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EL ARTE DE RECOMENZAR Los seis días de la creación y el inicio del discernimiento

FABIO ROSINI

EL ARTE DE RECOMENZAR

Los seis días de la creación y el inicio del discernimiento

Prefacio de Marko Ivan Rupnik

EDICIONES RIALP, S. A.

MADRID

Título original: L’arte di ricominciare

© 2018 by Edizioni San Paolo s.r.l. Cinisello Balsamo, Milán.

© 2018 de la versión española realizada por Miguel Martín,by EDICIONES RIALP, S. A.,Colombia, 63, 28016 Madrid (www.rialp.com)

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ISBN: 978-84-321-5036-4

ePub producido por Anzos, S. L.

PREFACIO

Soloviev distinguía entre un conocimiento fácil, que es el abstracto, y un conocimiento complejo, que es relacional y recorre la vida —precisamente porque Cristo es la verdad—, y por tanto la verdad es en comunión. No hay un verdadero acceso a la verdad sino viviendo en comunión y pensando con una inteligencia de amor, única fuerza capaz de abrazar a toda la persona, precisamente porque reúne las relaciones vividas. Berdiaev, por su parte, le hace eco, sosteniendo que el verdadero pensamiento, que trabaja en el orden del Espíritu, no existe como idea abstracta, sino como fuerza que transfigura a la persona, porque es una fuerza que integra en la medida en la que participa del amor. Un pensamiento que no ilumina y no transfigura la propia biografía de su autor, no es creíble. Y Bulgakov, escribiendo con ocasión del martirio de Pavel Florenskij, subraya cómo el cristiano no trabaja solo en el nivel de los conocimientos y las ideas, sino que viene él mismo transfigurado en una obra de arte, donde todo está imbricado en un único organismo.

Quería que estas fuesen las primeras palabras que encontrara el lector al comienzo de estas páginas. De hecho, este libro queda fuera de los textos habituales. El autor se arriesga a desvincularse de los esquemas creados durante la época moderna. El esquema dominante se suele ceñir a un campo rigurosamente aislado, a un argumento bien perfilado, a un método definido previamente. Sobre todo, era obligado dejar al margen los propios sentimientos y cualquier alusión a la propia experiencia. Pero esos siglos se acabaron. Estamos cruzando el umbral de una época que se inspira de un modo más orgánico. Todo tiende a una visión más libre, que respira y hace respirar. Como dice Soloviev, hemos conseguido llevar los resultados científicos al máximo grado de desarrollo, porque hemos sido capaces de aislarlos, pero no hemos permitido aún que, en estas formas culturales tan especializadas, entre el soplo del Espíritu, de modo que instaure como meta una vida personal, de comunión, que incluya al otro. Se acaba, por otra parte, con el triunfo del individualismo y la esterilidad. La vida no sigue las teorías, sino la sabiduría. Pero la sabiduría pertenece al pensamiento relacional que crece de la novedad de la vida recibida, no conquistada. La sabiduría es la encarnación de un conocimiento integral, simbólico y litúrgico. La sabiduría es la miel que se recolecta en los campos de la Palabra ya vivida y encarnada. Para nosotros los cristianos, la Palabra no es solo algo que se escucha, para luego tratar en un segundo momento de llevarla a la vida. Al comienzo del Sacramento de la Eucaristía, los cristianos escuchamos la Palabra, que luego se nos da como alimento, ya encarnada. El Cuerpo y la Sangre se nos dan como nutrición, justo porque son Palabra ya encarnada, de modo que nos convertimos en lo que acogemos, en lo que comemos. Se cierra así la puerta a cualquier posible idealismo, moralismo e intimismo gnóstico. Pero también a todo academicismo que no coincida con la Iglesia, que no se convierta en alimento para el pueblo.

