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Ese animal salvaje

Fusión de magia y curación, intervención desde el mundo espiritual que fluye a través de retratos mentales de mundos coloridos, o no tanto, en un contexto de fascinación que conmueve hasta la transgresión. Esto es una fracción de lo que emana de la palabra yagé.

Ayahuasca, en lengua quechua, elemento natural que cuesta describir sin caer en extremismos. Reina de la Amazonía que según sus mentores, que no son otros que los chamanes ligados a su esencia a través de su propia historia, contiene el 99 por ciento del poder del reino vegetal simplificado en un bejuco.

Elemento cuyo misterio se levanta esquivo sobre la pretensión reduccionista, pero válida a veces, de querer juzgarlo desde la ciencia. Y vaya que han tratado. Simple sería dejarlo como un mero alcaloide inhibidor de la monoaminoxidasa, para que a partir de sus efectos antidepresivos variopintos se convirtiera en un par de párrafos de cualquier neurofarmacopea moderna.

Pero el yagé trasciende cualquier taxonomía para ubicarse en el plano de las percepciones y de la espiritualidad. Es un animal salvaje que se doma a punta de sabiduría ancestral y popular, porque reta todo raciocinio y exige en su trato balances delicados entre lo científico, lo histórico, lo cultural, lo natural y lo mágico. Cualquier otro abordaje maltrata su identidad.

El yagé pide que lo dejen reinar inalterable en un mundo en el que por siglos ha sido una herramienta y un medio para trascender y no un fin en sí mismo. Por él hablan sus chamanes, no los doctores, y de sus efectos físicos y espirituales dan fe quienes se relacionan de manera auténtica con él y no quienes se enfrentan a la experiencia por moda o curiosidad.

Ocho de esas historias genuinas, contadas con rigor en este libro por un maestro del periodismo, demuestran que al yagé sólo lo rigen sus leyes inexorables, refractarias a cualquier intento de occidentalización.

Estos impresionantes relatos de sanación de Javier Darío Restrepo, que nos demuestran que hay capítulos de la medicina moderna que están por escribirse, son, en sí mismos, una invitación a valorar con respeto al yagé y su universo y a que se salvaguarde un valor ancestral que nos cualifica a todos.

CARLOS FRANCISCO FERNÁNDEZ RINCÓN, MD

Presidente de la Asociación Colombiana de
Sociedades Científicas

Asesor Médico de El Tiempo

La experiencia de los ocho

En las historias que aparecen en este libro llaman la atención la variedad de personas y profesiones, pero, además, los descubrimientos que hicieron al ponerse en contacto con el yagé. Nada de efectos milagrosos o de soluciones mágicas, sólo el descubrimiento de algo que está ahí, en el interior de cada ser humano, y que no había sido visto.

Le pasó al médico cirujano Jorge H. Moreno, después de veinte años de ejercicio de su profesión. A partir de un trastorno temporo-mandibular, su experiencia con el yagé lo puso en contacto con un instrumento de la medicina que él había descartado por anticientífico y porque, definitivamente, no figuraba en el vademécum del médico profesional. Los lectores seguirán su relato con la misma fascinación con que el autor lo escuchó, no solo por esa saga azarosa de su ejercicio médico con guerrilleros tupamaros en Uruguay, y con paramilitares y guerrilleros en Colombia, sino por la novedad que representa ver a un médico como paciente y compartir su experiencia con el yagé.

Es una sorpresa parecida a la que se siente ante un taita venido de la selva del Putumayo, que por un accidente ocurrido en la selva se transformó en paciente del médico Omar Escobar. El taita Isaías Majisoy, de familia de taitas, por tanto heredero de un conocimiento antiguo y de una sabiduría enriquecida por un largo ejercicio de la medicina indígena, llegó al consultorio del doctor Omar después de un viaje de más de treinta horas en bus, con una pierna destrozada. Allí comenzó una historia como la que él había visto en sus incontables pacientes curados con ayuda del yagé, pero esta vez vivida desde este lado, el de los que se confían al "remedio" para ser curados.

El relato del taita Isaías abre otros horizontes y constituye una pieza de conocimiento de gran valor para quien quiera acercarse a esa dimensión del yagé, que se revela cuando el médico se convierte en paciente y recurre a él como su medicina.

