I. UNA LUZ BRILLA EN BELÉN

Empezaba la primavera. La Navidad había quedado bastante atrás, pero la multitud de peregrinos que estaba a nuestro alrededor cantaba O Little Town of Bethlehem[1] y Adeste Fideles[2]. Seguían la costumbre habitual para todos los meses del año en la Basílica de la Natividad, en el corazón de Tierra Santa.

 

 

Venid. ¡Venid a Belén!

 

Esta pequeña ciudad recibe cada año la nada despreciable cifra de dos millones de visitantes. La mayoría de ellos se dirige al lugar del nacimiento de Jesús, ya sea en calidad de peregrinos que acuden a venerarlos, o simplemente como turistas curiosos. Unos y otros aguantan largas colas antes de poder detenerse un momento en el lugar donde se refugiaron María y José, y en el campo donde los ángeles dieron a los pastores el primer anuncio del acontecimiento. Normalmente, solo da tiempo a recitar una oración rápida, antes de que el monje encargado de custodiar el lugar pida que se deje paso al siguiente de la fila.

Un solo momento es suficiente para quien acude con mucha devoción, o con mucha curiosidad. La espera merece la pena, a pesar del griterío anticristiano que se puede percibir en una ciudad, hoy en día de mayoría musulmana, que ha sido campo de batalla en fecha reciente (en el año 2002 la propia basílica de la Natividad fue ocupada y después asediada). Ante esto, la incomodidad de esperar turno tiene escasa importancia.

Esta percepción de un esfuerzo y de un peligro forma parte del atractivo de la ciudad de Belén para peregrinos como yo. Por eso, a medida que mi familia iba de un lugar a otro, mi emoción iba en aumento. Ponía todo mi esfuerzo para no perderme ni una sola de las palabras que susurraban nuestros guías, a quienes los monjes pedían silencio cada vez que se atrevían a alzar la voz. Durante las esperas en fila, me dedicaba a repasar con la vista los muros y el horizonte, en busca de pequeños detalles que pudiera conocer por las Escrituras.

Mi estado de ensoñación no impedía, sin embargo, que prestara atención constante a una escena mucho más familiar: mi querida y única hija, Hannah, de 12 años, parecía aburrida e inquieta.

Lo que para mi generación era motivo de devoción, resultaba totalmente ajeno para una adolescente. Por supuesto, Hannah conocía los relatos de la Biblia, pero no de la misma forma que yo, que los había aprendido en mis años de seminario y de doctorado en teología. Los guías me fascinaban, mientras a ella le aburrían con sus disquisiciones sobre un pasado remoto. Se la veía de todo menos satisfecha cada vez que terminaba una larga espera en la cola: la única recompensa parecía ser disponer de unos escasos segundos para besar cierta piedra, histórica y santa, teniendo además que alcanzarla mediante un estiramiento gimnástico.

Antes de llegar a Belén habíamos visitado ya bastantes de lugares bíblicos, y la cara de Hannah manifestaba ya su cansancio. Me propuse estar más atento con ella en la basílica de la Natividad, para hacerle más llevadera de cola de acceso a la cripta.

Nuestro grupo era muy numeroso. Éramos cientos de personas, en varios autobuses. Allí donde íbamos, enseguida formábamos largas colas. Sin embargo, Hannah y yo nos las ingeniamos en aquella ocasión para estar entre los primeros de la fila. No tardamos en bajar la pequeña escalera que conduce a la cripta, bajo el altar principal, y acceder a la cueva donde, según la tradición, la Santísima Virgen María dio a luz a Jesús.

Allí nos paramos, rezamos, y nos inclinamos para besar la estrella plateada de catorce puntas que marca el lugar exacto del nacimiento.

Subiendo por la escalera de salida, vimos bien la cola formada por nuestro grupo: se extendía a lo largo de toda la basílica y también por su exterior. Le dije a Hannah que seguramente nos quedaría una hora de espera, hasta que todos lograran visitar la cripta. Mi observación probablemente no resultó muy oportuna y ella lanzó un profundo suspiro, muy adolescente, de aburrimiento y casi desesperación. Empecé a rezar una oración tradicional entre los padres, pidiendo sabiduría.

Y entonces llegó la ayuda del cielo.

Uno de los empleados locales que atendía a nuestro grupo se acercó para anunciarnos la siguiente actividad programada: visitaríamos un orfanato cercano, y había que ponerse en marcha.

Miré a Hannah. Su cara se había iluminado. La visita al orfanato suponía liberarse de inmediato de la sombría iglesia a la que le había condenado esa lenta masa de turistas.

El guía nos sacó del interior de la iglesia a la deslumbrante luz de una plaza. Recorrió el camino hasta el orfanato con bastante rapidez, pero no tuvimos ningún problema para seguir su ritmo. Es más, me sentí aliviado al dejar atrás tanta espera. Y Hannah parecía estar mucho más interesada que en todo el resto de lugares de Tierra Santa.