Fabio Rosini, con este texto, entra ya en esta nueva época. Su modo de escribir rezuma en cada párrafo su amor sacerdotal por el hombre que busca la vida —la verdadera, la que no se acaba en la tumba—. Se ve claramente que es un biblista, pero no un investigador, más bien un padre y un pescador de hombres. La Palabra es la vida que, cuando se encarna, se convierte en la mano que pesca a los hombres, que los salva de las olas de un mar agitado en las largas noches de la historia. La Palabra es esta mano tendida, fuerte y ágil, capaz de sacar a tierra firme a los náufragos y salvarlos así de las tempestades de las historias personales, y capaz de rescatar también a esas enteras generaciones, engañadas por las falsas promesas y las ideologías. La Palabra no es una explicación alegórica, o simplemente lingüística. La exegesis de Rosini no es clásica, ni tampoco una homilética convencional o de alto nivel. La suya es una lectura de la creación, según el relato de los primeros capítulos del Génesis, que resulta sorprendente por su modo de abrirnos a la sabiduría. Además de conocimiento bíblico, aflora en estos capítulos un conocimiento poco común de la teología espiritual. Y todo está empapado de su experiencia, personal o extraída de su labor pastoral. En estas páginas resuenan miles de voces. Pero también, con una desarmante sinceridad, ofrece datos de su vida personal. Todo se entreteje valientemente en este texto unitario, porque no hay nada artificial en su estructura, sino que sigue el ritmo del sucederse de los días del Hexameron. El texto bíblico de la creación fue escrito después de muchos siglos de largo caminar del pueblo de la alianza y de mucha experiencia, que queda reflejada en su sabiduría. Se escribe para evidenciar el comienzo, el principio, pero al mismo tiempo es fuente perenne de intuiciones multiestrato para quien ya lleva años caminando. Así lo hizo Israel, que siempre volvía a recurrir al relato de los primeros capítulos del Génesis. Y así Rosini, después de años de experiencia y de lecturas, nos ofrece un horizonte abierto para todo aquel que busca salir de una vida destinada a perecer y quiere encaminarse a la Esperanza. Pero es también un texto para quien lleva años siguiendo la voz del Verbo. El discurso es tan verdadero, tan desnudo de adornos y cosmética, que puede llegar a sentar mal o a provocar incluso una reacción en contra; pero ya al terminar ese mismo párrafo el lector admitirá que las cosas son como dice Rosini.

No puedo terminar sino rogando al Señor que siga bendiciendo a don Fabio. Es demasiado valioso para la obra que el Padre promueve en el Cuerpo de su Hijo: que permanezca siempre disponible al soplo del Espíritu. No lo olvidemos, después de llevar a cabo todas las comisiones teológicas y todos los planes pastorales posibles: el Padre sigue ahí, esperando a quien esté disponible a acogerle. En todo tiempo se espera una María de Nazaret.

P. Marko Ivan Rupnik

Este libro está dedicado

a todos los que piensan

que no se puede ya recomenzar

o que es demasiado difícil.

Eso no es verdad.

Nada hay imposible para Dios.

PREMISA

Quería comenzar a trabajar en este libro el 13 de julio de 2017. Cinco años antes exactamente, un 13 de julio, había vivido uno de los momentos más importantes de mi vida.

Había pasado un mes desde el luminoso tránsito al cielo de Chiara Corbella Petrillo. En mi vida comenzaban los dolores, pues estaba ingresado en el hospital. Pedí la ayuda del cielo a esta muchacha maravillosa, a quien había tenido la gracia de anunciar las «Diez Palabras» y tantas otras cosas, y con quien había ideado —junto a su marido Enrico Petrillo y mis colaboradores Angelo y Elisa Carfì— la primera edición del Curso de Preparación Remota al Matrimonio, un curso repetido después tantas veces sin ella, pero bajo su protección evidente.

En la noche de un posoperatorio inesperadamente doloroso, exasperado por el dolor físico, pedí su ayuda. Siguiendo su estilo, no me obtuvo ni siquiera una pizca de reducción del dolor. Me obtuvo mucho más.

Me obtuvo el don de recomenzar.

Ese carcinoma fue la vía para muchas gracias en mi vida.

En sí no fue tal vez algo importante, y eso que medio siglo antes me hubiera llevado a la presencia de mi Señor, pero hoy la medicina lo reduce a una serie de precauciones que debo mantener; el dolor pasa, nos habituamos a las miserias posoperatorias, y esas también, poco a poco, se normalizan y quedan en un recuerdo; así disponemos de tiempo para recuperarnos y seguir adelante.

Pero existencialmente, ese cáncer fue un bisturí bendito de Dios. Me salvó de algunos errores de bulto en los que estaba tropezando.

Todos dicen que estoy cambiado desde entonces. Casi todos están contentos; algunos, sin embargo, no. Les gustaría recuperar al pretumoral heroico y musculoso.

Ahora me reprochan que soy demasiado suave. Ya no alzo la voz como en otro tiempo en las catequesis de los jóvenes. Ahora temo romper las cañas cascadas. Apagar las mechas humeantes.

