ÍNDICE

La biografía es, pues, el compendio de los hechos históricos más al alcance del pueblo y de una instrucción más directa y clara. Mucho trabajo cuesta comprender el enlace de la multitud de acontecimientos que se desarrollan a un mismo tiempo; pero nada es más fácil, ni hay cosa que excite mayor interés y nuevas simpatías más ardientes, que la historia particular de un hombre.
Domingo F. Sarmiento,
«De las biografías», en El Mercurio de Valparaíso, 20/5/1842

Nada importa saber la vida de cierta clase de hombres que todos sus trabajos y afanes los han contraído a sí mismos, y ni un solo instante han concedido a los demás, pero la de los hombres públicos, sea cual fuere, debe siempre presentarse, o para que sirva de ejemplo que se imite, o dé una lección que retraiga de incidir en sus defectos.
Manuel Belgrano, Autobiografía

A los vivos se les debe respeto,
a los muertos tan sólo la verdad.
Voltaire, Edipo

Quiero abundar en detalles precisos para obligar la gratitud de los investigadores futuros, ahorrándoles el trabajo que cuestan estas rebuscas.
Paul Groussac, Santiago de Liniers

PRÓLOGO

I

Un documento inédito justifica un libro de historia. Quince lo hacen inevitable, puesto que sería deshonesto por parte del historiador mantener oculto un tesoro que pertenece a la humanidad. Esas quince cartas de Santiago de Liniers a su padre y hermanas están en mi poder por un generoso acto de amistad y confianza. Las cartas inéditas a las que me refiero fueron transcritas y preparadas para su publicación (que no se realizó) por el general Louis Du Roure en 1995, con el título Jacques de Liniers, vice-roi de la Plata, par sa correspondance à sa famille: la Asociación Jacques de Liniers, de Orleans, las cedió para esta obra y Javier Liniers Bernabéu, amén de ser nuestro generoso intermediario, ha tenido a bien traducirlas, primero para su empleo en el presente volumen y luego para una edición fuera de comercio que él mismo realizó muy recientemente.

La transmisión de esos documentos se realizó por la vía del hermano mayor del virrey, como explica Du Roure en la introducción a su recopilación: «El mayor, Santiago Luis Enrique, que fue coronel de infantería, caballero de San Luis, poeta y músico, dilapidó su fortuna. Antes de la revolución recorrió España, Inglaterra y Portugal y más tarde la Argentina, donde murió en 1809. Se casó el 26 de Abril de 1781 con Charlotte-Marie-Félicité Le Normand d’Etioles. Ellos son los abuelos en cuarta generación de mi esposa, que es la propietaria de las diferentes cartas (creo que no publicadas) en las que me apoyo para hacer este trabajo».

La tarea que se impuso Javier Liniers Bernabéu como traductor de esas cartas, con el único fin inmediato de contribuir al presente libro, fue enorme. Y no estuvo exenta de dudas y temores, superados por último en el curso mismo de la labor. En el prólogo que escribió para esa versión, que sólo existe en soporte digital y en impresiones para uso privado, dice:

«Debo confesar que, como descendiente directo de Santiago Liniers, sentí algo de miedo al empezar a leer la correspondencia personal de mi antepasado por si pudiera desprenderse de su contenido alguna sombra de duda sobre la rectitud de su conducta, pero, a medida que fui avanzando en la lectura, se fueron despejando mis temores al comprobar que todo lo que había sabido de él a través de sus biógrafos y, sobre todo, por su hoja de servicios militares, se confirmaba e incluso se acrecentaba todavía más. Es de destacar, en este sentido, la que se puede considerar su última carta, enviada a su suegro, Martín de Sarratea, el 10 de Julio de 1810 y que se puede considerar un verdadero testamento ideológico, dada la proximidad de su fusilamiento, en el que resume su vida y sus principios.

»En este texto, auténtico monumento a la lealtad, despeja definitivamente todas las suspicacias que, derivadas de su condición de francés, alimentaron su absurda sustitución en el virreinato por otro marino, Hidalgo de Cisneros, héroe de Trafalgar, que figuró como último virrey con más pena que gloria, muy posiblemente por dejarse llevar por opiniones interesadas en contra de su antecesor al que en último término no tuvo más remedio que reconocer su valía.

»La existencia de las cartas que he traducido al español ha sido conocida por mí hace muy poco tiempo gracias a la asociación ‘Jaques de Liniers’, con sede en Orleans, que me ha entregado el gran trabajo realizado por el general Louis Du Roure al transcribir a máquina de escribir los originales que obran en poder de su mujer, que es descendiente directa del hermano mayor del virrey, el Conde de Liniers, que aparece repetidamente en los escritos. El trabajo, en el que me ha ayudado y supervisado Dominique Hardy, ha sido lento y árido, sobre todo en su primera parte, por haber trascrito literalmente Louis Du Roure dichas cartas con el fin de resaltar el ‘francés pintoresco’ en el que escribía nuestro personaje. La verdad es que agradezco sinceramente que el general haya realizado la inestimable labor de pasar a un francés legible la segunda parte de las cartas, pues de otra manera creo que no habría sido capaz de terminar la traducción.