Estos ocho del yagé fueron un grupo reveladoramente variado. Cuando el autor creía haberlo visto y oído todo, apareció, invitada por el doctor Omar, una sorprendente paciente: la hermana Marisol. Ella misma lo admitió: las superioras de su comunidad religiosa miraron al otro lado cuando ella les informó que había entregado el tratamiento de sus depresiones en manos de un médico que utilizaría el yagé como ayuda para el diagnóstico y los procedimientos. Aunque no hayan sido levantadas del todo las barreras del prejuicio, el episodio de la hermana Marisol revela el avance que se está dando hacia un cambio de actitud en relación con la medicina alternativa. Oyendo el relato de su experiencia se puede concluir que en el cerrado rechazo de esta medicina tiene que ver un fondo de desdén y de desprecio por una cultura que se considera inferior. La predisposición de esta religiosa al reconocimiento y la acogida respetuosa de estas culturas, algo propio de una cierta concepción misionera, explica su apertura para la experiencia del yagé.

No es tan sorprendente, en cambio, la historia del poeta Fernando Denis. Poetas y escritores, buscadores de la belleza y de las formas de comunicarla, suelen mantener la mente abierta a mundos y expresiones nuevas. Lo novedoso es el salto que este hombre da desde el bajo mundo del alcohol y de la droga al otro mundo en donde se activan e intensifican las luces de la conciencia para estimular el conocimiento de sí mismo. Esta es la parte novedosa y reveladora del capítulo que cuenta la historia del poeta sucreño que, a partir de su primera huida del mundo del alcohol y de la droga, ha continuado su proceso de liberación con la ayuda del yagé.

El nombre de Héctor Acosta, un pensionado de la antigua Colmotores, aparece en este libro con capítulo propio porque en su historia se recrea la lucha de esta medicina alternativa contra un pasado genético y para construir un futuro libre de la fatalidad de lo ancestral. Tras Héctor se acogieron a la ayuda del yagé todos los suyos, marcados por un problema genético que no les había sido tratado y que permitía prever la prolongación del mal en las futuras generaciones. No se trataba de ayudar a una sola persona, como suele suceder en los consultorios médicos, sino de liberar de la enfermedad a los no nacidos de las próximas generaciones. La acumulación de las historias médicas de la misma familia, en el escritorio del doctor Omar no fue, pues, una coincidencia. Como pocas veces le había sucedido -tal vez nunca-, el médico se halló tratando pacientes aún por nacer con la ayuda del yagé.

Los lectores se encontrarán dos capítulos dedicados a dos jóvenes mujeres. Sicopedagoga, una de ellas, Maira, y con estudios de pedagogía, actuación y danza, Jacqueline. Las dos, víctimas de enfermedades para las que la medicina occidental, al parecer, no podía ofrecer alivio ni curación o, lo que es más cercano a la realidad, enfermedades que les habían hecho perder la fe en esta medicina. Las dos testimoniaron cómo, no obstante los destrozos del lupus y de la soriasis, la clarividencia obtenida con el yagé les devolvió la voluntad de vivir. Son dos testimonios que les permitirán a los lectores contemplar otra forma de actividad de la medicina con la ayuda de esta liana amazónica.

El octavo capítulo comenzó a elaborarse cuando Luis Carlos Estrada le oyó decir a su oncólogo que le quedaban trece días de vida. Ese día se apareció en piyama y en pantuflas, en el consultorio del doctor Omar. Eran las ocho de la noche y en la clínica se habían cerrado las consultas. La historia que siguió a esa insólita irrupción de un paciente a un consultorio reveló otras posibilidades médicas del yagé. Es uno de los relatos más detallados sobre el proceso que sigue el paciente que acude al yagé acompañado por su médico.

Luis Carlos es un profesor de inglés pero, además, quizás él no lo sabe, es un narrador nato, de esos que los periodistas soñamos y queremos tener ante nuestra grabadora. Logra que sus oyentes o lectores sigan una historia de dramática vecindad con la muerte, que evoluciona y se convierte en un renacer.

