ofenda usted señor don Antonio Clemente, yo voy a decirle algo de corazón a corazón. La primera vez en mi vida que yo voy a hablar de un asunto parecido al que usted va a oír va a ser ahora. No diré a pensar. Se piensan muchas cosas. Hace dos horas he llegado aquí. He encontrado a su hija en la carretera y con negocios o sin negocios he pensado casarme con ella, si ella quiere. Cuando hablemos tres días y usted y su padre me oigan verán que no hay en esto sombra de interés sino pura y simple poesía y si quiere usted novelería. He pensado casarme con ella, cuando he creído que era una aldeana de rara hermosura, una especie de campesina prodigiosa. Se lo jura Teodoro Castells que nunca ha faltado a su palabra. No se ofenda usted señor Clemente. Y le digo más, ella sería la primera mujer de mi vida.

[95. Benevolencia escéptica de don Antonio]

—Usted me ofendería a mí —dijo él riendo con mucha gracia— pensando que me ofende cuando me honra mucho y a su vez no se ofenda usted mismo si le digo que en veinte leguas a la redonda soy el padre y el presunto suegro —siempre presunto— más habituado a oír esta historia guisada en todas las salsas hasta con su contera de proyecto de suicidio o de profesión en la Cartuja de Burgos... Y yo le voy a abrir el corazón. Me irrita en un principio que nadie se lleve a mi hija porque, perdóneme este orgullo, no he visto a nadie todavía digno de ella. Pero su terquedad en no casarse empieza a preocuparnos. Estoy por otra parte impaciente de que mi padre, que el pobrecito va a morir, muera sin tener a su primer biznieto en las rodillas. Está hemipléjico desde hace tres años: uno o dos ataques en dos o tres años y nuestro amado viejecito se nos habrá ido. Vamos a suponer que nosotros nos convenciéramos —y perdóneme la manera brusca de hablar— de que usted es lo que parece: un hombre sano, honrado, bueno, un comerciante inteligente, que ha ganado a puños una posición firme. Sí Ángela se enamorara de usted y nos sacara de esta pesadilla, ¿qué más querríamos?

[96. Palabras de Ángela sobre el primo Crisanto]

—Una vez el abuelo dijo que hasta con el hijo pequeño del Patato que es el hijo de un pariente nuestro, un muchacho más pobre que las ratas pero listo, guapísimo y a quien Ángela distingue mucho desde niña, la casaría. Y una vez el abuelo le dijo a ella en la mesa:

—Ángela, no te comas por dentro, no nos ocultes cosas... Si estás en secreto enamorada de tu primo Crisanto Yáñez, cásate con él de una vez que es un muchacho honrado, trabajador, de pañales limpios y ya le haremos hombre.

Y Ángela se echó a reír a carcajada sin sonrojarse un punto y contestó:

—Si yo estuviera enamorada de mi primo Crisanto, me habría casado ya con él y con todo el respeto que les tengo a ustedes, gustosos o no gustosos que fueran, casada con él estaría. Y les juro que nunca me recomeré nada por dentro. Ojalá tuviera yo algo que recomerme por dentro aunque no fuera más que para hacer boca. Nada, abuelo, le he echado yo al corazón, ¡qué digo de comer!, ni siquiera de merendar.

—Eso dijo Ángela y no ha mentido nunca.

[97. Estancia en casa de los Clemente]

El reloj de Torcuato Tasso, dio las ocho.

—Me he olvidado del tiempo —dije— y tengo ya que ir a la posada.

—Sus maletas, señor Castells, estarán hace tiempo en su cuarto de ésta su casa. Nada de lo que acaba de decirme impediría que aquí usted se quedara. Pero Ángela y su madre duermen estos días en la casa que tenemos en la finca. Comen y cenan acá o allá según les va. Ella, Ángela, tiene allí de mañanita y por la tarde cuentas y labores que ella lleva y en las que mi mujer le ayuda. Pero ya es hora de cenar y, ¡vaya! ¡vaya!, dentro de diez minutos va usted a probar infaliblemente el pimentón de Cristóbal Clemente e Hijo.