Muchas cosas que abordaremos aquí son luces que he recibido antes, como trabajador del empeño catequético. Pero no me daba cuenta. Vale la pena que me explique mejor. Tengo cerca de 60 años. Dispongo de una salud que es un desastre. En parte, es que soy algo quejica, pero en parte también es verdad. Y cuando quisiera evitar esas limitaciones que impone la falta de salud, descubro que no son una pose, por desgracia.

Cuando caes en la cuenta de que estás envejeciendo, te sobrevienen las síntesis más íntimas de tu existencia. Ante mi sorpresa, surgen extraños rasgos de sabiduría que ayudan a analizar mi hombre interior. Se trata de una sabiduría recibida, no poseída, y siempre insuficientemente aprovechada.

No es cosa mía. Lo comentan las personas que evangelizo, con mucha gratitud —y que yo recibo siempre con mucho apuro— y es algo que me hace experimentar una paz distinta, un don nuevo en mi vida, una paz hasta entonces desconocida.

Al escribir este libro se me ha presentado un problema. En un cierto momento no conseguía escribir más de media hora seguida. Lo hubiera terminado en las tres semanas que tenía a mi disposición, ya que todo lo que debía decir lo tenía muy claro. Bastaba darle voz. Pero el Señor ha querido hacer algo nuevo. Y ha elegido este sistema: pararme y obligarme a caminar a su ritmo. Así pues, el resultado es un gemelo heterocigótico del que estaba escribiendo. Hay que señalar que cuando me sucedió eso estaba ya hacia el final… En cierto sentido, me vi impulsado a verlo todo de otro modo. Y eso me llevó a rehacerlo, completo, desde el principio. A recomenzar.

Dios quiso hacernos una caricia. Espero haberle hecho eco, porque a mí me llegó esa caricia. Y ojalá también les llegue a los lectores.

ANTES DE LOS DÍAS

El comienzo lo contiene todo

«Quien sube no deja nunca

de ir de comienzo en comienzo;

no se acaba nunca de comenzar»1.

La vida, por lo que sabemos, no surge de mil modos, sino de un modo constante: según un código genético.

Por fuerza es distinta la vida humana, que para los biólogos pertenece a la clase de los organismos llamados eucariontes, que tienen el ADN en un núcleo diferenciado envuelto por una membrana; se reproducen por mitosis, pero son generados por fecundación, evento extraordinario que establece la identidad única e irrepetible de cada individuo en cada especie. Esta es la vida de las plantas, de los animales y del hombre.

¿Habéis visto qué cultura? Bah, digamos que he consultado con mi colaboradora, Elisabetta Palio, que es una bióloga de primera.

Por tanto, lo primero en nuestro tipo de existencia es la fecundación, y en consecuencia la vida se presenta según un código recóndito, por el cual una bellota tiene una energía escondida que le permitirá convertirse en un roble, con indicaciones fuertes y específicas; escondidas en un semen o en un óvulo fecundado están todas las informaciones para las fases de la vida sucesiva: infancia, madurez, fecundidad, degeneración.

Así pues, hay un factor desencadenante, y un lenguaje que se crea un instante después de ese desencadenante, al que ese preciso proceso vital será fiel, en medio de las variables externas. Habrá procesos de adaptación que, sin embargo, deberán contar con un código inicial, el genoma de esta específica identidad.

Esto es para mí una intuición fundamental que debo a mi padre. Cuando yo tenía aproximadamente nueve años, antes de marcharnos de la casa donde pasábamos las vacaciones en Las Marcas, nos llevó a mi hermanita Laura y a mí al huerto donde un majestuoso nogal dejaba caer sus frutos; nos hizo tomar una nuez a cada uno y enterrarla en dos hoyos que hicimos con nuestras manitas, separados a un metro de distancia uno del otro, y nos dijo: «El año que viene, cuando volvamos aquí, veremos qué ha pasado». Era un genio. Se me quedó en el corazón esa imagen2.

Un año después allí había dos plantitas. Hoy aún hay un nogal poderoso. El viejo y majestuoso enfermó, y tuvimos que cortarlo. En su lugar, uno de aquellos dos nogales, entonces jovencito, es el que está todavía allí. Quién sabe si es el mío o el de mi hermana. Es uno de los dos, me dice mi hermana, el otro fue arrancado porque estaban demasiado próximos. El que quedó creció poderosamente, y mi hermana Miriam3 me dio a comer algunas nueces de ese árbol. En mi corazón, hace de profeta.

