Índice

Caballo en el monte

Capítulo 1

1 Los Trata (o Tatry), cordillera entre Polonia y Eslovaquia.

Capítulo 2

2 Reglamentaria en el ejército polaco.

3 Bosque virgen entre Polonia y Bielorrusia, famoso hoy día por ser el último bosque virgen europeo y que aún alberga bisontes.

4 Aleksandr Kołchak (1874-1920), uno de los líderes de los rusos blancos.

5 A finales de 1919, la retirada supuso la caída de Omsk en poder bolchevique.

6 Skorobochaty-Jakubowski (1878-1955), general de brigada en el ejército polaco, delegado del gobierno de Polonia en el exilio en 1940.

7 Vladivostok.

8 Los vientos buran (del griego bóreas -viento del norte-) o purga (del finés, purku - ventisca de nieve) soplan en Asia oriental.

9 Danzig.

Capítulo 5

10 En señal de penitencia y arrepentimiento, cf. II Samuel 13, 19.

Capítulo 6

11 Se refiere a S. Wyspianski (1869-1907), la cita pertenece a su poema Feliz, soy feliz (1906).

12 Medida de longitud equivalente a unos 21 centímetros, que es aproximadamente la misma distancia que existe entre el dedo pulgar y el meñique con la mano extendida.

13 El escudo nacional de Polonia es un águila blanca sobre un escudo rojo.

Capítulo III

Casi inmediatamente después de desembarcar, fui enviado al frente, donde pronto me encontré otra vez con la dureza de la actividad militar. En aquel tiempo, en Polonia, todo «bayoneta» (como se llamaba a los soldados) capaz de luchar era sacado de la reserva y movilizado rápidamente hacia el campo de batalla, en un acto semejante a cuando un jugador en medio de una mala racha aún saca de su cartera las últimas monedas que le quedan con la esperanza de ganar la última mano.

Entonces, el puñado de soldados procedente del Extremo Oriente fue reforzado y transformado rápidamente en la llamada Brigada Siberiana, la cual recibió órdenes de defender el río Vístula porque el enemigo había llegado hasta allí. Desde el principio presentí que encontraría un funesto destino en mi país natal. Mi hogar se encontraba ahora detrás de las líneas enemigas. Y peor aún, supe que mi hermana Marychna se había quedado allí sin pensar en protegerse de la invasión enemiga, como había hecho la gente más prudente. Entre los refugiados encontré a mis antiguos vecinos, quienes me dijeron que habían visto a Marychna al abandonar sus casas. Me consolaron diciendo que ella había crecido y era hermosa, y que durante mi ausencia sabía arreglárselas sin recurrir a la ayuda de otros y, por último, que estaba segura de mi regreso de la guerra, aunque cada año, el día de mi santo ofrecía una misa en conmemoración mía, porque una vez alguien le habló de mi posible muerte. Al mismo tiempo oí decir que los bolcheviques obraban a su antojo en las localidades ocupadas. Fácilmente podía imaginarme lo que significaba para una chica sola, que además era terrateniente, caer en manos de los «sans-culottes» del Este, a quienes conocía tan bien. Cada vez que pensaba en Marychna, el presentimiento de una desgracia horrible me atenazaba. Una extraña casualidad hizo que la dirección del contraataque de nuestra brigada se desarrollara exactamente a lo largo de la ruta que conducía hasta mi región. El ejército polaco empezó a vencer después del inesperado repliegue del enemigo a lo largo del Vístula y tras ser rechazado de Varsovia.

Empleamos toda nuestra energía para rechazar el atrevido ataque enemigo, íbamos tras él forzando la marcha, venciéndole a sable y bayoneta descabezamos su ejército, desprovisto ya de comandantes, y ante nosotros huían con la desesperación y la furia de un animal acorralado.

Poco después, perdimos contacto con las tropas en retirada. Siempre nos llevaban un día de marcha de ventaja; saqueaban, destruían, quemaban y robaban cuanto podían. En mi calidad de jefe de compañía, recibí la orden de ocupar y mantener un monte situado en una encrucijada de caminos hasta la llegada de tropas de refuerzo. Tan sólo algunas verstas me separaban de Jaskroniec, donde estaba mi heredad y donde había quedado Marychna

Encontrando a mi paso sólo merodeadores y soldados con largas barbas que habían desertado del Ejército Rojo con la esperanza de entregarse, es decir, apenas sin obstáculos, llegué con muy pocas dificultades hasta el lugar indicado en mis órdenes. En aquel monte, junto a la encrucijada, había una casa solariega rodeada por un viejo parque que yo conocía desde antiguo. Los dueños habían huido ante la tormenta de la guerra, los invasores ya llevaban allí algún tiempo, como demostraban evidentes señales de su presencia, breve, aunque aniquiladora.

Siempre me gustó aquella casa. Estaba situada en el camino que llevaba hasta el distrito, por donde yo iba a la escuela durante mi infancia. Siempre que pasaba por este lugar, en aquellos y posteriores días, me sorprendía la similitud de la casa y del jardín, de todo el conjunto, con la casa donde nací, donde me crié y viví con Marychna tantos años.

Tras haber constituido puestos avanzados y una vez que hube mandado los informes pertinentes a mis superiores, no pude resistirme a los antiguos sentimientos que me embargaban, y conmovido, empecé a examinar los edificios abandonados comenzando por la casa principal. Aquella casa daba ahora una triste impresión, generaciones enteras la habitaron y habían cuidado de ella durante muchos años, quizá siglos. Sin embargo, una fuerza impetuosa, extraña, hostil y destructiva profanó esa venerable morada, revolviéndolo todo para complacer los instintos más elementales de destrucción. Este hogar, levantado y reconstruido a lo largo de varias generaciones, había ido modelando el alma colectiva de la familia propietaria establecida allí tanto tiempo, todo estaba lleno de recuerdos tan valiosos como las más preciadas reliquias, las alegrías y las penas de aquellas gentes que nacieron, vivieron y murieron tras la protección de aquellos muros.

