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Primera edición digital: enero 2018
Imagen de la cubierta: Daniel Jensen | Unsplash
Diseño de la colección: Jorge Chamorro
Corrección: Alexandra Jiménez
Revisión: Bárbara Fernández

Versión digital realizada por Libros.com

© 2018 Javier Alemán
© 2018 Libros.com

editorial@libros.com

ISBN digital: 978-84-17236-31-1

Javier Alemán

Sanguijuela

A Miriam. Siempre a Miriam.

Índice

 

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Título y autor
  4. Dedicatoria
  5. Sanguijuela
  6. Mecenas
  7. Contraportada

1. Vomité mis entrañas la segunda noche

 

Vomité mis entrañas la segunda noche. Lo defino como «mis entrañas» porque no sabría decir qué fue exactamente lo que salió por mi boca, acompañado de un dolor que podría matar a quien lo experimentase. Una masa sanguinolenta y negruzca, aún palpitante, que iba ascendiendo por mi esófago como anunciando la rendición de mi cuerpo. Una gigantesca uva pasa mutante, que me costó casi una hora deglutir. Destrozado por el dolor sólo podía venirme a la cabeza la madre pájaro que va abriendo la boca y derrama su comida ingerida sobre unos hijos torpes. «Querido suelo, aquí tienes tu comida».

Terminada la faena no pude más que quedarme un rato intentando entender qué era lo que había ahí. Mi habitación escasa en la residencia de estudiantes parecía no ir a juego con el decorado. Uno podría imaginar una mansión victoriana cubierta de bruma, un castillo en los Cárpatos permanentemente asolado por los rayos y la lluvia, pero no un cuchitril estúpido con una mesita, una camita y un bañito. Si el nacimiento normalmente marca cómo se desarrollará la vida, ¿cómo será ahora que he terminado de convertirme en esta cosa en un cubículo de cien euros al mes?

Rezando para perder súbitamente el sentido del olfato, me abalancé sobre el ovillo de mantas y sábanas en el que había tratado de empapar los residuos del primer día. Esto, comparado con la noche inicial de la transformación, había sido un juego de niños. Los retortijones, el hormigueo doloroso en el estómago y la sensación de que iba a reventar por dentro… Más de tres horas tardé en despojarme de la primera parte de las entrañas que huía de mí, y no la eché precisamente por la boca. De nuevo las arrojé al suelo, como hiciera la noche anterior, rogando que contuvieran aquella cosa horrible que había salido de mí.

De todo esto me habían avisado. Qué sencillo fue imaginarlo: «Las primeras noches evacuarás todo lo que no te haga falta en tu nueva vida». Me hizo gracia el término «evacuarás». Podía verme sentado en el retrete del baño diminuto de mi habitación, un monzón precipitándose sobre las tuberías de la residencia. Convertirse en vampiro acabaría siendo, en mi mente, como cuando un actor en una comedia de mierda tomaba demasiado laxante.

El ovillo de mantas iba absorbiendo la peste y la náusea que había derramado, pero estaba claro que no podía llevarse todo. Con suavidad abrí la puerta, mareado y hambriento. Volvía a venirme a la cabeza la imagen del castillo de los Cárpatos. No he leído Drácula, pero estoy convencido de que el conde no debía recoger ni limpiar su casa, que tendría alguien para eso. Anduve por el pasillo a oscuras, ahora sorprendido por cómo había cambiado el significado del término: podía ver con facilidad, hasta los números de las puertas de mis compañeros. Bajé una planta y otra más, hacia el sótano donde se guardaban los útiles de limpieza. Ya me había colado aquí unos meses antes en busca de unas sábanas de recambio. Fue por una ocasión mucho más alegre. Aunque debería estar cerrado con llave, los gestores de la residencia no eran idiotas y sabían que, con cierto control, era mejor dejar esa puerta abierta.

Dentro olía a productos químicos, a amoniaco, lejía y otra cosa que no sabría diferenciar. La fragancia más profunda que había olido en mi vida. La vez anterior me conformé con tantear, pero ahora podía ver las sábanas blancas dobladas, las fregonas y escobas apiladas en una esquina y la estantería metálica llena de botes de limpieza de marca blanca. Agarré una fregona, un friegasuelos, un cubo azul oscuro (sí, pude diferenciar el color) y otro juego de sábanas.

