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Primera edición digital: enero 2018
Colección Compromiso

Coordinación: Antonio Rubio
Director de la colección: Javier Bauluz
Composición de la cubierta: Juanma Samusenko
Diseño de la colección: Jorge Chamorro
Corrección: Juan Francisco Gordo
Revisión: David García

Versión digital realizada por Libros.com

© 2018 Glòria Poyatos Matas, Helena Maleno Garzón, Lydiette Carrión, Mónica García Prieto, Patricia Simón Carrasco
© 2018 Libros.com

editorial@libros.com

ISBN digital: 978-84-17236-39-7

 

Todas

 

Crónicas de la violencia
contra las mujeres

 

Glòria Poyatos Matas, Helena Maleno Garzón,
Lydiette Carrión, Patricia Simón Carrasco,
Mónica García Prieto

Dedicado a todas las mujeres que nos confiaron sus experiencias, quienes narran su historia para que ninguna niña ni mujer tenga que volver a sufrir estas violencias en el futuro.

 

 

La Obra Social “la Caixa”, comprometida con el buen periodismo y con la construcción de una sociedad más justa y con más oportunidades para todos, apoya la edición de este libro.

 

Fundación Obra Social la Caixa

Índice

 

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Título y autor
  4. Dedicatoria
  5.  
  6. Prólogo.
    Por Glòria Poyatos Matas
  7.  
  8. Resistencias en la industria de la esclavitud.
    Por Helena Maleno Garzón
  9.  
  10. Qué dirán si me matan.
    Por Lydiette Carrión
  11.  
  12. El genocidio que no cesa.
    Por Patricia Simón Carrasco
  13.  
  14. Las invisibles esclavas del siglo XXI.
    Por Mónica García Prieto
  15.  
  16. Mecenas
  17. Contraportada

Prólogo

Glòria Poyatos Matas

Visibilizándolas a todas

La historia de las mujeres es la historia de una discriminación cronificada.

La Biblia lo profetizó hace más de 3.000 años. «Y dijo Dios a la mujer: “Por haber comido del árbol que te prohibí comer, parirás con dolor, irás detrás de tu marido y él te dominará”» (Génesis 3, 16).

Las desigualdades de género han sido una constante en una historia llamada «del hombre», y a pesar del paso de los siglos siguen presentes en todos los ámbitos sociales pensables, variando tan sólo su virulencia, dependiendo del hemisferio desde el que se mire.

La violencia contra las mujeres hunde sus raíces en las relaciones de género dominantes como resultado de un notorio y sistémico desequilibrio de poder. En la civilización occidental, desde sus orígenes, el sexo ha venido funcionando tradicionalmente como un decisivo factor de discriminación a la hora de reconocer a las personas derechos y obligaciones de acuerdo con la cultura judeocristiana, con clara persistencia en el derecho visigodo, agudizándose en la Edad Media al recuperarse entonces principios básicos del derecho romano que han estado presentes en nuestro ordenamiento jurídico español hasta hace pocas décadas. Algunos ejemplos recientes son la «licencia marital» que trataba a la mujer como una menor sometida a la potestad marital y limitaba drásticamente la capacidad de obrar de la mujer casada[1], ensalzándose el poder de disciplina marital mediante figuras penales como el «uxoricidio honoris causa»[2]; la denigrante figura del «depósito de la mujer casada»[3]; la eufemística prohibición del trabajo de la mujer casada contenida en el Fuero del Trabajo español[4]; o la proscripción de las mujeres de acceder a la carrera judicial o fiscal[5] bajo el «poderoso» motivo de ser contrarios tales trabajos al «sentido de la delicadeza consustancial en la mujer».

Los cambios importantes no llegaron a España hasta la segunda mitad del siglo XX, con la Constitución Española de 1978 consagrando el principio de igualdad y el derecho a la no discriminación bajo el canon reforzado de derecho fundamental. No obstante el importante avance legal, a partir de los años noventa se evidenciaron las deficiencias de las herramientas legales tradicionales en el avance (real) igualitario, promoviéndose desde el derecho internacional de los Derechos Humanos la transversalización de la perspectiva de género (gender mainstreaming), concepto que ya se había utilizado en el discurso de la Organización de Naciones Unidas en el año 1975[6] para contrarrestar las políticas «neutrales» que venían a consolidar las desigualdades de género existentes. En nuestro país la transversalización de la perspectiva de género se acoge expresamente en la Ley Orgánica de Igualdad (2007)[7].

Pero el camino hacia la cultura de la equidad es lento y empedrado.

Nuestro derecho sigue padeciendo severas carencias de la perspectiva femenina, tanto en el fondo como en la forma, y conserva aún numerosos vestigios de desigualdad, siendo un ejemplo muy visual de lo dicho la redacción contenida en el Código Penal del delito de mutilación genital femenina, que a pesar de ser un delito exclusivo de mujeres y niñas, se redacta en masculino «genérico»: «Artículo 149 del Código Penal: El que causara a otro, por cualquier medio o procedimiento, la pérdida o la inutilidad de un órgano o miembro principal, o de un sentido, la impotencia, la esterilidad, una grave deformidad, o una grave enfermedad somática o psíquica, será castigado…».

