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Monique Castillo

Catherine Chalier

Francisco Cortés Rodas

Jean-François Courtine

Alain David

Miguel Giusti

Alfredo Gomez-Muller

Gérard Granel

Francis Guibal

Victor J. Krebs

Mario Montalbetti

Antonio Pérez Valerga

Sandra Pinardi

Rosemary Rizo-Patrón de Lerner

Nelson Vallejo-Gómez

Miguel Giusti
(editor)

LA MIRADA DE LOS OTROS

Diálogos con la filosofía francesa contemporánea

La mirada de los otros
Diálogos con la filosofía francesa contemporánea
Miguel Giusti (editor)

© Miguel Giusti (editor), 2016

© Pontificia Universidad Católica del Perú, Fondo Editorial, 2016
Av. Universitaria 1801, Lima 32, Perú
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Cubierta: Pintura sin título de Alejandra Mitrani, collage de acuarela y tinta sobre papel japonés. Fotografía de Cécile Villa-García.

Primera edición digital: noviembre de 2016

Prohibida la reproducción de este libro por cualquier medio, total o parcialmente, sin permiso expreso de los editores.

ISBN: 978-612-317-207-7

Introducción

El año 1989, fecha simbólica en la que se celebraba mundialmente el aniversario de la Revolución Francesa, marcó un hito en la historia de las relaciones entre la filosofía francesa y la filosofía latinoamericana, particularmente la peruana. Gracias a un paciente esfuerzo de coordinación entre filósofos de ambas regiones, y gracias también a la presencia en Lima de dos personas tan visionarias como generosas —Daniel Lefort, agregado cultural de la Embajada de Francia en el Perú, y Nicole Parfait, profesora invitada de Filosofía en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP)—, ese año tuvo lugar en Lima el Primer Coloquio Franco-Peruano de Filosofía, dedicado al tema «Moral y Política». Las instituciones directamente cooperantes fueron entonces el Collège International de Philosophie de París y la Especialidad de Filosofía de la PUCP, con la participación de un grupo plural y representativo de especialistas de Francia y América Latina, convocados con el ánimo de dar inicio a un debate y a una cooperación académica de largo alcance.

Ese primer encuentro filosófico tuvo éxito y gran repercusión y fue, en efecto, el punto de partida de un intercambio de ideas cada vez más fructífero, ininterrumpido hasta hoy. Entre los filósofos que formaron parte de la delegación francesa que acudió al coloquio se encontraban Patrice Vermeren, Gérard Granel y Elisabeth Rigal, quienes, junto con Nicole Parfait, habrían de jugar un papel decisivo en el fomento de la cooperación académica de los años siguientes. Por lo pronto, fueron ellos los principales promotores del Segundo Coloquio Franco-Peruano de Filosofía que tuvo lugar en Francia dos años más tarde, en 1991, en las universidades de Estrasburgo, París y Tolosa, en el que se debatió sobre «La noción de análisis». Este encuentro cobró notoriedad porque contó con la participación de Jacques Derrida y de otros filósofos franceses de renombre, como Jean-Toussaint Desanti, Marc Richir, René Major, Eliane Escoubas o Renée Bouveresse, además, por cierto, de los organizadores mencionados y del filósofo italiano Paolo Fabbri. Para la realización de este segundo coloquio fue muy valiosa, igualmente, la intervención de Francis Guibal, filósofo francés entonces profesor de la Universidad de Estrasburgo, quien había vivido muchos años en el Perú promoviendo la reflexión filosófica y contribuyendo al diálogo con la filosofía francesa. La delegación peruana que asistió a aquel coloquio estuvo compuesta por los profesores Rosemary Rizo-Patrón, Pepi Patrón, Alfonso Ibáñez, Max Hernández, Álvaro Rey de Castro y Miguel Giusti. Las actas fueron publicadas en francés con el título La Notion d’Analyse, en 1992, en la editorial Presses Universitaires du Mirail, Tolosa y, en una versión castellana reducida, en la revista Areté, IV(1).

A partir de entonces, sobre la base de un inicio tan auspicioso, se puso en marcha un programa intensivo de intercambios con la comunidad filosófica francesa, gracias al cual pudimos contar con la presencia en América Latina de filósofos de renombre para el dictado de seminarios o la participación en debates temáticos de interés común. Nos visitaron, entre muchos otros, pensadores como Jean-François Courtine, profesor de la Universidad de la Sorbona (París IV), para debatir sobre filosofía fenomenológica francesa; Jean-Louis Viellard Baron, profesor de la Universidad de Poitiers, sobre las relaciones entre Hegel y Platón; Eliane Escoubas, profesora de la Université Paris 12-Val de Marne, sobre filosofía del arte; Renaud Barbaras, profesor de la Universidad de la Sorbona (París I), sobre Merlau-Ponty; o Monique Castillo, profesora de la Universidad de Paris-Est, Créteil (París XII), sobre filosofía política. Muchas de sus intervenciones han quedado registradas en la página web de nuestro Centro de Estudios Filosóficos (http://cef.pucp.edu.pe/) o en Areté, la revista de filosofía de nuestra universidad (http://revistas.pucp.edu.pe/index.php/arete). En este volumen publicamos una sugerente entrevista que nos concedió Jean-François Courtine sobre el estado de la cuestión de la filosofía francesa contemporánea y un ensayo de Monique Castillo sobre el problema del reconocimiento en los debates actuales de la ética.

