Índice

PRIMERA PARTE: EL SENTIDO RELIGIOSO

SEGUNDA PARTE: LOS ORÍGENES DE LA PRETENSIÓN CRISTIANA

TERCERA PARTE: POR QUÉ LA IGLESIA

Primera Parte
Cómo se ha definido la Iglesia a sí misma

Segunda Parte
La verificación de la presencia de lo divino en la vida de la Iglesia

BÁSICOS
3

LUIGI GIUSSANI

Curso básico de cristianismo

ISBN: 978-84-9920-743-8

© 2007
Fraternità di Comunione e Liberazione
y
Ediciones Encuentro, Madrid

Traducción
El sentido religioso, J. M. Oriol, C. Zaffanella y J. M. García
Los orígenes de la pretensión cristiana, M. J. Rodríguez Fierro, V. Martín Pindado y M. Oriol
Por qué la Iglesia, J. M. Oriol, V. Martín Pindado y M. Oriol

Diseño de la cubierta: o3, s.l. - www.o3com.com

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PRIMERA PARTE
EL SENTIDO RELIGIOSO

Capítulo Duodécimo
LA AVENTURA DE LA INTERPRETACIÓN

Por muy oscuro, enigmático, nebuloso o velado que esté ese «Otro», es innegable que constituye el término último del impulso humano, la finalidad de la dinámica humana.

Resumamos el itinerario que hemos descrito. La naturaleza de la razón (que es comprender la existencia) fuerza a ésta, por coherencia, a admitir que existe algo incomprensible, Algo (un «quid») que está constitucionalmente más allá de toda posibilidad de comprensión y medida (que es «trascendente»):

«Cada quien confusamente un bien aprende
en que se aquiete el ánimo, y desea,
pues cada quien para alcanzarlo lucha»1.

«¡Oh tú quien eres que quieres sentar cátedra
para juzgar a una distancia de mil millas
con la corta visión de una palmada!»2.

La aventura de la razón tiene un vértice último en el que intuye la existencia de esa explicación total y concluyente como algo inalcanzable por sí sola: es el misterio.

La razón no sería tal si no implicara que existe ese quid último. Así como los ojos al abrirse no pueden dejar de registrar colores y formas, del mismo modo el hombre con su razón, por el hecho mismo de ponerse en movimiento al verse solicitada por el impacto de las cosas, afirma la existencia de un por qué último, totalizante, de un quid desconocido: el «Dios desconocido». Que la palabra «Dios» no nos equivoque: es simplemente el término que sirve en el lenguaje religioso universal para identificar a este quid absoluto. Dentro de mil millones de siglos, cualquiera que sea la frontera que haya alcanzado el hombre, «no será eso», como dramáticamente manifiesta una vez más Clemente Rebora:

«Cualquier cosa que digas o hagas
Tiene un grito dentro:
¡No es por esto, no es por esto!

Y así todo envía
A una secreta pregunta:
El acto es un pretexto. [...]

En la inminencia de Dios
La vida se abalanza
Sobre las reservas caducas
Mientras cada uno se aferra
A su bien que le grita: ¡adiós!»3.

1. El factor de la libertad ante el enigma último

Aún nos falta por poner en juego otro factor esencial para la definición del hombre. Hasta ahora hemos tenido presente el factor de la razón, de la conciencia; ahora tenemos que afrontar el factor de la libertad.

El hombre, como ser libre que es, no puede llegar a su plenitud, no puede llegar a su destino si no es a través de su libertad (de la que ya hemos tratado al final del capítulo octavo). Hemos visto que ser libre quiere decir tener capacidad de poseer el propio significado, de alcanzar nuestra propia realización en una determinada manera, que es a lo que precisamente llamamos libertad.

Si yo fuera llevado a mi destino sin libertad, no podría ser feliz, no sería mía la felicidad, ese destino no sería mío. Sólo a través de mi libertad es como el destino, el fin, el propósito, el objeto último, puede llegar a constituir una respuesta para mí. No sería humana la plenitud del hombre, no habría plenitud del ser humano, si éste no fuese libre.

Ahora bien, si alcanzar el destino, la plena realización, debe ser libre, la libertad también debe «ponerse en juego» para descubrirlo. Pues tampoco el descubrimiento del destino, del significado último, sería mío si fuera automático. El destino es algo ante lo que el hombre es responsable; el modo que el hombre tenga para alcanzar su destino es responsabilidad suya, es fruto de su libertad.

La libertad, por tanto, no sólo tiene que ver con el ir hacia Dios por coherencia de vida, sino también con el mismo descubrimiento de Dios. Hay muchos científicos que, al profundizar en su propia experiencia como científicos, han descubierto a Dios; y también muchos científicos que han creído poder eludir o eliminar a Dios con su experiencia científica. Hay muchos literatos que, mediante una percepción profunda de la existencia del hombre, han descubierto a Dios; y también muchos literatos que, por su atención a la experiencia humana, han eludido o eliminado a Dios. Hay muchos filósofos que han llegado a Dios a través de su reflexión; y muchos otros filósofos que a través de su reflexión han excluido a Dios. Esto quiere decir, entonces, que reconocer a Dios no es un problema de ciencia, ni de sensibilidad estética, ni siquiera de filosofía en cuanto tal. Es un problema de libertad. Lo reconocía así uno de los más conocidos neo-marxistas, Althusser, cuando decía que entre existencia de Dios y marxismo el problema no es de razón, sino de opción. Ciertamente, hay una opción que es conforme a la naturaleza, y por eso exalta la razón, y hay otra opción que es contra natura, y por eso oscurece la razón. Pero, en todo caso, la opción es decisiva.