De vuelta en la habitación el hedor era sorprendente, pero no insoportable. Podía empaparme la nariz con él y no pensar de nuevo en vomitar. Eso se había acabado. Envolví el pegote casi seco que era parte tela y parte mi antiguo yo en las nuevas sábanas, con cuidado de que nada se desparramase. Dibujé una mueca de asco en mi cara al dejarlo todo en el baño, pero era más instinto que otra cosa. Fregué con cariño mis restos del suelo, tres veces, hasta conseguir que el olor se evaporase y fuera sustituido por un pino industrial que jamás quiso oler a pino de verdad.

Me escabullí hacia la calle por las escalerillas de emergencia que salen desde la terraza. Era mucho más fácil hacerlo así que andar dando explicaciones a la conserje (que en otra vida debió de ser inquisidora) sobre por qué llevaba un montón de sábanas de color ocre y peste a ultratumba. Bajé por las escalerillas, sí, y debían de ser las cuatro de la mañana, porque a esa hora es absolutamente imposible, por muy ciudad universitaria que sea esto, que haya gente en la calle ya. Mi primera tentación fue arrojar al contenedor de la basura mis restos, sin ceremonia de despedida ni nada que se le pudiera parecer. Y fue lo que hice, pero no en el contenedor de al lado de la residencia. En cierta manera había cometido una especie de crimen extraño, y si arrojaba las pruebas cerca de donde residía me pillarían antes. No, aproveché el abrigo de la noche para recorrer las calles abandonadas de La Laguna durante más de diez minutos. Habían cambiado por completo, y se me haría imposible enumerar la cantidad inmensa de detalles que ahora era capaz de percibir. Medio mareado avancé con miedo a ser descubierto, hasta llegar a la zona del mercado central.

Lo hice sin pensar, pero guardaba toda la lógica del mundo. Mi nuevo y afilado instinto llegó antes a la conclusión que estaba llegando yo mientras abría uno de los contenedores: esto apesta siempre, con un tufo terrible que servirá para esconder cualquier fragancia sospechosa. La última vez que pasé por aquí, apenas un mes antes de esto, el aroma del lugar me había atizado con tanta fuerza como para atontarme, y ahora era yo el que contribuiría a mantener la leyenda del lugar.

Arrojé las mantas, las sábanas, lo que quedaba de quien era hasta hace dos noches. Me vino a la mente la imagen del cura bendiciendo la mesa, pero sólo pude musitar un leve «adiós». No sé si estaba triste, si lo que sentía ahora era nostalgia o si por fin entendía que todo había cambiado para siempre. Cabizbajo, regresé a la residencia, tratando de esquivar los nuevos estímulos que querían atropellarme.

De un salto sorprendente subí hacia las escalerillas otra vez. Algo dentro de mí me gritaba que la mañana (y con ella el sol) se acercaba, y que más me valdría estar bien escondido de la luz. Corrí con un inusual sigilo por el pasillo hacia la habitación, derramé el contenido del cubo en el retrete, di una nueva fregada rápida y volví a echarlo. Cargué deprisa con el cubo, el friegasuelos y la fregona. Dejé todo en el cuarto de la limpieza y me llevé otras sábanas y la manta más grande que encontré. Nunca en mi vida me había sentido tan cansado como en el regreso a la habitación. Cerré la puerta y eché el pestillo; algo rápido y escurridizo dentro de mí me hizo estampar la mesita contra la puerta. Hice la cama (vieja y estúpida manía) y me eché, tapándome de pies a cabeza con la manta mientras agradecía no tener ventana.

Siempre me había costado horrores dormirme, pero no esta vez. El sueño llegó como una losa, una oscuridad infinita y aplastante sobre mi pecho que daba la bienvenida al día.

Jimena difuminada. La niña del colegio de la que me enamoré perdidamente cuando aún me gustaban las chicas. Jimena borrosa desapareciendo entre las nieblas del sueño. Su carita redonda y blanca, un destello entre la bruma y los árboles que marcan los límites de la pesadilla. Jimena que grita cuando me acerco a ella con cautela. Viste uniforme escolar, un polo blanco amarillento de tantos lavados y una falda escocesa a cuadros, que tanto daño nos hizo a ambos bandos cuando éramos adolescentes.

