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Dedicado a todo el personal médico que a diario salva vidas en medio de grandes esfuerzos.

Juan Guillermo Ríos:

Para mis hijos Andrés, Sebastián y Zarai.

Para mis nietos Mariana y Juan Nicolás.

Para mis padres, Cecilia y Antonio, y mis hermanos.

Ustedes son el alma de mi existencia.

Andrés Ríos López:

Para mi hija Mariana, mi madre Gladys, mis hermanos Sebastián y Zarai y mi sobrino Juan Nicolás.

Y para vos, padre, este libro es tu vida y lo hice desde mi amor para honrar tu legado.

 

 

 

Memorias con paz, amor y buen genio.

© 2021, Juan Guillermo Ríos-Andrés Ríos López.

© 2021, Intermedio Editores S.A.S.

Primera edición, agosto de 2021

Edición

María Alejandra Mouthon

Equipo editorial Intermedio Editores

Concepto gráfico, diseño y diagramación

Alexánder Cuéllar Burgos

Equipo editorial Intermedio Editores

Foto de portada

Archivo autor

Transcripciones

Camila Pieschacón Barrera y Laura Camila López Velásquez

Intermedio Editores S.A.S.

Avenida Calle 26 No. 68B-70

www.eltiempo.com/intermedio

Bogotá, Colombia

Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor.

ISBN:

978-958-504-006-9

Diseño epub:
Hipertexto – Netizen Digital Solutions

CONTENIDO

Fue y volvió

Parte A: Mis raíces

Tres coqueteos con la muerte

De una quebrada a Villa Hermosa

La pobreza a través de rancheras, tangos y predicaciones

El trabajo de mi padre, la templanza de mi madre

El buen corazón de otros: siempre una opción para salir adelante

Huelga en el colegio, rock y el porqué empecé en el periodismo

Primer gran amor, matrimonio y a las “grandes ligas”

Parte B: El periodismo

Medellín, cuando vuelva, me verás rico y famoso

Alfonso López M.

Bélgica

Telenoticias y TV Mundo

Reportajes, 6 A.M de Caracol Radio, Tour de Francia 1983 y revista Semana

Mentores

El Noticiero de las Siete

La debacle

Parte C: La enfermedad

Crisis en todos los frentes

Abrazo a una maleta

El mal cálculo

San Pedro Claver

Ocultando lo que me carcomía por dentro

La cirugía

Todo salió bien, todo estaba mal

¡Se está muriendo! ¡Se está muriendo!

Vida en la Unidad de Cuidado Intensivo

Calle de honor y mis recuerdos de la UCI

Marasmo

Los doctores Nelson Rivera y Manuel Riveros

Colostomía y malla

El renacer

Parte D: Reflexiones

Enseñanzas de una vida de superación forjada en la adversidad, la pujanza y la espiritualidad

Reflexión final

PRÓLOGO

Fue y volvió

Este es un viaje maravilloso de ida y vuelta. De la fama y poder a su más sencillo origen. De la nada a tenerlo todo y de regreso a su punto de partida. Estuvo en la otra dimensión y retornó. Y todo a sus 73 años, sin saber montar en bicicleta, ya que nunca tuvo una.

Este reportero de nacimiento, como bien escribió su madre, tiene una tarea aún por hacer y no se puede ir sin terminarla. Creció en un barrio pobre de Medellín, rodeado de once hermanos y sus padres, y nada más. Solo tenía ilusiones y su tenacidad y persistencia, lo llevaron a ser el periodista más influyente de su generación. Pasó por todos los medios y siempre dejó estela. La más luminosa fue, indiscutiblemente, en el Noticiero de las 7, donde se hace más grande el tener más del ochenta por ciento del share de sintonía, así el “establecimiento” haya pedido su cabeza y sus socios la hayan entregado.

Tuve el honor de trabajar con él en 6 A.M de Caracol Radio, pero no éramos simplemente compañeros de oficio, teníamos una deliciosa complicidad; nos divertíamos trabajando y también trasnochando. Juan Guillermo tenía el olfato de ese reportero curtido, siendo para entonces muy joven. Conectaba con la gente a una velocidad impresionante. En nuestras madrugadas, con Yamid Amad a la cabeza, se planeaba la agenda informativa del día en Colombia.

De él aprendí muchas cosas, pero una en especial que aún cultivo, porque también la vi en mi padre, y es que todo lo que uno se propone es posible. Imaginen los lectores el atrevimiento de este muchachito de su época, de irse a hablar con Dan Rather y Walter Cronkite a los Estados Unidos. Así era Juan Guillermo para todo.

El recorrido de su vida es ejemplar por la sinceridad del autor que, teniendo como copiloto a su hijo Andrés, identifican la luz y la sombra de la vida de un famoso que sin nada lo tuvo todo, hasta una segunda oportunidad para contarlo.

Me emocionan muchos episodios. El narrado por su hermana cuando regresa a una sencilla habitación y se abraza a su maleta, solo comparable a su llegada a Bogotá con la ropa envuelta en una toalla.