Reflexionemos con un ejemplo. Si vosotros os encontráis en una zona de penumbra y os ponéis de espaldas a la luz, exclamaréis: «No hay nada, todo es oscuridad, sinsentido». En cambio, si os ponéis de espaldas a la oscuridad, diréis: «El mundo es el vestíbulo de la luz, el comienzo de la luz». Esta diversidad de posturas procede exclusivamente de una opción.

Sin embargo, eso no agota la cuestión. Pues, en efecto, entre las dos posturas —la de quien dice, vuelto de espaldas a la luz, «Todo es oscuro», y la de quien, vuelto de espaldas a la oscuridad, dice «Estamos en el umbral de la luz»— una tiene razón y la otra no. Una de las dos elimina un factor cierto, aunque esté solamente apuntado, porque si hay penumbra, evidentemente hay luz.

Esto recuerda lo que Jesús dice varias veces en el Evangelio: «He hecho muchos signos entre vosotros. ¿Por qué no me creéis?» «Vosotros no me creéis y me rechazáis para que se cumpla la profecía: me odiaron sin razón»4.

El hombre, en efecto, afirma con su libertad lo que ya ha decidido de antemano desde un recóndito punto de partida. La libertad no se demuestra tanto en el momento llamativo de la elección; la libertad se pone en juego más bien en el primer y sutilísimo amanecer del impacto de la conciencia humana con el mundo. He aquí la alternativa en que el hombre casi insensiblemente se la juega: o caminas por la realidad abierto a ella de par en par, con los ojos asombrados de un niño, lealmente, llamando al pan, pan, y al vino, vino, y abrazas entonces toda su presencia acogiendo también su sentido; o te pones ante la realidad en una actitud defensiva, con el brazo delante del rostro para evitar golpes desagradables o inesperados, llamando a la realidad ante el tribunal de tu parecer, y entonces sólo buscas y admites de ella lo que está en consonancia contigo, estás potencialmente lleno de objeciones contra ella, y demasiado resabiado como para aceptar sus evidencias y sugerencias más gratuitas y sorprendentes. Esta es la opción profunda que nosotros realizamos cotidianamente ante la lluvia y el sol, ante nuestro padre y nuestra madre, ante la bandeja del desayuno, ante el autobús y la gente que hay en él, ante los compañeros de trabajo, los textos de clase, los profesores, el amigo, la amiga... Esta decisión que he descrito la tomamos de hecho ante toda la realidad, ante cualquier cosa.

En esta decisión está claro dónde está la racionalidad, lo enteramente humano: en la postura del que está abierto y llama al pan, pan, y al vino, vino. Éste es el pobre de espíritu, aquel que no tiene nada que defender ante la realidad. Por eso admite todo tal como es, y secunda la atracción que ejerce sobre él la realidad con todas sus implicaciones.

2. El mundo como parábola

La libertad se pone en juego a sí misma en ese terreno que llamamos signo. Recordemos que el mundo demuestra la existencia del quid último, el misterio, a través de ese modo que se llama «signo». El mundo «enseña» a Dios, muestra a Dios, como el signo indica aquello de lo que es señal.

La libertad se juega en este terreno: ¿en qué sentido? Actúa en el terreno de la dinámica del signo ya que éste es un acontecimiento que hay que interpretar. La libertad entra en juego al interpretar el signo. La interpretación es la técnica del juego; y la libertad actúa dentro de esta técnica.

Por usar un ejemplo evangélico, el mundo es como una parábola. «¿Por qué hablas en parábolas?», le preguntaban los apóstoles a Cristo. «La gente no te entiende». Pero, apenas él había narrado la parábola, en cuanto la gente se marchaba, corrían detrás de él y le decían: «Explícanos la parábola». Otros, por el contrario, se marchaban. El mundo es una parábola: «Yo hablo en parábolas para que viendo, puedan no ver, y oyendo, puedan no oir». Es decir: «Hablo en parábolas para que salga a flote su libertad, lo que ya han decidido en su corazón»5.

Si tú eres «moral», esto es, si estás en la actitud original con la que Dios te ha creado, en una actitud abierta a lo real, entonces entenderás, o al menos buscarás, preguntarás. Si, por el contrario, no estás ya en esa postura original, si estás alterado, falseado, bloqueado por el prejuicio, entonces eres «inmoral» y no podrás entender. Éste es el carácter dramático supremo que tiene la vida del hombre.

El mundo, al tiempo que desvela, «vela». El signo desvela, pero al mismo tiempo vela. Y es solamente una atención particular lo que, debajo o detrás de un paño aparentemente inerte, te permite sentir la vibración del cuerpo vivo que está oculto en él; no sientes nada si es un maniquí, pero sientes en cambio a un cuerpo vivo.

Suponed que vamos a una galería donde se halla expuesto un hermoso cuadro; lo han puesto en una sala preparada con luces indirectas, que no se ven, para no alterar la visión del cuadro. Si yo entrara contigo y te dijera «¡Aquí no hay luz!», tú me dirías: «¡No bromees!». Imaginemos que yo te repitiera entonces: «Mira, que no hay luz». tú reafirmarías: «No seas ridículo, déjame ver el cuadro». Pero si yo siguiera insistiendo «¡No hay luz!», ¿acaso me responderías «Vamos a buscar una escalera y veremos dónde están ocultas las bombillas»? Si hubiera necesidad de esto ninguno de los dos sería razonable. En efecto, ¿por qué hay luz? Porque se ve el cuadro. Y suponiendo que, al no encontrar ninguna escalera para constatar donde estaban las luces, saliera afuera diciendo «¡No, no hay luz!», sería todavía menos razonable, estaría claramente encerrado en mi prejuicio.