»Espero que la difusión de estas cartas [...] no supongan variación alguna en la trayectoria de nuestro personaje, y sí puedan servir para avanzar en el conocimiento de la figura de Santiago de Liniers y para aclarar definitivamente muchos de los acontecimientos que tuvieron lugar y le afectaron a él durante su vida; sobre todo, en los años anteriores a las invasiones inglesas. También considero que resultan sumamente interesantes a la hora de comprender las dificultades que soportó nuestro personaje durante las diferentes etapas de que se compone su enmarañada existencia y cómo se sobrepone, con la gran fe que le caracteriza, a los reveses sufridos en su patria adoptiva y a la sensación de soledad que le sobreviene en muchos momentos por la lejanía de su familia y su tierra natal. Confío igualmente en que todo esto pueda contribuir al enaltecimiento de su persona, no sólo en Argentina, sino también en España, país al que sirvió sin fisuras y, por qué no, en Francia, de donde procedía con su gran carga de nobles virtudes que le granjearon el apelativo de ‘el último caballero’ otorgado por alguno de sus biógrafos».

II

Todo nuevo relato de acontecimientos que ya han sido narrados supone, a la vez que una reiteración, una superación inclusiva y un incremento de información —en caso contrario, no tendría sentido emprender la tarea— y una crítica de los precedentes, que en el caso de Liniers no son demasiado abundantes: tanto la biografía del gran hombre escrita por Paul Groussac (1907) con prosa inimitable, como las publicadas por Exequiel César Ortega (1944) y por Bernardo Lozier Almazán (1989) son, cada una en su medida, grandes contribuciones. No olvido la primera, Biographie de Jacques de Liniers, Comte de Buenos-Ayres & Vice-Roi de La Plata, de Jules Richard, publicada en Niort a mediados del siglo XIX, que tiene dos méritos: el de inaugurar la recuperación de la figura del virrey y el de proporcionar una genealogía de la cual, con correcciones, se han servido todas las demás. Hay que dejar constancia de la particular utilidad de algunos trabajos parciales sobre determinados períodos o aspectos de la vida de Liniers, que me fueron de enorme utilidad a la hora de abreviar la búsqueda documental: La «Real Fábrica de Pastillas» de los hermanos Liniers, de José Luis Molinari (1959), Don Santiago de Liniers, Gobernador interino de los treinta pueblos de las Misiones guaraníes y tapes, de Julio César González (1946) o las obras imprescindibles de Juan Beverina: El Virreinato de las Provincias del Río de la Plata, su organización militar (1935) y Las invasiones inglesas al Río de la Plata (1939).

Como bien expresara Julio César González (1946) en su extenso trabajo sobre Liniers en su papel de gobernador de las Misiones, «todas las biografías de Liniers consideran con relieve y características propios su actuación pública a partir de las Invasiones Inglesas, y como aspectos secundarios y meramente accesorios los sucesos anteriores, dejando sensibles lagunas que pasaron inadvertidas al juicio de los historiadores posteriores, quienes siguieron sus huellas sin variar mayormente sus conclusiones, ni interesarse por nuevas investigaciones, en el convencimiento de que se había agotado el estudio acerca de las actividades de este personaje».

Si hoy me atrevo a añadir unas páginas a la historia de don Santiago de Liniers y Bremond, caballero de San Juan, es en parte debido a que la generosidad de la familia Liniers en Francia y en España me ha permitido disponer de esas cartas del virrey que definen con mayor precisión algunos aspectos de su vida, sobre todo en lo relativo a los años previos a su actuación ante las tropas inglesas en el Río de la Plata; y en parte debido a notables avances en el ámbito de la investigación sobre la política británica para América: especialmente, la difusión del Plan Maitland por Rodolfo Terragno, que introduce variaciones, tanto teóricas como cronológicas, que inciden sobre el sentido y el propósito de las tentativas de invasión de Buenos Aires de 1806 y 1807.

A ello se agrega el hecho de que se carezca hasta la fecha de una obra en la que se incluyan por extenso ciertos documentos, reiteradamente mencionados pero condenados a la lectura en archivos y bibliotecas. Vaya por delante el ejemplo del muy citado Memorial al Rey Carlos IV sobre el estado de las Misiones Guaraníes y lo que en relación con ellas se podría haber hecho, de no haber mediado la incuria colonial, la obtusa visión de los funcionarios a cargo del Virreinato, y la burocracia cortesana. Julio César González, en el libro del que tomamos su opinión unos párrafos más arriba, dedica 269 páginas de la apretada tipografía de una cuidada edición universitaria (el doble en una edición comercial corriente) a glosar la acción del Liniers gobernador, pero no reproduce en ningún lugar el texto completo: remite a la única ocasión en que fue impreso (por Groussac, que no supo valorarlo, en La Biblioteca, que él mismo hacía, en el Tomo XII, ¡en 1896!) y a la copia manuscrita existente en el Museo Mitre de Buenos Aires.

Por otra parte, creo que es hora, después de muchas décadas de furibunda crítica a la dependencia argentina del Imperio británico, de poner algunas cosas en su sitio; la primera y más importante de las cuales es la que ya sugería Groussac en la edición de 1807 de su libro sobre Liniers, al decir que el destino de éste le «deparó la suerte inesperada de iniciar la independencia de un pueblo»: la reconquista y la defensa de la ciudad de Buenos Aires por su propia población, sin ayuda alguna de la metrópoli (y en más de un momento contra alguno de sus funcionarios locales), sumadas al hecho de darse un gobernante sin aguardar órdenes de Madrid, proponen una independencia de hecho de la remota colonia. Sucesos, además, todos ellos originados en una decisión absolutamente libre, sin influencias ajenas, lo cual la hace más significativa, si cabe, que la tomada en 1810, cuando ya el reclamo de libre comercio representaba, de manera específica, libertad de comercio con Gran Bretaña. Sabemos ahora que las independencias de las naciones americanas encajaban en los más estudiados planes de los ingleses, algo dado por supuesto por los críticos del imperialismo británico en el Río de la Plata, y lamentablemente explícito en la Representación de los Hacendados y el Plan de Operaciones de Mariano Moreno, de los que nos ocupamos oportunamente, pero no probado definitivamente hasta la investigación de Terragno.