Golpes en la puerta. Pum, pum, pum. Un grito preguntó cuándo pensaba levantarme. Musité un «tengo resaca y hoy no hay clase» y pude escuchar un suspiro bajísimo a través de la puerta. El sol, afuera, seguía hundiendo mi cuerpo contra la cama.

La coleta danzarina de Jimena ondeando mientras corre. Mis manos que no son manos, doblándose de forma extraña y crujiendo. Insectos zumbando a mi alrededor porque ellos también quieren su parte. Jimena difuminada que va tomando forma cuando la alcanzo. Una voz ronca que no es la mía asciende por mi laringe: «Túmbate». Y Jimena se tumba en medio de la grava, en medio de la nada. Mi cuerpo sin dueño se arrodilla frente a ella y mis ojos la contemplan. Sus ojos son castaños como el otoño. La sanguijuela se precipita sobre sus piernecitas y asciende hasta su abdomen. Manos extrañas arrancan la tela de su blusa para que podamos comer. El bicho asqueroso, negro brillante y oleaginoso entierra una boca llena de colmillos en su ombligo y se hincha más y más, enrojeciéndose. Primero parece un enorme chorizo palpitante, pero sigue creciendo, inflándose hasta que es del mismo tamaño que Jimena y la traga entera con un doloroso sorbido. Como la serpiente que se come al elefante en El principito.

Desperté.

Y claro, en mi boca vivía aún el olor hediondo de mis restos, pero también el sabor del hierro, de los columpios del parque en invierno. La noche debió llegar, porque ya tenía claro que desde el cambio sólo saldré con ella. No me hacía falta, pero me abalancé sobre la ducha para una pasada rápida. Cientos de miles de millones de gárgaras con la esperanza de que el proceso hubiera terminado. El agua rojiza se filtró por el desagüe del plato de ducha cada vez que escupía, hasta que por fin conseguí que fuera cristalina. A pesar de que mi estómago no volvería a rugir, sabía que lo que sentía ahora era hambre.

Aparté la mesita de la puerta tras vestirme. En mi teléfono marcaban las siete de la tarde, y agradecí que fuera invierno para tener tanto tiempo. ¿Seguiría despertando siempre a la misma hora, o mi sueño se convertiría en algo estacional, con picos de hibernación en el junio de días interminables? Me quedaban más de seis meses para saberlo y no estaba para pensar.

En la calle, ya fuera de la residencia, hacía frío. Cuando llegué a Tenerife descubrí rápidamente que el mito de la eterna primavera era una falacia turística. Uno de mis compañeros de clase solía bromear con que cada zona tenía un clima distinto, y no se alejaba de la realidad. Y aquí, en La Laguna, todo era humedad y baja temperatura, salvo cuando era humedad y calor asfixiante. Un plus de la nocturnidad sería no tener que volver a soportar ese sol pegajoso, los días de sudor eterno.

¿Dónde encontrar gente un lunes por la noche? Vagué por cafeterías, aún en plena ebullición de estudiantes. Me uní a conversaciones con caras desconocidas, esforzándome para aún sentir algo de interés por ellas. También fui advertido contra esta sensación: «Tendrás que esforzarte para no quedarte vacío. Aprender a sentir de nuevo». Ahora las caras perdían detalle pero ganaban definición. Los rasgos eran irrelevantes, las venas y arterias, destellos.

Fui agotando las horas sin saber muy bien lo que hacer, asustado de dar el primer paso. Había supuesto que sería mucho más fácil: ligar con cualquier chico dispuesto y soltar la correa del depredador. Primero probé en las cafeterías, donde no conseguí nada. Luego en un pub de ambiente que abría entre semana, en el que ya había estado. Nada tampoco. Había olvidado que una de las cosas que me llevaron a esto fue que yo había sido el seducido y no el seductor; que nunca había tenido idea de cómo hacer para acabar teniendo un encontronazo de una noche.

En mi rato en el pub hice de todo. Bailé y me insinué torpemente con un chico enorme, una torre pelirroja. Cometí la estupidez de pedirme un cubata y tras una horrible ordalía de casi media hora sosteniéndolo en lo que me quedara de tripas tuve que correr al baño a vomitarlo. Volví a empezar con otro chaval que me sonaba vagamente, con el que llegué a besarme hasta que le mordí, creo que sin querer, la lengua. Huyó. Nada de nada.