Del mismo modo, si no se reconociera la fuente de sentido y de luz que es el misterio de Dios, el mundo sería, como hemos dicho anteriormente citando a Shakespeare, «una fábula contada por un idiota»6.

La postura positivista es semejante a la de alguien que, igual que los miopes, acercase sus ojos a un centímetro de un cuadro y, fijándose en un punto de color, dijera «¡Qué mancha!», y, al ser el cuadro grande, pudiera recorrerlo todo, centímetro a centímetro, exclamando a cada paso: «¡Qué mancha!». El cuadro le parecería un conjunto de manchas diversas sin sentido. Pero, si se colocara a una distancia de tres metros, vería la pintura en toda su unidad, con la perspectiva apropiada, y diría: «¡Ah! ¡Entiendo! ¡Qué hermoso!». La medida positivista parece que mira el mundo con una grave miopía.

Einstein estaba muy lejos de esta miopía cuando afirmaba la implicación enigmática última que tiene la realidad, y, por tanto, ese valor de signo que constantemente hace vibrar al mundo: «La emoción más bella y profunda que podemos percibir es el sentido del misterio; ahí está el germen de todo arte y de toda ciencia verdadera»7. Y por ello podía lamentar el desconsuelo sofocante que se deriva de esa miopía: «Quien cree que su vida y la de sus semejantes está privada de significado no sólo es infeliz, sino que apenas es capaz de vivir»8.

Así, pues, la seriedad de cada paso empírico o de cada preciso acto científico exige que estén atravesados también por una referencia global al horizonte humano; deben «ser signo» de una pertenencia más alta, aunque sea enigmática: «La preocupación por el hombre y por su destino debe constituir siempre el interés principal de todos los esfuerzos técnicos; no lo olvidéis nunca, en medio de vuestros diagramas y vuestras ecuaciones».

NOTAS

1 Dante, Purgatorio, canto XVII, vv. 127-129.

2 Dante Paraíso, canto XIX, vv. 79-81.

3 C. Rebora, «Sacos de tierra en los ojos», vv. 13-18 y 89-91, en L. Giussani, Mis lecturas, op. cit., p. 59.

4 Cf. Jn 15,22-25.

5 Cf. Mt 13,10ss.

6 W. Shakespeare, Macbeth, acto V, escena V.

7 A. Einstein, Mi visión del mundo, Tusquets, Barcelona 1986.

8 Ib.

Capítulo Decimocuarto
LA ENERGÍA DE LA RAZÓN TIENDE A ENTRAR EN LO DESCONOCIDO

Hemos hablado fundamentalmente de la naturaleza de la razón como relación con el infinito, lo que se manifiesta como exigencia de una explicación total. El culmen de la razón es la intuición de que existe una explicación que supera su medida. Por usar el juego de palabras que ya hemos utilizado anteriormente, la razón, justamente en su exigencia de comprender la existencia, está obligada por su propia naturaleza a admitir la existencia de algo incomprensible.

Ahora bien, aun cuando la razón tome conciencia de sí misma hasta el fondo solamente al descubrir que su naturaleza se realiza en último término intuyendo lo inaccesible —el misterio—, no por ello deja de ser exigencia de conocimiento.

1. Fuerza motriz de la razón

Por eso, una vez descubierto esto, el tormento —por así decirlo— de la razón es poder conocer esa incógnita. La vitalidad de la razón le viene dada por su voluntad de penetrar en lo desconocido, como el Ulises de Dante1, de ir más allá de las columnas de Hércules, símbolo del límite permanente y estructural que pone la existencia a este deseo.

Es más, la tensión por entrar en ese ámbito desconocido es precisamente lo que define la energía de la razón. Como ya hemos indicado anterior mente, en los Hechos de los Apóstoles, san Pablo, delante de los «filósofos» que estaban en el Areópago de Atenas, dice:

«El Dios que hizo el mundo y todo lo que hay en él, que es Señor del cielo y de la tierra, no habita en santuarios fabricados por mano de hombres; ni es servido por manos humanas, como si de algo estuviera necesitado, él que a todos da la vida, el aliento y todas las cosas. Él creó de un solo principio todo el linaje humano, para que habitase toda la faz de la tierra, fijando los tiempos determinados y los límites del lugar donde habían de habitar, con el fin de que buscasen a la divinidad, para ver si a tientas la buscaban y la hallaban; por más que no se encuentra lejos de cada uno de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos, como ha dicho alguno de vosotros. Porque somos también de su linaje»2.

Todo el caminar humano, todo el esfuerzo de «esa laboriosidad que nos mueve sin descanso de aquí para allá»3, se resume en el conocimiento de Dios. El mismo movimiento de los pueblos sintetiza en una fórmula todo el inmenso esfuerzo de búsqueda del hombre. Lo que motiva a la razón, su fuerza motriz, es descubrir el misterio, entrar en el misterio que subyace en la apariencia, que subyace en lo que vemos y tocamos.

Así pues, lo que permite afrontar la aventura del más acá es precisamente la relación con el más allá; en caso contrario se adueña de nosotros el aburrimiento, origen de la presunción evasiva e ilusoria o de la desesperación aniquiladora. Sólo la relación con el más allá vuelve posible afrontar la aventura de la vida. La fuerza humana para aferrar las cosas del más acá nos la da nuestra voluntad de penetrar en el más allá.