Creo que todo esto se puede decir hoy sin temor a que ello vaya en desmedro de la figura del Libertador San Martín, guerrero aquilatado que comprendió que, en lo esencial, el Plan Maitland era el más sabio para obtener la libertad de estos pueblos, y que el resto se vería una vez logrado ese objetivo. A decir verdad, a medida que se va descorriendo la cortina de la historia oficial de San Martín, mayor resulta el valor del personaje, oscurecido y reducido en su inteligencia política por la institucionalización de su memoria. En todo caso, éste no es un libro sobre el Libertador, sino sobre su predecesor más directo en el campo militar, el primer caudillo popular del Plata, don Santiago de Liniers, o, como él mismo resolvió firmar, Santiago Liniers.

Capítulo 6
EL VIRREINATO ALREDEDOR DE 1790

Durante los siglos XVI, XVII y buena parte del XVIII, los territorios que constituirían el Virreinato del Río de la Plata, y especialmente los que hoy son Argentina y Uruguay, padecieron los problemas derivados del monopolio comercial establecido por la Corona, esto es, por los Austrias y los primeros Borbones, hasta que Carlos III intentó reparar el desaguisado. España no permitía el comercio intercolonial, y Buenos Aires tenía que hacerlo a través de Panamá, a un costo cinco o seis veces superior al que debían tener sus productos, escasos y de poco valor para un transporte conveniente a tan grande distancia. Castilla, y en esto no hacemos antiespañolismo al estilo de Groussac, incapaz de comprender lo que habían significado casi ocho siglos de guerra en el propio territorio, exportó a América su atraso y su condición, debida a la movilidad de las fronteras, de país predominantemente ganadero.

En los siglos XV y XVI, España era todavía «una aglomeración de mal dirigidas repúblicas con un soberano nominal a la cabeza» (Marx, 1960). Afirma Larraz (1943) que la unificación nacional española empezó con los Borbones. Y Carande (1983) observa bajo Carlos I,

«la supervivencia disociada de las economías de cada uno de los cinco reinos peninsulares, sin que ninguna organización superpuesta y asimiladora abriese camino a una economía nacional unitaria [...]. El aragonés era considerado extranjero por el castellano, y viceversa. Si las barreras aduaneras interpuestas los disociaban económicamente, el trato fiscal recíproco no difería del que dispensaban a los extranjeros».

Todavía en 1700 estaba prohibido el traslado de metales preciosos de un reino a otro (Hamilton, 1983). El historiador argentino Milcíades Peña (1970) sostiene que faltó «antes, durante y después de la conquista de América ese requisito básico y a la vez consecuencia primarísima del desarrollo industrial capitalista: la unidad nacional». Entendida la inexistencia de una unidad política y económica que, respaldando la acción conjunta de los cinco reinos peninsulares sobre el Nuevo Mundo, trasladase a éste rasgos estructurales distintos de los castellanos, será en Castilla, ejecutora de la Conquista, donde haya que buscar los antecedentes de la que sería la estructura socioeconómica de la América hispana.

El proceso de la Reconquista conformó los rasgos más salientes del desarrollo histórico español. Ocho siglos de lucha determinaron el surgimiento de lo que cabría denominar «economía de campamento». En su curso se estranguló la agricultura, impidiendo toda estabilidad y arruinando sin remedio a los labradores. Con la agricultura, se eliminó uno de los fundamentos de la acumulación de capital que España necesitaba desesperadamente y que hubo de suplir con los metales preciosos de América. La consecuencia más inmediata de esta situación fue el claro predominio alcanzado desde muy temprano por la ganadería en el conjunto económico castellano. La consecuencia mediata, en orden a la población, fue la liberación de las labores rurales de un crecido número de gentes que no encontraron otra ocupación que la guerra.

«Pocas sorpresas despierta el observar que, al coincidir el final de la Reconquista con el descubrimiento del nuevo mundo, y al cundir la fama de sus fabulosos atractivos, exaltado por el espíritu de aventura, muchos españoles no encontraran en la economía circundante recompensa a su trabajo, ni se creyesen debidamente adiestrados, ni estimulados por política económica alguna, dentro del país, y, teniéndolo en cuenta, prefiriesen abandonarlo, cuando, a la vez, nuevas guerras les prometían, ahora en suelo extraño, laureles y honores gratísimos siempre para el castellano activo y pendenciero», escribe Carande (1983).

En tiempos de los Grandes Austrias, España carecía de una clase capitalista, de una burguesía nacional en condiciones de invertir en el desarrollo interno. Sin agricultura ni, por las mismas razones, trabajo asalariado rural para el mercado, sin ciudades modernas —en el sentido de ser libres de los poderes corporativos—, las inversiones de capital en España eran hechas por la banca internacional de la época. El carácter de abastecedor de lana para la industria extranjera, sometido económicamente a sus clientes, es el factor más notable de la estructura española en la época inmediata al descubrimiento: se trata, sin duda, de un país condenado a la condición periférica, que la exporta a las colonias, junto con su soberanía, su población y sus limitaciones, propias de un proveedor de materias primas y receptor de productos manufacturados, en primer lugar textiles.