[98. La cena. Ausencia hábil de Ángela]

Nos sentamos a la mesa y Ángela Clemente no estaba. Al desplegar las servilletas, bendecida la mesa por el tío cura y hechas antes las presentaciones del abuelo y demás, la señora me dijo:

—Ángela ha estado aquí hasta hace un momento arreglando su cuarto y el de su mecánico. Me ha encargado que le diga que la perdone usted de no estar aquí. Se ha ido a la casa de la finca con sus primas porque hoy estaba la pobre criatura rendida de trabajo y el calor de esta casa del pueblo no la deja descansar. Mire que se levanta con el alba todos los días. Me ha dicho además, que como supone que usted irá mañana a almorzar con Antonio a la casa de la finca —la villa, le decimos nosotros porque se llama Villa Ángela— estará muy contenta de estar allí para hacerle los honores como usted se merece.

El abuelo, que estaba muy impedido para hablar pero que seguía la conversación con ojos extraordinariamente inteligentes y simpáticos era todo interrogantes. Antonio Clemente hizo como que no daba la menor importancia a la cosa y dio entretanto instrucciones a un criado sobre el sitio donde estaba algún licor viejo. El cura beatífico, ponía los ojos en blanco acariciándose las gordezuelas manos y me decía:

—No es por alabarla, pero una perla, una perla...

Ya estaba en el caldo de la sopa el oro rojizo del pimentón, y yo elevaba a mi boca la primera cucharada mientras pensaba: No me parece mal principio el de Ángela Clemente.

La cena fue la corriente que ellos hacían, salvo el vino, algunos dulces, el café, los licores y un cigarro habano. Y la cena, siendo la corriente estuvo bien. No me dijeron, como es uso en los pueblos, que aquello era lo corriente, cuando no suele serlo, y eso me pareció mejor. Sin mucha sobremesa, pues comprendí que madrugaban, a las diez estaba ya en mi cuarto.

[98. El cuarto de dormir]

El cuarto era, como toda la casa, bajo de techo, amueblado con muebles nuevos, de nogal brillante, comprados, sin duda, entre lo mejor de lo mejor del bazar de Cáceres o de Salamanca. Los muros y el techo estaban como recientemente encalados o pintados de un blanco ligeramente azul. Era una habitación grande, cuadrada, con dos ventanas a la calle Mayor y, sin duda, la mejor de la casa. Del techo pendía una lámpara de bronce Liberty con rosarios de cristal grueso tallado, que hubiera sido ciertamente más propia de comedor de hotel. Ocupaba el centro de la estancia un gran lecho nupcial de nogal, como los otros muebles, armario con espejos, mesa para escribir, etc., etc., que tenía una colcha muy bordada y unas sábanas con grandes iniciales. De una gran argolla del techo pendía un blanco y pomposo mosquitero de muselina.

Sobre la mesa de escribir había un candelabro de plata, con una vela de cera verde, retorcida en estrías salomónicas, una antigua vela de piano, que uno jamás se atrevería a encender. Sobre la cabecera de la cama presidía los sueños un gran cuadro de plata de Nuestra Señora de Guadalupe en bajorrelieve de galvanoplastia y en los otros muros había dos cuadros pintados al óleo, en marcos dorados: uno era una marina con asunto de Asturias o de Santander, probablemente una vuelta de la pesca y el otro un asunto pastoril de pastoras del Tormes, pastoras vestidas con el lujoso traje de charras y corderillos de nacimiento. Las firmas eran, para la marina: E. García Oliván. Madrid, 1906. Para la pastorela: V. Galofre. Roma, 1894. Pintaban, pensé, estos dos pintores sus asuntos desde bastante lejos. ¡Cuadros pintados de memoria!

Sobre una de las mesillas de noche un Corazón de Jesús de bronce, sobre otra de las mesillas de noche una Virgen de Lourdes de pasta fosforescente. En el lavabo dos o tres frascos de aguas de toilette para distintos usos, toallas de tres diversas especies y ¡oh!, se me olvidaba, sobre la mesilla de noche de la derecha, que era la del Sagrado Corazón, un artefacto con dos frascos de cristal tallado, grandes, uno lleno de agua y otro de jerez.