El mito de la antigüedad que está más cerca de la mentalidad de hoy, y que iba a encontrar su expresión más potente en suelo cristiano, es el mito de Ulises. En Dante Alighieri ha encontrado su fuerza expresiva como en ningún otro autor, en ninguna otra versión de la literatura antigua.

Ulises es el hombre inteligente que quiere medir con su propia genialidad todas las cosas. Tiene una curiosidad incontenible: él es el dominador del Mar Mediterráneo. Imaginemos a este hombre con todos los marineros que van en su barco de Ítaca a Libia, de Libia a Sicilia, de Sicilia a Cerdeña, de Cerdeña a las Baleares: ha medido y controlado todo el Mare Nostrum; lo ha recorrido todo él a lo largo y a lo ancho. El hombre, Ulises, es medida de todas las cosas. Pero, cuando llega a las columnas de Hércules, se encuentra con la convicción común de que la sabiduría, es decir, la medida segura de todo lo real, ya no es posible. Más allá de las columnas de Hércules no hay nada seguro, sólo el vacío y la locura. Al igual que quien iba más allá de éstas era un fantasioso que no tenía ya certeza alguna, hoy se piensa que más allá de lo experimentable, entendido esto en sentido positivista, sólo hay fantasía o, en cualquier caso, imposibilidad de tener seguridad. Pero él, Ulises, precisamente a causa de la «altura» con que había recorrido el «mare nostrum», al llegar a las columnas de Hércules sintió que aquello no era el fin, que más bien era como si su verdadera naturaleza se desplegara a partir de aquel momento. Y entonces quebrantó la sabiduría y se marchó. No se equivocó porque fuera más allá: ir más allá estaba en su naturaleza humana, pues, al decidirlo, es cuando se sintió verdaderamente hombre. Ésta es precisamente la lucha entre lo humano —es decir, el sentido religioso— y lo inhumano —es decir, la postura positivista de toda la mentalidad moderna—. Ésta última diría: «Hijo mío, lo único seguro es lo que tú puedes constatar y medir científicamente, experimentalmente; más allá de esto sólo hay fantasía inútil, locura, afirmación quimérica».

Pero más allá de este «mare nostrum» que podemos poseer, controlar y medir, ¿qué es lo que hay? El océano del significado. Uno comienza a sentirse hombre cuando traspasa estas columnas de Hércules, cuando supera ese límite extremo que impone la falsa sabiduría, con su seguridad opresiva, y se interna en el enigma del significado. La realidad, en su impacto con el corazón humano, produce la misma dinámica que las columnas de Hércules produjeron en el corazón de Ulises y de sus compañeros, con los rostros tensos por el deseo de alcanzar otra cosa distinta. Para aquellos rostros ansiosos y aquellos corazones llenos de pasión, las columnas de Hércules no representaban un límite, sino una invitación, un signo, algo que invitaba a ir más allá de sí mismo. Ulises y sus compañeros de navegación en la Odisea no se equivocaron por ir más allá.

Pero hay una página mayor aún que la del Ulises de Dante, que expresa todavía mejor esta condición existencial de la razón del hombre. Está en la Biblia, cuando Jacob vuelve a su casa desde el exilio, es decir, desde la dispersión o desde una realidad extraña para él. Alcanza el río cuando está atardeciendo, y la noche se viene encima. Han pasado ya los ganados, los siervos, los hijos y las mujeres. Cuando le toca a él, por último, atravesar el vado, es totalmente de noche. Jacob quiere continuar en la oscuridad. Pero, antes de meter el pie en el agua, siente un obstáculo delante de sí; una persona que se le enfrenta y trata de impedirle el paso. Y con esta persona que se enfrenta a él, cuyo rostro no ve, contra la que pone en juego todas sus energías, se establece una lucha que durará toda la noche. Hasta que, al clarear el alba, aquel extraño personaje consigue darle un golpe en el muslo, de tal manera que Jacob se quedará cojo para toda su vida. Pero, al mismo tiempo, el extraño personaje le dice: «¡Eres grande Jacob! Ya no te llamarás Jacob sino Israel, que significa: ‘he luchado con Dios’»4. Esta es la grandeza que tiene el hombre en la revelación judeo-cristiana. La vida, el hombre, es lucha, es decir, tensión, relación —«en la oscuridad»— con el más allá; una lucha sin ver el rostro del otro. El que llega a percibir esto de sí mismo es un hombre que marcha cojo entre los demás, es decir, marcado. Ya no es como los demás hombres; está marcado.

2. Una posición de vértigo

Si ésta es la posición existencial de la razón, es bastante fácil de entender que adoptar una postura consecuente resulte vertiginoso.

Es casi como si, por ley, como norma de vida, yo tuviera que permanecer pendiente de una voluntad que no conozco, instante tras instante. Sería la única postura racional. La Biblia dirá: «Como están los ojos del siervo atentos a las manos de su señor»5. Durante toda la vida la verdadera ley moral consistiría, pues, en estar pendientes de cualquier seña de este desconocido «señor», atentos a los gestos de una voluntad que se nos mostraría a través de la pura circunstancia inmediata.

Repito: el hombre, la vida racional, debería estar pendiente del instante, pendiente en todo momento de estos signos tan aparentemente volubles, tan casuales, como son las circunstancias a través de las cuales me arrastra ese desconocido «señor» y me convoca a sus designios. Y tendría que decir «sí» a cada instante sin ver nada, simplemente obedeciendo a la presión de las circunstancias. Es una posición que da vértigo.