Cuando, siendo un jovencísimo sacerdote, comencé a acercar a los jóvenes a la fe, la genialidad de mi padre me proporcionó una gran luz y mi árbol profeta me enseñó su gran lección: las cosas comienzan pequeñas, pero ahí, en el comienzo, está todo.

El comienzo lo contiene todo.

Si traicionas el inicio, traicionas el todo. Si el todo va mal, es porque estás fuera del mapa del inicio. Si quieres recomenzar debes volver al inicio, y encontrar lo que es vital para ti. En realidad, encontrarás a Otro. Porque nadie se inicia por sí mismo. El inicio es un don que alguien nos hace. Mi nogal profeta había recibido su inicio de su papá nogal, de la madre tierra del huerto y de nuestras manitas. La vida, en efecto, se recibe.

Thomas Stearns Eliot ha dicho:

Lo que llamamos principio

está en el fin, y acabar

es comenzar. El fin es

de donde partimos4.

Parafraseándolo podemos decir que en el principio está el fin. El objetivo. Escondido en el genoma.

También el Señor Jesucristo, mientras que es el principio de todas las cosas, es también el camino para reencontrar la vida, y eso se llama «recapitulación»5, que quiere decir devolver las cosas a su dueño, recomenzarlas por la cabeza.

Pero acerquémonos más.

Orígenes y originales

Una pregunta nos puede ayudar: el primer capítulo de la Biblia, el texto de la Creación, ¿cuándo fue escrito? Parecería una cuestión innecesaria, propia de estudiosos aburridos y cargantes, pero no es así. El estudio del origen de los textos nos hace descubrir una cosa muy rara: la Biblia comienza con un texto muy tardío.

No tenemos el espacio necesario para contar toda la historia narrada en el Antiguo Testamento, pero nos basta recordar que los grandes periodos de la historia verdadera y propia parten de los patriarcas, comenzando con la aventura de Abrahán, de su hijo, de su nieto y de sus bisnietos, narrada en el capítulo 12 y siguientes del Génesis; luego viene la epopeya extraordinaria de Moisés y la liberación de la esclavitud en tierra egipcia, narrada en el libro del Éxodo y en los tres libros que siguen; allí se narra la instalación en la tierra de Canaán, el confuso periodo de los Jueces, la instauración del reino de Saúl, de David y de Salomón.

Lo que viene después es un largo periodo que, con altibajos, muestra una gradual degeneración hasta la tragedia, es decir el tiempo del Exilio, cuando la clase alta del Reino de Judá es deportada a Babilonia. Los setenta años que siguen son una dolorosa purificación y llevan al pueblo a volver a su propia raíz. Y finalmente, Israel comienza a contar metódicamente toda su historia desde Abrahán, es decir, comprende que el desastre que vive tiene una causa, es el fruto de haberse desviado de un sendero vital. Y cuando los hijos de Israel están terminando esta obra de recuperación de su historia, ya de vuelta del exilio, humillados, redimensionados, solo entonces es cuando escriben los primeros capítulos del Génesis, como un preámbulo sapiencial. Y entre estos, quizá precisamente entre los últimos, el primer capítulo de toda la Biblia6.

Esto quiere decir que el acto de escribir el texto de la creación del Génesis 1 supone hacer una síntesis. De hecho, los primeros capítulos de la Biblia son demasiado profundos como para ser un mero relato. Contienen multitud de matices que suponen una sabiduría adulta, madura, reflexiva.

Así sucede en el relato de la creación. No es una simple descripción, es de una insuperable sabiduría. Se requieren muchos siglos para llegar a esa sabiduría, muchos errores, muchas contradicciones, muchas correcciones, mucha gratitud, mucha salvación. En una lectura atenta de los textos que van desde el primero al undécimo capítulo del Génesis, aparecen trazas de una luz tan sublime que no puede ser humana. A través de todo lo que había sucedido, trágico y grandioso, el pueblo hebreo poseía ya la intuición de algo que superaba su capacidad. Y en el primer capítulo del Génesis podía intentar describir la trama de lo real, describiendo el meollo, el inicio.

El ADN de la realidad.

¿Y entonces, qué?

Entonces, el texto del primer capítulo de la Biblia ha salido de un pueblo que estaba intentando recomenzar; que, habiéndose equivocado mucho, finalmente intentaba decir a sus hijos cómo volver a empezar. Es un texto a medias entre lo doloroso y lo constructivo, lo luminoso —como de alguien que se da cuenta del valor de lo que ha perdido solo después de perderlo, y comienza paradójicamente a recuperarlo, a poseer de nuevo lo perdido—; que mira atrás para mirar mejor adelante.