El orfanato estaba repleto de niños, a la vez que bien limpio y en buen estado. Hannah estaba eufórica, casi en éxtasis, al verse rodeada de niños en lugar de monumentos. Ella no sabía porqué existía un lugar como ese, y seguramente tampoco habría podido entenderlo. Sabía muy poco sobre el conflicto entre Israel y Palestina, sus batallas y sus bombas, la ruina económica y una asistencia médica rudimentaria. Una suma de factores que privaba a aquellos niños del amor de sus padres.

Cuando vieron a Hannah, los niños y niñas gritaron de alegría, y no tardaron en rodearla. Ella estaba en la primera adolescencia, parecía un gigante entre enanos, pero claramente no era un adulto. Por su edad, resultaba perfectamente adecuada para lo que necesitaban. Alguien del orfanato le acercó una silla y le preguntó si quería acunar a los bebés. Hannah sonrió, llena de ilusión. Le explicaron que era muy importante que cada niño recibiera cada día un poco de contacto humano, que supliese la cercanía de quien tiene una casa, con padres y hermanos.

Hannah era la tercera de mis seis hijos. Tenía mucha experiencia con bebés. En cuanto una enfermera le trajo el primer bulto, supo muy bien lo que tenía que hacer. Acunó al pequeño entre sus brazos y acercó su cara a la carita del pequeño, entonando una canción y mirándolo con toda su atención.

Debió de hacerlo todo perfectamente pues, poco después, vino un cuidador para cambiarle de bebé. Y a ese le siguió otro.

Hannah había revivido, más animada que nunca desde que emprendimos el viaje. Charlaba alegremente con nosotros, entre mimos afectuosos dirigidos al bebé.

Me alegró mucho verla así de contenta. Pero después me iba a quedar atónito ante otra forma de felicidad.

Mientras veía a Hannah, sentada tan contenta en aquella silla de Belén, me vino al pensamiento otra adolescente. También ella había llegado a esta ciudad desde un lugar lejano. Los escasos 13 km que, sin lugar a dudas, había recorrido en burro, habían supuesto un viaje más largo que nuestro vuelo directo desde Nueva York. Había llegado en unas condiciones que estaban muy lejos de ser las mejores. Con certeza, había tenido que hacer cola y manejarse en una multitud de personas. La tranquila ciudad de Belén del siglo I d.C. no estaba preparada para gestionar un censo multitudinario.

Esa jovencita de hace tantos siglos, sin embargo, encontró aquí la plenitud, por medio del bebé que tenía en brazos. Su felicidad quedaría impresa en la memoria de cualquiera que la hubiera visto entonces. De hecho, la seguimos recordando a dos mil años de distancia.

Mientras observaba la mirada de mi hija hacia aquellos bebés, logré entender el por qué.

La experiencia tuvo un efecto muy duradero sobre Hannah. La transformó por dentro, y el cambio pronto se hizo visible exteriormente. Se notaba tanto en su cara como en sus actos. Meses después decidió organizar un movimiento de recogida de ropa para «sus huérfanos» de Belén. Se había producido en ella un despertar espiritual, acompañado de una especie de despertar maternal: una maduración, una transición de ser una niña pequeña, a cuidar de niños pequeños.

Entre los muchos recuerdos maravillosos de ese viaje, las horas que pasamos en el orfanato son de los más intensos. Sé que allí pude contemplar la alegría de la Navidad. No lo hice en el lugar exacto del nacimiento, pero tampoco fue muy lejos de allí.

Se había encarnado una realidad que, hasta entonces, no había significado para mí más que una palabra. El momento sigue impreso con viveza en mi memoria. Para mí, el principal significado de la Navidad no se encuentra en el conjunto de conocimientos adquiridos en mi largo camino al doctorado. El principal mensaje que me transmite es el intercambio de gozo y amor entre una joven y el niño que ha sido puesto en sus brazos.

El niño era Jesús, y con el paso el tiempo dejó espacio a otro niño necesitado de amor, que eras tú, y también yo. Cuando creció, nos redimió, para que viviéramos la vida que Él llevaba en la tierra. Nos daba así la bienvenida al seno de la familia que él había creado para sí mismo.

Jesús no vino a este mundo en soledad. Quiso hacerlo en el seno de una familia, y vino a traernos la salvación: hacernos miembros de la familia de Dios. Este es el significado auténtico de la salvación, y también de la Navidad: «A cuantos le recibieron les dio la potestad de ser hijos de Dios» (Jn 1, 12). Hijos e hijas de Dios, miembros de su familia. No llegaremos a entender cabalmente lo que Jesucristo ha hecho por nosotros hasta que comprendamos el misterio de la Navidad. Todos los misterios de salvación tienen una dimensión familiar —desde la Pasión y Muerte del Señor, a la institución de la Iglesia y de los sacramentos—; pero esta tiene su paradigma en el episodio del nacimiento de Cristo.