Llegó la hora del cierre y volví a la calle, desesperado. Mi primera noche tras completar la transformación, por fin como criatura maravillosa, como ese «dios oscuro» que me habían prometido ser, se saldaba con el más absoluto fracaso. ¿Y qué hacer a partir de las dos, de las tres de la mañana en las que nada puede pasar?

Vagué un rato de vuelta hacia la residencia por la avenida principal, que contiene la extensa vía del tranvía. Tres noches desde el cambio, y todavía me faltaban cuatro más para que el teléfono sonara y mi «padre» (o lo que fuera) volviera a hablar conmigo. Tenía que demostrarle que era capaz de sobrellevar con un mínimo de dignidad esta primera semana, sin descubrirme, sin dejar rastro y sin provocar un incidente. Mi cabeza se iba embotando y notaba algo palpitar dentro de mí.

Mis piernas giraron bruscamente, con un requiebro arácnido. Había algo en el aroma de la calle, en la suma de las gotitas de humedad, de metal de los coches y pavimento mojado. Una nota de sudor y alcohol que casi brillaba en la lejanía.

El depredador tomó el control e inició su avance, con la vista empañada y el cuerpo lleno de prisa. Un coche solitario estuvo a punto de darle un empujón cuando terminaba de cruzar desde la avenida hacia una de las calles peatonales, pero eso no le hizo parar. Ni el coche ni lo que quedase de mí. El pavimento soportó su ansia a cada paso, que amenazaba con romper los adoquines de la acera. Ahí estaba. Ahí.

Dentro del cajero, cerrado con una rejilla metálica. Ese sudor específico, ese olor corporal único en el mundo que era una mezcla de la súplica a la colilla recogida para que se encendiera, del cartón de vino y el bocadillo que alguien le había traído. Del cansancio y la herida de la pierna. Todo esto podía percibirlo, pero era un pasajero dentro de mi cuerpo. Luché un momento por hacerme con el control, pero fue imposible. Las manos, parecidas a las del sueño con Jimena, se abalanzaron sobre el mendigo. Una partió directa a la boca, para taponar cualquier sonido, cualquier llamada desesperada de auxilio. La otra oprimió la cabeza contra el suelo.

Había existido durante tres noches, a medio camino entre el hombre y lo que ahora soy. No entendí la diferencia hasta ahora, cuando por fin cruzaba el umbral que separaba una cosa de la otra. Los colmillos se afilaban, marfiles gigantescos con los que perforar el cuello del vagabundo, que dejó de resistirse en cuanto rajaron su carne. Su hedor asfixiante era mejor que cualquier otra cosa que hubiera olido jamás. Y cuando su sangre llegó a mi boca supe que había hecho bien aceptando la propuesta. Nada, absolutamente nada, podía comparársele. Ni el mejor sexo, ni la ducha de después de hacer deporte, ni la primera bocanada de aire tras bucear a pleno pulmón. El líquido dulce de su vida bajaba por mi garganta y notaba en él las pulsaciones aceleradas de su corazón, el terror de quien piensa que está a punto de morir. Pero el mordisco las iba frenando, y cada trago hacía que enlentecieran, que sístole y diástole se separasen cada vez con más tiempo de distancia.

Entonces la noté dentro de mí. Escurriéndose por mi barriga, subiendo y bajando por lo que fuera que quedase de mis intestinos. La Sanguijuela. Había querido olvidar esa parte, pero ahora se me hacía imposible. Notaba cómo deseaba saciarse, cómo rascaba las paredes de mi interior rogando más y más gotas.

Frené de sopetón, irguiéndome de un salto. El cuello del hombre (ahora lo veía con nitidez, casi un anciano) no mostraba signos de mi paso. Y dentro de mí ya había dejado de notar el paseo lastimero y asqueroso.

Quizá me precipitaba concluyendo que el cambio había sido a mejor.

2. Los recuerdos se volvieron grises

 

Los recuerdos se volvieron grises. No me di cuenta al despertar, tras haber soportado de nuevo una retahíla de golpes en la puerta durante toda la mañana. Aquí estaba vigilado, y más temprano que tarde tendría que dejar la residencia o enfrentarme a la llamada de mis padres para preguntar por qué no iba a clase. Decirles que ahora era un miembro a prueba en «la estirpe de la noche» estaba fuera de todo lugar.