Del BMW, del Cartier, del sastre en Londres queda el recuerdo, pero su esencia de la vida intacta, la misma que le permitió cerrar los ojos, solo temporalmente, y ahora disfrutar de otra etapa muy académica y, sobre todo, deliciosamente familiar.

Le creo cuando dice querer regresar a su Medellín y, mijito, con el cariño de siempre, me gustaría acompañarlo, ir a buscar esa fachada, la más linda de ese modesto barrio, la casa de los Ríos, y así vivir la emoción de los recuerdos de esta historia que nace de un pintor de brocha gorda y nos confirma que siempre es mejor comprar el pasaje de ida y regreso.

POR JULIO SÁNCHEZ CRISTO

Parte A:

Mis raíces

CAPÍTULO I

Tres coqueteos con la muerte

Ahí estaba yo, en un quirófano del hospital San Ignacio de Bogotá. Ahí estaba yo, en pleno diciembre de 1998, en un duelo con la muerte, en un forcejeo, en un pulso, apoyado en un equipo médico que hacía su mejor esfuerzo por salvar mi vida. Ahí estaba yo, luchando contra varios paros cardiacos y respiratorios. Ahí estaba yo, viviendo varias muertes, regresando y apegándome a la vida; una vida que nunca ha sido fácil y que tanto me ha enseñado.

“Dios mío, es Juan Guillermo Ríos y viene muerto”, alcanzó a decir, atónita, una enfermera cuando me recibió en la atiborrada sala de urgencias del hospital universitario San Ignacio de la Pontificia Universidad Javeriana, codeando con cierto estupor a su compañera. Son pocas las imágenes que mantengo de aquel momento en mi memoria, sin embargo, hay escenas patéticas que han marcado mi vida y que, en medio de un tropel de sombras, me persiguen a diario. “¿No sabes quién es? Es famoso, es el periodista, el de la televisión”, continuaba murmurando ella, tras un frío y desarreglado mostrador en el cual reciben a los pacientes. Poco a poco las otras enfermeras se fueron agolpando con la curiosidad propia que encierra la novelería. La noticia se esparció súbitamente con la fuerza irresistible de los rumores y habladurías. Mi último recuerdo de esta vivencia es la sentencia sarcástica y maliciosa de alguna de las asistentes que allí se encontraba: “Pues, mijita, hasta los famosos se mueren. Mírenlo ahora cómo está”.

Afortunadamente la premisa de esa enfermera no aplicó en mi caso. Sobreviví. Así es, di la lucha, cara a cara con la muerte y salí adelante. El costo ha sido alto, lo sé, pero la balanza me indica que, veintidós años después, todos los pronósticos de la época se han ido al traste y, el vivir cada día con intensidad, el poder disfrutar del amor de los míos y el valorar cada segundo de mi respiración, es un intangible que me dio Dios, el destino y, lo digo sin pudor, con humildad, pero con sinceridad: mi fuerza, mis ganas, mi amor por vivir.

“Juan Guillermo Ríos está vivo de milagro. Mejor, más allá del milagro, está vivo por su fuerza de voluntad, por sus ganas de vivir, por su fortaleza e intención de lucha por conservar la vida”, son palabras de uno de mis médicos, el doctor Manuel Riveros, cirujano digestivo y vascular; y uno de los responsables de mi recuperación.

Pero en sí ¿qué es estar vivo de “milagro”? ¿Qué conlleva la fuerza de voluntad? ¿Por qué no todos los seres humanos tenemos ese arraigo? ¿Dónde se forja la fortaleza? ¿Es Dios el único responsable?

Las preguntas son infinitas, las respuestas limitadas. Lo cierto es que un testimonio puede labrar el camino para que muchos encuentren alguna respuesta. En mi caso, el episodio vivido en los años 1998 y 1999, hasta hoy, ha fundamentado mi disfrute de la vida, el valor de muchas cosas y ha sido el sostén de mi espiritualidad. Pero mi vida es una vida llena de retos. Un carrusel de contrastes entre la pobreza, la templanza, el pundonor para salir adelante, el éxito, la fama, los errores, las crisis y, luego el reto mayor: encarar la muerte y vivir para contarlo.

Ese día de diciembre de 1998, en ese quirófano, mientras moría tres veces, era el epílogo a una vida bien vivida que oscilaba entre aciertos y desaciertos. Pero no es nada nuevo, al fin y al cabo, esa es la vida: caer y levantarse. El punto es ante qué situaciones lo hacemos y cómo lo hacemos.

La vida misma me tenía ante algo más. La vida misma me tenía que enseñar mucho más. Y yo, que salí del sector más pobre y deprimido de la comuna Villa Hermosa de Medellín; que me forjé con la entereza de mis padres al lado de diez hermanos; que logré abrirme un espacio y un nombre en el periodismo de Colombia; que tuve tres hijos y dos nietos; que herí, alabé, atiné y desatiné, yo, Juan Guillermo Ríos, tenía mucho que aprender de mí, mucho que aprender de mi familia y del mundo mismo. Y hoy lo agradezco.