Todo esto me lo enseñó mi hija Hannah, en Belén, hace tantos años.

 

*****

 

El relato de la Navidad es uno de los más populares de la historia. Sin embargo, me atrevo a decir que desafía muchos de los tópicos de la narrativa. Los relatos más duraderos suelen tener por protagonistas a héroes indiscutibles y malvados terribles.

No es que falten estos malvados en el relato de la Navidad. En el primer capítulo del evangelio de san Mateo se asoma el sanguinario rey Herodes. Cuando san Juan habla simbólicamente del nacimiento del Mesías, en el capítulo 12 del Apocalipsis, identifica al malvado con el mismo Satanás, representado bajo la figura de un dragón asesino.

En cambio ¿quién es el héroe en la historia de la Navidad? Respondemos sin dudar: ¡Jesús! Además, consideramos que esto es totalmente evidente, porque normalmente leemos el Evangelio en continuidad con dos mil años de tradición. Desde el punto de vista cristiano, resulta claro que «Jesús es el sentido de todo»[3], y por eso cada Navidad procuramos recordar su presencia[4]. Es un relato que hemos de escuchar con atención, para seguir luego la invitación: ve, y proclámalo desde la montaña[5].

Jesús es el centro del relato, en efecto, pero no sigue el comportamiento típico de un héroe. Al menos, no responde al modelo más clásico. No actúa por su cuenta. No irrumpe repentinamente en escena para cambiar el curso de los acontecimientos. Realmente, apenas actúa. Permanece pasivo: recibe el alimento y se le reclina para que duerma en un pesebre; los magos le encuentran en brazos de su Madre; necesita que le lleven a toda prisa a Egipto... Como cualquier bebé, llama mucho la atención de los demás, que se le acercan con todo el afecto. Pero solo se le puede ver cuando le sostienen los brazos de otra persona.

El héroe de la Navidad no es convencional porque no es un guerrero, ni un conquistador del mundo. Ni siquiera se trata de un individuo, porque es una familia. Cada elemento singular de la historia remite a esa realidad. Se nos habla de pañales que le envuelven, y sabemos que es un bebé[6]. Pero eso presupone que alguien ha tenido que envolverlo, lo cual nos conduce necesariamente a una relación madre-hijo. También encontramos un padre y un hogar. De forma similar, nos enteramos de que el niño tiene un pesebre por cuna, pero alguien debe haberle colocado allí. Tenemos noticia de que el niño se exilia en Egipto, pero allí tiene que haberle llevado alguien, para protegerle de los bandidos que acechaban los caminos del desierto. Por último, tuvo que haber alguien que se hiciera cargo del sustento de la madre y del hijo en esa tierra extranjera.

El dramatismo que encierran las escenas de la infancia de Jesús responde precisamente a que se ponen en juego varias vidas humanas: el difícil desenlace del embarazo de María, las decisiones providenciales de José, la persecución de Herodes, etc. De hecho, el valor de los demás detalles de la historia depende del núcleo central del relato, que es la Sagrada Familia. Tanto el dragón del Apocalipsis como Herodes coinciden en ser figuras opuestas a la familia y al niño: asesinan a los nacidos en Belén, los devoran. La Historia nos informa de que Herodes masacró a sus propios hijos; por otra parte, el Evangelio nos dice que ordenó a sus soldados que pasasen por la espada a los niños de Belén.

La familia es la clave de lectura de la Navidad, y también del cristianismo. El santo papa Juan Pablo II observó en repetidas ocasiones que todos los bienes —en la historia, en la humanidad, en la salvación— «pasan a través de la familia»[7]. Dios quiso vincular inseparablemente la forma de llevar a cabo la salvación a la familia, porque se manifestó como vida familiar. La familia es el entorno ordinario de la vida humana, por eso vino a compartirla, a redimirla y perfeccionarla. Hizo de ella imagen y sacramento de los misterios divinos. Para comprender el significado de la salvación tenemos que interpretarla a la luz de las relaciones familiares.

La verdadera Navidad tiene su punto de partida en una familia. Los acontecimientos históricos se concretaron por medio de las decisiones de un marido y padre, y de una esposa y madre. Si hemos llegado a conocer esos hechos, se debe a que esa madre los conservó en su corazón y quiso compartirlos con los discípulos de su Hijo (Lc 2, 19 y 51).