De igual modo y como definición del estándar de diligencia civil se enmarca en «el buen padre de familia»; el Código de Comercio refiere al «ordenado empresario» en lo mercantil, o la preferencia constitucional del varón sobre la mujer en la sucesión de la corona[8]. Ello es una simbólica devaluación de la imagen de la mujer que perpetúa las desigualdades en la cultura de la igualdad simulada.

También el mercado laboral abona el terreno de la desigualdad. Las mujeres se incorporaron masivamente al mercado de trabajo en casi todos los ámbitos, pero los hombres no se incorporaron masivamente al trabajo doméstico, generando con ello grandes desigualdades. Tampoco se cambiaron las «reglas» de funcionamiento de un mercado laboral pensado y diseñado en masculino y ello ha incrementado exponencialmente el trabajo de las mujeres que, sin dejar de ser proveedoras de las tareas del hogar y los cuidados, intentan competir en un mundo laboral que las discrimina precisamente por ello. Y como consecuencia de lo anterior, la brecha salarial y el techo de cristal apuntalan el statu quo de las desigualdades de género.

Por ello se puede aseverar que el gran desafío de este siglo, en los países más avanzados en derechos humanos, es la conquista de la igualdad real que se alza inalcanzable y galopa a ritmo desacompasado con la igualdad jurídica. Según el Informe Global de la Brecha de Género de 2016, emitido por el Foro Económico Mundial, nos llevará algo más de 170 años cerrarla. En tal andadura se hace imprescindible no infravalorar los estereotipos y prejuicios como base de las discriminaciones modernas. Los prejuicios determinan cómo debemos ser en vez de reconocer quiénes somos. Estereotipamos para definir la diferencia que facilite nuestra comprensión de un modelo más simple y para hacer un «guion de identidades» más manejable, pero los prejuicios sostienen las desigualdades y cuando penetran en el sistema judicial lo distorsionan, perpetuando las asimetrías sociales y elevándolas a la categoría de justicia. Se trata de un potente enemigo inmune a las leyes que se transmite socialmente mediante el aprendizaje observacional y luego se integra en nuestro tejido perceptivo hasta el punto de no tener conciencia de ello, por lo que no lo diagnosticamos como un problema que requiera remedio legal o de otro tipo. Por ello, en todos los casos que involucren relaciones asimétricas, prejuicios y patrones estereotípicos por razón de género, deberá aplicarse en la impartición de justicia una metodología de análisis integradora de la perspectiva de género. Ante la igualdad, la imparcialidad es un mito.

Violencia sexual extrema en conflictos bélicos

Pero la radiografía de las desigualdades se exacerba hasta extremos inquietantes en aquellos lugares del mundo más degradados en derechos humanos, donde nacer mujer puede ser un verdadero infierno especialmente si laten conflictos bélicos.

Las guerras son devastadoras, deshumanizan, aniquilan poblaciones, provocan éxodos masivos, miles de personas refugiadas en travesías a ninguna parte y destruyen un ecosistema de todos. Lleva décadas reponerse del impacto de unas armas, cada vez más sofisticadas en destruir más y mejor, en menos tiempo. Pero hay un arma secreta en todo conflicto armado que se reproduce sistemáticamente bajo la mirada anodina del planeta, cuya crueldad debiera escandalizar la moral del mundo «civilizado». Es la violencia sexual extrema que se inflige sobre las mujeres. Una batalla que se perpetra en el cuerpo de ellas, que son el botín de una guerra decidida, financiada y ejecutada por hombres. Es una de las más aberrantes expresiones del machismo. Perpetúa el histórico patrón de dominación del hombre bajo la consideración de la mujer como objeto y no como sujeto. Es una de las más execrables modalidades de violencia de género, que puede perpetrarse en cualquier momento y en cualquier lugar del mundo. Un fenómeno poliédrico que adquiere unos niveles de brutalidad que no tienen parangón.

Las violaciones masivas de mujeres y niñas han acompañado a todas las guerras a lo largo de una historia escrita sólo por hombres. Ya en la época griega y romana, los ejércitos se involucraban en la violación de guerra. Ello aparece documentado por antiguos autores tales como Homero (siglo VIII a.C.), Heródoto (484 a.C.) y Tito Livio (59 a.C.). El cuerpo de las mujeres ha sido ancestralmente campo de batalla para los pueblos y para los individuos masculinos que combatían entre sí. Se trataba de «delitos menos serios» ejecutados por los hombres de todos los bandos del conflicto, buenos y malos, vencedores y vencidos. Por ello era más fácil mirar siempre hacia otro lado, dejando impunes estos crímenes padecidos por miles de mujeres y niñas de todos los tiempos.