El incremento y la regularidad de los intercambios filosóficos llevó a ambas partes a pensar que convenía dar un marco más institucional a la cooperación entre los dos países y regiones, y fue así que en el año 2003 se constituyó oficialmente la Cátedra Andina de Filosofía Francesa Contemporánea con el apoyo del Ministerio de Relaciones Exteriores de Francia, gracias a un convenio entre la Cooperación Regional Francesa para los Países Andinos y la Universidad de París XII, bajo la coordinación de la profesora Monique Castillo. Como era de esperarse, la Cátedra contribuyó a incrementar las actividades y a involucrar de manera más orgánica a los filósofos de la región andina, y ha mantenido su vitalidad hasta nuestros días. Para hacerla posible, fue muy importante el apoyo de los responsables de la cooperación cultural e interuniversitaria en la Embajada de Francia, como el ya mencionado Daniel Lefort, Yves Saint-Geours, Jean Vacher, Nelson Vallejo-Gómez, Alexandra Bellayer y Claude Castro-Gimenez.

Sin pretender hacer un listado exhaustivo de las actividades llevadas a cabo en el marco de la Cátedra, conviene mencionar que gracias a ella se han venido organizando numerosos y sucesivos Coloquios Franco-Andinos de Filosofía Francesa Contemporánea, no solo en Lima sino también en otras ciudades de América Latina, sobre temas como: Ética, justicia y política en Emmanuel Levinas (2006); Justicia y reconocimiento (2007); Laicidad, religiones y educación (2011); Redes de la Filosofía. Filosofía en las redes (2012). Pero, más allá de la convocatoria a los coloquios, la Cátedra ha servido de marco para convocar a muchos otros filósofos franceses a participar en eventos académicos y en publicaciones de diferentes tipos. Entre los colegas que nos visitaron en dichas ocasiones, se hallan: Catherine Chalier, Natalie Depraz, Jean-Pierre Cometti, Monique Castillo, Martin Cerf, Alfonso Gomez-Müller, Alexandre Lacroix o Pierre Lévy, y contamos siempre con la participación de importantes delegaciones de filósofos de Colombia, Ecuador, Venezuela, Bolivia y el Perú. En el presente volumen, hemos debido hacer una selección representativa de estas contribuciones.

*

Si hubiese que buscar una temática común a los diálogos sostenidos con la comunidad filosófica francesa a lo largo de estos años, podría decirse que ella se encuentra en la mirada de los otros. En efecto, desde mediados del siglo pasado, la filosofía francesa parece haber concentrado sus esfuerzos en ejercer una crítica profunda de la tradición occidental a causa de su logocentrismo y de su pretensión de someter toda realidad a la lógica de un racionalismo solipsista y avasallador. Pero, a diferencia de otras críticas inmanentes que se han producido en el seno de la propia tradición occidental y que acaso solo reproducen de manera diferente las pretensiones del logocentrismo, la de la filosofía francesa ha sido una crítica desplegada explícitamente con el propósito de mostrar la irreductibilidad de «lo otro» y de «los otros». Ha sido una filosofía de la alteridad (de l’autre) enfrentada deliberadamente a una filosofía de la identidad (du même). Un buen ejemplo y una exposición sistemática de esta transformación de la filosofía francesa a lo largo del siglo XX los brinda el libro de Vincent Descombes titulado precisamente Le même et l’autre (Lo mismo y lo otro)1.

Nos referimos a esta peculiaridad de la interrogación filosófica por medio de la metáfora de la «mirada» tanto en un sentido específico como en un sentido general. En un sentido específico, la metáfora nos es provista por la obra de Emmanuel Levinas, quien ha sido sin duda el inspirador de este importante giro del pensamiento francés. En su filosofía, la mirada o el rostro del Otro juega un papel fundacional, no solo como alternativa radical a la actitud introspectiva y autosuficiente de la racionalidad occidental, sino también como ineludible dimensión ética de la reflexión. Pese a la diversidad de concepciones filosóficas desarrolladas en el seno de la filosofía de la alteridad, y sin perder de vista la riqueza y la originalidad de sus planteamientos, no cabe duda de que la obra de Levinas hace las veces de fuente de inspiración en todos ellos. Pero la metáfora de la mirada es empleada también en un sentido general porque es evidente que no todos los filósofos concordarían en destacar la conveniencia de un concepto ligado al sentido de la vista. Justamente, uno de los puntos comunes en la crítica de la racionalidad occidental es que ella se ha dejado guiar inconscientemente por la perspectiva visual implícita en el concepto griego de theoria, que ha conducido continuamente a una metafísica de la presencia. En un sentido más general, en cambio, la mirada debería ser entendida igualmente como escucha o acaso como atención plurisensorial o plurifacultativa a las voces y a las diversas señales de los otros y de lo Otro.

Conviene recalcar asimismo el doble sentido que encierra el genitivo de la expresión «la mirada de los otros». En un sentido objetivo, es claro que este designa la mirada dirigida hacia los otros y sobreentiende por tanto que el sujeto que la dirige se halla inmerso en una racionalidad interrogativa propia, aun cuando su esfuerzo consista en mostrar los límites que le son inmanentes. Pero en un sentido subjetivo, que es sin duda el más importante, el genitivo de la metáfora quiere destacar la mirada que nos es dirigida por y desde los otros, sobreentendiendo en este caso que hay voces o señales que no están bajo el control de la racionalidad interrogativa y que reclaman nuestra atención.

Los ensayos que componen este libro son una pequeña selección de los diálogos con la filosofía francesa que hemos venido sosteniendo a lo largo de estos años. Todos ellos fueron compuestos y discutidos en el marco de alguna de las actividades de la Cátedra Andina de Filosofía Francesa Contemporánea. Al inicio de cada ensayo, damos cuenta del contexto preciso en que tuvo lugar. Se encuentran allí conferencias dictadas por los filósofos franceses que nos visitaron, así como trabajos de filósofos de la región andina que participaron en los debates. Por lo dicho hace un momento, no sorprenderá que la mayoría de los ensayos estén dedicados a la obra de Levinas. Pero no es principalmente sobre las fuentes del debate que queremos dar cuenta en el volumen, sino sobre el diálogo intenso que se ha venido llevando a cabo en estas dos décadas entre filósofos latinoamericanos y filósofos franceses contemporáneos que han bebido de aquellas fuentes. Aun siendo solo un reducido muestreo, esperamos que los trabajos permitan transmitir la vitalidad y la riqueza del intercambio.