No, tuve que esperar hasta casi las diez de la noche para descubrirlo. Cuando aún quedaban horas y horas para el amanecer y no había nada que hacer. Sabía que estaba saciado y que no necesitaría beber durante unos días, pero tampoco había mucho más que hacer en la penosa habitación de la residencia. No iba a estudiar, y tras un par de horas de tontear en internet, como si nada hubiera cambiado, ya estaba consumido por el aburrimiento. Salí de nuevo a la calle.

A nadie le advierten de la diferencia tan brutal que hay entre la noche y el día. A media mañana siempre hubiera encontrado algo que hacer: ya fueran las clases de la universidad o alguna actividad programada. Ahora, mientras caminaba por la calle sin rumbo fijo, repasaba mentalmente en qué me tocaría ocupar el resto de días. Sin duda había formas de encontrar gente de noche: bares, cafeterías, pubs… Y en fin de semana, o desde el jueves, en discotecas y antros que cerrasen casi coincidiendo con la mañana. Siempre había sido una persona sociable, y notaba ahora una necesidad rara de estar rodeado de otros. No sólo por lo apetecible que debe de ser estar siempre en un bufé, sino por sentir algún tipo de conexión.

¿Qué otra cosa podría quedar? El cine en sus sesiones más tardías, especialmente la de las doce de la noche. Los gimnasios que abrían hasta tarde para que cualquier obseso pudiera ir, sin importar la tardanza. ¿Alguna sala de estudio o biblioteca? Choqué con alguien en mitad de la ensoñación, y la disculpa voló de mi boca.

—Perdona.

Un conjunto de rasgos flotaban sobre su cara. Podía ver la nariz, achatada. En una nebulosa se entremezclaban los ojos y la boca llena de dientes amarillentos por el tabaco, limados por el bruxismo. ¿De todas estas cosas me daba cuenta ahora? Y aún con todos los detalles, era difícil que la suma significase algo.

—¡Artur! Vas empanado, ¿eh?

—Ay, perdona, Ayoze.

Fue la voz la que dio la pista final, y me ayudó a darle un sentido al lienzo de rasgos dispersos. Ayoze. Uno de los compañeros de la universidad, un chico simpático que intentó que me integrase en su grupito de amigos. El único.

—No pasa nada. Concentrado, ¿eh?

—Sí, estaba pensando en un… —dudé— examen. Ya sabes, ahora tocan los parciales de invierno.

—Ya, ya.

Le dije lo primero que me vino a la cabeza, y tuvimos un par de minutos más de charla intrascendente. Podía verme desde fuera, como si un cordoncito atara mi consciencia a mi cuerpo y flotase como un globo. Ahí estaba Artur, alto y desgarbado, con una coleta de pelo oscuro mal hecha. La antítesis de Nosferatu. Conversaba con Ayoze, moreno y zigzagueante. Era agradable flotar así, licuarse en las afueras del mundo. Pero pararon, se despidieron y pude volver dentro de mí mismo.

Seguí un rato más mis pisadas hasta llegar, de nuevo, a los contenedores de basura de fuera del mercado. Como el muerto que mora en su tumba el Día de los Difuntos, sentía una paz extraña aquí, en medio de la peste. Abrí con anticipación la tapa del cubo en el que había dejado las sábanas la noche anterior, pero claro, ya no estaban. Eso significaba que mis restos ahora yacerían en el lugar donde fuera a parar la basura en esta isla. Podía imaginarme una pila de bolsas, restos orgánicos y la habitual manzana podrida que hay en todo contenedor, apelotonadas en una montañita. Las ratas paseándose entre lo que fui, revolcándose en la mezcla de tela y entrañas. Seguramente nada de esto fuese así: más bien una eficiente cadena mecanizada que los compactara y luego los quemase. Pero esa era la imagen en mi cabeza.

Vagué un rato más hasta topar con la puerta de rejas de un parque, ya cerrada. Había estado allí no hacía mucho, en la cafetería de dentro para un trabajo en grupo. Me gustaba ese parque: mucho árbol autóctono, un riachuelillo lleno de peces inmensos y brillantes, como de estanque japonés… Y la cafetería, un recinto cerrado de grandes cristales, en la que tomar una humeante taza de café mientras veías llover.