Todo esto y muchas cosas más lo había dispuesto Ángela escrupulosamente. Aquella habitación nueva, sin estrenar, estaba dispuesta para ser probablemente la alcoba nupcial de Ángela. Se habría ofrecido a otros huéspedes. Pensé orgullosamente que yo era el primero que allí dormía y no dejé de atribuir a esto intenciones y significaciones muy profundas.

[99. El retrato de Ángela. Optimismo amoroso]

Iba a apagar una de las numerosas luces que en este cuarto había, cuando en una rinconera en sombra vi un retrato de muchacha en un marco de plata. Y allí estaba, frente por frente de mi lecho, en una fotografía iluminada, sonriéndome, Ángela Clemente, con un historiado traje popular, que luego me dijeron ser el de las mozas de Candelario. No aumentaba mucho su belleza pero ella seguía pareciendo una de esas dulces y patéticas tallas policromadas en que las vírgenes españolas lloran y sonríen.

Me acerqué ya en pijama, tomé en las manos el retrato y pensé si no se habría puesto aquella misma noche, si no estaba todavía allí el olor fresco y suave de su mano.

El aire caluroso empezó a tejer en torno a mí como una onda del paraíso. Me pareció la cosa más oportuna del mundo el hacer del jerez añejo una compañía de cuarto de dormir y llené, ¡qué dirían de mí!, un vaso hasta los bordes. Apagué las luces, abrí las ventanas, caí en los colchones mullidos, en las frescas holandas y, ¡versátil corazón del hombre!, sin recitar los gozos a la Virgen de la Artiga, empecé a sentir la delicia de un mundo que nada tenía que ver con Rosa Krüger y que acaso nada tenía que ver tampoco con Teodoro Castells.

[100. «Villa Ángela»]

«Villa Ángela», en un soto fresco y frondoso al extremo oeste de la finca, era una granja con puntas y ribetes de hotel moderno de verano. Casi entraban por las anchas ventanas ramas de fresnos, castaños y nogales, se oía por todas partes un ruido cercano de fuentes, saltaba la oropéndola con su canto monótono de una rama a otra, llenaban de murmullos la distancia ranas y grillos. Era uno de los rincones más frescos de la alta y fresca Extremadura que se apoya en las sierras y sube hacia las lindes salmantinas.

[101. El almuerzo. La mesa bajo los árboles]

En el almuerzo no hubo exageración pero sí intención. No reunió Ángela muchos comensales —porque ella lo dispuso todo— pero ya serían alrededor de doce o quince. No hizo ella servir demasiados platos en la mesa risueña que compuso a la sombra de los altos árboles, ni quiso ofrecer una cocina demasiado típica de especialidades de pueblo ni tampoco quiso simular una cocina de ciudad, sino que se tuvo en un estilo intermedio, propio de aquel ambiente en que un día podría ser dueña y señora. Los comensales eran las gentes que sin duda ella más quería: sus dos primas Lupita y Felipilla, su amiga la del médico, el famoso primo Crisanto, el cura que la había bautizado y era naturalmente su tío, el viejo boticario que era tan alegre y decidor, el abuelo, sus padres. Y salieron las mantelerías que ella había bordado en las noches de invierno, las cristalerías y vajillas que ella había elegido en Cáceres, en Salamanca y hasta en Madrid, la plata que compró el abuelo cuando se coronó el pantano grande y que estaba sin cifras para ella y acá y allá sobre la mantelería las rosas que ella había cortado a última hora porque cuando llegué yo, un poco tarde, ella vino riendo hacia nosotros con un ramo de rosas frescas en una mano y unas tijeras de jardín en la otra.

[102. Ángela estrena su corazón]

Ahora pienso que era tan tierno, tan lleno de la dulzura patética, de la dulzura suavemente trágica que de toda ella emanaba, ver a Ángela Clemente tan en el mundo que se había formado ella, en el mundo de sus ilusiones.