«Ninguna manifestación de la vida económica española tiene en su historia el arraigo de la ganadería», dice Carande (1983). Otro tanto puede decirse de la América española. El hecho de que, durante los siglos coloniales, las explotaciones mineras tuviesen una importancia esencial, debido al interés peninsular por los metales preciosos de aquellas tierras —interés en gran medida condicionado por la presión de la banca internacional de entonces sobre la Corona, como muestran Carande (1983) y Hamilton (1983)—, no debe hacer olvidar que la actividad económica capaz de fundamentar el sustento de los habitantes de los territorios conquistados, previo y prioritario respecto de lo que aquéllas pudiesen ingresar a la metrópoli, así como también capaz de contribuir decisivamente al comercio exterior español de exportación, fue, en las grandes zonas planas, como Nueva Granada y el Río de la Plata, con los llanos y la pampa, la ganadería.

Al fomentar la crianza y la conservación del ganado, los Reyes Católicos y sus sucesores de la Casa de Austria no hicieron más que acentuar las proporciones de un fenómeno determinado por las condiciones de la Reconquista. Apunta Carande que «desde el XIII los monarcas de Castilla ya se desvelan por fomentar la ganadería pensando, casi exclusivamente, en la exportación de lana merina» y «a partir del siglo XV culmina la fase de su apogeo [...] ya Alfonso X, al extender su carta de naturaleza a la Mesta tiene presente el peso decisivo de la lana en las exportaciones de Castilla».

La monarquía, desde los Reyes Católicos, alentó el proyecto de la unificación española. Obtuvieron al cabo una unificación administrativa. Para su propósito, la institución monárquica necesitaba debilitar a tres sectores de peso en la vida peninsular: la nobleza, las ciudades (de carácter medieval) y la Iglesia; se apoyó con ese fin en los ganaderos de la trashumancia, corporativamente organizados en el Honrado Consejo de la Mesta. Como informa Klein (1979), la «vida pastoril trashumante tuvo una evidente influencia en la destrucción de las fronteras de la Edad Media, que habían impedido todo progreso en las actividades comerciales. Las marchas de los pastores con sus rebaños, largas y metódicas, extendieron el mercado de los productos pastoriles más allá de los límites locales e incluso allende las fronteras».

Ahora bien: amén de la trashumancia, la penuria demográfica fue determinante en la formación del latifundio extremeño y andaluz, así como en la extensión y consolidación de la preponderancia de la ganadería en el conjunto del sistema económico castellano. Función muy semejante tuvo en América, donde la propiedad de la tierra adquirió un relieve aún mayor que en la Reconquista, en su condición de principal factor retributivo por la obra de la Conquista, y donde la concentración encontró mayores facilidades que en la Península.

El botín de conquista propiamente dicho —los soñados tesoros de incas y aztecas— fue, en general, muy escaso, aunque se lo imaginara esencial. Se lo enmarcó en el régimen de capitulaciones o contratos entre la Corona y particulares, que imponía un reparto de bienes fundado en el derecho de presas castellano, en el que el monarca debía retener una parte estipulada, las más veces la quinta, una vez liquidados los gastos.

Castilla no podía permitirse conceder premios, porque carecía de numerario, ni otorgar títulos, por un justificado temor de la Corona, atenta a la unificación de la Península, a dar lugar al nacimiento, en América, de una nueva nobleza, capaz de hacer definitivamente ingobernables unas colonias que, por su extensión y su distancia del reino, ya resultaban de difícil control. Debía, pues, retribuir a los hombres que asumían la empresa de la Conquista y la colonización con aquello que, a la vez que constituía un pago, aseguraba el cumplimiento del proyecto colonial: cargos públicos —fundamento organizativo— y tierras —garantía de asentamiento—. Se configuraba así un «botín territorial y burocrático» (Céspedes, 1972, y Meza Villalobos, 1941).

En los cerca de tres siglos que preceden a la creación institucional del Virreinato de Río de la Plata, con cabeza en la ciudad de Buenos Aires, tiene lugar un proceso de desplazamiento de la economía y de la población, desde el interior hacia el litoral atlántico y los ríos de la cuenca del Plata. Más aún: el Virreinato surge como formalización de ese desarrollo, y en él se reconocen por primera vez los rasgos de la futura nación, sus desequilibrios y sus desigualdades. La decisión de elevar Buenos Aires a la categoría jurídica de capital de un Virreinato que no fuera el del Perú, responde a la realidad de la concentración en el puerto de las corrientes comerciales de una región ganadera que ha crecido diferenciándose de las que inicialmente, en áreas próximas a la cordillera de los Andes y en el Tucumán, se habían tenido por principales, y aun a expensas y en desmedro de éstas.

La riqueza de Buenos Aires, ciudad viva, en realidad, sólo a partir del siglo XVII, y siempre alerta por la presencia del indio insumiso, la constituyó desde un principio, casi en su totalidad, la ganadería. La ilimitada campaña que la rodeaba se pobló pronto de ganado cimarrón, surgido de la hacienda llegada con las primeras expediciones. Don Pedro de Mendoza introdujo ganado yeguarizo —44 cabezas— en los días de la primera fundación de la ciudad, y se registraron ingresos de ganado vacuno en 1555 y 1570, desde el Brasil y desde Santa Cruz de la Sierra, respectivamente. No tardaron en extenderse las vaquerías, incursiones de caza de cabezas cimarronas destinadas a la obtención de cuero para el mercado. En fecha tan temprana como 1602, se expidió una real cédula autorizando la exportación de carne a los puertos de Brasil, Guinea «y otras islas circunvecinas» —a saber en qué estado llegaría—, y en 1609 el Cabildo de Buenos Aires, con apenas tres décadas de existencia, reglamentó las vaquerías (Diner de Babini, 1971, 1). De 1589 data el registro de la primera marca de hacienda. Hacia 1620, Buenos Aires contaba con un millar de habitantes y se extendía sobre unas pocas manzanas, mientras en la campaña, el ganado vacuno cimarrón podía estimarse en cerca de 100.000 cabezas (Marini, 1969). En 1633 se realizó la primera exportación de ganado en pie, con destino al Perú, desde Buenos Aires.