La sabiduría contenida en el relato del comienzo es una sabiduría que quiere indicar el camino, quiere describir lo esencial para poder seguirlo.

No podemos olvidar el hecho de que los Padres de la Iglesia —los obispos y maestros de la fe de la primera época cristiana— han destacado obviamente el contenido de este texto.

Muchos de ellos —Orígenes, san Basilio el Grande, san Juan Crisóstomo y san Ambrosio entre otros— nos han dejado sus comentarios a los seis días de la creación, el llamado Hexameron, textos espirituales y teológicos fundamentales sobre el primer capítulo del Génesis, deteniéndose en muchos aspectos de la teología de la creación, la redención y la antropología cristiana.

No intento ir en esa dirección. No estoy a la altura y haría una cosa inútil: ya están ahí esos textos fundamentales, disfrutémoslos.

Pero hay un regalo del que, en este cuarto de siglo de sacerdocio, la Providencia me ha permitido gozar muchas veces: acoger la fuerza «paradigmática» de la Palabra de Dios.

Hay aspectos en la fruición común de la Escritura que suelen ser poco conocidos, y que en gran medida se activan sin que nos demos cuenta. El primero es el aspecto performativo: en sustancia quiere decir que la Palabra de Dios tiene la fuerza de performar, operar, hacer realidad eso que dice. Se puede ver en los sacramentos, por ejemplo. Una cosa es decir «esto es mi cuerpo» o «envía tu Espíritu», como afirmaciones en general, y otra bien distinta es decirlas con la fuerza de una liturgia sacramental: las cosas cambian bastante. Es algo que se comprende mucho más mediante la experiencia que de modo teórico. Las palabras devienen performantes, operan lo que dicen.

Este es el aspecto más noble y extraordinario. Pero no es el único. Como ya he dicho, la Palabra de Dios tiene una fuerza paradigmática: además de poder operar lo que dice, cumple la función de paradigma. ¿Cómo es eso?

Un paradigma es lo esencial de la estructura verbal que necesita conjugarse para convertirse en lenguaje. El paradigma es el enunciado de un componente verbal que debe conjugarse según las reglas de la lengua. En nuestro caso, la Palabra de Dios busca un «cónyuge»: mi existencia.

Cuando acepto conjugar, unir la Palabra de Dios con mi vida, descubro que se desencadena una potencia extraordinaria, y comienzo a reencontrarme dentro de la obra de Dios, comienzo a descubrir que soy una declinación de su Palabra7.

Leo, por ejemplo, la historia de la mujer que sufre pérdidas de sangre en el quinto capítulo del evangelio de Marcos y sospecho un paradigma de curación de las heridas propio del mundo íntimo-sexual-afectivo. E intento aplicarlo. Con la actual madre abadesa del convento de las agustinas de S. S. Quattro, en Roma, madre Fulvia, buena amiga, usamos este texto para acompañar a las muchachas en proceso de discernimiento. Su efecto fue eficaz, luminoso. Fue en 2012. A continuación, con la ayuda de otros colaboradores, llegó el recorrido de su curación afectiva.

Lógicamente, este tipo de actuaciones no puede llevarse a cabo improvisando. Se necesita una triangulación entre realidad, fidelidad al texto, y el torrente de la tradición de la fe cristiana, mediante la cual, con los pies en la realidad cotidiana y un análisis honesto y fiel del texto, se intenta acoger —no inventar— el latente paradigma concorde con la fe que, si se confirma por signos providenciales, en el trascurso de un acto de oración y de fe —no ciertamente mediante una «técnica» banal— nos proporciona luz para movernos en la realidad. Es un trabajo de acogida, mucho más que de creatividad.

Es esta la gracia que recibí junto a los jóvenes con los que comencé mi ministerio, hace tantos años, en la contemplación de los Diez mandamientos, o los Siete signos del evangelio de Juan. El paradigma existencial está ahí, no hay que forzar el texto; pero se encuentran mil confirmaciones sinfónicas en la historia de la fe cristiana, en la Encarnación y en la Pascua del Señor Jesús sobre todo, y también en los primeros concilios, en los textos de los Padres, en la fe de los santos, en el magisterio de la Iglesia. Y nos movemos con una naturalidad que sabe del obrar de Dios. Sin forzar.