Y acá y allá, entre el bullicio regocijado de la mesa, trozos sueltos de conversaciones me denunciaban que tal cosa se había estrenado aquel día, que tal otra no se había visto o no se había hecho nunca, que no se pensaba que aquel día se desplegase aquel mantel grande de mesa de honor para algún banquete futuro donde alternaban óvalos y losanges de ganchillo, uno con figuras de ángeles vendados y de ángeles arqueros y otros con vasos de frutas y de flores. En aquella comida, en que ella quitó hasta donde le fue posible toda pretensión aparatosa se estrenaron muchas cosas y se vieron otras que no se habían visto.

Más tarde comprendí, conmovido, que lo que había estrenado Ángela Clemente en aquel animado mediodía de julio era pura y sencillamente su propio corazón.

[103. Los ojillos del abuelo. Los brindis]

Los vivos ojillos del abuelo, ribeteados de rojo, color de dos gotas de agua de mar, a cada momento llorosos, iban de instante en instante de la nieta amada y bonita al señor forastero ora tristes ora alegres como si en su danza cambiasen por invisibles músicas. Hablaba poco, con dificultad, a la derecha del cura, que estaba entre él y yo. Y Ángela estaba lejos de mí entre las primas, en una esquina, con pretexto de ordenar el servicio. Hubo champagne o a lo menos algo espumoso, levantó la copa el abuelo, leyó un papel el sacerdote, que quién sabe cómo encajó mi presencia allí, el pimentón, la Santa Patrona del pueblo que era Santa María Magdalena, las virtudes de Ángela y la prosperidad de todos. Hubo claro está muchas alusiones jocosas o serias en estos brindis. Creo yo que al fin brindamos todos, para Ángela y para mí, unas veces por separado y otras celebrando a quien había dispuesto aquel festejo y a quien era tan digno de tal honor.

[104. El paseo por la finca al caer la tarde]

Sería más que mediada la tarde cuando nos acordamos del objeto o pretexto de todo aquello que era dar un paseo por la finca. Apenas quedaba una hora de sol. A los postres y brindis y café fueron viniendo otraspersonas invitadas a la segunda parte, parientes y notabilidades del pueblo, hasta la famosa tía Maravillas, tía de Ángela, inmensa, oronda, todavía bellísima, emperejilada, empavesada como una fragata, con sus dos hijos tontos, uno de 17 años y otro de 23, que traía vestidos de señoritos y cogidos de la mano como dos criaturas.

Soltaron las aguas en la finca para que se viese la abundancia, facilidad y belleza del riego y era una delicia en el atardecer caluroso de julio el olor húmedo y fragante de la tierra mojada. Se ensanchaba el área entera de cultivo, en la curva muy abierta de los declives, con un número innumerable de terrazas, que en alguna parte alcanzaban diecisiete pisos hasta la vega. De vez en cuando, en los puntos de vista que mejor dominaban la fértil extensión de matas verdes y tierra ocre, había un banco de piedra o de madera, una glorieta de rosas de bengala, una fuente, un cerco de evónimos, una palma. Eran como señales y regalos del amor de aquella gente a la finca de sus amores. Fue casualidad o fue obra de los estrechos y complicados caminos y escaleras de piedra, que corrían entre los tableros, o fue, pensando mal, intención de algunas personas o voluntad de Ángela misma, pero poco antes de acabar el paseo, cuando ya se veían los coches que en el otro extremo nos esperaban para llevarnos a Castromayor, cuando Ángela y yo nos encontramos solos y un poco alejados de las gentes. Estaba ella muy pálida, aunque el fuego naranja del poniente encendía su figura en algunas vueltas del camino. Pero la luz fue palideciendo y las sombras empezaban a volverse de color violeta.