En una primera etapa, los réditos de la ganadería tenían su origen en productos distintos de la carne —que no se podía conservar adecuadamente para su transporte a largas distancias—: el cuero y el sebo (Coni, 1956). El cuero, tanto el de vacuno como el equino, servía para el calzado, los correajes, las monturas, los tapizados de muebles, la encuadernación, la fabricación de odres, estuches, tientos, y tenía numerosos empleos subsidiarios en industrias como la naval —en la sujeción de maderas— o la construcción —en los techados—. En el curso de un siglo, del XVII al XVIII, los cueros de exportación pasaron de decenas de miles a varios millones (Giberti, 1964), y para los días del Virreinato las curtidurías en actividad resultaban insuficientes para satisfacer la demanda. El sebo alimentaba candiles y se usaba en la soba de tientos y en la fabricación de velas.

La cotización de cuero derivó en la valorización del ganado y en la de la tierra, así como en consecuentes problemas de propiedad. La mencionada reglamentación de las vaquerías por el Cabildo de Buenos Aires partió de un criterio de derecho de propiedad que tuvo largas consecuencias en la historia posterior —hasta hoy mismo—: se consideró que, siendo el ganado cimarrón que se pretendía capturar descendiente del que había introducido Garay con ocasión de la segunda fundación de Buenos Aires, lo lógico era que perteneciese a los descendientes de los conquistadores que había llegado con él. En realidad, parte del primer ganado había llegado con Mendoza, pero ello no bastó a impedir que el Cabildo estableciese un registro en el que se inscribieron treinta y siete vecinos, reconocidos como descendientes de los compañeros de Garay y denominados accioneros, en los que Julio V. González (1956) reconoce «la matriz de una clase poderosa». Junto a los accioneros con licencia actuaban otros, por cuenta de portugueses, holandeses e ingleses, cuyos productos salían del territorio de contrabando. En cualquier caso, quien organizase una vaquería debía contar con un enorme capital, sobre todo a partir del momento en que la zona en que se incursionaba se alejaba de las proximidades de la ciudad, en cuyo caso era imprescindible disponer de una expedición armada en toda regla, dada la presencia del indio. En una consulta de 1719 que consta en los registros del Cabildo, por ejemplo, se determina que para llevar a cabo una vaquería hacían falta 150 peones prácticos en campos, 36 peones de Santa Fe, baqueanos, 1.600 caballos y 10 canoas, aparte carretas y víveres, durante siete meses, tiempo en que se estimaba la expedición (Lebedinsky, 1967).

El vínculo inicial de las vaquerías con la propiedad efectiva de las tierras viene dado por la atribución a cada accionero de un radio determinado para su actuación, y por el acuerdo de licencia para vaquear no sólo con la finalidad de aprovechar la carne y hacer grasas, cueros y sebos, sino también para formar rodeos en los campos de propiedad de los vecinos. Según Mendoza (1928), en 1589, año de la primera marca a fuego de reses, el «cabildo aseguraba la propiedad del ganado en forma tan severa que desde el primer cuarto del siglo XVII es la profesión del hacendado la más práctica y útil, especialmente la más lucrativa y muy estimada por los criollos, que vieron en la ganadería un porvenir grandioso para su tierra de nacimiento».

La estancia es, en su primera etapa, una marca a fuego. Cada año, en rodeos, los ganaderos marcan toda la hacienda que logran reunir y que carece de signo de propiedad. Sólo en el siglo XVII se ligan las cabezas de ganado a la propiedad territorial (Giberti, 1954). La primera estancia de la que existe registro documental implicando entrega de tierras, en el siglo XVII, es la de Francisco Fernández Meléndez, teniente general de los Ejércitos Reales, dada por merced en Magdalena, provincia de Buenos Aires.

El proceso de concentración del comercio en la ciudad de Buenos Aires —determinado por la decadencia del centro productor de plata peruano, el incremento de los beneficios de la ganadería, y la consecuente necesidad de una salida atlántica para los cueros y el sebo de la llanura pampeana, así como también para los productos que ya no se podían exportar al norte a finales del siglo XVIII— fue una de las causas de la elección de este puerto como cabeza de un nuevo virreinato. La región del Río de la Plata encontraba así una formulación institucional de su realidad económica, distinta de las de otras zonas del Imperio español en América. Por su parte, la Corona estimaba necesario dar este paso para preservar el monopolio comercial frente a la competencia del bloque comercial anglo-portugués.