La salud lo es todo. Con salud el ser humano puede conquistar cualquier meta, sin ella es muy difícil. En los últimos veintidós años, la salud y yo nos hemos querido y odiado. Pero el resultado final es estar vivo. Es el mejor y más agradecido balance. Una meta forjada en la fuerza interna, la voluntad, las ganas de vivir, la del espíritu en su expresión más diáfana: la de la tranquilidad.

En 1998, me descubrieron un tumor que envolvía uno de mis riñones. El cáncer creció en mí en un momento muy duro de mi vida en el que me acompañaba una separación matrimonial y una profunda crisis económica.

Mi testimonio habla sobre morir y vivir a partir del cáncer, de una cirugía que no salió bien y desembocó en una peritonitis fecal, de un coma inducido de más de cien días, de varios paros respiratorios y cardiacos, de una recuperación que conllevó un gran riesgo, de unos hijos que jamás me desampararon, de una familia invaluable, del sufrimiento silencioso de mi madre, de un acercamiento al espíritu, a Dios; de una carrera periodística que marcó un ascenso que nació en medio de una pobreza extrema en las laderas de Medellín y que me llevó a ser el periodista más famoso de la televisión colombiana en la década de los ochenta. A vivir instantes, a través de mi profesión como periodista, históricos e importantes para este país que contaré en detalle. Ha sido una vida al son de emociones y vivencias que forjan, que enseñan y que hoy, al mirar atrás, quiero compartir con ustedes.

CAPÍTULO II

De una quebrada a Villa Hermosa

Nací un 20 de diciembre de 1947 en una casa ubicada en medio de una ladera de la zona norte-centro de Medellín. Esa Medellín de la década del cincuenta era un pueblo que se despertaba con timidez, pero con vehemencia a su condición de ciudad. El Plan Piloto de Desarrollo elaborado por los urbanistas Paul Wiener y José Luis Sert recomendaba: “canalizar el río, controlar los asentamientos en las laderas, montar una zona industrial en Guayabal, articular la ciudad en torno al río, construir el estadio Atanasio Girardot y el centro administrativo La Alpujarra”.

La realidad superó la predicción y la capital paisa pasó, en 1951, de tener alrededor de 350 000 habitantes, a contar, en 1973, con alrededor de 1 000 000. Y es que ese dato refleja lo que ocurrió con mi familia y que, en sí, es lo que pasó con la población pobre que empezó a emigrar del campo a la ciudad, y a ocupar las laderas orientales y occidentales del Valle de Aburrá.

Mi primer recuerdo de infancia se remite al día de mi primera comunión. Mi madre, Cecilia Rendón, una mujer altiva, llena de valores y decencia, curtida en el arte de las matronas paisas de no dejarse vencer por la adversidad, sacar adelante a sus hijos y proteger a los suyos; tuvo doce hijos, uno de ellos, murió en el parto. Entonces quedamos once, sí, diez hermanos divididos en un primer lote de cinco mayores: Óscar, Estela, Jairo, yo, Edilma y Jaime Humberto –mi adorado hermano que nos dejó en el año 2019–; y un segundo lote de los más “pequeños” conformado por Gloria, Luz Marina, Mauricio, Sergio y Patricia.

Al frente de la familia, o, mejor, al lado de mi madre, estaba mi padre, Antonio. Pintor de brocha gorda y todero. Amante de los tangos y los boleros, le gustaba el trago y era un hincha enamorado de Atlético Nacional y que, de acuerdo con la disponibilidad de dinero, del contrato para pintar una casa, llevaba comida al hogar y de ahí se desprendían momentos de felicidad.

Mi recuerdo primario se centra en una choza ubicada en el hoyo de Misiá Rafaela, así se llamaba ese barrio (si así se le puede decir), cerca al cerro Pan de Azúcar, sector del barrio Sucre, enclavado entre Boston, Buenos Aires, Enciso y Caicedo, en las montañas occidentales que desde su imponencia veían, allá abajo, a la Medellín que progresaba rápidamente.

Muy cerca de nuestra choza estaba ubicada la quebrada de Santa Elena y ahí a diario mi madre se rebuscaba el sustento lavando y tejiendo ropa de otros vecinos o de clientes que surgían al son de la lejanía de la loma. Allá habían llegado mis padres, creo que con dos o tres de mis hermanos mayores, en medio de una colonización “no legal” y buscando establecerse en la urbe que podía brindar mejores oportunidades.

Bajar a Medellín era como ir a “Disneylandia”. Era la GRAN salida, era ir a la civilización, ponerse las mejores prendas de vestir (que no teníamos, pero así lo asumíamos) y ver los edificios y casas de cemento en dónde vivían los ricos, o los que para nosotros lo eran. Lo que sí era claro es que no podíamos seguir viviendo en el hoyo de Misiá Rafaela, que como su nombre lo indicaba: era un auténtico hoyo y cuando la quebrada se desbordaba, barría con todo. Además, la familia crecía, ahí llegaron uno o dos hermanos más, nacían en la casa como ocurrió conmigo; a nosotros nos sacaban de la choza, llegaba una señora –asumo que era la partera de la zona– y aparecían los bebés.