Los ocho del yagé son, pues, personas concretas, vivas, que ilustran un fenómeno que está transformando la medicina hasta el punto de que en un futuro inmediato el dilema será claro e inevitable: o seguirán las prácticas y criterios científicos que hasta ahora han predominado y que han excluido por no científicas y supersticiosas otras prácticas; o se abrirá la mente a la posibilidad de que haya otras alternativas hasta ahora no contempladas, en las que se tienen en cuenta los hallazgos de otras culturas.

No se trata ciertamente de establecer una lucha dialéctica para imponer una u otra forma de ejercer la medicina, sino de encontrar la manera mejor y más efectiva para preservar humana, la vida de la humanidad.

UN HECHO SORPRENDENTE

Cuando uno tras otro, estos ocho pacientes coincidieron en el relato de la misma experiencia relacionada con su curación, supe que, como periodista, estaba ante un hecho que no podía dejar pasar.

Pero las cosas no pararon ahí; después conocí la experiencia de Germán Zuluaga, un médico, profesor en la Universidad del Rosario y la Universidad Javeriana, acreditado por Colciencias como investigador de élite y director del grupo de estudio en sistemas tradicionales de salud, y comencé a ver el tema del yagé con ojos distintos, como una dimensión diferente y futurista de lo que tendrá que ser la práctica de la medicina en adelante. Suena provocador y desafiante decirlo así, pero los testimonios que recojo en este libro y las reacciones de los que han pasado por la experiencia del "remedio" me aseguran que algo está sucediendo en la medicina de hoy desde que médicos occidentales, con toda la carga de razonamientos, prácticas de laboratorio y teorías científicas, abrieron sus ojos y su mente a unas prácticas que desde siglos han sido tenidas como supersticiosas y propias de curanderos sin formación científica.

Hace cuarenta años al yagé accedían las clases populares que, a falta de atención médica profesional, se confiaban en manos de taitas y chamanes que aparecían en las ciudades con sus collares vistosos adornados con colmillos de jaguar o de jabalí, sus plumas y diademas de colores, las esencias de olores intensos y el ritmo monótono de sus cantos. A la gente ilustrada el espectáculo le resultaba curioso, primero, después a la curiosidad le sucedía el rechazo o el desprecio. Desde el racionalismo, esas expresiones rituales carecían de explicación y entraban en la categoría de lo supersticioso; además, su procedencia indígena era suficiente para tenerlos como productos de la ignorancia de un grupo social inferior.

Por eso hoy sorprende encontrar en las redes sociales los comentarios de universitarios y de jóvenes profesionales que participan en conversaciones de club o en reuniones sociales, sus expresiones entusiastas cuando han tomado parte en "tomatas" de yagé. Comunican espontáneamente lo que allí ha ocurrido en su contacto con "el remedio" y dejan atrás los prejuicios y condenas de ayer.

Unos hablan de "un viaje hacia adentro", de "una claridad mental que antes no habían conocido", de "encontrar la posibilidad de conexiones con uno mismo", de "descubrir lo mejor de sí mismo" o del "cambio en la mirada interior de sí mismo". Otros certifican que "mi relación familiar cambió para mejor", "descubrí posibilidades que no había encontrado", "se me deshicieron los nudos que el estrés había apuntado" o "el mundo sería distinto si la gente tuviera este contacto con el universo". Sentirse lleno de energía positiva, de paz interior, de vida nueva son otros de los entusiastas comentarios de arquitectos, ingenieros, pilotos, administradores de empresas, comunicadores, pedagogos y biólogos que han dado cuenta de su experiencia.

El médico e investigador Germán Zuluaga recuerda su primera experiencia: "fui despertando a medida que el taita iba cantando. Entonces lo vi vestido con todos sus adornos. Lo interesante es que ya no me sentía mal, sino mejor que cuando había llegado. Y concluí que eso no era una intoxicación sino una desintoxicación".

¿Q ES EL YAGÉ?