La clase de los ganaderos había nacido en una etapa de la colonia en la que el Río de la Plata había estado fuera del alcance material de las instituciones españolas y había crecido al amparo de un Cabildo que, de hecho, gobernaba sin limitaciones. Esta clase no estaba especialmente dispuesta a acatar las directrices de la Península. Sin duda, prefería negociar su ingreso formal en el mercado mundial con el mejor postor, fuese éste España o Inglaterra. Por los días de la expansión napoleónica, pocos serían los que dudaran acerca de cuál era el comprador que más ventajas ofrecía. En términos económicos, la independencia, la creación del Estado argentino, no sería, veinte años después de la llegada de Liniers, otra cosa que el secuestro del aparato institucional del Virreinato por los ganaderos y comerciantes decididos a establecer intercambios de trato preferencial con Gran Bretaña, algo intolerable para un hombre de honor.

Si los ganaderos de Buenos Aires tenían reservas líquidas, no las debían a dos siglos de ahorro, sino a las ventajosas operaciones de exportación a Brasil que habían venido realizando durante el siglo XVIII a espaldas de la Corona española. Mientras el vínculo de la ganadería bonaerense con el mercado mundial se mantuvo fuera de toda legalidad, los compradores, comerciantes del bloque anglo-portugués, cobraron en metálico. No podían amparar sus transacciones en una relación política entre Estados, ni para contraer deudas ni para otorgar créditos.

No eran ingleses los que enviaban mercancías al interior: el contrabando era cosa de Buenos Aires, y eran los clientes porteños de los británicos los que se encargaban de esa parte del negocio: la naciente burguesía comercial de la ciudad, clase complementaria de la terrateniente, con la que tenía intereses comunes y lazos de parentesco, cuando no se encarnaban en la misma persona. Las dos clases, la de los ganaderos terratenientes y la burguesía comercial porteña, estaban definidas desde comienzos del siglo XVIII, y las dos tendían desde sus orígenes, con o sin una clara conciencia política de ello, objetivamente, por su desarrollo económico, a la independencia. El Virreinato no es, en este sentido, más que un intento jurídico, fiscal y militar, de poner límites a ese desarrollo, encauzándolo en función de los objetivos coloniales españoles. Cuando Cisneros, el último virrey, lo comprenda finalmente, el proceso ya será irreversible.

En 1790, el monopolio era la política invariable de la metrópoli.

Y los miembros más destacados de la clase dirigente local hacían fortuna con el contrabando y las vacas, no pocas de las cuales —o sus cueros, o su sebo— partían también de contrabando hacia Londres. Nadie puede precisar la cuantía de ese contrabando, ni quiénes exactamente, ni en qué proporción, participaban de él. Pero, de modo directo u oblicuo, todos los que van a rodear a los Liniers, a ser sus amigos, sus enemigos o sus amigos fingidos —aun el suegro de Santiago, Sarratea—, tenían que ver con ese negocio o eran sus abogados. Con algunas excepciones: el gran enemigo de los Liniers iba a ser don Martín de Álzaga, comerciante monopolista donde los hubiera, convencido de que todo debía pasar por Cádiz. En lo cual iba contra la corriente, porque Carlos IV, o Godoy, estaban pensando en ampliar el campo del comercio y, como dicen Tjarks y Tjarks (1962), «la Real Orden del 4 de marzo de 1795, que autorizaba al Conde de Liniers la exportación de frutos coloniales, abriendo de tal manera el tráfico mercantil con colonias extranjeras, era uno de los primeros pasos hacia la liberalización del mercado». Es decir, que Álzaga tenía sus razones para odiar a los hermanos franceses.

Capítulo 7
ENRIQUE, CONDE DE LINIERS

Mucho y mal se ha hablado de Enrique de Liniers. Se le ha tildado de aventurero, de aprovechado y hasta se le ha acusado de poner en peligro la de por sí delicada situación económica de su hermano Santiago. Pero era un hombre de múltiples talentos, como ya he mencionado, y con proyectos tal vez demasiado ambiciosos. No causó en absoluto la ruina de Santiago Liniers, sino que, como veremos más abajo, el Cabildo de Buenos Aires, con malas artes, dio lugar al hundimiento de ambos en una empresa que tenía posibilidades ciertas de proporcionarles una fortuna. Además, era el hermano favorito: no en vano el primogénito del virrey se llamaba Luis.

Groussac (1907) desconoce o finge desconocer su existencia; tan profundo es su desinterés por todo lo sucedido a Liniers antes de las invasiones inglesas que dedica a ello apenas diez páginas. Lozier Almazán (1989) dice que «el primogénito de los Liniers no tenía inclinación genuina por la carrera militar que había abrazado —en las condiciones que explica McPhee, supra, p. 86—. Su móvil principal era la ambición pecuniaria, que lo indujo a ejercitarse en el contrabando [como todo el mundo allí y entonces], la trata de negros, el comercio, la industria, el periodismo y la intriga diplomática». Yo no espero más ni menos de Lozier, que cuando habla de Miranda lo llama «oscuro conspirador», puesto que su profundo reaccionarismo lo lleva a barbaridades críticas como la que acabamos de leer: podemos disentir en cuanto al valor (o el coste) moral de la trata, pero a nadie en su sano juicio se le ocurre sostener que la ambición, el comercio, la industria y el periodismo, ni siquiera la intriga diplomática —oficio siempre reconocido por los Estados y en general muy bien remunerado— invaliden a alguien.