[105. Ángela en la luz del poniente]

Estaba ella junto a mí en la luz violeta de la tarde, frente a un horizonte azul y plata de olivares del río, vestida de tul blanco con volantes, partido en dos el pelo negrísimo y tirante, recogido a los lados enrodetes. Le dejaba la mitad de los brazos de marfil un poco morenos e infantiles al aire, y un escote casto y redondo. Llevaba ella un collar de corales grandes de rosa y un pañolito de seda azul pálido con flecos ligeros sobre los hombros. En la mano traía una de aquellas rosas de Bruselas. Anduvimos más de diez minutos uno al lado del otro sin hablar palabra. Y yo vi que este silencio nos oprimía. Se oía el glu-glu lento del agua penetrando en la tierra. Llegamos a un ciprés ya en el término y ella se apoyó como desfallecida. Este gesto de cansancio no debía ser habitual en ella. Su carácter parecía contrario a cualquier muestra de debilidad. Se llevó la mano a la frente. Era ya un instante angustioso.

[106. Declaración de amor]

—Sabe usted Ángela que ayer he llegado a descubrir a su padre mi propósito de pedir su mano.

Me miró con ojos suplicantes primero, después con la interrogación ora alegre ora grave de los ojos del abuelito.

—¿Sí? —interrogó ella ilusionada.

—Sí, Ángela —afirmé yo.

—¿Sí? —interrogó esta vez con angustia.

—Sí —volví a decir.

Ella se sonrojó entonces, tuvo un leve temblor en los labios, miró al cielo de la primera estrella y murmuró muy lentamente: ¡Bendito sea Dios! Hundió el rostro en las manos un momento y cuando lo alzó me miró, como sintiéndose infinitamente abatida y pequeña, tenía en las mejillas las dos lágrimas de diamante de las dolorosas españolas y en el fondo de los ojos una honda melancolía. Luego dijo: Yo ya aquí me quedo, adiós... adiós...

[107. La rosa caída]

Recogió con pena la rosa que había caído al suelo como en un mal presagio. La alzó y me dijo:

—Toma, era para ti—. Cuando fui corriendo hacia los coches, me costaba volver la vista atrás. Me quedaba como una tristeza, como una amargura, como un remordimiento. Y tristemente le dije de lejos adiós con la mano. Y su pobre mano parece que quería volverse una paloma de alegría.

[108. La estrella de la tarde. ¡Adiós Rosa Krüger!]

En el cielo miré la estrella de Venus, grande, cristalina, zafiro, esmeralda y diamante. Adiós, le dije, Rosa Krüger.

[109. Conciertos de boda]

Aquella misma noche hablé con don Antonio de nuevo. Todo quedó condicionado a que mi padre adoptivo Monsieur Girard viniese o nos encontráramos en Madrid o Barcelona. Entre tanto las cosas se tendrían en un tono discreto sin darles todavía consideración oficial. Propuse yo marcharme al día siguiente pero don Antonio y su mujer insistieron en que me quedara por lo menos hasta acabar aquella semana. Estábamos a jueves. Dos días hicimos excursiones a lugares bellos y pintorescos, que alguna vez me recordaron las montañas regaladas de mi valle natal. Fuimos así a la Alberca, a las Batuecas, a las ruinas de Mérida y a la Abadía. Los otros días íbamos a almorzar y a merendar a «Villa Ángela», donde Ángela y las primas hacían los honores con mucha gracia. Nos dejaban algún rato solos como casualmente.

[110. El extraño noviazgo]

Empezó no un idilio sino una extraña situación de amor. Digo de verdad que yo me creía enamorado de Ángela. Era ciertamente difícil no sentir una estimación apasionada por aquella criatura.

[111. La rica de Castromayor. Melancolía del idilio]

Era tal como Henry Girard había dicho: «Una española bella, dulce, exacta, laboriosa, dócil, inteligente».