El día de mi primera comunión me estrené un vestido azul de esos clásicos que se usaban en la época. Yo me sentía pleno y feliz con saco, corbata y el sirio. Fue uno de los últimos eventos que recuerdo de nuestra etapa en el hoyo de Misiá Rafaela. Salimos con mis padres a través del monte, con el respectivo cuidado de no ensuciarme. Había que caminar unos quince minutos hasta llegar al paradero de buses, tomar un transporte, llegar al centro e irnos hasta la iglesia del barrio La América en Medellín. Fue la primera vez que monté en bus, en sí, fue mi debut encima de un medio de transporte a motor.

Después de la ceremonia mi papá estaba feliz. Me dijo que lo acompañara, se metió a un café-cantina, uno de esos tan tradicionales de los barrios medellinenses, y se tomó varios tragos. Yo me quedé ahí sentado observando el lugar, mirando a los otros señores, respondiendo su felicitación por mi primera comunión y viendo a mi padre orgulloso de mí. Todo lo anterior, al son de las canciones de Olimpo Cárdenas.

Un tiempo después, no fue mucho, mi madre llegó con la noticia de que nos íbamos del hoyo de Misiá Rafaela.

—Nos vamos, conseguimos una casa en Villa Hermosa, todos a empacar —manifestó Cecilia.

CAPÍTULO III

La pobreza a través de rancheras, tangos y predicaciones

Éramos trece en la familia, once hermanos más mi papá y mi mamá. La nueva casa solo tenía dos habitaciones y estaba en obra negra, pero después del rancho en el que viví mis primeros años en el hoyo de Misiá Rafaela, todo era ganancia y progreso.

Yo estaba muy pequeño aún y no sé a ciencia cierta cómo conseguimos esa casa. La hipótesis más certera que tengo es que eso se dio por el empuje de mi madre. Mi padre tenía otro tipo de liderazgo y mi mamá, que conocía mucha gente a la que le lavaba la ropa, tuvo contacto con integrantes importantes de la comunidad católica que le otorgaban esas casas a familias numerosas y muy pobres. La mía clasificaba con creces en esos rangos.

En la década del cuarenta se empezó a poblar lo que todavía se conoce como la comuna ocho de Medellín. Cabe recordar que la capital antioqueña está dividida toda en comunas. Así como Bogotá se divide en localidades, Medellín tiene comunas y es errada la versión que muchos creen al decir que las comunas de la ciudad son las zonas más pobres. No, por ejemplo: el Poblado es la comuna dieciséis y ahí vive la gente de estratos más altos.

Con Villa Hermosa, desde que los campesinos y la gente más necesitada empezó a asentarse en esa zona –que comprende las laderas centro orientales de Medellín y que colinda con Manrique, Santa Elena, Buenos Aires y el centro– se aplicaba en esa época el hecho de ser una zona habitada por familias muy pobres, muchas de ellas llegadas en medio de las migraciones campesinas que le huían a la violencia.

La Acción Católica se llamaba el grupo caritativo que nos dio la casa. Era un grupo de personas unidas por la iglesia y el sano deber de ayudar a los demás, que se organizaban y buscaban a gente de mayor poder adquisitivo para brindarle ayudas para conseguirle techo a otros. Ellos habían realizado toda la labor de construir esas casas, una de ellas a la que llegamos los Ríos Rendón –trece integrantes, como mencioné anteriormente–. Y es que las generaciones de antioqueños de inicios y mediados del siglo xx se forjaron en familias numerosas. Era una rareza ver hijos únicos; éramos núcleos familiares de cinco, siete, ocho, diez y once hijos. La falta de planificación familiar, la incultura, unida a un marco social de mantener un amplio legado y forjar uniones familiares más sólidas y, otros factores, se fusionaban para que esto se diera así.

La casa quedaba arriba. Era una de las últimas y Medellín se veía abajo. Recuerdo que cuando llegamos había mucho barro y la casa, que era esquinera, colindaba con la terminal de buses del barrio y con la montaña, el cerro Pan de Azúcar y las míticas letras gigantes de Coltejer que por años fueron símbolo de la ciudad.

No eran viviendas terminadas, las entregaban en obra gris, a medio hacer, pero para nosotros era un palacio que tenía dos habitaciones. Acomodar trece personas no era fácil, pero se hizo: en una pieza dormían las cinco mujeres y en la otra nos acomodamos los seis hombres. Había un espacio que, todo indicaba, iba a ser el baño, pero no fue así; ahí dormían mi mamá y mi papá. Ya el baño como tal, no existía. Había en el patio, que era tierra pura, un hueco, era una letrina, ese era nuestro “sanitario”.