Felizmente, Lozier presenta la ventaja de dar hechos algunos trabajos al historiador que empieza a dar vueltas a la historia de Liniers, de modo que, tras afirmar que, por amistad con el conde de Fernán-Núñez [don Carlos Gutiérrez de los Ríos] obtuvo de Floridablanca «una vaga comisión en este virreinato [escribe en 1989], con facultades muy ventajosas», traslada al lector un memorial manuscrito de Enrique de Liniers gracias al cual «podemos inferir las razones que lo trajeron a tierras americanas». Escribe Enrique de Liniers:

«Yo había formado en París la más estrecha amistad con el Conde Fernán-Núñez, entonces embajador de S.M. Católica a la Corte de Francia; este caballero era amigo de la mayor parte de mis parientes y particularmente de la Mariscala de Noailles-Mouchy y de La Rochefoucauld [...]. Varias veces me insinuó solicitare destino en España; pero entonces mi corte tenía otros pensamientos sobre mí, y el Conde supo que se me destinaba a conducir un establecimiento en Madagascar [...]. La revolución destruyó este plan y el Conde me ofreció su recomendación cerca del conde de Floridablanca y Baylio de Valdez, que me mostraron bastante confianza para mandarme correspondiera con ellos y les participase mis observaciones sobre el estado del virreinato de Buenos Aires». [Citado por Lozier, 1989, tomado de la publicación La Biblioteca, tomo II, pp. 134 ss., es decir, editado por Groussac, que luego no le da sitio en su biografía del hermano.]

Pero no era ése el único plan que había llevado al Plata a Enrique de Liniers, con el grado de coronel agregado a las tropas de Río de la Plata, «sin goce alguno», según Real Despacho del 6 de junio, acompañado de una Real Orden expedida en Aranjuez el 24 de junio, dirigida al «Señor Virrey de Buenos Aires» —por entonces ya Nicolás de Arredondo, que había sucedido a Loreto—, con el siguiente texto:

«Excelentísimo Señor: El Conde de Liniers, Coronel al servicio del Rey de Francia, ha hecho presente de Su Majestad, que siendo como es en ese Virreinato tan grande la abundancia de carnes y granos, no puede dudarse de las ventajas que en ambas especies pueden sacarse por el medio de emplear las primeras en la fabricación de gelatinas, o pastillas de sustancia, muy útiles, duraderas y preservativas para las largas navegaciones, y los segundos en la extracción de aguardientes, o destilaciones, propias al uso y gusto de los indios, y de almidones con que poder surtir a poco coste esta Península [...]. El Conde de Liniers se halle con todos los conocimientos necesarios para emprender estas fabricaciones y seguro del buen suceso que han de producir en beneficio de la navegación y de la marina, ha pedido a Su Majestad le conceda tres cosas, a saber: Primera, privilegio exclusivo por ocho años, y casa a propósito para establecerlas en esa capital.-Segunda, su pase al servicio de España con el grado de Coronel del Ejército, sin sueldo.- Tercera, mil pesos fuertes por una vez debiéndosele entregar aquí cuatrocientos y los seiscientos restantes en esa ciudad. Su Majestad en vista de todo eso se ha dignado condescender a estas peticiones, y en consecuencia ha mandado expedir al Conde el Despacho de Coronel, sin sueldo, por el Ministerio de la Guerra». [Citado por Lozier, 1989, de las Actas del Extinguido Cabildo de Buenos Aires, serie III, tomo IX, años 1789-1791, p. 592, Archivo General de la Nación.]

En otro despacho, de 31 de agosto del mismo año, se precisa:

«Para que surtan las ventajas de que son susceptibles las fábricas de gelatinas, aguardiente de granos y almidón, que de orden del Rey pasa a establecer es esas Provincias al Coronel agregado a sus tropas Conde de Liniers, ha resuelto Su Majestad que Vuestra Excelencia le dispense su protección, y preste los auxilios correspondientes a remover los obstáculos y preocupaciones opuestas al fomento y progreso de dichas y de su Real Orden lo advierto a Vuestra Excelencia para su cumplimiento en inteligencia de que Su Majestad quiere que lo acompañe a dicho oficial su hermano el Capitán de Fragata Dn. Santiago Liniers, embarcado de Segundo en la Fragata Santa María Magdalena...» [ib. p. 593].

Muy importante había de ser el encargo, muy decisivo para la corte y para el destino de los ejércitos y la marina reales, muy mal alimentados en sus largas marchas y travesías, en las que el escorbuto se cebaba, para que se decidiese distraer a Liniers de sus labores en la defensa de Montevideo, puesto que el conde de Campo Alange había hecho llegar a Buenos Aires el anterior 24 de mayo, es decir, un mes antes del encargo a Enrique, una Real Orden en la que rezaba que se decidiese distraer a Liniers de sus labores en la defensa de Montevideo, puesto que el conde de Campo Alange había hecho llegar a Buenos Aires el anterior 24 de mayo, es decir, un mes antes del encargo a Enrique, una Real Orden en la que rezaba que

«los crecientes armamentos que en la actualidad está haciendo la Inglaterra dan fundado motivo al Rey para precaver cualquier empresa que intentase aquella Nación y resistir sus fuerzas, frustrando sus ideas, si no tuvieran efecto, como se espera, las negociaciones pacíficas que se han entablado; y a este fin quiere el Rey que, desde luego que reciba Vuestra Excelencia este aviso, vibre con una prudente precaución; recorra o haga visitar los Puestos de dependencia a su mando, y examine con anticipación los medios de los que podría valerse para la defensa en el caso de ser atacados; y reconozca, además, los enseres y efectos de artillería, sus armas y municiones, a fin de que, teniéndolas corrientes, pueda valerse de ellos en la ocasión, con utilidad del Real Servicio. Su Majestad está satisfecha de que, además de esta advertencia en general, le inspirará a Vuestra Excelencia el celo y honor de sus armas los medios de quedar glorioso en cualquier invasión que se intentare en el distrito de su mando» [ib., Archivo General de la Nación, cit. por Beverina (1939)].