Deseamos expresar nuestro agradecimiento a todos los colegas, franceses y latinoamericanos, que han participado de una u otra manera en las actividades de la Cátedra, así como a todas las personas e instituciones que prestaron su colaboración para hacerlas posible, de modo especial a la Embajada de Francia en el Perú. Agradecemos igualmente a Alexandra Alván, quien ha tenido a su cargo, con mucho esmero, la edición del volumen.

El Centro de Estudios Filosóficos de la Pontificia Universidad Católica del Perú se complace en poner a disposición del público un conjunto de trabajos que dan cuenta del debate sostenido durante años con la filosofía francesa contemporánea, con la confianza en que se perciban la originalidad, la relevancia y la riqueza de ideas que trae consigo un pensamiento que dirige su atención hacia la mirada de los otros.

Miguel Giusti

Editor


1 La traducción al español fue publicada en 1988 por la editorial Cátedra y lleva el título Lo mismo y lo otro. Cuarenta y cinco años de filosofía francesa (1933-1978).

En la filosofía francesa hemos vivido una retórica de la ruptura

Jean-François Courtine
en conversación con la Redacción de Areté 2

Areté: Profesor Courtine, le agradecemos por concedernos esta entrevista. Desearíamos sostener con usted una conversación sobre su itinerario filosófico y sobre la manera en la que percibe a la filosofía en la actualidad. Comenzamos por someter a su consideración aquella visión estereotipada de la situación de la filosofía contemporánea, según la cual la filosofía alemana habría ido perdiendo a sus figuras principales y con ellas, su originalidad; la filosofía francesa se habría restringido al papel contestatario y deconstructor, y la filosofía norteamericana habría asumido más bien un rol protagónico en la discusión. ¿Qué opinión le merece esta visión de las cosas?

Jean-François Courtine: Pienso que se trata, en efecto, de una visión estereotipada que simplifica excesivamente la situación. En un sentido, sin embargo, ella tiene un cierto fundamento. Podemos estar de acuerdo, por lo pronto, en que las grandes figuras de la filosofía alemana del siglo pasado han ido desapareciendo o han desaparecido del todo. Esas figuras tuvieron mucha influencia en la filosofía francesa, pues esta estuvo desde fines del siglo XIX muy pendiente de lo que ocurría en Alemania. Es el caso, evidentemente, de Husserl y de Heidegger, así como de varios de sus discípulos; y es también el caso, más recientemente, de Gadamer. Por supuesto, siguen activas algunas figuras, como Jürgen Habermas o Karl-Otto Apel, pero son cada vez menos numerosas. Se puede decir, por eso mismo, que la filosofía francesa está hoy en día menos directamente orientada hacia Alemania que en un pasado reciente. Pero sería injusto, respecto de la situación de las universidades alemanas y de nuestros colegas, considerar que la filosofía alemana haya desaparecido o que se haya «americanizado». No es completamente falso, pero sería injusto, sobre todo si se piensa en los magníficos trabajos sobre historia de la filosofía que se realizan en Alemania. Menciono dos ejemplos solamente: en primer lugar, las investigaciones de Werner Beierwaltes sobre neoplatonismo y filosofía medieval, que tienen también por cierto importantes repercusiones sobre la filosofía contemporánea —Beierwaltes ha cuestionado muy seriamente, por ejemplo, la visión heideggeriana de la filosofía, sobre todo de la filosofía antigua—. El segundo ejemplo podría ser el de los trabajos, sumamente originales, de Kurt Lasch, el historiador de la filosofía medieval que ha mostrado recientemente la vigencia de un pensador como Nicolás de Cusa.

Sería injusto, pues, considerar que ya no existe una filosofía alemana original, aunque, de otro lado, es cierto que los filósofos franceses están mucho menos orientados hacia Alemania que en el pasado. Pensemos, al respecto, en los viajes a Berlín que los alumnos de la École Normale Supérieure realizaban sistemáticamente hace unas décadas; con frecuencia iban a pasar un año al Instituto Francés de aquella ciudad. Yo mismo tuve la oportunidad de dirigir durante varios años el Departamento de Filosofía de la École Normale, pero pude constatar claramente que para entonces la mayoría de los alumnos, en su año de estudios en el extranjero, prefería partir hacia los Estados Unidos, y ya no hacia Alemania. Hasta en el plano lingüístico, es decir, en lo que respecta al aprendizaje de la lengua alemana en las clases preparatorias de los liceos en Francia, puede constatarse una clara tendencia a la disminución. En la actualidad es preciso, pues, hacer un esfuerzo por promover políticas de cooperación científica y universitaria que mantengan viva la relación entre Francia y Alemania en el nivel universitario, lo que no era necesario hace treinta o cuarenta años.

Vayamos ahora a la otra parte de la pregunta, aquella que se refiere al carácter original o más innovador de la filosofía norteamericana. Ahí también hay estereotipos, naturalmente, pues, si ya es bastante difícil decir lo que es la filosofía alemana en general, lo es aún más decir de qué hablamos cuando nos referimos a la filosofía norteamericana. Hay en ella numerosas tendencias y corrientes —posanalíticas, posquineanas, poswittgensteinianas—, de modo que habría que hacer distinciones muy sutiles. Un ejemplo por mencionar en este sentido sería la obra de Stanley Cavell, que ha tenido un eco muy importante en Francia en los últimos años, un eco quizá inesperado, pero verdaderamente notable e interesante. Igualmente han tenido eco, aunque menos inesperado, la obra de Richard Rorty, o los trabajos de Donald Davidson. En Francia, que es un país con una muy fuerte tradición en historia de la filosofía, somos sensibles y receptivos también a las investigaciones de gran calidad que se realizan en Estados Unidos en el terreno de la historia de la filosofía y que, por llevarse a cabo allí, merecen ser consideradas obras de «filosofía norteamericana».