El yagé, en efecto, es definido escuetamente como una planta medicinal purgante que además de limpiar físicamente, desintoxica interiormente: pensamientos, sentimientos, recuerdos, emociones. Su experiencia le indica al médico Zuluaga que el yagé no es para ver elefantes rosados, para unirse a la divinidad ni para entrar al mundo esotérico, que es lo que prometen los que han convertido al yagé en otro producto comercial. La gente no entiende, afirma enfático Zuluaga, que "el taita es un médico indígena que trabaja con un esquema distinto y lo que ofrece es una planta medicinal muy especial, sagrada y que si se sale de ese contexto puede ser muy dañina".

El yagé es, pues, una planta con usos medicinales que los quechuas llaman ayahuasca, palabra que en su lenguaje significa "soga del ahorcado", por su forma de bejuco, o "enredadera del alma", por sus efectos liberadores de las facultades espirituales.

Para los taitas del Putumayo, el yagé es una planta medicinal sin más misterios. Por su carácter sicotrópico, de estímulo de las facultades internas, los indígenas la consideran una planta sagrada, también la reconocen como planta del conocimiento porque potencia facultades de pensamiento. Es la razón por la que el uso medicinal de la planta está ligado a lo ceremonial y sagrado, a una actitud de respeto y a soplos, cantos, bailes con que se acompaña el proceso de limpieza interior y exterior de las personas.

El yagé es parte esencial en la vida de los indígenas y ello hasta el punto de que a mayor comprensión y respeto por el indio, corresponde una disposición para comprender el valor de estas prácticas; en cambio, la subestimación o el desprecio por el indígena generan el rechazo o la ridiculización de su actitud hacia las plantas medicinales como el yagé.

Desde el punto de vista de la sicología, las sustancias del yagé incrementan en el sistema nervioso central neurotransmisores que cuando se potencian generan fenómenos alucinatorios. Un neurotransmisor es una sustancia que transmite información entre las neuronas y, además de alucinaciones, propicia la introspección y modifica las ondas cerebrales (informe de la siquiatra Delia Hernández).

De ahí la expresiones de cuantos en el contexto de la cultura urbana en el siglo XXI, al experimentar los efectos del yagé, lo describen como "mirar hacia adentro". Acercándose a la percepción indígena, un ingeniero hablaba de que "la paz interior que siento raya en lo divino". Con un entusiasmo parecido, después de su experiencia con el "remedio", un experto contable exclamaba: "ahora entiendo que Dios no cura los síntomas sino las raíces", tan profunda había sido su experiencia.

Estos fenómenos interiores se intensifican y diversifican cuando el yagé se mezcla con otras plantas psicoactivas. En el Vaupés colombiano, los tucanos manejan seis especies de yagé, y las más fuertes, anotan Evans y Hofmann "producen alucinaciones auditivas y anuncian sucesos futuros. Se ha dicho que si se usan inapropiadamente causan la muerte. Otra de esas especies atrae la visión de serpientes verdes, otra propicia visiones en rojo o tiene especiales poderes vomitivos" (Evans y Hofmann, 125-126).

La descripción de esos efectos explica que el yagé usado sin asistencia de un conocedor, como las medicinas que solo pueden usarse con prescripción médica, produzca efectos como el que costó la vida a un ingeniero caleño que murió en medio de convulsiones en una bodega del sur de Bogotá, o el turista suizo que no le hizo caso al taita y murió después de diez días de coma. Peores son las situaciones a que da lugar la comercialización del yagé que, preparado arbitrariamente y por personas que solo buscan el lucro, se convierte en un tóxico mortal o productor de daños irreversibles que afectan el cerebro.

EL TAITA

Preservando la tradición indígena, la salud de los usuarios y el consumo saludable del yagé aparece el taita o chamán.

Las relaciones con lo sobrenatural y con los asuntos de la salud aparecen reunidas en una sola persona, como si el desvalimiento de los humanos ante la enfermedad hiciera necesario el recurso a lo sobrenatural. Así lo piensan los tungús de Siberia, lo mismo que nuestros indígenas de las fronteras con Brasil, que cuentan con un payé; de un mamo hablan los koguis en la Sierra Nevada; es el jaibaná en el Chocó; los mapuches chilenos se refieren a la maché, el nima de Bitwi en Gabón y en el Putumayo puede ser conocido como curaca, siche o taita. Su saber lo reciben por herencia familiar o por formación, o por las dos vías y, en todo caso, los anima la voluntad de curar.