El aspecto de la Ciudadela o fuerte de Montevideo era impresionante, pero Arredondo decidió aumentar el sistema defensivo con otra construcción. Liniers difería de ese criterio y redactó un memorial en el que se decía que nada de lo que se pensaba emprender tendría efecto alguno si no se contaba con un apoyo naval acorde con las circunstancias.

El Memorial fue enviado a Antonio Valdés y Fernández Bazán, impulsor de las expediciones científicas de Tofiño y Malaspina, empeñado por entonces en las obras del Arsenal de Cartagena, a cuya terminación sería designado capitán general de la Real Armada, un auténtico sabio en el terreno de la ingeniería defensiva.

Liniers escribe:

«[...] el conocimiento del patrocinio que merece a Vuestra Excelencia el celo de los vasallos que procuran ser útiles al bien del Estado, me estimulaba a ofrecer a Vuestra Excelencia mis ideas sobre materias importantes, fruto de las más serias meditaciones e ilustradas por las nociones del arte militar que me asisten [...] 1.º Ahorrar a Su Majestad el gasto de un millón de pesos que se van a gastar por lo menos en una obra completamente inútil. 2.º El asegurar la navegación de este río, y libertarlo de los mayores riesgos. 3.º Defender los dominios por el medio más económico y seguro, acreditado por todas las naciones de Europa las más aguerridas. 4.° Fomentar nuestra pesquería cuyas ventajas nadie mejor que Vuestra Excelencia conoce para el bien del Estado, tanto para su comercio como por el aumento de medios para su Armada [...]. Tengo conocimiento de que hay un Plan propuesto para una nueva Ciudadela de Montevideo, o el aumento de un ornabeque [hornabeque o fortificación exterior compuesta de dos medios baluartes trabados con una cortina] a la que ya existe, que se cae en ruina aunque es obra moderna [...] es evidente que agregar obras a una mala, es aumentar el mal sin remediar el daño [...] es axioma conocido que siendo dueños del Mar lo somos de la Tierra, por lo que propone la formación de una flotilla de lanchas cañoneras y la construcción de una serie de ‘torres o atalayas’ para transmitir señales o avisos con la mayor rapidez, una en la isla de Lobos, que se correspondería con otra en la isla de Gorriti, y sucesivamente en otro sitio de la costa en Pan de Azúcar, Piedra de Afilar, Isla de Flores, el Buceo, y últimamente el Cerro de Montevideo [...] en lugar de linternas deberían, estas dos últimas torres, tener en su cumbre un hornillo o fogón en el que se podría encender turba. Esta materia combustible debe hallarse alrededor de Maldonado y Montevideo en los sitios pantanosos, o en el caso de que no la hubiera, se podría transportar de Malvinas, donde abunda» [citado en Lozier, 1989].

Al mismo Valdés le escribe Enrique el 26 de noviembre, un día después de que lo hubiese hecho Santiago: «He hallado aquí a mi hermano ocupado del estudio de los medios de defender esta colonia combinando la economía y la seguridad del Plan y he dedicado muchos días a examinar con él los motivos en que se funda en la memoria que somete a las esclarecidas luces de Vuestra Excelencia y creo poder asegurar que todo militar instruido que tome un verdadero conocimiento del terreno no puede impugnar sus ideas». Salvo, por supuesto, el virrey Arredondo, que no hizo el menor caso a todo aquello. Tuvieron que desembarcar los británicos en 1806 para que algunos comprendieran el talento de Santiago Liniers, y aún hoy hay que salir en su defensa, recordándolo.

Enrique de Liniers debía de tener un grande y auténtico ascendiente en la corte española para cartearse con tanta soltura con Valdés y Fernández Bazán.

Y había llegado al Río de la Plata con dos objetivos precisos, además de una nave con 2.000 esclavos negros que había obtenido permiso para introducir desde Cádiz —al año siguiente conseguiría permiso para introducir 4.000 más—: redactar un informe sobre el estado de cosas en el Virreinato, lo que requería una gran confianza, al menos por parte de Floridablanca, y poner en marcha una fábrica de «pastillas de sustancia» para aliviar la penuria de las tropas en campaña y de los marinos en navegación.

Los memoriales de Enrique de Liniers a Floridablanca

Lo primero lo hizo con lujo de detalles, y defendiendo por todos los medios las posiciones de su hermano, en dos memoriales al conde de Floridablanca, de fecha imprecisa, aunque es posible imaginar que la primera, por algo que se dice en su texto, puede corresponder al final del invierno de 1791, en el que hubo gran refugio de ballenas «y se pudieron coger más de treinta». Esta suposición se la debemos a la ilustre profesora uruguaya Edith Vidal Rossi, que asumió la pesada tarea de transcribir ambos textos y publicarlos en un libro, Del Guaira a las Falkland (Memoriales olvidados del siglo XVIII), en una edición institucional limitada hecha por la Intendencia Municipal de Canelones, y que me ha autorizado a emplearlos en esta obra. Los reproduzco a continuación, íntegros, con el riesgo de que a algún lector les resulten reiterativos en muchos puntos. Se trata, como dice la profesora Vidal Rossi, de documentos «homólogos», que ponen el acento en el valor de la zona de Maldonado, tanto por razones estratégicas como de riqueza, tratan sobre el sistema de población y comunicaciones y sobre la explotación de mano de obra esclava y de presidiarios.

Primer memorial