“En casa de herrero, azadón de palo”, un dicho popular que, afortunadamente, no se aplicó en mi casa. Mi padre, como buen pintor, mantuvo nuestra casa impecable. Dos veces al año los hijos limpiábamos las paredes y Antonio pintaba la casa. El asunto resaltaba en el barrio, ya que la casa de los Ríos era, sin duda, la de mejor fachada. Eran tiempos en que eso se respetaba, no se hacían grafitis o se dañaban las paredes. La casa, con sus carencias, por fuera se veía impoluta.

La realidad externa indicaba que nuestra casa colindaba con la terminal de buses. El día empezaba a las cuatro de la mañana cuando el ruido de los motores, el movimiento de los buses, la jerga, las groserías de los conductores y sus ayudantes, nos hacía despertar. Todo terminaba al filo de las diez u once de la noche cuando el último bus hacía su arribo y podíamos descansar.

Al cabo del tiempo, para las muchachas del barrio –particularmente donde nosotros estábamos– lo más atractivo como “futuro inmediato” era tener un hijo con un conductor de un bus y casi todas las vecinas quedaron embarazadas de ellos. Eso era como lo máximo que podían conocer en esa época, a lo máximo que podían aspirar.

Recuerdo también que en la esquina entre la terminal de buses y nuestra casa era el fumadero de marihuana más impresionante. Entonces mi papá salía con una escoba a pelear con los marihuaneros: “¡Cabrones hijueputas, cabrones hijueputas!”, les decía. Cabrones era una palabra que mi padre usaba con mucha frecuencia. Los marihuaneros se retiraban, mi papá cerraba la puerta y al cabo de un tiempo volvían y todo se repetía.

Una de las ventajas de tener al frente el parqueadero de los buses era que cuando se iban, todo el terreno quedaba vacío y esa era nuestra cancha de fútbol. Los partidos que armamos ahí eran épicos y el equipo de los hermanos Ríos era duro de roer. Esos fueron momentos muy felices.

Nos levantábamos a las cuatro de la mañana. A esa hora se escuchaba en la casa un grito: “¡A levantarse cabrones que son las cuatro de la mañana y al hombre sin plata la cama lo mata!”, era mi papá. Cuando ya él decía a levantarse era porque él ya estaba bañado y vestido. Después, el turno para el baño era algo impresionante, porque era una muchacha, después la otra; primero las mujeres, Estela la mayor, de forma rápida y después la siguiente, una por una. Mientras tanto, el resto esperaba y rezaba el rosario junto a mi mamá: “Hoy tocan los gloriosos”, decía. Y en medio de los gloriosos: “Siga Edilma al baño, le toca el turno a Luz Marina. Santa María madre de Dios… Le toca el turno a Óscar (el mayor). Ruega por nosotros los pecadores, ahora que siga Jairo pa´l baño”, y así hasta que nos tocaba a todos.

Digamos que, en un término de cuarenta minutos o una hora, todos, once hermanos y mis padres, estábamos bañados. Luego, en una especie de fogón a carbón, en la olla se hervía la panela y ahí se hacía el agua de panela con arepa para el desayuno. Mi madre se encargaba de la repartición.

Junto a mi casa y al parqueadero de los buses se formaban cuatro esquinas y en dos de las cuatro esquinas había dos bares. A nosotros nos acostaban al filo de las siete de la noche. Todos teníamos que estar en casa y acostados a esa hora. Mi mamá le ponía una tranca a la puerta y nadie salía. Hoy entiendo que lo hacía para protegernos, para que no tomáramos malos pasos, para cuidarnos.

Y ahí, acostados casi que los unos encima de los otros, todas las noches escuchábamos la música de las máquinas tragamonedas de los bares cercanos; de esas rocolas a las que les echa uno la moneda y escoge el disco. Tangos, tangos, tangos, boleros y más boleros y, lo que en Antioquia se llama música vieja, fueron el arrullo diario y lo que luego cimentó nuestra cultura.

Uno de esos sitios era el bar de Judith, que, según las malas lenguas, decían que era un prostíbulo. Los conductores llegaban de sus turnos, parqueaban el bus y se iban a “botar” el estrés a donde Judith, que, por cierto, nos decían que era una señora mala y al final, junto a su hija Rosita, administraban el lugar al son de las tertulias, el trago y la música.

CAPÍTULO IV

El trabajo de mi padre, la templanza de mi madre

Nunca aprendí a montar bicicleta. Dos razones se suman: la primera porque en mi casa y en el barrio esos regalos no se veían y, la segunda, porque ya en la adolescencia y adultez las prioridades eran otras.

Diciembre era un mes acéfalo en cuanto a los regalos o “traídos” (como decimos en Antioquia). Eran días aciagos en nuestra familia en Villa Hermosa. Todo lo veíamos pasar: veíamos pasar la gente, veíamos pasar los regalos y, muchas veces, veíamos pasar la comida.