Esto es más o menos lo que haremos también ahora. Entraremos en la escuela del paradigma de la creación, según la primera página de la Biblia, para entender el secreto del recomenzar desde el principio. Leeremos al mismo tiempo el texto bíblico y a nosotros mismos, y trataremos de captar el tesoro, el esquema, la filigrana de ponernos en pie, de hacer recomenzar nuestra vida: tal como lo han hecho tantos cristianos antes que nosotros, y en comunión con ellos. Para todo ello, vale la pena pedir la intercesión del cielo.

¿Y el discernimiento?

Una nota esencial: por discernimiento no nos referimos a si uno debe casarse o hacerse sacerdote, ¡por favor! Esa es una segunda fase de una existencia ya inmersa en la comunión con Dios. ¡Qué destrozo haríamos si no tenemos en cuenta esta distinción!

Por discernimiento entendemos esa dinámica que guía interiormente a quien vive en presencia del Señor, como el Señor Jesús está en presencia del Padre. Discernimiento es la orientación profunda del ser. No es una elección singular, sino que subsiste en todas las opciones. Es el alimento de la vida nueva que el Señor Jesús ha inaugurado en la carne humana.

Un gato es siempre un latente predador, y cuando desarrolla la actividad predatoria es simplemente él mismo; un perro es un latente sabueso, y cuando rastrea y olfatea no hace nada «especial», desarrolla su actividad propia.

Un hijo de Dios no tiene discernimiento sobre la voluntad de Dios porque haya leído un libro o porque haya asistido a centenares de catequesis, sino porque «huele» al Padre en las cosas, puesto que lo conoce. El discernimiento no es una habilidad. Es una identidad redimida puesta en acto, es la relación de los hijos con el Padre que deviene sensibilidad, vista aguda, oído atento.

Dicho esto, podría parecer que el argumento del discernimiento que se menciona en el episodio de la Creación es un tema heterogéneo, colateral, puesto ahí por una estrategia desconocida. No. Esa naturaleza de la que se hablaba antes, cuando nos acercamos a un texto y lo respetamos, nos entrega sus tesoros.

La idea de afrontar este texto, según ya he dicho, partió por la mejor vía de todas: la comunión fraterna. Por mi ministerio como responsable del servicio para las vocaciones de la Diócesis de Roma debía enfrentarme al feliz desafío de reunir a sacerdotes y hacer algo en colaboración.

En los años 2012-2014, junto a los sacerdotes responsables de algunas parroquias romanas —que constituyen la duodécima prefectura de la Diócesis— habíamos organizado cursos para jóvenes, con buenos resultados, y vivimos entre nosotros momentos gozosos de concordia.

Al tener que desarrollar un tercer curso de educación en la fe para jóvenes, después del curso de primeros pasos en el discernimiento y del de formación en la afectividad, a uno de ellos, don Paolo Iacovelli, se le ocurrió la idea del Hexameron, es decir, usar los seis días de la creación como guía de trabajo; fue una aventura sorprendente, porque el texto se abrió paso con una vitalidad muy superior a nuestras expectativas.

Nos encontramos ante una estructura bastante precisa; al profundizar después en la Escuela de vida del primer viernes de mes en la parroquia de san Marcos, de la que era párroco el actual vicario para la diócesis de Roma, Mons. Angelo De Donatis, el texto puso en valor su sabiduría eficaz y logró reestructurar la vida de muchos, ayudándoles también a recomenzar. Parecían ejercicios sencillos, que permitían reordenar la vida espiritual, y se sentaban las bases para comenzar a crecer de un modo natural en la relación con el Señor.

Como veremos a continuación, son temas esenciales, puestos según un orden sencillo y sabio. Y es obvio que sea así, porque, como hemos visto, el texto mismo busca volver a poseer las buenas raíces de la vida, y poner voz al origen de todo, como sello de garantía de la realidad. Quiere describir el genoma de la vida humana y cósmica, y en por ese motivo desvela el mapa de la fidelidad a la vida.

Se sitúa como paradigma natural de todo comienzo, porque contiene el comienzo de todo.

Y si miramos su materialidad, nos sorprende encontrar tanto orden, tanta subdivisión equilibrada. El texto del primer capítulo del Génesis tiene un ritmo solemne, litúrgico, majestuoso. Se repite de un modo agradable, suena bien, avanza creciendo hasta la aparición de la apoteosis de lo creado, el hombre, varón y mujer espléndidamente iguales y complementarios, con todas sus bellas prerrogativas, dignas, nobles.

Es el camino del hombre, desde la nada hasta la recuperación de su dignidad, hasta ser él mismo; el el camino celebrado por un pueblo humillado, que va comprendiendo todo lo que ha desperdiciado.