Ahora bien, la recepción de esta llamada «filosofía norteamericana» —con todos los matices que convenga agregar— es, sin embargo, estadísticamente, cuantitativamente, no muy grande. Las universidades francesas —como muchas otras en el mundo— se encuentran, al respecto, en una situación no tanto de conflicto, pero sí de tensión relativa: es decir, de un lado, un cierto número de colegas desearía que la presencia de esta filosofía, a menudo caracterizada genéricamente como analítica, o posanalítica, fuese mayor, mientras que otro sector de la facultad, generalmente mayoritario, se resiste a ello y adopta una actitud defensiva de la llamada «filosofía continental», lo que me parece poco productivo. Lo que quiero decir es que vivimos, también nosotros, del estereotipo que contrapone la filosofía analítica a la continental, sin que, sin embargo, exista una separación tan tajante como la hay en Estados Unidos, en donde algunas universidades o algunos departamentos de ciertas universidades son decididamente analíticos o continentales. En el caso de Francia, he hablado de «tensión», pues creo que es un término que conviene mucho más que el de «conflicto». En realidad, nos las arreglamos para que en la mayoría de los casos se dé sobre todo una cohabitación, una verdadera cooperación sobre la base de inspiraciones diferentes, sin que se llegue a plantear un antagonismo radical.

Finalmente, quisiera referirme al supuesto papel contestatario que habría jugado la filosofía francesa, es decir, a la deconstrucción posmoderna de la filosofía clásica o del proyecto moderno de la Ilustración. Imagino que allí la pregunta hace alusión directamente a los trabajos de Deleuze, Lyotard, Derrida, acaso de Baudrillard o del propio Foucault (al que evidentemente no debemos olvidar). Me parece que esa visión no solamente es estereotipada, sino casi caricaturesca. Sin mencionar necesariamente el inmenso archivo que representa la obra de Foucault, archivo que no sé si tendremos tiempo de abrir, bastaría con pensar en la calidad —calidad acorde a los más altos estándares de la historia de la filosofía— de los escritos de Derrida sobre Husserl o Hegel, de Deleuze sobre Bergson o Spinoza, de Lyotard sobre Kant, y así sucesivamente. Lo que quiero decir es que estos autores, que han tenido una gran influencia internacional, mayor ciertamente a la que tuvieron en Francia, estos autores, digo, hasta donde llega mi interpretación de la situación, están bastante bien integrados en el movimiento general y clásico de la academia de la filosofía francesa del siglo pasado. Por ello, la contestación, suponiendo que la haya, es menos intensa, menos virulenta de lo que parece. Por lo demás, ha sido siempre un rasgo esencial de la tradición filosófica francesa —como debe serlo, en mi opinión, en toda filosofía— tener una relación crítica con su historia, con sus orígenes, con su propia tradición. No veo, pues, que haya allí realmente una peculiaridad de la filosofía en Francia, que la haría estar a la vanguardia en la corriente revolucionaria de la contestación posmoderna.

Areté: ¿No cree usted, sin embargo, que en esta visión tan aparentemente equilibrada de la situación internacional de la filosofía, se está dejando de observar el protagonismo que tiene hoy la filosofía norteamericana, al menos en lo que se refiere a los debates de la filosofía política?

Jean-François Courtine: Estoy completamente de acuerdo con ello, pero, en realidad, no había concluido aún mi respuesta a su primera pregunta, pues lo que me dicen ahora corresponde al tercer punto contenido en ella. Respecto del carácter innovador de la filosofía política norteamericana o, de modo más general, anglosajona, no tengo, efectivamente, duda alguna. Esa filosofía ha tenido, además, y seguirá teniendo considerables resonancias en las investigaciones de filosofía política que se vienen haciendo en Francia. Durante la segunda mitad del siglo XX, se produjo en Francia una suerte de abandono de los trabajos en filosofía política o en filosofía ético-política; hubo algo así como una abstención de inversión en investigaciones sobre estos temas, ya sea porque se pensaba que ello era cosa de los «politólogos», en el caso de la filosofía política, o que era cosa de los juristas, en el caso de la filosofía del derecho. Ha habido, pues, un periodo de deserción en este campo de investigación, sin que ello implique que dejemos de reconocer el valor de algunos trabajos en historia de la filosofía política, sobre Locke, Hobbes, Maquiavelo (especialmente los de Claude Lefort), pero ha sido sin duda un campo poco frecuentado por la filosofía francesa.