Y no me quedo en el lamento, me remito a los recuerdos de una realidad vivida y el haber salido adelante gracias al empeño, esfuerzo, dedicación y recursividad de mis padres y, en sí, al trabajo en equipo de toda la familia; empero, eran once bocas las que había que alimentar en medio de una situación socio-económica muy difícil.

Cuando a mi papá le salía un contrato, había felicidad en la casa. En esa época, de pronto aún ese esquema de trabajo se mantiene, para un pintor como mi papá, trabajar por contrato consistía en que por un tiempo le pedían que pintara una casa o un local. Ahí don Antonio llegaba feliz y le decía a uno de mis hermanos: “Jairo, vaya a la tienda y compre una libra de panela y compre harina para hacer las arepas”. Cuando mi padre tenía contrato, nos sentíamos “millonarios” y había la opción de las tres comidas diarias y se garantizaba el “diario”. No recuerdo en mi infancia que se haya hecho un mercado en la casa, no, se compraba al diario y, cuando no se podía pagar, se fiaba.

El olor a maíz hervido, el ruido de la matraca de la máquina de moler, el olor de las arepas asándose y el agua de panela hirviendo en la chocolatera, son recuerdos inconfundibles de esos momentos en los que todos los integrantes de mi familia realizábamos labores en equipo bajo la coordinación seria, implacable, disciplinada y eficiente de mi madre Cecilia.

Ella, digna arriera que supo mantener a salvo el hogar de cualquier mal externo. Ella que demostró el amor por sus hijos capoteando toda suerte de situaciones difíciles. Ella que administró con honor la pobreza que vivimos. Ella que nos enseñó el camino de la rectitud, las buenas maneras y el espíritu por salir adelante. Ella, que ya no está y que cada día la llevo en mi corazón y a la que siempre le dedicaré cada uno de mis logros y mi vida. ¡Qué grande mi mamá: Cecilia Rendón!

Mis hermanas se encargaban de hacer las arepas. Los hombres teníamos que moler el maíz en la máquina. Esa máquina se adhería a un borde de la cocina y de forma manual se trituraba el maíz. Mi madre, en la parrilla, se ocupaba del proceso de cocción y listo: quedaban unas arepas deliciosas. Esos momentos eran un gusto.

Un día a mi papá, después de cumplir uno de sus contratos, le dieron un cemento y lo trajo a la casa. Entonces encementó la sala, que no era sala si no que oficiaba como “habitación” de mis hermanas. Súbitamente, por un momento, nos convertimos en los “ricos del barrio”. Era la casa mejor pintada y, adicional a esto, ya se corría la voz con un: “¡Uy, los Ríos encementaron!”; y se asomaban por las ventanas y miraban.

En otro contrato que se ganó, Antonio encementó la otra pieza, después la segunda pieza y, por último, el pedacito donde dormían ellos, mis padres. Entonces sobró otra porción de cemento y le dio por encementar el patio, curiosamente no encementó ni el baño ni la letrina, eso no lo hizo. El caso es que tuvimos casa pintada y encementada, gracias a ese esfuerzo de mi papá.

Las tareas de la casa se repartían así: mi mamá y mis hermanas, la cocina y la ropa. Mis hermanos: el aseo del resto de la casa. Yo tenía que lavar el patio y me entregaban una esponja para quitar el musgo. Mi mamá me decía:

—El patio no puede tener musgo, que brille.

Yo hacía mi labor y le decía:

—Sí, mamá. Mamá, ya acabé.

Y ella inspeccionaba:

—A ver yo reviso. No, señor: ¡Falta allá! ¡Falta en la pared!

Junto a mis hermanos nos tocaba lavar el baño, perdón, no era baño, era la letrina. Cero guantes, tocaba arrodillarse y limpiar con una esponjilla y jabón el hueco y el piso. “¡Que quede limpia, que no quede nada de mugre!”, ordenaba mi mamá. Una cosa buena de esos momentos era que yo, mientras limpiaba, cantaba rancheras de Miguel Aceves Mejía –mi ídolo del momento– y también repetía a la perfección y en un acto histriónico, el sermón que el padre había dado en la misa. Como en esas casas todo se oía, los vecinos le decían a mi mamá que yo cantaba muy bonito y que tenía vocación para irme al seminario.

Al cabo del tiempo, mi papá logró encementar el baño y salía un chorro pequeño de agua. Hasta que yo viví en Villa Hermosa no conocimos el sanitario, solo la letrina. Cuando nos pasamos a Manrique Central estrené uno, aprendí como se soltaba y todo su funcionamiento.

La recursividad se potencia en medio de la necesidad. Mi mamá era una estratega total en ese ítem.

—Mijo, usted se tiene que ir casa por casa para que le regalen periódicos y mire a ver que más —me decía.

Entonces yo bajaba por las calles empinadas de nuestro barrio y llegaba a Boston, en esa época y por un par de décadas más, ese barrio fue de gente adinerada de la ciudad y se veían casas muy bellas.

—Es tan amable me regala los periódicos y si tiene algo más —decía yo al tocar en las residencias de esa zona de la ciudad. Llevaba una bolsa y no solo me daban periódicos, también obtenía panela y un día una señora me regaló una olla con arroz.