Es el camino del hijo pródigo hacia el padre, el camino de Saulo a Damasco, de Agustín a la salvación, de Francisco a la pobreza, de Ignacio al discernimiento de espíritus. Y tantísimos otros.

De la desolación a la nobleza, a la belleza, a la fecundidad.

Es el protocolo de la vida buena.

Pero no solo describe esta vida, sino que llega mucho más allá; indica el fundamento y la estrategia de construcción.

¿Habré complicado excesivamente al lector? Esperemos. Me gusta mucho volver a recorrer este camino hacia la luz y hacia la distinción entre lo bueno y lo muy bueno. Porque es el conocimiento y el recuerdo de lo bello lo que da discernimiento. Es conocer al Padre, a su Hijo Jesucristo y al Espíritu Santo dador de vida, y estar dentro de su relación, lo que nos ofrece las claves del discernimiento.

Si conoces un vino bueno, ya no quieres el malo. Si conoces la sinceridad, la hipocresía te repele. Si conoces la belleza, la mediocridad te choca. Si conoces el amor, el pecado ya no te resulta simpático.

Y los distingues.

Una advertencia vital, incluso dos

Una cosa está clara, para animar al lector, no para imponerle nada: no se puede vivir de lleno el dinamismo que aquí abordaremos sin eso que llamamos oración. Este libro dará pequeños consejos, a medida que avancemos, y no serán abstractos, sino para hablarlos con Dios.

El viaje que emprendemos no es una técnica banal. Si alguien busca mediocridad en este libro, pierde el tiempo. El discernimiento, incluso el inicial, se hace en diálogo con el Señor, porque no es una habilidad, es una relación.

La actividad que está por encima de todo, la que resume las cosas de las que aquí hablaremos, se describe así: «Tú, por el contrario, cuando te pongas a orar, entra en tu aposento y, con la puerta cerrada, ora a tu Padre, que está en lo oculto; y tu Padre, que ve en lo oculto, te recompensará»8.

Lo que hablaremos en este libro implica entrar en el propio secreto, en la propia intimidad, en el propio «aposento», y «cerrar la puerta»; es decir, exige que habilitemos una zona a la que no tengan acceso los otros, un espacio en el que nos ocultemos del mundo y hablemos con Quien está en lo oculto.

Este viaje —para que no sea un libro, sino una experiencia— implica permanecer con el Padre, que es quien genera ese tipo de vida que hemos visto en Jesús de Nazaret. Recomenzar, en realidad, quiere decir ser regenerado. Se requiere un Padre. Recomenzar, no se hace. Se recibe.

Y para que sea Padre nuestro, debemos dejarle cumplir su oficio de Padre. Dejarnos trabajar por Él. Estar con Él. Dejarlo operar.

La segunda advertencia es que todo lo que lleguemos a comprender, al seguir las sencillas orientaciones que aquí se ofrecen, no debe darse por seguro hasta someterlo a una mirada prudente. Se requiere una guía, un confesor, un cristiano que vaya por delante de nosotros en la fe para verificar que no estemos cayendo en una trampa, y para objetivar mediante el diálogo cuanto corre el riesgo de convertirse en un confuso monólogo. Esta advertencia es absolutamente imprescindible. Si no se confronta con alguien lo que se vaya entendiendo, el riesgo de autoengaño es notable.

Decía san Bernardo de Claraval:

«qui se sibi magistrum constituit,

stulto se discipulum facit»

[quien se hace maestro de sí mismo,

se hace discípulo de un necio].


1 San Gregorio de Nissa, Homiliae in Canticum, 8: PG 44, 941 C.

2 Mi padre, Ezio Rosini, no tuvo por casualidad esta iniciativa; era titular de la cátedra de Física de la atmósfera en la Universidad La Sapienza de Roma. Estaba en su cabeza ejercer de padre también en la lectura de las cosas. Deseaba que comprendiéramos con una mirada profunda. Y creo que lo consiguió.

3 Una de las cosas bellas de la vida: tener un amplio parque de hermanos y hermanas, gracias a que nuestros padres se han dado generosamente, ¡que Dios les bendiga también por esto!

4 T. S. Eliot, «La tierra desolada», Cuatro cuartetos.

5 Cfr. Ef 1, 9-10.

6 Habría que explicar cuidadosamente esta información, pero este no es un libro de exegesis. Para hacerse una idea se podría leer el agradable, sintético y preciso texto de uno de mis profesores en los años de estudio en el Pontificio Instituto Bíblico, el profesor J. L. Ska, que permite comprender lo que afirmo [no nos consta versión española]: Il cantiere del Pentateuco, vol. I, EDB Bologna, pp. 5-35.