Entonces me di cuenta. Los recuerdos se volvieron grises con el cambio, y ahora pude asumirlo. Los peces (¿carpas?) ya no eran naranjas cuando trataba de evocarlos, sino de un gris asustado y pálido. Esa mañana de discutir sobre quién se encargaría de cada cosa, quién expondría, quién redactaría… era una foto del siglo pasado. Estaba la cara morena de Ayoze en un gris oscuro, y las otras dos chicas (¿Paula y Ana? ¿Ana y Claudia?) eran pálidas, y su pelo una mortaja cenicienta. Un cambio extraño a sumar al resto.

Me quedé otro momento sentado a espaldas de la puerta. Los coches al pasar por la carretera generaban estelas preciosas, de los colores más vivos que hubiera visto nunca. Dejé a mis ojos disfrutar, no sé si media hora o la hora entera. Este espectáculo me concentraba tanto que podía separarme de la transformación y hacer como si no hubiera pasado nada.

Sonó el teléfono y lo cogí con desesperación. ¿Tendría por fin una explicación adelantada, o debía seguir esperando?

Sólo eran mis padres.

—¿Artur, estás bien?

—Sí, claro, mamá.

—Hace días que no llamas, hijo.

—Bueno, he estado con muchos trabajos en la universidad.

—¿Tantos como para no poder llamar a tus padres diez minutos?

Podía imaginar la mueca de reproche en la boca de mi madre, un arco en forma de u invertida. Ella también era gris mientras charlábamos. Su pelo teñido de morado era una mata oscura, y seguro que sus ojos verdes eran puntos negros. Mientras sacaba a pasear su lista (supongo que merecida) de reproches, trataba de recomponer la cara de mi padre, pero me era imposible. Quizá mi memoria sufriera una disolución, en vez de una decoloración.

—A tu padre lo han echado del trabajo.

—¿Cómo? ¿Así, de repente?

—Ya se rumoreaba en la oficina que la cosa estaba mal y que iban a empezar a despedir gente, pero papá pensaba que no era nada.

—Pero ¿no lo han avisado ni nada?

—No. Ayer llegó al trabajo y estaba su carta de despido preparada y un cheque con la indemnización y los días de preaviso.

—Vaya…

—Dice que va a jubilarse.

Aunque podía entender lo que debía suponerle a alguien de cincuenta y tantos años (¿qué edad tendría realmente?) un despido así de fulminante, mis cuerdas vocales escupían y fingían. Sólo podía pensar en la asignación que me ingresaban todos los meses, y en qué haría ahora si tenían que cerrarme el grifo. No era sólo la distancia que había desde aquí hasta Zaragoza, un viaje en tren y casi tres horas de avión. Era otro tipo de lejanía. Estos eran mis padres, pero a la vez habían dejado de serlo. Tenía que aprender a verlos así.

—¿Por qué no hablas con él?

—Bueno, pásamelo.

—No está. Mejor llámalo mañana.

—¿No está? ¿Qué hora es allí?

—Casi las doce.

Tanto la que fue mi madre como yo sabíamos que estaría en el bar, pero ni ella quería sacar el tema ni yo tenía interés por hacerlo. Nos despedimos con la promesa de que mañana le llamaría, pero yo no tenía ya muy claro si las cosas como yo tenemos palabra que cumplir.

Me levanté, aún atontado por las luces siseantes de los coches. Mis recuerdos se habían vuelto grises, y eso no me hacía una pizca de gracia. Era una sensación muy extraña. Por un lado tenía claro que ya era otra cosa, que sería un extranjero para siempre en un mundo ajeno a mí. Pero por otro, aun con toda la indiferencia, quería seguir atesorando algún tipo de recuerdo. Ser ese español que se exilia por trabajo a la otra punta del mundo para no volver nunca, que se queja continuamente de su país pero en secreto desea volver a probar la tortilla de patatas de su madre.

Mi creador, tan atento, me lo había dicho con otras palabras. «Tienes que sentir de nuevo. No puedes dejar que te devore. Es agradable estar vacío, pero le da demasiado poder». Como con todo fue impreciso, quizá porque sea distinto para cada uno. No me dijo que perdería el color, que orbitaría alejado de las caras. Que desaparecería. Ni a qué le daría demasiado poder, aunque podía hacerme una idea.