3. La impaciencia de la razón

La Biblia muestra que «un excesivo apego hacia uno mismo» (la fórmula equivalente en la psicología común es conocida: el «amor propio») incita a la razón del hombre —en su deseo apasionado, en su pretensión de entender ese supremo significado del que dependen todos sus actos— a decir en un momento dado: «Comprendo: el misterio es esto»6.

Existencialmente, esta naturaleza que tiene la razón, de exigir conocer y comprender, penetra en todo, y por eso pretende penetrar incluso en lo ignoto, en eso desconocido de lo que todo depende, de lo que dependen su aliento y su respiración, instante tras instante. La razón, impaciente, no tolera adherirse a ese único signo a través del cual poder seguir al Ignoto, un signo tan tosco, tan oscuro, tan poco transparente, tan aparentemente casual, como es el sucederse de las circunstancias; es como sentirse a merced de un río que te arrastra de acá para allá.

Por su situación existencial la naturaleza de la razón sufre un vértigo que al principio puede resistir, pero al que después sucumbe. Y el vértigo consiste en esa precocidad o impaciencia que le hace decir: «Comprendo, el significado de la vida es éste». Todas las múltiples y variadas afirmaciones que aseguran que «el significado del mundo es éste, el sentido del hombre es éste, el destino último de la historia es éste» son otras tantas pruebas de esa caída de la razón.

4. Un punto de vista distorsionador

Pero cuando la razón del hombre dice «el significado de mi vida es...», «el significado del mundo es...», o «el significado de la historia es...», identifica inevitablemente este es con la pureza de la raza alemana, con la lucha del proletariado, con la competencia por la supremacía económica, etc.

Y cada vez que este es se identifique con el contenido de una definición, se estará partiendo inevitablemente de un punto de vista determinado.

Es decir, cuando el hombre tiene la pretensión de definir el significado global no puede evitar caer en la exaltación de su punto de vista, de algún punto de vista determinado. Reivindicará la dimensión de totalidad para un aspecto particular; una parte del todo se exagera y se infla hasta el punto de definir la totalidad.

Y entonces este punto de vista intentará encajar dentro de su perspectiva cualquier otro aspecto de la realidad. Y como se trata de una perspectiva parcial de la realidad, este intentar encajar todo dentro de ella llevará necesariamente a obviar u olvidar alguna cosa, a reducir, negar y rechazar el rostro completo y complejo de la realidad.

El sentido religioso, la razón que afirma la existencia de un significado último, se corrompe y degrada al identificar su objeto con algo que el hombre elige; y esto lo elige necesariamente dentro del ámbito de su experiencia.

Se trata de una elección que altera y distorsiona el rostro verdadero de toda la vida, porque todo se verá dilatado o disminuido, exagerado u olvidado, alabado o marginado, según la implicación que tenga con el punto de vista elegido, con el factor que se haya elegido.

¿En qué consiste el pathos de esta postura? En el hecho de que el sentido religioso —es decir, la naturaleza del hombre en su grandeza última, en su auténtica estatura— se reduce hasta identificar el significado total de la vida con algo comprensible por sí mismo.

Y aquí está la raíz del error: «con algo comprensible por sí mismo». Justamente porque la naturaleza de la razón exige comprender, cuando se encuentra ante la intuición de lo desconocido —del misterio— le viene un mareo y, casi sin darse cuenta, resbala, altera su mirada, y, fijándose en un aspecto de los varios que hay en su existencia, en un sólo factor del conjunto de factores que aparece en su experiencia, dice: «Éste es el significado».

La naturaleza de la razón es tal que desde el mismo momento en que se pone en movimiento intuye el misterio, la imposibilidad de captar el significado total con sus propias posibilidades de conocimiento; pero existencialmente no se mantiene, no perdura en su impulso original, sufre pronto una trayectoria reductiva. Por eso rebaja la identificación de su objeto a algo que puede comprender, a algo que por consiguiente está dentro de su experiencia, porque la experiencia es el horizonte que abarca su capacidad de comprensión.

Pero si ese objeto cae dentro de la experiencia, de lo que yo puedo abarcar y comprender, entonces se trata de un aspecto que exagero con el fin de explicar todo por medio de él.

Hemos dicho ya que el verdadero problema que está en el fondo de todo nuestro discurrir consiste en saber qué es la razón: si la razón es el ámbito que limita lo real o si la razón es la apertura a lo real. Lo que nuestra experiencia pone de evidencia es que la razón se manifiesta como un ojo abierto de par en par a la realidad, como una apertura al ser en el que jamás se acaba de entrar, que por su naturaleza nos desborda por todas las partes; y, por eso, el significado global es un misterio.

La decadencia, la degradación de la que hablaba, la trayectoria parabólica que, debido a una especie de fuerza de gravedad, se produce dentro de la razón, radica en la pretensión de que ésta sea la medida de lo real, es decir, que la razón pueda identificar, y por tanto definir, cuál es el significado de todo. Pretender definir el significado de todo, ¿qué quiere decir en último término? Pretender ser la medida de todo, es decir, pretender ser Dios.

5. Idolos

Es lo que sugiere el «pecado original». No es verdad que haya algo que tú no puedas medir («comer», en el texto bíblico); si te decides a hacerlo, si te lanzas a esa aventura, «conocerás el bien y el mal y serás como Dios»7. El hombre, medida de todas las cosas: la primera página de la Biblia es realmente la explicación más clara.