Para los usuarios del yagé resulta sorprendente su sabiduría que contrasta con la sencillez de su porte campesino; destacan, a quien lo quiera saber, que lo suyo es un don recibido del que deben dar cuenta; a los investigadores como Jonattan Ott los sorprende encontrar que en ellos se concentran saberes y prédicas de las religiones más antiguas y que el tema central en los estudios de la bioquímica de la conciencia y de la genética de las funciones cerebrales patológicas tiene que ver con este viejo conocimiento que les permite emplear técnicas para provocar estados de trance, escuchar a los pacientes y orientarlos con su fino sentido de lo sagrado y su identificación con la naturaleza sentida como hermana o como madre (Evans y Hofmann, 137).

Cuando en las ceremonias rituales el chamán canta, esa especie de susurro o de salmodia que acompaña a sus gestos, los indígenas lo escuchan como el eco de los espíritus. En ese momento, el ritual alrededor del yagé adquiere una dimensión religiosa y sagrada, pero siempre relacionada con la salud.

Son, pues, personajes especiales, más que médicos, sacerdotes a quienes se rodea de respeto.

UNIYAC

Ante la multiplicación de supuestos chamanes interesados en la explotación comercial del yagé, se ha elaborado en Colombia una lista de chamanes, existe la Unión de Médicos Indígenas Yageceros de la Amazonia Colombiana (Uniyac) y se celebran encuentros de curacas del Putumayo, mamos kogui, chamanes lakotas y médicos sikuani en los que el uso urbano del yagé es punto relevante de la agenda.

El interés de la gente de ciudad por las prácticas relacionadas con el yagé ha provocado una preocupante emigración de los indígenas hacia las ciudades y la multiplicación de falsos chamanes. El bejuco sagrado cuenta con adeptos en España, Bélgica y Holanda, y un modesto taita que llevaba consigo algunas muestras del vegetal para un ritual de curación en Estados Unidos, detenido como narcotraficante, fue destacado mundialmente por la prensa. Mientras tanto, los representantes legales de gestiones de algún laboratorio adelantaban trámites para patentar el sagrado bejuco.

Así han aparecido los nuevos chamanes, indígenas y no indígenas que, según Alhena Caicedo “se autorreconocen como intermediarios, puentes entre culturas, traductores con el fin de construir una nueva espiritualidad común" (Caicedo, 25).

Esa espiritualidad implica una filosofía de la vida distinta de la concepción occidental del mundo, que aboga por la recuperación del sentido sagrado de la naturaleza y de una visión no racional ni utilitaria de la vida humana. Y esta puede ser una de las razones del éxito del yagé y del chamanismo en las ciudades.

Si se descartan los yageceros por moda o movidos por la misma curiosidad que los lleva a experimentar con la marihuana, la coca y las anfetaminas, la mayor parte llega al yagé o por razones de salud o estimulados por algún objetivo espiritual.

Desde su laboratorio de química de sustancias naturales, el citado Jonathan Ott no lo duda: “los enteógenos como la ayahuasca podrían ser la medicina adecuada para la humanidad hipermaterialista en el umbral del nuevo milenio, durante el cual se decidirá si nuestra especie seguirá creciendo o si habrá de destruirse" (Evans y Hofmann, 137).

El yagé ha abierto un nuevo camino a la medicina, limitada por su visión del ser humano como un ente físico cuyos males podrían resolverse con fórmulas y tratamientos químicos o con acciones mecánicas, con prescindencia casi total de la relación cuerpo-espíritu. Al tímido avance que representa el reconocimiento de los efectos de la somatización de las emociones, los chamanes y los médicos que se valen del yagé han agregado la evidencia de la interacción cuerpo-espíritu para explicar la aparición de las enfermedades o para su tratamiento médico.

Es uno de los datos que ponen en evidencia los casos descritos en este libro. Una de las constantes de los distintos relatos es el de la inutilidad o los pobres resultados de los tratamientos habituales de la medicina científica y el positivo efecto del tratamiento que, con ayuda del yagé, localiza las raíces espirituales de la enfermedad y acomete su curación como acción previa a los procedimientos sobre la parte física.

¿Q HACE EL YA?