Pero ¿cómo hace uno para aprender a sentir de nuevo? Una amiga que estudiaba Psicología me dijo una vez que cada emoción tenía aparejada una sustancia en el cuerpo. Que funcionaban tan rápido y tan bien, salvo las más elaboradas, porque eran pura química cerebral. ¿Sería capaz, con todo lo que derramó mi cuerpo en sábanas y mantas, de tener la química suficiente?

Volví al bar de ambiente del día anterior y me pedí un cubata que no bebí. Hice un verdadero esfuerzo por ver de nuevo con esos ojos «menores» que tenía antes del cambio. El camarero, en la barra, era un chico menudo y guapo, aunque esa valoración ahora no tuviera sentido para mí. Mechas rubias y pelo salvaje, pómulos escasos y ojos marrones. Desde la esquina de al lado de los baños, donde me hacía el interesante, entrecerraba la mirada para lograr sumarlo todo. Luché con las hebras individuales del cabello, con los iris esquivos y la boca fina.

Y lo conseguí.

Dediqué otro rato (el tiempo me sobraba hasta el amanecer) a observar a una pareja de tíos que bailaba. Uno de ellos estaba de espaldas y sólo podía distinguir su pelo largo y oscuro, que debía de ser muy parecido al mío cuando no me hacía la coleta. El otro sudaba y su olor era penetrante, bendecido con una expresión de gozo y la mirada perdida. Pelo corto marrón, barba perfilada, nariz romana… Una nube de rasgos. También me costó, pero ahora fueron sólo unos minutos de escudriño.

Apresé esa cara y la supe familiar. Ese chico se hacía llamar Byron y nos habíamos besado en una fiesta de bienvenida. Recuerdo el local, con el gris ya habitual plagado de banderas del resto de comunidades autónomas de España. Me preguntaron mi nombre y estuvieron a punto de pegarme una de Cataluña en la camiseta, hasta que corregí al camarero (era otro) y me puso la de Aragón.

Y claro, tanto mirarlo provocó que él me acabara viendo e hiciera un gesto con la mano para que me acercara. Sin pensarlo mucho me arrastré hacia él. Estaba claro que era mejor tener buen trato con víctimas potenciales, y me notaba planificando mi siguiente menú.

—¡Artur!

—Eh, ¿qué tal, chicos?

—Mira, te presento a Nico.

Nos saludamos con un beso en la mejilla y pude ver la suma separada de sus rasgos. Labios fuertes y carnosos, ojos verdes intensos. Bailamos y compartimos insinuaciones entre los tres, por un rato. Por mucho que tuviera ganas de atiborrarme con los dos, tenía que refrenarme. Ni siquiera sabía si el mendigo de ayer seguía con vida, como para llamar aún más la atención con dos bonitos cadáveres.

Nico me sobó todo lo que quiso. Las manos dentro de mi pantalón paseando por mi culo, empujándome hacia él mientras Byron intentaba hacerse hueco. Uno y otro deslizándome como un juguete. Antes hubiera tenido una erección dolorosa y palpitante. Perdí de vista todo lo que no fueran sus cuellos, la piel llena de imperfecciones e irrelevante que ocultaba el tesoro más preciado. Se comunicaban con algo parecido a jadeos:

—¿Te vienes a casa?

—¡Eso!

No podía hacer eso. No quería nada más en el mundo que complacerles, pero no debía dárselo. Les recorrería la ilusión de que nos desnudaríamos los tres y nos arrojaríamos a una cama, un sofá, un suelo frío y duro donde revolcarnos. Para ellos la ensoñación terminaría con un cigarrillo o un abrazo. Para mí ni siquiera empezaría. Sería un empujón, un pie en el cuello hasta perder uno de ellos la respiración. Sujetaría a Nico con una pinza y no una mano mientras aplastaba a Byron. Y luego el banquete. La sangre y… lo que no estaba preparado para sentir aún.

—Mejor otro día, ¿eh?

Nico me estampó un beso, sujetándome las mejillas con las manos. Olía a lascivia, a fruta de la pasión regada con feromonas. El piloto automático estuvo a punto de saltar y arruinarnos la noche a todos, pero me soltó rápido.

—Eso es para que te lo pienses.

Fingí una risa y prometí pensármelo. Mientras huía del pub sentí la música de Lady Gaga retumbar. Una melodía familiar que había bailado hasta desfallecer. Y al menos una cosa seguía inmutable: adoraba esa canción.