Al llegar con los periódicos a mi casa yo le decía a mi mamá que ahí estaban y le preguntaba si los iba a leer.

—No, mijo, vaya a donde don Libardo, que es el carnicero, y dígale que si le cambia los periódicos por hueso.

Entonces yo iba a donde don Libardo y él desde que me veía exclamaba:

—Mijo, ¿qué se le ocurre, qué va a comprar?

—Nada —respondía yo con mucha timidez.

—¿Trae plata? —decía don Libardo desde el mostrador.

—No, señor.

—Entonces hágase allá… —me ordenaba.

La carnicería quedaba en la esquina y desde ahí veía a mi madre que, desde la puerta de la casa, me afanaba.

—¿Quiubo, mijo, nada?

Y yo ahí parado viendo como la gente compraba y don Libardo los atendía. Al cabo de un rato el local se desocupaba y Libardo se fijaba en mí:

—¿Qué es lo que quiere, mijo?

—Que mi mamá le manda a decir que si cambia los periódicos por hueso.

—¿Cuántos periódicos trajo? A ver yo veo.

Era un arrume de periódicos que en esa época servían para envolver la carne y así se la entregaban a los clientes. Algo impensado en la actualidad.

Entonces él cogía una cosa que se llamaba el hueso de tarro y nos encimaba los gorditos de la carne que la otra gente no llevaba. Mi mamá cogía el hueso de tarro y nos hacía caldo de hueso de tarro y fritaba los gorditos. Entonces los gorditos fritos los echaba al arroz y a los frijoles. Con ese ingenio y temple de mi madre, logramos vencer el hambre.

El kínder lo hice donde doña Eugenia, una señora que hacía labores de caridad para la iglesia y que vivía en una casa grande que servía de locación para acoger niños como yo, para que aprendieran sus primeras letras. Sagradamente mi madre me llevaba, me daba la bendición y era un espacio distinto en donde cultivé amigos de la infancia como Jaime Rubio.

En esa época, año 1955, sucedió algo simpático y es que un día mi papá llegó borracho, tomaba fuertemente, y, entonces, la alegría que emanaba era porque Atlético Nacional había quedado subcampeón del fútbol colombiano. Tenía un vago recuerdo del título de Nacional en 1954 y, ahora, veía a mi papá feliz sin pelear con mamá; todos en la casa alegres.

Medellín había quedado campeón y Nacional subcampeón y eso fue para mi papá un acontecimiento histórico. Comencé ahí a tener historia de Atlético Nacional al son de las historias que nos contaba mi padre y de las noticias que compartíamos con mis hermanos sobre el cuadro verdolaga. Cuando jugábamos fútbol nosotros decíamos: “Somos Nacional y los otros son Medellín”. Y así era, eran los partidos de Nacional contra Medellín: “¿Quién es de Nacional? —¡Yo!— ¡Entonces hazte acá!” Un legado de mi padre…

¿Hoy me pregunto por qué no fui chofer de bus o atracador? Fue por mi mamá. A las seis de la tarde ella daba la orden de trancar la puerta con un palo. “¡No sale nadie y cierren las ventanas!”, era la orden. Y fue muy sabia. Con el tiempo el barrio se empezó a llenar de delincuentes, recuerdo a uno que le decían Tony y era novio de una de las mujeres más bellas del sector, una que se parecía a Sarita Montiel y en las misas yo la veía a la distancia al lado de Tony que, fuera de maleante, ¡no tenía dientes! La más hermosa con el atracador desdentado del barrio…

Luego de cerrar la puerta empezábamos a rezar. Primero el rosario, luego los mil Jesuses, luego una novena y ya no recuerdo qué más. Pero el asunto agradable era que después de los rezos, mi mamá le subía al radio y escuchaba Sandokán, el tigre de la Malasia, Chan Li Po y El derecho de nacer. También había un concurso de canto en la emisora de RCN, el Peso Fabricato, y un día mi hermana Estela fue a cantar y la eliminaron…

Esa disciplina de mi madre y su olfato para intuir los peligros del sector y protegernos, me salvo de estar muerto o en malos pasos. La gran mayoría de mis amigos de infancia y adolescencia no corrieron con la misma suerte.

CAPÍTULO V

El buen corazón de otros: siempre una opción para salir adelante

En la vida es así, siempre hay gente que ayuda. Eso, afortunadamente, no se ha perdido. La empatía, la solidaridad y el ayudar al prójimo son aspectos que encontré y aprendí de personas que en esos años tan duros nos dieron la mano, y que, de no ser por muchas de ellas, yo no hubiera tenido opciones para surgir en la vida.

En la esquina opuesta a nuestra casa funcionaba la CARE, una organización católica americana-europea que surgió después de la Segunda Guerra Mundial y que repartía ayudas a los más necesitados. En Villa Hermosa, cada ocho días, se esperaba con mucha ansia la llegada de la CARE. A las seis de la mañana de cada sábado, mi mamá enviaba a mi hermana mayor, Estela, para que hiciera la fila y trajera la ayuda, que consistía en una bolsa con arroz, maíz, panela y la “joya de la corona”: un enorme queso amarillo.