El mensaje de la Navidad se ha transmitido a través de las familias. Los peregrinos de la antigüedad trazaron numerosas rutas hasta la cueva de la Natividad. Si se empeñaron en hacerlo, a pesar del esfuerzo que suponía, no fue porque encontraran en los caminos de Belén lugares destacados de la historia, ni porque sirvieran de enlace o punto de orientación. La razón de su empeño era que los primeros cristianos —quizá muchos de ellos fueran testigos directos, o hijos de los testigos—, habían considerado los hechos locales de la ciudad y los habían narrado con todo cuidado a las generaciones sucesivas.

Durante varios siglos, su fe estuvo declarada como ilegal. Tanto en Belén como en el resto del mundo conocido, era imposible que se reunieran en grandes iglesias; por eso celebraban el culto en hogares de familia. Y creían verdaderamente que las personas que se reunían en ellas pertenecían a la misma familia. En realidad, esta es una de las implicaciones más profundas de la historia de la Navidad: que Dios ha establecido su morada entre hombres, mujeres y niños, y que les ha llamado, nos ha llamado, a convertirnos en parte de su familia, a pertenecer a su santo hogar.

He aquí el tema del que nos ocuparemos en los siguientes capítulos. Meditaremos la historia de la Navidad, de la venida de Cristo al mundo, a la luz de su entorno histórico más íntimo y natural. Procuraremos ver de cerca a los miembros de la Sagrada Familia, y acompañarles en sus viajes: a Belén, a Jerusalén y a Egipto. Vamos a detenernos a considerar los pequeños detalles del relato: los ángeles y el pesebre, los pañales y los Magos, la estrella y los pastores. Son detalles que a primera vista pueden parecer extraños e insignificantes, pero que nosotros vamos a contemplar en su relación con el hogar, con la madre, el padre; con un vínculo, una casa, un linaje y una herencia.

Porque el punto final es que esa herencia nos pertenece. Somos parte de su familia, y por eso la alegría de la Navidad nos pertenece. Podemos gozar de ella en cualquier sitio, no solo en Tierra Santa, y en cualquier momento del año, todos los días. El mundo sin Cristo sería un lugar triste y, allí donde no se le conoce, todo es aún gris. A partir del nacimiento de Cristo, todo ha cambiado, y a la vez todo está por cambiar, ya que es necesario que todos, cada uno, acojamos a ese niño por la fe.

1 O Little Town of Betlehem es un villancico popular inglés. Fue compuesto en 1868, con la letra de un poema escrito por el clérigo episcopaliano Philips Brooks (1835-1893) y la música del organista de su congregación en Filadelfia. Se inspira en la visita que su autor había realizado a Tierra Santa, tres años antes, y en la contemplación de la ciudad, iluminada por la noche, desde las colinas que la rodean. Como metáfora del nacimiento de Cristo, usa la imagen de la luz en medio de la oscuridad de la humanidad e invita a las gentes a pedir al Niño Dios que habite con su luz en nuestros corazones. Existen varias versiones del villancico, que algunas congregaciones cantan también como himno. Es uno de los más populares en Estados Unidos (NdT).

2 O Come All Ye Faithful, en su versión inglesa. Es otro himno inglés, que data del siglo XVIII, aunque su letra original en latín fue compuesta posiblemente en el siglo XVII por el rey Juan IV de Portugal, apodado «el rey músico». También este villancico invita a los fieles a acudir a Belén para adorar al Señor recién nacido: Venite, venite in Bethlehem! (NdT).

3 Reason for the season, es un slogan común entre muchos cristianos estadounidenses, con el que recuerdan el sentido espiritual de las celebraciones navideñas: conmemorar y celebrar el nacimiento de Jesucristo (NdT).

4 El autor hace un juego con la palabra Christ-mas, que no se puede reproducir en castellano, pero que subraya la presencia de Cristo como centro de la celebración. Al parecer, la adición de -mas deriva de la antigua palabra inglesa moesse, que significa festival o celebración. Nuestro término castellano, Navidad, deriva en cambio del latín Nativitate, que a su vez está formado a partir de tres palabras: Nati (nacimiento) vita (vida) te (para ti): la vida ha nacido para cada uno de nosotros (NdT).

5 Go, tell it on the mountain es el título de otro himno, de estilo gospel, cuyo origen se remonta a 1865 y al compositor afroamericano John Wesley Work, Jr. Aunque se han hecho muchas versiones, la letra original invita a proclamar el nacimiento de Jesucristo, «en la montaña, en las cumbres y por todas partes» (NdT).

6 En la antigüedad, los pañales eran telas lavables que envolvían completamente al recién nacido. Así aparece representado, por ejemplo, en la Natività, de Giotto (1267-1337). NdT.

7 Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Postsinodal Familiaris Consortio (22 noviembre 1981), n. 75. Cf. Ibidem n. 86; Id. Carta a las familias Gratissimam Sane (2 febrero 1994), n. 23; ID., Ángelus 26 diciembre 1999; Pontificio Consejo Para La Familia, Carta de los derechos de la familia (22 octubre 1983).