La situación ha ido cambiando progresivamente, en parte, por cierto, debido al eco de los debates de la filosofía política del mundo anglosajón, pero en parte también porque Francia salió de la situación de terrorismo intelectual en la que estuvo sumergida en este campo por la influencia de Althusser y su escuela, quienes consideraban que la filosofía política no era, en última instancia, sino una parte de la superestructura, o de la ideología, de modo que no se podía producir allí nada serio. El primer impulso para la renovación de los trabajos de filosofía política en Francia está ligado, pues, al hecho de que hemos salido progresivamente, desde la década de 1970 de esa situación que he calificado un tanto rudamente como «terrorismo intelectual». Se iniciaron entonces nuevas colecciones de filosofía política, dirigidas por colegas filósofos especialistas en ética, por juristas o historiadores de la política. Es recién el segundo impulso innovador el que se produce por la recepción más directa del debate norteamericano, en particular del debate entre comunitaristas y liberales, tal como los norteamericanos entienden estos términos. Estos debates han tenido un eco muy grande en Francia, sobre todo en los escritos de Alain Renaut. Son, naturalmente, cuestiones muy importantes para nosotros, aunque, si se tiene en cuenta la particularidad histórica y política de Francia, no podemos decir tampoco que se trate de verdaderos debates de actualidad. Como saben, Francia es un país muy centralizado, que posee una tradición, por así decir, de republicanismo universalista, por lo que la cuestión del comunitarismo se plantea solo de una manera marginal. Ciertamente, ello podrá hacerse más presente o amplificarse en los próximos años, dado que el fenómeno de la comunitarización tiene dimensiones mundiales, pero conviene tener en cuenta este punto para entender por qué la recepción de esta corriente ha tenido entre nosotros solo una importancia relativa. En lo que concierne a John Rawls, en cambio, su recepción en Francia ha sido espectacular, al igual que en el mundo entero. Un buen criterio de medición de esta recepción es que en estos momentos algunas de las obras de Rawls han sido incluidas en el programa de cursos de la agregación en filosofía, lo que equivale a decir que se ha convertido en un clásico.

Un último aspecto que convendría resaltar con respecto al desarrollo de la filosofía moral y política es que, al igual que en Alemania, también en Francia se ha producido un movimiento ligado al neoaristotelismo, aunque seguramente con menos intensidad. En Alemania, ese movimiento se inspiró en la obra de Gadamer, y Bubner ha sido uno de sus principales impulsores. En Francia, el neoaristotelismo ha estado activo gracias sobre todo a trabajos como los de Eric Weil o Pierre Aubenque. Y ello nos permite afirmar que sí ha habido entre nosotros una reflexión ligada al marco ético-político de lo que podemos llamar el «neoaristotelismo».

Areté: Se trata, por lo demás, de un movimiento neoaristotélico surgido de la propia tradición de la filosofía francesa o alemana, y que no puede por tanto atribuirse a la influencia de los debates norteamericanos.

Jean-François Courtine: Así es, completamente de acuerdo. Pero habrá que convenir en que la historia del aristotelismo en Francia, que es una larga historia, se reanuda en el siglo XIX con Victor Cousin y Félix Ravaisson, y que este renacimiento pone un mayor énfasis en la metafísica que en una eventual reactualización de la ética o la filosofía política.

Areté: Volvamos un momento a su presentación de la filosofía posmoderna en Francia. Nos decía usted que en ella se ha puesto en práctica una actitud clásica de la filosofía francesa, que consiste en adoptar una relación crítica con su tradición y sus raíces. Pero lo mismo podría decirse de la filosofía alemana. Y, comparando ambas, quizá parecería razonable decir que es más bien un Habermas quien adopta una actitud crítica frente a la tradición, mientras que un Lyotard adopta una actitud muy distinta, que podríamos caracterizar como una ruptura. ¿No es esto acaso lo que ocurre en la filosofía francesa posmoderna: una ruptura con la propia tradición intelectual, que conduce a una filosofía de la errancia, sin raíces?

Jean-François Courtine: Me parece que en esa pregunta hay varios puntos que exigen mayor precisión. Habría que empezar por advertir que hay diferencias muy grandes entre el proceder de Habermas y el de Lyotard; o entre la posición de Gadamer y la de Derrida. Ciertamente, debemos reconocer que en Francia hemos vivido lo que llamaré —con una fórmula a la vez peyorativa y amistosa— una «retórica de la ruptura», una voluntad llamativa de ruptura que no necesariamente produce lo que proclama; la retórica de la ruptura no es suficiente para dar lugar a una verdadera ruptura. Les doy un par de ejemplos. El primero es el de Lyotard, quien pasa por ser, junto con algunos otros (como Guattari), el verdadero artífice del viraje que habría dado la filosofía francesa, el héroe de un pensamiento vagabundo, nómada, sin ataduras. Pues bien, la última obra que nos ha dejado Lyotard es el trabajo La confession d’Augustin. Esto debe llevarnos a relativizar la supuesta ruptura. Y, de otro lado, como segundo ejemplo: uno de los últimos textos que leí hace algunos días, antes de dejar París, fue un escrito de Derrida en homenaje a Gadamer, con ocasión de una ceremonia que tuvo lugar en Heidelberg. No se trata de una reconciliación plena respecto del debate que se suscitó entre la hermenéutica y la deconstrucción, pero, una vez más, esto relativiza un poco la radicalidad de la ruptura.

En lo que concierne a la deconstrucción derridiana, se trata también de un procedimiento que se alimenta por definición de aquello sobre lo que se aplica, es decir: de los autores de la gran tradición. Por varias razones, a quien se recordará por haber marcado la ruptura más radical es a Foucault, porque él, efectivamente, a diferencia de Derrida, Lyotard o incluso de Deleuze, inventó un tipo de relación arqueológica totalmente diferente con la tradición de la historia de la filosofía, con el corpus de esta tradición y con el modo de hacer los cortes en él. Salvo excepciones, Foucault se interrogó muy poco sobre los textos clásicos —apenas si nos quedan el escrito sobre Kant y la Ilustración, o sus análisis sobre el cogito cartesiano—. Pero su originalidad residió en hacer aparecer, emerger, partes del corpus completamente desatendidas por los filósofos, y en ofrecer un tipo de historiografía arqueológica muy diferente en función de ellas, esta vez sí verdaderamente en ruptura con nuestra tradición. Es por eso que tal vez sea Foucault el autor más difícil de integrar en la tradición filosófica francesa del siglo XX. Por supuesto, no estamos muy lejos del siglo XX, pero ya no estamos en él. Es curioso ver que los actuales estudiantes consideran a Foucault, Derrida, Lyotard, Levinas, Merleau-Ponty, en cierto sentido, como autores clásicos a los que tienen que considerar dentro de su propia formación. Ya no son para ellos estandartes de la revolución.