La Biblia llama con un determinado nombre al aspecto particular con que la razón identifica el significado total de su vida y de la existencia de las cosas. Este aspecto particular con el que la razón identifica la explicación de todo, la Biblia lo llama ídolo. Algo que parece Dios, que tiene la máscara de Dios, pero que no lo es.

San Pablo define así la mentira del ídolo:

«Jactándose de sabios se volvieron estúpidos, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible por una representación en forma de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos, de reptiles. Por eso Dios los entregó a las apetencias de su corazón hasta una impureza tal que deshonraron entre sí sus cuerpos; a ellos que cambiaron la verdad de Dios por la mentira, y adornaron y sirvieron a la criatura en vez de al Creador, que es bendito por los siglos. Amén. Por eso los entregó Dios a pasiones infames; pues sus mujeres invirtieron las relaciones naturales por otras contra la naturaleza; igualmente los hombres, abandonando el uso natural de la mujer, ardieron en deseos los unos por los otros, cometiendo la infamia de hombre con hombre y recibiendo en sí mismos el pago merecido por su extravío. Y como no tuvieron a bien guardar el verdadero conocimiento de Dios, entrególos Dios a su mente insensata, para que hicieran lo que no conviene: llenos de toda injusticia, perversidad, codicia, maldad, henchidos de envidia, de homicidio, de contienda, de engaño, de malignidad, chismosos, detractores, enemigos de Dios, ultrajadores, altaneros, fanfarrones, ingeniosos para el mal, rebeldes a sus padres, insensatos, desleales, desamorados, despiadados»8.

San Pablo describe no sólo la génesis del ídolo, sino también la corrupción consiguiente de la verdad humana. Cuanto más se intenta explicar todo con el ídolo, mejor se comprende su insuficiencia: «Tienen ojos, pero no ven; tienen oídos y no oyen; tienen manos y no tocan», dice el salmo. Es decir: los ídolos no mantienen sus promesas ni sus pretensiones totalizantes9. El misterio, por el contrario, en la medida en que se le reconoce, tiende a determinar la vida de tal modo que la terrible lista paulina enmudece, porque se vacía. El ser humano se degenera en la medida en que exalta los ídolos. Éstos producen la abolición de la persona, de la responsabilidad humana. Toda la culpa es de la estructura: el ídolo oscurece el horizonte de la mirada y altera la forma de las cosas. Como escribía proféticamente Eliot:

«Ellos tratan constantemente de escapar
de las tinieblas de fuera y de dentro
a fuerza de soñar sistemas tan perfectos que nadie necesitará ser bueno.
Pero el hombre que es seguirá como una sombra
al hombre que finge ser»10.

6. Una consecuencia

Hay un corolario impresionante. Hitler tiene su ídolo, sobre el que intenta construir la vida del mundo para lograr una humanidad mejor. Pero esta construcción suya, que trata de abarcarlo todo, en un momento determinado se encuentra de frente con el dinamismo del proyecto de Lenin o de Stalin. ¿Y entonces? La ideología construida sobre la base de un ídolo es totalizante por naturaleza; en caso contrario no podría intentar una política victoriosa. Al tratarse de ideologías totalitarias las dos, tienen necesariamente que provocar un choque frontal.

Así se explica por qué, para la Biblia, el ídolo es el origen de la violencia como sistema de relación, el origen de la guerra.

Hay una fábula de Esopo muy significativa. Este aspecto particular de la experiencia que se selecciona y elige ideológicamente como lugar del significado de todo es como la rana que se hincha para llegar a convertirse en buey, y lo hace hasta estallar. Es un buen símbolo de la violencia de la guerra.

7. Dinámicas de identificación del ídolo

Hay otra importante observación que hacer. El hombre realiza la identificación de Dios con un ídolo eligiendo algo, como ya hemos visto, que él entiende. Porque aquí está el pecado original: en la pretensión de identificar el significado total con algo que el hombre comprende. Es como si el hombre sostuviera: «Todo lo que existe es demostrable por el hombre; lo que no es demostrable por el hombre no existe». Pero ya hemos visto que el paso original, el más importante, aquél que da el ser a las cosas, el hombre no lo puede reproducir; puede manejar lo que existe, pero no puede dar el ser a nada.

En su dinámica de identificación del ídolo el hombre elige lo que más estima, o mejor todavía, lo que le causa más impresión. Podrá identificar lo divino incluso con un principio racial: ¡la identificación del sentido de la historia con la pureza de la raza alemana, según el mito nazi, es un ejemplo de este estadio «bárbaro» en pleno siglo veinte!

Don Gnocchi, apenas retornado de la ensenada del Don, le contaba a un grupo de amigos que una vez, durante la retirada, había entrado en un barracón de oficiales alemanes muy jóvenes. El llevaba la cruz negra de capellán militar. Le ridiculizaron y después comenzaron a discutir rabiosamente. En un momento determinado uno de ellos se puso en pie y tendiendo el brazo hacia la foto de Hitler, que estaba colgada en la pared, dijo: «Ése es nuestro Cristo». Era cierto: aquél era su Cristo.

De igual modo, los marxistas coherentes tienen a su Cristo en el proletariado, de cuya dinámica el jefe del partido es la expresión suprema.

Porque el hombre no puede evitar esta alternativa: o es esclavo de otros hombres o es un sujeto dependiente de Dios.

Es realmente una presión barbarizante: la violencia de las fuerzas sociales, una vez que se las reconoce como portadoras del significado último, es siempre justa, por lo que, si se mata en nombre de ellas, está bien (véase la tragedia del Vietnam y de Camboya, entre otras muchas, más recientes). Así, lo que hacen los propios aliados es democracia; pero si lo hacen los otros es delito.