La exploración de este nuevo camino aparece como una de las más prometedoras posibilidades para la medicina.

Es un hecho, además, que la medicina y los sistemas de salud de países como Colombia han colapsado. No son pocos los médicos que como Germán Zuluaga aseguran que “la nuestra es una medicina muy limitada y el cansancio con la medicina occidental es evidente". Como lo anota Illich, “un sistema de asistencia a la salud basado en médicos que han rebasado límites tolerables resulta patógeno por tres razones: inevitablemente produce daños clínicos superiores a sus posibles beneficios; tiene que enmascarar las condiciones políticas que minan la salud de la sociedad; y tiende a expropiar el poder del individuo para curarse a sí mismo y para modelar su ambiente".

Los estragos hechos en la identidad profesional de los médicos por la Ley 100 contribuyen a esa desconfianza en el médico y en la medicina, y al fortalecimiento de la fe en la medicina alternativa. Crece el empleo de hierbas curativas, peregrinaciones a santuarios y la búsqueda de sacerdotes sanadores; son cada vez más comunes las prácticas rituales de baños en aguas curativas y sahumerios, y entre todos esos recursos alternativos aparecen el taita o chamán, que reviven la devoción del viejo médico por sus pacientes, fiel a su vocación de curar.

Si se entiende lo sagrado como “esas fuerzas religiosas, benéficas, guardianas del orden físico y moral, dispensadoras de la vida, de la salud, de toda las cualidades que los hombres estiman" (Durkheim, 584), es evidente que el chamán está contribuyendo al mantenimiento del sentido de lo sagrado en una civilización que parece haberlo desterrado como concepto anacrónico e inútil.

Manejan como sagrada la liana que preparan y cocinan con normas y movimientos rituales, le dan valor ceremonial al hecho de beberlo como si se tratara de una acción sacramental y refieren su actitud al hecho producido por el “remedio" en el interior de las personas, que los investigadores llaman “liberación del alma de su confinamiento corporal para que viaje libremente por fuera del cuerpo" (Evans y Hofmann, 124).

Responde el yagé a otra necesidad del hombre de hoy: la de trascendencia. Resulta complementaria de su demanda de salud, puesto que la armonía física y espiritual tiene su culminación en la apertura e integración con lo trascendente. El joven profesional que después de participar en una “tomata" expresaba, aún maravillado, “vi ángeles, muertos y demonios", de alguna manera coincidía con alguno de sus compañeros de experiencia que afirmaba, menos emocionalmente, haber vivido “un estado de cuasigracia".

El proceso que sigue el yajecero lleva a esa experiencia: suele comenzar por una limpieza física que logran el vómito, la diarrea y luego por el efecto de la harmina, alcaloide del B carbolina, que desata una actividad cerebral que puede ser simplemente alucinógena -visión en colores- o el encuentro consigo mismo en términos de una inesperada claridad y lucidez. Tras esta etapa -que puede estar acompañada de llanto, exaltación o depresión- sobreviene un sueño profundo que, cuando cesa, da lugar al recuerdo grato, a la reflexión o al deseo de repetir la experiencia.

Convocadas por las redes sociales en las que se difunden los testimonios sobre la experiencia, las informaciones sobre eventos que tienen que ver con esta nueva cultura -conferencias, talleres, exposiciones, campamentos, las personas que descubren el yagé y proclaman los efectos de su experiencia- forman un grupo cada vez es más amplio.

Los chamanes, lo mismo que los médicos que han incorporado el yagé a sus prácticas, lo valoran como auxiliar certero para el diagnóstico de las enfermedades.

Es la aplicación que hace el médico Omar Escobar y que se describirá a lo largo de este libro. Cada uno de los ocho pacientes entrevistados atestigua que el comienzo de curación de su enfermedad fue el yagé, al elevar los niveles de su conciencia hasta permitirles percibir las raíces de su mal. A su vez, el médico y el taita les aportaron la lectura e interpretación de los signos producidos por el brebaje.

En estos casos, el yagé no fue utilizado como medicina sino como auxiliar de esta. Y a partir de esa lectura, el médico procedió al tratamiento con el yagé como brújula.

Pero entre los yageceros hay quienes le atribuyen al “remedio" el poder de “““