Areté: Sin dejar esta línea de interpretación de la situación de la filosofía en Francia en las últimas décadas, quisiéramos llevar la conversación más directamente hacia su propio itinerario filosófico. Y, para ello, podría quizá servirnos de guía su trabajo como traductor de importantes textos clásicos. Usted ha traducido al francés obras de Schelling, Husserl, Heidegger, Beierwaltes; pareciera haber querido usted prestar una atención especial a una línea específica de la tradición filosófica. ¿Es porque piensa que esta línea de pensamiento tiene una especial relevancia en la actualidad?

Jean-François Courtine: Respondo primero a la última parte de la pregunta, que se vincula a la cuestión de la política de la traducción. Creo que sería un poco exagerado buscar en ella una coherencia filosófica en sentido estricto. Dentro de mi generación —hay muchos fenómenos generacionales que subyacen a la escritura de la historia de la filosofía contemporánea— y, en general, en la generación de los nacidos después de la guerra, hemos padecido el hecho de que nuestros mayores habían descuidado por completo la traducción de textos, ya sea de los clásicos o simplemente de autores entonces contemporáneos, que eran traducidos al francés con un retraso tan grande que la traducción ya casi perdía su sentido. Un ejemplo hasta caricaturesco es el de Sein und Zeit, publicado en 1927, y cuya primera traducción completa aparece a fines de los años ochenta. Frente a ello, yo compartí la preocupación con un buen número de mis contemporáneos por tratar de revivir grandes textos clásicos, textos de autores importantes que eran poco o mal traducidos. En el caso de Schelling, con un grupo de colegas iniciamos un programa completo de traducción, comenzando por su última filosofía, simplemente porque casi nada estaba traducido al francés y porque en Francia Schelling era un autor poco o mal considerado, siempre a la sombra de Hegel, que era el filósofo más presente. En cuanto a Husserl y Heidegger, la situación era similar.

Además de los nombres que han sido mencionados, también he traducido textos de algunos autores neokantianos de la Escuela de Friburgo, por ejemplo a Emil Lask —autor severo en su interpretación sobre el juicio de las categorías—, o el escrito de Alexius Meinong sobre la teoría de los objetos, porque pensaba simplemente que eran textos importantes que podían jugar un papel en el debate filosófico. Otro tanto ocurre con la obra de Werner Beierwaltes, que me parecía muy sugerente. Había muchas parcelas de la historia de la filosofía que eran completamente desconocidas en Francia. El incremento de las traducciones respondía, pues, a diversos intereses, sin que haya habido previamente una política concertada al respecto. He traducido mucho. No me arrepiento de haberlo hecho, aunque es una tarea un tanto ingrata y que toma mucho tiempo. Ni estoy seguro de si lo seguiré haciendo. En fin, ha sido gracias a este vasto movimiento que la situación en Francia ha cambiado mucho con respecto a la disponibilidad de traducciones, de modo que hoy en día las cosas son menos precarias de lo que eran cuando yo fui estudiante en los años setenta. Sin haber alcanzado el nivel de Italia, que es un país en el que se traduce todo y muy bien, tenemos ahora en Francia una capacidad de recepción muy grande y hemos abandonado los prejuicios chauvinistas que concentraban la atención solo en lo que se producía en nuestro país, todo lo cual me parece muy positivo.

En lo que se refiere a mi itinerario filosófico personal, creo que no es tan interesante, ni tan particular. Es más bien el itinerario de una generación, en la que se hallan colegas como Jean-Luc Marion, Rémi Brague o Alain Renaut (de quienes fui compañero en la escuela preparatoria). Y es el itinerario de una formación en historia de la filosofía que no estuvo filtrada por una lectura ideológica de los textos. Si tuviera que dar nombres de algunos de mis maestros, mencionaría dos: Jean Beaufret y Pierre Aubenque. La mención de estos dos nombres juntos podría parecer, si no contradictoria, al menos reveladora de cierta tensión. En verdad, lo que aprendimos de Jean Beaufret fue un abordaje global bastante libre, una visión de larga duración de la historia de la filosofía, no una historia erudita. Se trataba de una visión inspirada por la puesta en perspectiva heideggeriana de la historia de la metafísica, centrada sobre la cuestión o el destino del ser. Lo cual no quiere decir, por supuesto, que no hubiera un trabajo serio sobre los diferentes periodos y autores tratados. Fue así que, aunque pueda parecer paradójico, me dediqué primero a la historia de la filosofía aristotélica, en especial a algunos momentos centrales de la Edad Media tardía, teniendo al mismo tiempo la pretensión de que ese trabajo se realizara en una perspectiva fenomenológica. Más adelante me orienté de modo más explícito hacia los grandes autores de la fenomenología, comenzando por Husserl, evidentemente, y siguiendo luego con Heidegger. Pero, también en este caso, habíamos superado generacionalmente la oposición o el antagonismo que reinaba anteriormente y que hacía que quienes se reclamaban de Husserl no pudieran leer una línea de Heidegger, o que quienes practicaban un heidegerianismo ortodoxo considerasen que Husserl representaba un momento arcaico y superado de la fenomenología. Creo que así queda más o menos delineada la singularidad y el carácter generacional de mi itinerario filosófico.

Areté: ¿Cree usted que esta tradición fenomenológica tiene también una proyección hacia el futuro en la filosofía francesa? ¿Puede esto percibirse en los intereses de los jóvenes filósofos o en los temas de sus tesis de grado?