Por último observemos que, desde que el hombre es hombre, y mucho más a medida que madura en la historia, tiende a identificar a su dios, es decir, el significado del mundo, con una u otra flexión de su propio yo.

Ya he indicado que con nuestra inquietud todo este juego, el juego del ídolo, se repite constantemente, contradiciéndose cien veces al día. ¡El ídolo jamás engendra unidad y totalidad sin olvidar o renegar de algo!

Conclusión

El mundo es un signo. La realidad reclama otra Realidad. La razón, para ser fiel a su naturaleza y a este reclamo, está obligada a admitir la existencia de otra cosa distinta, que subyace en todo y que lo explica todo.

Pero, aunque por naturaleza el hombre intuye el Más Allá, por su condición existencial esa intuición no permanece, decae. Es un impulso que se debilita como por una fuerza de gravedad triste y maligna. Ulises y sus compañeros fueron unos locos, no porque traspasaran las columnas de Hércules, sino porque pretendieron identificar el significado, es decir, atravesar el océano, con los mismos medios con que navegaban por las costas «mensurables» del Mare Nostrum.

La realidad es un signo y despierta el sentido religioso. Pero es una sugerencia que se interpreta mal. Existencialmente el hombre está inclinado a interpretarla mal, o sea, prematuramente, impacientemente. La intuición de nuestra relación con el misterio se corrompe cuando se convierte en presunción.

Por esto santo Tomás de Aquino dice al comienzo de su Summa Theologiae:

«La verdad que la razón puede alcanzar sobre Dios, de hecho sólo sería alcanzable por un pequeño número, después de mucho tiempo y no sin mezcla de errores. Por otra parte, del conocimiento de esta verdad depende toda la salvación del ser humano, puesto que la salvación está en Dios. Para hacer esta salvación más universal y más segura, es por lo que ha sido necesario enseñar a los hombres la verdad divina con una revelación divina»11.

Es la descripción más sintética que hay de la situación existencial en que vive el sentido religioso de la humanidad.

Por eso el genio religioso humano ha expresado de tantas maneras la nostalgia de una liberación de este cautiverio inextricable de la impotencia y del error.

Quizá la más potente de ellas es la que se encuentra en el Fedón de Platón:

«Me parece a mí, oh Sócrates, y quizá también a ti, que la verdad segura en estas cosas no se puede alcanzar de ningún modo en la vida presente, o al menos sólo con grandísimas dificultades. Pero pienso que es una vileza no estudiar bajo todo punto de vista las cosas que se han dicho al respecto, o abandonar la investigación antes de haberlo examinado todo. Porque en estas cosas, una de dos: o se llega a conocerlas, o, si esto no se consigue, se agarra uno al mejor y más seguro entre los argumentos humanos y con éste, como en una barca, se intenta la travesía del piélago. A menos que no se pueda, con más comodidad y menor peligro, hacer el paso con algún transporte más sólido, es decir, con ayuda de la palabra revelada de un dios»12.

NOTAS

1 Dante, Infierno, canto XXVI, vv. 85-142.

2 Hch 17,24-28.

3 Cf. U. Foscolo, «Dei sepolcri», vv. 19-20, en Le poesie, op. cit., p. 52.

4 Cf. Gn 32,23-33

5 Cf. Sal 123,2.

6 Cf. Es 32,1-4.

7 Gn 3,1-7.

8 Rm 1,22-31.

9 Cf. Sal 153,15-17.

10 T. S. Eliot, «Coros de ‘La Piedra’», VI, vv. 22-26, en Poesías reunidas 1909-1962, Alianza Editorial, Madrid 1981, p. 180.

11 «Quia veritas de Deo, per rationem investigata, a paucis, et per longum tempus, et cum admixtione multorum errorum, homini proveniret: a cuius tamen veritatis cognitione dependet tota hominis salus, quae in Deo est. Tu igitur salus hominibus et convenientius et certius proveniat, necessarium fuit quod de divinis per divinam revelationem instruantur» (Santo Tomás, Summa Theologiae, I, q. 1, art. 1).

12 Cf. Platón, Fedón, XXXV.

SEGUNDA PARTE
LOS ORÍGENES DE LA PRETENSIÓN CRISTIANA

Prefacio

«Entonces llegó, en un momento predeterminado, un momento en el tiempo y del tiempo,

Un momento no fuera del tiempo, sino en el tiempo, en lo que llamamos historia: cortando, bisecando el mundo del tiempo, un momento en el tiempo pero no como un momento del tiempo,

Un momento en el tiempo, pero el tiempo se hizo mediante ese momento, pues sin el significado no hay tiempo, y ese momento del tiempo dio el significado.

Entonces pareció como si los hombres debieran avanzar de la luz a la luz, en la luz de la Palabra,

A través de la Pasión y el Sacrificio salvados a pesar de su ser negativo;

Bestiales como siempre, carnales, buscándose a sí mismos como siempre, egoístas y cegatos como siempre,

Pero siempre luchando, siempre reafirmándose, siempre reanudando la marcha por el camino iluminado por la luz;

A menudo deteniéndose, vagueando, perdiéndose, retardándose, volviendo, pero sin seguir otro camino».

T. S. Eliot, Coros de «La Piedra»

Ésta es la modalidad con la que la tradición ha transmitido el mensaje cristiano hasta nuestros días. Mi intención es llamar la atención sobre la profunda razonabilidad de la afirmación de Eliot y del anuncio cristiano tal como se expresó originariamente. El criterio que sirve de guía a todo el libro es la obediencia a la auténtica tradición de la Iglesia, a toda la tradición eclesial.