Esta violencia sexual extrema sigue muy viva en la actualidad en cada conflicto armado, aunque silenciada, y no cesará hasta que el estatus de la mujer cambie y la vergüenza sea puesta en los violadores y no en las víctimas.

Este es el testimonio de María, una víctima de la tribu nuer de Sudán del Sur, un país sumido en un conflicto bélico desde 2013, y uno de los peores lugares del mundo para nacer, si eres mujer. Los soldados le dijeron a María que consideraban que los nueres eran rebeldes y que mataban a sus hijos de cinco y siete años porque no podían correr el riesgo de dejar que crezcan para ser combatientes. Sin embargo, «No matamos a las mujeres y las niñas, a ellas sólo las violamos», dijeron a María.

Después, los uniformados arrancaron de un tirón a su hija de sus brazos, y María sintió que nada podía ser peor. Cinco de ellos la sujetaron y la obligaron a mirar mientras otros tres violaron a su hija de diez años de edad. Su nombre era Nyalaat. María ni siquiera podía ver a su niña, sólo podía ver la sangre. Entonces los hombres se turnaron para violar a María. Nyalaat murió unas horas más tarde[9]. María quería morir. Aquellos militares consiguieron destruir su espíritu, su deseo de vivir y su propia vida.

El doctor Denis Mukwege es un ginecólogo cirujano congoleño experto mundial en reparación de mujeres y menores víctimas de violaciones en grupo y ha alarmado del aumento de la violencia sexual de menores con estas palabras: «Hay una banalización de estos crímenes que afecta directamente a los niños. La violencia sexual contra los niños ha aumentado. He visto atrocidades cometidas con bebés de menos de un año, violados de una manera que es imposible de describir».

Ante la panorámica descrita la concienciación, la visibilización y la sensibilización social son imprescindibles, al igual que lo son libros como el que tengo el honor de prologar. Un libro que muestra sin ambages el horror de las caras más atroces de las desigualdades de género mediante experiencias y vivencias reales padecidas por mujeres diversas, desde Nigeria hasta Ecuador. Son relatos de mujeres valientes que nunca aparecerán en los libros de historia, mujeres anónimas, invisibles, que han sufrido en sus propias carnes violaciones, abusos, explotación sexual, trata, lesiones físicas o psicológicas u otras atrocidades por haber nacido mujeres, no siendo siempre el peor de los casos la pérdida de la vida, porque la vida es mucho más que un proceso fisiológico.

La diversidad y la especial visión práctica y cercana de las historias relatadas en esta obra definen bien no sólo la especial sensibilidad y alta calidad humana de las coautoras, sino sobre todo su conocimiento teórico y empírico de las materias tratadas, que hacen de esta publicación algo compacto y diverso a la vez.

Helena Maleno nos dibuja de forma nítida el funcionamiento abominable de la trata de seres humanos con fines de explotación sexual, su adaptabilidad a las peculiares situaciones de vulnerabilidad de las mujeres víctimas tratadas y su flexibilidad «como industria de la esclavitud que opera de forma transnacional con mucha eficacia, mientras que los estados y sus fuerzas de seguridad adolecen de la coordinación y rapidez de respuesta que necesita la protección de las víctimas».

Lydiette Carrión nos transporta, haciendo un uso magistral de la analepsis, a los patrones comunes que unen historias reales de asesinatos de mujeres víctimas de violencia de género, y desnuda sin pudor los defectos de la maquinaria administrativa y judicial de países como México.

Patricia Simón, en cambio, visibiliza cómo la violencia de género carece de un perfil único y adquiere tintes pandémicos que no discriminan por edad, formación, cultura, posición económica o profesión de la mujer víctima de esta lacra, que la va destruyendo psicológicamente como una mina antipersona, desde dentro hacia fuera.

Por último, Mónica G. Prieto nos estremece visibilizando los abusos y explotación laboral que rodean la vida de las empleadas domésticas en Oriente Próximo y cómo encuentran en el suicidio su última forma de rebelión y liberación ante esta nueva forma de esclavitud del siglo XXI.

La violencia de género, en todas sus formas, constituye un problema social grave y endémico que exige profundos cambios sociales y nuevas escalas de valores construidas sobre el respeto de los derechos humanos de las mujeres.

Las leyes son insuficientes, la estereotipia gravita en otra dimensión.

Hay que actuar desde la acción, no desde la dicción, porque una sociedad que tolera las desigualdades es una sociedad que discrimina.

Visibilizar sin censuras las atroces violencias contenidas en este libro también es acción, porque su lectura no le dejará impasible.

Arrecife, 24 de octubre de 2017
Glòria Poyatos Matas
Magistrada del Tribunal Superior de Justicia de Canarias
y presidenta de la Asociación de Mujeres Juezas de España