Jean-François Courtine: En el actual sistema académico francés hay gran cantidad de investigaciones, quizá incluso demasiadas, que se realizan dentro de una perspectiva fenomenológica o sobre autores «canónicos», clásicos, de la tradición fenomenológica. Ha habido un incremento notable de trabajos sobre Husserl entre autores jóvenes, que luego se han convertido en colegas. Hay también un desarrollo sobre el cual seré esta vez menos optimista, casi crítico, de tipo posfenomenológico o transfenomenológico, una corriente de pensamiento que se reclama aún de la fenomenología, pero que ha criticado progresivamente todos sus principios fundamentales, ya sea que se trate de Husserl o del núcleo fenomenológico aún presente en el pensamiento de Heidegger. Me parece importante que los filósofos desarrollen sus orientaciones con toda libertad, pero no estoy seguro de que le estemos haciendo un favor a la tradición fenomenológica al seguir llamando «fenomenológicos» a escritos que ya no tienen mucho que ver con esta inspiración o con esta tradición.

Areté: ¿En qué autores o trabajos está pensando exactamente? ¿Se refiere acaso a la vinculación entre la filosofía y la teología?

Jean-François Courtine: Pienso en muchos autores, comenzando por mi colega y amigo Jean-Luc Marion. Lo que quiero decir es que una fenomenología como la de Levinas, por ejemplo, que recusa la intencionalidad y que propone una suerte de contra-intencionalidad, o un pensamiento como el de Jean-Luc Marion, que recusa el principio de los principios de la fenomenología, son, sin duda, proyectos filosóficos interesantes —eso no está en cuestión—, pero su filiación con Husserl y Heidegger es tenue e incluso fragmentada. Considerar todo esto bajo la rúbrica «fenomenología» no le hace un favor a nadie y termina incluso confundiendo las cosas o consolidando la creación de frentes que se proponen defender una tradición fenomenológica contra otras tradiciones, con lo que volvemos a la separación entre la filosofía analítica y la continental, lo que me parece absurdo. En mi opinión, el futuro de la fenomenología está más bien reservado para una investigación que tome en cuenta seriamente la tradición histórica de este movimiento y, sobre todo, su contexto. Pienso en particular en los excelentes trabajos que se están desarrollando actualmente en Francia, por ejemplo los de Jocelyn Benoist, que se ocupan del nacimiento de la fenomenología, de sus vínculos con el ambiente intelectual austriaco, de los primeros debates entre la fenomenología y la protofilosofía analítica (debates que se remontan a un periodo anterior a la década de 1930). Creo que es en el marco de esta orientación retrospectiva, para nada historicista, que habrán de ser fructíferas las investigaciones fenomenológicas, y no en los refinamientos extremos de una posfenomenología que ha roto todos los vínculos con el pensamiento de los fundadores. Y cuando digo «los fundadores», me remonto hasta Merleau-Ponty. En fin, para tomar otro ejemplo (ya nombré a Levinas y a Jean-Luc Marion), pensemos en la obra de Michel Henri, que tiene una belleza y un interés inmensos, pero que es una obra que progresivamente se levanta contra todas las tesis husserlianas; se declara fenomenológica, pero recusa la idea misma de mundo (lo que Henri denomina el «dimensional extático del mundo») y es, en última instancia, un pensamiento mucho más arraigado en las llamadas filosofías de la vida del siglo XIX y en la obra de Schopenhauer. Es mejor reconocer esta herencia explícitamente, y no continuar pretendiendo ser un fenomenólogo.

Areté: Habiendo vivido en carne propia la sucesión de muchos movimientos y corrientes en la filosofía francesa del siglo pasado, ¿cómo juzga usted la continuidad de esa historia? ¿Qué rasgos podrían considerarse permanentes, qué otros definitivamente superados?

Jean-François Courtine: Intentaré responder a esa pregunta, pero antes quisiera abordar un aspecto de la pregunta anterior que me va a permitir completar mi comentario acerca de una fenomenología que ya no es verdaderamente fenomenología: me refiero a la relación entre la fenomenología y la teología, o a la relación entre la filosofía y los textos de la tradición religiosa o teológica. Es un punto que me parece importante. Se ha hablado mucho recientemente de un pequeño libro polémico de Dominique Janicaud, Le tournant théologique de la phénoménologie française, en el que el autor llamaba la atención sobre algunos aspectos indiscutibles de la obra de autores como Levinas, Marion, Chrétien, marcando una diferencia con la obra de Merleau-Ponty o de Ricoeur. Las observaciones de Janicaud son ciertamente pertinentes, pero creo que sería muy perjudicial postular que existe una separación necesaria entre la filosofía y la teología, una separación tan abismal que prohibiría a los filósofos referirse a obras de teología o de espiritualidad o encontrar en ellas recursos de pensamiento, inspiración o análisis. ¡Esto nunca ha ocurrido en la historia de la filosofía! Trátese de Hegel, Schelling, Fichte o Kant, todos estos autores se nutrieron de su formación teológica y conocían de memoria la Biblia en su versión luterana. Y no creo que haya allí algo reprobable. Es una lástima que se pueda tener derecho a citar a Plotino, pero no, en cambio, a Dionisio Areopagita o Juan Crisóstomo. Si uno encuentra fuentes de inspiración en la obra de estos autores, o en Tomás de Aquino, Buenaventura o Descartes, personalmente creo que ello puede ser un indicador de gran fecundidad. Ciertamente, lo que no es admisible es tratar de hacer pasar de contrabando, bajo la forma de una apologética, temas propios de la teología. Si tomamos el ejemplo que parece el más sensible, el caso de Levinas, podemos afirmar categóricamente que él jamás hizo eso. Siempre hizo una distinción muy clara entre lo que publicaba bajo el rubro de sus estudios talmúdicos y sus grandes obras de filosofía. En Totalidad e infinito o en De otro modo que ser no hay referencias expresas a la tradición judía. Evidentemente, esta tradición es una importante fuente de inspiración para Levinas, como lo es sin duda también para Derrida, pero no se pueden censurar las fuentes de inspiración de nadie. Me da la impresión de que, ante la relación entre filosofía y teología, corremos el riesgo de estar alimentando un falso debate o, en todo caso, un debate ya un tanto obsoleto.