Este volumen, como toda la trilogía del Curso Básico de Cristianismo, pretende mostrar las modalidades en las que es posible adherirse consciente y razonablemente al cristianismo, teniendo en cuenta la experiencia real. En concreto, Los orígenes de la pretensión cristiana es el intento de definir el origen de la fe de los apóstoles. He querido expresar en él la razón por la que un hombre puede creer en Cristo: la profunda correspondencia humana y razonable de sus exigencias con el acontecimiento del hombre Jesús de Nazaret. He tratado de mostrar, pues, la evidencia de la razonabilidad con la que nos apegamos a Cristo, y por tanto nos vemos conducidos desde la experiencia del encuentro con su humanidad hasta la gran pregunta acerca de su divinidad.

No es el razonamiento abstracto lo que hace crecer, lo que ensancha la mente, sino encontrar en la humanidad un momento en el que se alcanza y se afirma la verdad. Es el gran cambio de método que marca el paso del sentido religioso a la fe: ya no es una búsqueda llena de incógnitas, sino la sorpresa de un hecho que ha acontecido en la historia de los hombres —como Eliot describe con insuperable poesía—. Ésta es la condición sin la cual ni siquiera se puede hablar de Jesucristo. En este camino, en cambio, Cristo se vuelve familiar, casi del modo como la relación con nuestra madre y con nuestro padre se vuelve, en el tiempo, cada vez más constitutiva de nosotros mismos.

Tengo un afecto especial por este libro, porque expresa las razones de una fe consciente y madura. Al volverlo a leer, para su nueva publicación, he querido añadir algunas modificaciones —sin alterar en modo alguno su estructura y planteamiento originales— para acercarlo aún más al lector de hoy.

L. G.
Milán, julio 2001

Introducción

Para afrontar el tema de la hipótesis de una revelación y de la revelación cristiana, no hay nada más importante que la pregunta sobre la situación real del hombre. No sería posible apreciar plenamente qué significa Jesucristo si antes no apreciáramos bien la naturaleza del dinamismo que hace del hombre un hombre. Cristo se presenta, en efecto, como respuesta a lo que soy «yo», y sólo tomar conciencia atenta y también tierna y apasionada de mí mismo puede abrirme de par en par y disponerme para reconocer, admirar, agradecer y vivir a Cristo. Sin esta conciencia incluso Jesucristo se convierte en un mero nombre.

1. El factor religioso y la vida

Afrontar el cristianismo significa afrontar un problema que atañe al fenómeno religioso. Considerar el cristianismo sin reducciones, sean las que sean, depende de la amplitud e integridad con la que se percibe y considera el hecho religioso como tal.

Por tanto, ya que mi objetivo es determinar cómo emerge el cristianismo, será útil recuperar algunos aspectos decisivos del sentido religioso en general. ¿En qué consiste el sentido religioso o la dimensión religiosa de la existencia? ¿En qué consiste el contenido de la experiencia religiosa?

El sentido religioso no es otra cosa que esa naturaleza original del hombre que hace que éste se exprese de modo exhaustivo en preguntas «últimas», buscando el porqué último de la existencia en todos los vericuetos de la vida y en todas sus implicaciones1. En el sentido religioso encuentra, pues, su expresión adecuada ese nivel de la naturaleza en el que ésta se convierte en conciencia de lo real tendencialmente según la totalidad de sus factores. Es en este nivel donde la naturaleza puede decir «yo», reflejando potencialmente en dicha palabra toda la realidad. Decía santo Tomás: Anima est quodammodo omnia (el alma es de algún modo todo)2.

En este sentido la dimensión religiosa coincide con la dimensión racional y el sentido religioso coincide con la razón en su aspecto último y profundo. El cardenal Montini definió el sentido religioso en una carta cuaresmal como la «síntesis del espíritu»3. Todo ímpetu con que la naturaleza empuja al hombre, y por tanto todos los pasos del movimiento humano —movimiento, pues, consciente y libre—, todos estos pasos, a los que el impulso original induce al hombre, están determinados, son posibles y se realizan en virtud de esa energía global y totalizante que es el sentido religioso. Así pues, éste coincide con la urgencia de una realización total y de una plenitud exhaustiva y se sitúa, oculto pero determinante, dentro de cada dinamismo, dentro de cada movimiento de la vida humana, la cual resulta ser en consecuencia un proyecto desarrollado por aquel ímpetu global, el sentido religioso.

a) Una nota sobre la palabra «Dios»

A lo largo del recorrido de la religiosidad humana la palabra «Dios» indica el objeto propio de este deseo último del hombre, como deseo de conocimiento del origen y del sentido exhaustivo de la existencia4, del sentido último que está implicado en cada uno de los aspectos de lo que es vida. «Dios» es «aquello» de lo que en último término todo está hecho, es «aquello» a lo que definitivamente todo tiende y en lo que todo se cumple. Es, en fin, aquello por lo que la vida «vale», «tiene consistencia», «dura».

No se puede preguntar qué representa la palabra «Dios» a quien dice que no cree en Dios. Es algo que hay que descubrir en la experiencia de quien usa y vive seriamente esa palabra. Una anécdota a este respecto se remonta a la época en la que yo era profesor en un instituto de enseñanza media. En una determinada temporada teatral se había representado en el «Piccolo Teatro» de Milán El diablo y el buen Dios