No podía ponérsele tacha. Su instrucción en las monjas francesas de Salamanca había sido bastante cuidada. Su formación moral y familiar, el tono de su conducta, su elevado sentido del deber, la hacían en todo irreprochable. Si su dote era como un trocito de Imperio Español, ella era como un último ejemplar de las ricas-hembras de España, porque eso son, aun en los medios populares, las señoras amas, las ricas de la tierra de Extremadura. Y no en el sentido económico sino en el sentido social, moral, autoritario, y poético, Ángela Clemente era nada menos que esto: la rica de Castromayor. Ella tendría siempre las llaves de la casa y yo los negocios de afuera, el timón de la nave. Iría y volvería y ella sería mi Penélope. Os he dicho que vivíamos en una extraña situación de amor. Vivíamos como cohibidos: ella triste y yo como si hubiera cometido algún crimen. Decían que ella antes era tan alegre aunque a veces con su punta de melancolía. Y yo tan hablador, tan decidor, tan contador de historias. Y no sabía qué contarla a ella. Me consolaba pensando que aquello podía ser el amor, porque el amor hace a veces de los tristes alegres y de los alegres tristes. Una sola cosa, tierna y profunda pude decirla. Estaba un día vestida de raso azul plomizo, con un hilo de perlas pequeñas. Era la tarde de la despedida y me pareció más hermosa que nunca. Yo se lo dije y ella tuvo una gran alegría. Y luego cogiéndola las manos y mirándola en los ojos añadí, después de un silencio:

—Cómo me gustará, Ángela, verte envejecer, verte cuando tengas hijos mayores, cuando nuestro cariño sea igual y sereno, cuando seas ya más que nunca la madre, el alma, la señora venerada de esta casa, la rica de Castromayor.

[112. Primer beso de Ángela y desilusión de Teodoro]

Empezaron a velársele los ojos y yo la di el primer beso, un beso tenaz, entero y firme, el primero de mi vida, estrechándola fuertemente en los brazos.

Ella me lo devolvía con una boca turbada y demasiado ardiente, como si todo el seco fuego de la tierra de julio estuviera en su boca. Se me quedó un momento como con el cuerpo aterido en los brazos, pálida y temblorosa, mientras le palpitaba el corazón hecho fuego. Era como una paloma con las alas heladas de frío y el pobre corazón de fuego, que sobre mi pecho soñaba los vuelos felices en el viento tibio de la tarde. Yo estaba a la vez lleno de terror y de desencanto. Tantas veces había soñado en la boca infantil, adolescente, de Rosa Krüger.

Y en sus besos frescos y fáciles, anegados en júbilo de primavera, húmedos, encantados, deliciosos de dulce fuego, largos y como adormecidos en la propia felicidad, llenos del ensueño y de la embriaguez de una especie de música del paraíso.

Me quedé como aterrado, desencantado, desconsolado del beso de Ángela. Los fabricantes de perfumes con quienes he tenido relación alguna vez por mi comercio de flores, me han dicho que de ciertos olores ingratos a ciertos aromas fascinadores no hay más que un punto en la gradación química. Pues os voy a decir una cosa horrible. Aquel beso, hondamente ingrato para mí de Ángela, degradado un punto, puesto ya en la plenitud de su fuego pasional y animal era ya para mí el beso fascinador de Coloma.

[176. Viaje a Palermo. Aparición de Persephone. Su figura]

Yo tuve que ir a Sicilia a comprar naranja; era un momento con España de guerra de tarifas. Me quedé unos días en Palermo en el «Hotel des Palmes». Era febrero. Se iban a cumplir a fines de mayo, dos años de mis bodas.

Estaba en el comptoir del hotel pidiendo un coche para ir a ver el templo griego de Segesta, que está a pocos kilómetros de la capital.

—Por el momento, señor —dijo el empleado— no tenemos más que un coche ligero de turismo. Se lo estaba diciendo a madame, pero lo encuentra caro y es cierto pues serían trescientas liras para aprovechar una sola plaza. Si madame quiere acomodarse con el señor entonces el precio quedaría reducido a la mitad.

Me volví. Madame sonreía.

Era una criatura como de veintitrés o veinticuatro años, vestida con una camisa de campesina griega o rumana, una falda clara de hechura popular y una chaqueta blanca al hombro, bordada de lanas negras y sedas de vivos colores. No llevaba nada sobre los sueltos bucles de un tono de caoba oscura, con reflejos rojizos. No muy alta, me pareció linda y muy bien hecha y vi además que me miraba sonriendo con aquella expresión infantil y un poco atónita que a mí me gustaba en las mujeres. Su mano jugaba con un collar de hermosas perlas.