: Su respuesta suena muy gadameriana.

Jean-François Courtine: Así es, es una respuesta gadameriana. Al respecto, quisiera dar otro ejemplo. Hay algunos autores que han sido olvidados legítimamente, como Lavelle o Lesenne, pero existen hoy grupos de lavellianos o de neolavellianos que se mantienen activos y publican una revista. Todo esto forma parte de las tradiciones vivas, que pueden caracterizarse en cierto modo como hermenéuticas, aunque pueda quizá deplorarse que carezcan de una orientación clara. Por mi parte, yo soy también parcialmente hermeneuta, en todo caso sensible a la importancia de la tradición hermenéutica. Soy, fundamentalmente, un historiador, y pienso que a la escritura de la historia le es inherente reinterpretar siempre ciertos dominios, corpi, preguntas.

Areté: A lo largo de la conversación, usted se ha referido en diversas ocasiones a Merleau-Ponty y a Ricoeur. Ambos filósofos han estado estrechamente ligados a la obra de algunos filósofos alemanes importantes, especialmente Husserl y Gadamer. ¿Cree usted que su contribución ha sido solamente receptiva o que han propuesto además algún desarrollo personal?

Jean-François Courtine: Creo que los dos casos son muy diferentes, y el más complejo es el de Merleau-Ponty. Estoy de acuerdo con ustedes en que una buena parte de la obra de Merleau-Ponty —lo supiera él o no— consistió en retomar, replantear o innovar temas husserlianos, en especial del último Husserl, al que prácticamente no tenía acceso. La colección de la Husserliana se hallaba recién en proceso de publicación en el momento en que Merleau-Ponty dejó de interesarse por Husserl. En sus últimos proyectos se interesó más por Heidegger. Es cierto, en ese sentido, que hay menos originalidad en Merleau-Ponty de lo que se cree, en la medida en que profundiza un trabajo que ya había iniciado Husserl. No obstante, en el último Merleau-Ponty hay un desarrollo de ciertos temas que difícilmente podrían asociarse a un contexto husserliano. Uno de ellos es la noción de «carne del mundo» (chair du monde), que de ningún modo puede incorporarse a una lectura husserliana. Los proyectos del último Merleau-Ponty son realmente impresionantes, pero permanecen en un estado incoactivo tal que tenemos serias dificultades para tomar posición ante ellos. En este periodo pareciera acercarse a la tradición de la Naturphilosophie, a una filosofía de la naturaleza, y pareciera igualmente estar influenciado por un tipo de especulación à la Whitehead, con un gran interés por la dimensión cosmológica, aunque no en el sentido técnico o científico del término. Aquí estamos ya muy lejos de Husserl. Cuál habría sido el desarrollo de este pensamiento si Merleau-Ponty no hubiese muerto tan prematuramente en 1961, es algo que personalmente no estoy en condiciones de responder. Pero me queda claro, eso sí, que el último Merleau-Ponty ya había tomado distancia de Husserl.

En lo que concierne a Ricoeur, se trata sin duda de una obra muy importante, muy libre, siempre en las fronteras del saber. Espero, sin embargo, no ser muy injusto con él si digo que no tiene una verdadera originalidad. Depende en gran medida de la tradición reflexiva de la filosofía francesa, lo que Ricoeur nunca ha negado, por cierto. El tipo de hermenéutica que él ha desarrollado no representa realmente una innovación con respecto al camino abierto por Gadamer. Su importancia, que sin duda es muy grande, reside no tanto en haber introducido a Gadamer, sino en haber practicado permanentemente una filosofía en diálogo con las más diversas tradiciones: la gran tradición de la historia de la filosofía (Hegel, Freud, Marx, Aristóteles, Platón), la corriente de inspiración fenomenológica y hermenéutica, un enorme esfuerzo por introducir en Francia la obra de Husserl, y una mirada muy atenta al mismo tiempo a los debates que tenían lugar en el mundo anglosajón, tanto del lado de la filosofía del lenguaje (la teoría de la significación, los actos de lenguaje, la pragmática) como de la filosofía de la acción. En ese sentido, se trata para nosotros verdaderamente de un modelo, no solamente de tolerancia filosófica, sino también de una filosofía capaz de entrar en diálogo con todo tipo de interlocutores —aunque el costo haya sido una obra principalmente rica en receptividad y tal vez menos original en el plano de la creación propiamente dicha—.

Areté: Profesor Courtine, le agradecemos mucho por aceptar nuestra invitación a este intercambio de ideas.

* Traducción del francés de Humberto Campodónico, revisión y edición de Miguel Giusti.


2 Jean-François Courtine es profesor de la Universidad de la Sorbona, París IV. Fue invitado a Lima, a la Pontificia Universidad Católica del Perú, en el marco de la Cátedra Andina de Filosofía Francesa Contemporánea, en el mes de setiembre de 2003, para dictar un seminario sobre «La recepción de la fenomenología en la filosofía francesa». Durante su visita, accedió a conceder la presente entrevista a la redacción de la revista Areté. En la conversación estuvieron presentes Rosemary Rizo-Patrón, Pepi Patrón, Fidel Tubino y Miguel Giusti. La entrevista fue inicialmente publicada en el año 2004 en Areté, XVI(2), 317-332.