El tamaño de ese queso me impresionaba. Supongo ahora que algo tenía que ver Holanda con la CARE, ya que a todas las familias nos daban un enorme queso holandés importado. Obviamente, ese queso era la delicia del momento al lado de la tradicional arepa paisa.

La presencia de la iglesia católica era muy fuerte y representaba progreso y ayuda para los barrios pobres de Medellín. En mi familia el catolicismo era el norte a seguir, como lo relaté anteriormente. Vivíamos en una casa donada por la Acción Católica y recibíamos ayudas por parte de entidades y personas allegadas al clero.

Mi vida en ese momento se centraba en el barrio. Ir al centro de la ciudad era un plan “pinchao”, lo máximo era ir al parque de Villa Hermosa. En el parque todo giraba en torno a la iglesia y a los bares. Redención y pecado conviviendo. La iglesia organizaba bazares a los que uno iba a ver las muchachas lindas y trataba de gestionar algún coqueteo empírico. Pero el evento magno era cuando exponían al Santísimo. Para mi mamá eso era de gran importancia y se arreglaba especialmente para que fuéramos a verlo y para participar del trisagio, un himno de la iglesia en honor de la Santísima Trinidad en el cual se repite tres veces la palabra santo.

En medio de esas, comprendí que mucha rica iba al barrio a donar ropa. Y luego supe que la gente adinerada de la ciudad fue la que financió el barrio de la Acción Católica. Había mucha bondad. Así fue como mis padres conocieron a la familia Bernal, que eran los hijos y la esposa de José María Bernal, quien fue ministro de Guerra (así se llamaba el cargo en la época), fue gobernador de Antioquia y el jefe del Partido Conservador. Era el tipo más importante de Medellín. Tenía un primo hermano que se llamaba Dionisio Arango Ferrer, era médico, logró ser alcalde de Medellín y tenía un consultorio muy cerca a nuestra casa.

“Cuando alguno de los hijos de por acá, los muchachos, tenga algo, vayan a mi consultorio que yo le receto gratis y los veo gratis”, decía el doctor Dionisio. Por eso fue alcalde, todo el mundo lo apoyaba y lo quería.

La Acción Católica tenía una tutora del barrio que se llamaba Berta Inés Martínez, prima hermana de Fernando Gómez Martínez, quien en esa época era dueño del periódico El Colombiano, fue gobernador de Antioquia, canciller de la república, senador y alcalde de Medellín. Eran momentos en los que la gente poderosa estaba muy comprometida con la pobreza.

El caso de doña Berta Inés Gómez Martínez era curioso: tenía una piecita ahí en el barrio y recuerdo que usaba unos zapatos con tacones que le quedaban grandes. Entonces nosotros sabíamos cuando llegaba Berta Inés porque arrastraba los tacones. Casa por casa, con muchas llaves en una mano y un ramillete de novenas en la otra, decía: “Hoy toca la novena y hay que hacerla. A las siete, toca en esta casa, mañana en esta”. Entonces nosotros teníamos que hacer todos los días una novena o ir a la novena de las otras casas y ella revisaba el aseo y fiscalizaba si habían barrido bien o no.

Mi papá se le quejó de que había mucha marihuana en el sector, entonces ella se levantaba de noche y peleaba con los marihuaneros. Era una mujer de esas de cultura antioqueña con un gran liderazgo.

A medida que crecí me di cuenta de la diferenciación de clases. Lo veía en mi familia. Por ejemplo, la familia de mi papá era muy pobre, todos eran albañiles, pintores y carpinteros. Mientras que en la familia de mi madre había comerciantes y tenían un mejor estilo de vida. Yo miraba y concluía que los hermanos de mi mamá se vestían bien y los de mi papá no tan bien. Era claro que a mi mamá constantemente le recriminaban el hecho de estar junto a Toño porque “era un pintor toma trago”. Eso la afectaba, pero tuvo la fuerza para soportar y con humildad ser sagaz para aceptar las ayudas que la familia materna nos dio.

A veces ella se iba a la casa de la abuela Rosa para hacer las labores de aseo. Al regreso llegaba con una olla que olía muy rico. No eran los ya mencionados gorditos o el hueso de tarro de la carnicería de don Libardo, no, esto era comida buena, real y nutritiva.

Humberto Rendón, mi tío materno y padrino de bautizo, un día me dijo que me quería hacer un regalo. Me llevó al almacén La Economía, que pertenecía a don Alfonso Jaramillo, padre del poeta Darío Jaramillo, a quien después conocí como representante a la cámara y que presentó un proyecto para crear en Colombia una sociedad mejor y en la que todos fuéramos felices. Sí, así era, el artículo número uno rezaba: “todos tienen que ser felices”, eso no tuvo mucho eco.