7 Es inevitable que al menos se explique en nota algo más sobre este asunto. El lenguaje humano, más allá de la distinción entre monólogo y diálogo, es fundamentalmente de tres tipos: unívoco, equívoco y analógico. El primero es, por ejemplo, el de la ciencia, de las afirmaciones dogmáticas o de los eslóganes; es seco, no admite réplica, sino solo aceptación o rechazo. El equívoco es el de la poesía, de lo cómico, de los significados variados, técnicamente de la polisemia (muchos significados posibles con la misma afirmación). El tercero es el más propiamente humano, está hecho de analogías, tiene la fuerza de una explicación, implica precisamente poner ejemplos. Jesús en el Evangelio lo usa mucho, a través de las parábolas y otros ejemplos. Con una experiencia probada se puede decir que la eficacia de una comunicación está mucho más en la elección de los ejemplos, de las analogías, que en la precisión, aunque necesaria, de la afirmación concreta. Un niño capta más con un cuento que con un concepto.

Dicho esto, ¿cuál es la analogía esencial de la vida espiritual? La vida biológica. ¿Cuál es la analogía de la realidad sobrenatural? La naturaleza misma. En esta nota está la clave esencial de la hermenéutica utilizada en este libro, que no tiene nada de original: la creación es la mejor analogía de la redención. Se puede citar a este propósito la oración de la Santa Madre Iglesia, en la liturgia de la Solemne Vigilia Pascual, tras la lectura del primer capítulo del Génesis, que pone en paralelo la redención con la creación: «…la creación del mundo en el comienzo de los siglos no fue obra de mayor grandeza que el sacrificio de Cristo, nuestra Pascua inmolada, en la plenitud de los tiempos». En efecto: lex orandi, lex credendi. Si has llegado al final de esta nota, mereces un premio.

8 Mt 6, 6.

DÍA PRIMERO

El don de las primeras evidencias

Siempre quedan muchas más cosas por reconocer que por conocer.

«En el principio creó Dios el cielo y la tierra.

La tierra era caos y vacío, la tiniebla cubría la faz del abismo y el espíritu de Dios se cernía sobre la superficie de las aguas.

Dijo Dios: “Haya luz”. Y hubo luz.

Vio Dios que la luz era buena, y separó Dios la luz de la tiniebla.

Dios llamó a la luz día, y a la tiniebla noche. Hubo tarde y hubo mañana: día primero»9.

Hay que resistir a la tentación de explicar todas las cosas que ocultan estas pocas frases. Este primer parágrafo merecería al menos una cincuentena de páginas para todas ellas10… ¡No es posible hacerlo! Recordamos nuestro compromiso: leer este texto como paradigma para un recorrido existencial y espiritual de regeneración y discernimiento. Debemos limitarnos a eso, que, como veremos, es ya un reto enorme. Veremos que el primer día nos llevará más espacio que otros. Pero debemos poner las bases.

Frustrando mil curiosidades y el deseo de explicar tantas cosas bellas y profundas, como dice el evangelio de Lucas: «No os detengáis a saludar a nadie por el camino»11, debemos ir derechos y no desviarnos.

«En el principio creó Dios el cielo y la tierra»

En el origen de todo está Otro. Las cosas no se inician por nosotros.

Es la primera afirmación esencial. No somos nosotros quienes ponemos la mesa. Encontramos las cosas hechas. Otro las prepara. No dictamos nosotros las condiciones de partida. Las cosas no responden a un plan nuestro. La realidad no nos obedece. Nos incorporamos siempre con la carrera comenzada.

Para recomenzar, este es el primer obstáculo contra el que es saludable tropezarse: se parte de las cosas como son, y no como «deberían ser».

La sabiduría no es una teoría que fuerza las situaciones a base de martillazos. Uno se encuentra ante la realidad y el único camino inteligente es acogerla.

Pues ahora me toca dar un ejemplo usado miles de veces: el mejor cocinero no es el que dispone de los ingredientes para hacer el plato que pretende, sino el que abre la nevera y se inventa algo sorprendente aprovechando lo que allí encuentra. Ese es el verdadero arte. Acoger las situaciones, secundar la marcha de las cosas, valorar el verso de la vida. No remar a contracorriente, ideológicamente.

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