En las ventanas no quedaba cristal alguno. Los cristales no fueron destruidos durante los tiroteos, sino probablemente de forma deliberada a culatazos, palos o puñetazos descargados por la soldadesca aburrida. El entarimado de las habitaciones había sido arrancado. En el centro del comedor veíanse cenizas y carbones, restos de una hoguera que se había alimentado de muebles destrozados. No era fácil decir para qué hubiera servido a nadie dicha hoguera, pues estábamos en verano y el calor era sofocante incluso de noche, además al lado había una cocina bien provista para preparar la comida. Todos los muebles, armarios, aparadores estaban destrozados y hechos astillas. Mis pies pisaban espejos convertidos en añicos. El papel pintado de las paredes estaba arrancado desde el techo hasta el suelo, las paredes aparecían ahora repletas de inscripciones hechas a mano y dibujos de tiza, carbón y brea, semejantes a las inscripciones y dibujos que adornan los muros, las paredes de los cuarteles, las cárceles y fábricas de Moscú. La biblioteca, antaño compuesta de miles de volúmenes selectos y escogidos esmeradamente encuadernados, aparecía ahora reducida a un montón de papeles desordenados.

Me llamó la atención un libro grande en folio tirado descuidadamente en el suelo, con restos de dorado sobre orillas y cantos. Sobre el viejo papel amarillento estaban impresos unos carácteres griegos. Me incliné para ver mejor y reconocí el texto, que yo recordaba de días pasados: el divino Platón defendía al inmortal Sócrates para beneficio de la posteridad. Paseé los ojos inadvertidamente hasta el final de la página y le di la vuelta. Entonces me golpeó un fuerte hedor procedente del libro abierto. Heces humanas, en forma de charco glutinoso y repulsivo, cubrían la página vuelta. Supuse que los libros más elegantes de la biblioteca habían recibido, por parte de otros lectores ocasionales, el mismo trato que había sufrido la obra de Platón.

Lo que más me afectó ante la ruinosa visión de esta casa destruida fue la amplia variedad que adoptaba esa manera tan moscovita de dejar tras de sí un recuerdo hediondo y envenenado: en cada rincón, en medio de cada habitación, encima de los alféizares, sobre los colchones hechos jirones, sobre el teclado destrozado de un piano de cola destruido. Deseo muy singular, el querer convertir todas las cosas en una cloaca. Si esto tan sólo es el rastro que han dejado, ¿cómo será verlos a ellos mismos en persona? —pensé...

Un dolor casi físico ahogaba mi alma. Salí atropelladamente de aquellas malolientes habitaciones para pasear por el jardín.

Pero una vez allí, de nuevo las imágenes de pesadilla continuaban: plantas que habían sido traídas de latitudes meridionales, yacían arrancadas de raíz para que nunca más pudieran retallar; malvas, rosas, dalias, girasoles, todas cortadas a bastonazos o latigazos; manzanos y fructíferos perales de cuyas ramas colgaba la fruta todavía verde, tiradas sobre el destrozado suelo, arrancadas del tronco materno, en el cual se apreciaba una cruel herida blanca por la parte desgarrada.

Intentando apartarme de esta horrible visión, llegué, siguiendo una frondosa colina, hasta un pequeño lago, o más exactamente hasta un estanque, elemento habitual que casi siempre adorna las casas solariegas de Polonia. El agua del estaque, bordeada por juncos y torrentes, refulgía bajo el sol de agosto con destellos de plata fina y oro puro. Junto a la vegetación de la orilla, el estanque parecía cubierto completamente por una masa de brillantes y húmedas esmeraldas, como adormecidas por el calor de la tarde; en realidad eran lentejas de agua y los nenúfares ahora sin flor, lisos como platos llanos, flotando sobre las plácidas aguas, que parecían formar la verde superficie de alguna gema maravillosa.

Con alegría sumergí la vista en este húmedo rincón solitario. Súbitamente me pareció que bajo el agua de destellos argénteos y dorados había algo inmóvil y blanco, algo que recordaba a los montoncitos de nieve que se ven durante la primavera en el estanque al producirse el deshielo. Observé con más atención y comprendí que eran cisnes muertos. Uno, dos, tres....cinco....diez... A todos les habían disparado por simple placer, típico del desenfreno moscovita.

Ya de vuelta me percaté de otro detalle, muchísimo más desagradable. Siguiendo el paseo que pasaba por la orilla el estanque, vi todavía a algunos otros cisnes. También muertos. Sin duda alguien había tenido una brillante idea. Algunos sauces junto al estanque fueron hendidos de alto en bajo con hachas o con sables, hasta la raíz. En las horcas resultantes de esta acción fueron engastados los tenues y largos cuellos de estas aves. Las cabezas lisas de los cisnes con sus picos completamente abiertos sobresalían sin vida de un lado de los árboles, por el otro lado estaban los cuerpos inertes de las aves con las alas extendidas en un último gesto de desesperación. Algunas plumas al caer se habían pegado a la tierra, recordaban a los agarrotados dedos de quienes han muerto bajo tortura. Una pelusa gris y blanca acolchaba la hierba de alrededor moviéndose incluso con la más leve bocanada de viento.

Esa gente no perdonaba su origen noble ni siquiera a los cisnes, pensé afligido. El temor inmenso por Marychna me oprimía de tal manera que apenas podía respirar y me sentía igual que los cisnes en las horcas de madera cuyas mitades cortadas se cerraban tan ingeniosamente.