Me dijo en un puro francés de París, que estaría encantada de tomar el coche conmigo.

—¿Es usted francesa señora? —le pregunté.

—Soy griega —respondió—. Mi nombre es Persephone Xariopoulus. Si usted quiere podemos salir mañana a las nueve. Mi cuarto, no lo olvide, es el número 25.

[177. Persephone de noche en el comedor. Su belleza y simpatía espontánea]

Aquella noche la vi bajar al comedor sola, bien vestida de tules negros, con un chal rojo de Venecia. Cuando se levantó de su mesa, casi al mismo tiempo que yo concluía, vino a mí con un aire muy familiar como si fuese un antiguo conocimiento y me dijo en francés:

—¿Tiene usted muchos ánimos de madrugar mañana?

—Sí, señora —le dije— tengo muchísimos ánimos.

—Yo ninguno —repuso ella —duermo todas estas noches muy poco. Sacó una pitillera y me ofreció. Encendimos y dijo:

[178. Sobremesa con Persephone en el «hall»]

—¿Vamos a tomar el café en el hall?

Se peinaba, como otras mujeres levantinas que había yo visto, formando con sus cabellos un casco pesado de bucles y sobre la frente le caía un flequillo rizado, casi hasta la línea de las cejas, sobre los ojos medio verdes medio castaños, grandes, magníficos.

Al atravesar el hall para ir a una mesa un poco separada oí como un murmullo. Ella se envolvía en el chal como en un paño clásico, dejando ver su brazo desnudo de formas simples y perfectas.

[179. Conversación sobre Palermo]

Ella dijo: Mi nombre es muy difícil para usted. No me llame Madame Xariopoulos. Tampoco Persephone. Llámeme Phoné. Mis amigos me llaman Phoné. Pidió con el café marrasquino de Zara helado. Y siguió, mientras duró nuestra conversación, hasta las dos, bebiendo y fumando.

Estuvimos hablando casi todo el tiempo de Palermo.

—¿Ha visto usted los saltimbanquis, los ventrílocuos, los charlatanes y los cantantes y músicos callejeros, los vendedores de drogas estrafalarias en esa calle grande y nueva que va a la estación?

Le hablé del cementerio de los Capuchinos, donde hay siete u ocho mil momias, a la vista, en largos subterráneos.

—Oh, lléveme algún día —dijo ella.

[180. El amor en Palermo. «Le ciel est par dessus les toits»]

De la muerte pasamos al amor. ¡El amor en Palermo!

—¿Ha visto usted la última plana de los periódicos, que trae todo los días cien misivas misteriosas de amor? No sólo son historias de casadas, sino de muchachas solteras. El amor en Palermo debe ser una cosa prohibida para todo el mundo.

Echó ella atrás la linda cabeza, aspirando una bocanada de tabaco y dijo con un aire de colegiala:

—¿Prohibida? ¡Qué delicia!

El sexteto iba tocando en tanto una canción pasada de moda cuyas palabras dicen:

Le ciel est par dessus les toits
si bleu, si calme.

—¡Oh! —dijo ella como recordando.

Y tatareó, como nunca he oído tatarear a ninguna mujer:

Le ciel est par dessus les toits
si bleu, si calme.

Se quedó mirando como en sueños una espiral de humo de tabaco.

[181. Atractivo profundo de Persephone]

Nunca he tardado tanto tiempo en darme cuenta de la belleza y el encanto de una mujer como la noche aquella de Phoné Xariopoulos. La miré. Bella, no sé hasta qué punto era bella, pero si yo había visto en mi vida una criatura infinitamente deseable era la que tenía delante de los ojos.

—¿Por qué me mira así? Vamos no sea niño, no me mire así.

[182. Intermedio del marqués Massis]

Un criado vino a avisarme:

—El marqués Massis espera al señor en el salón.

Era uno de los principales exportadores de naranja, un viejo siciliano de familia de marinos.