ÍNDICE

PRÓLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

La tesis que sostiene este libro, que se publicó en Francia en 1998 y que sigue reeditándose con regularidad, no deja de confirmarse en los hechos, algunos de los cuales se han acelerado con el paso del tiempo, acentuando los problemas a los que nos hemos tenido que enfrentar: desde la destitución de la imagen del padre hasta la violencia.

La problemática

Asistimos a una lenta pero determinante destitución de la imagen del padre y del hombre. Esta desgracia fomenta una visión totalmente subjetiva de la educación, relativamente desprovista de mediaciones entre las cosas reales y el niño, convirténdole en su propia referencia. No sorprende ver hoy a muchos adultos sin referencias, perdidos ante la educación de los niños. Sin una transmisión y una educación sustentadas en realidades objetivas, las jóvenes generaciones se encuentran cada vez más enfrentadas a una crisis de su interioridad que no saben cómo llenar. Les faltan recursos interiores que sólo tienden a compensar con el uso de drogas. Algunos han recurrido al hachís para calmarse, al éxtasis para estar en forma y a la cocaína para estimularse. Otros consumen alcohol para darse a sí mismos la impresión de existir, y otros quieren encontrar en los ansiolíticos el medio para calmar sus angustias existenciales. A falta de inscribirse en una historia, se suicidan de una manera lúdica.

Existen otros tantos síntomas que indican la dificultad de que su existencia tome cuerpo, lo que repercute en la concepción de la sexualidad que se fragmenta en la imagen de un cuerpo despedazado. Esto es lo que ilustran las modas en el vestir, que nos presentan hombres pseudoviriles con barba de dos días, incluso interminables adolescentes con cuerpos apolíneos. En cuanto a las mujeres, sus trazos alternan entre la agresividad, con el fin de imponer una feminidad evanescente digna de los clichés infantiles de Pedro Almodóvar o, a la inversa, el rechazo de la feminidad expresada en cuerpos anoréxicos.

En este contexto, asistimos al fortalecimiento de una sexualidad asocial en la que dominan la autosexualidad, la monosexualidad, la negación de la procreación. La sexualidad debería definirse, pues, en términos de prácticas y orientaciones sexuales. Por ello, la homosexualidad se convierte en un paradigma a partir del cual se querría volver a pensar la pareja, el matrimonio, la familia y la filiación. La deconstrucción a la que asistimos, que va de la negación del sentido del padre hasta la negación del sentido de la diferencia sexual, desemboca y desembocará cada vez más en violencia contra sí mismo y contra el vínculo social. No nos puede sorprender que la enfermedad que va en aumento en las sociedades desarrolladas, y en constante incremento, sea la depresión. Habiéndose malogrado el marco de referencia y no guardando una adecuación con las necesidades humanas fundamentales, las personalidades se vuelven frágiles y se quiebran.

Una apuesta esencial: el rechazo de la diferencia sexual es la matriz de la negación de todas las diferencias en un mundo uniformado

Cuando se alteran la mayoría de los procesos y su lógica, se constata la negación de la diferencia en todos los ámbitos. A los niños y los adolescentes se les trata como si fuesen adultos. A un hombre y a una mujer se les considera idénticos. A la relación homosexual se la compara con una pareja formada por un hombre y una mujer. Una madre podría remplazar al padre y viceversa. Todas las situaciones familiares tendrían el mismo valor. Nos encontramos, en consecuencia, dentro de una mentalidad que reduce todas las diferencias al momento en que se confirma el carácter fragmentado de la sociedad. Ya no hay espacio para el sentido de la alteridad y todavía menos para distinguir la naturaleza de las cosas.

Tras casi sesenta años hemos pasado de un discurso político a un discurso psicológico para expresar un malestar existencial: al marxismo, que quería liberar socialmente a las personas de un orden social para imponer uno más opresivo y más mortífero que el anterior, le ha sustituido la teoría de género, que quiere emancipar subjetivamente a los individuos de la diferencia sexual. Una teoría que impregna la Comisión de Población y Desarrollo de la ONU, la OMS (Organización Mundial de la Salud), el Parlamento europeo, la Comisión de Bruselas, la Corte europea de los derechos del hombre y los países miembros, quienes la imponen a los nuevos miembros que se incorporan a la Unión. Esta actitud ideológica se apoya en el principio de igualdad que, después de todo, parece seducir a todos los que han vivido y pensado la relación social en la esfera de influencia del cristianismo, ámbito en el que se originó el principio de igualdad. Pero la noción cristiana de igualdad se ha desnaturalizado, transformándose en igualitarismo y confundiendo la igualdad de los ciudadanos en nombre de la dignidad de la persona humana con la igualdad de todas las situaciones dadas. Tal desplazamiento favorece reivindicaciones no aceptables, tales como la de creer, por ejemplo, que el matrimonio de un hombre y de una mujer podría extenderse a otras situaciones. La ideología igualitarista participa en la liquidación de las diferencias esenciales y alienta los tipos de inversión y confusión que conocemos pero que los medios de comunicación y el poder político se niegan a identificar.

Este movimiento ideológico otorga mucha importancia a una edad de la vida, la adolescencia. Por eso, la psicología adolescente ha tomado el poder sobre las representaciones sociales, hasta el punto de que los adolescentes se han convertido en un modelo social de identificación y de referencia. Hay adultos que se visten, hablan y viven como adolescentes y éstos, a su vez, se convierten en expertos a los que se consulta para saber qué es lo que conviene pensar y hacer. Tienen un papel privilegiado en los debates televisivos aunque, la mayoría de las veces, a falta de experiencia y de conocimiento de las cuestiones, no hacen más que repetir los clichés que están de moda, que es lo que se puede decir a su edad.

La revuelta adolescente de los años 68-70 es, en efecto, un engaño intelectual al que sentimentalmente se atribuyen cantidad de méritos que no tiene. De ese período no queda ningún pensamiento válido a partir del cual sea posible construir o enriquecer la relación social y mirar con perspectiva un proyecto de vida. No obstante, la mayor parte de los temas psicológicos que la revuelta produjo, propios de la adolescencia, continúan teniendo efectos políticos. El rechazo de la autoridad, de la transmisión, la negación del sentido de la ley, la afirmación de la subjetividad en sí misma contra la objetividad de la realidad, la no diferenciación sexual, la valoración del individuo contra todo lo institucional, el idealismo de la palabra —sería suficiente nombrar las cosas para que existan y la vida cambie—, el desprecio de la filiación y de la herencia cultural y religiosa, la dificultad de comprometerse en el tiempo, la realidad puesta al servicio de los propios deseos, una sexualidad vuelta hacia sí misma, la desvalorización del padre, el rechazo para abandonar las gratificaciones de la infancia y la falta de consideración del cristianismo, que es la matriz en la que la civilización europea se ha desarrollado, son las características de la adolescencia.

Estamos en presencia de un Malestar en la cultura, de sentido diferente al descrito por Freud. Los europeos tienen vergüenza de su origen y, a semejanza de otras épocas culturales, se alejan de él y se identifican con determinantes culturales ajenos a sus raíces. Incluso peor: multiplican los actos políticos que consisten en destruir conjuntos simbólicos como los del sentido de la pareja y de la familia, pero también de todas las construcciones jurídicas que se elaboraron en el respeto a la diferencia sexual y a la diferencia de generaciones. ¿Cómo no ver en esto una forma de suicidio colectivo? ¿No se está preparando la sustitución de las normas de una sociedad que se quería personalista y comunitaria, por las de una sociedad mercantilista fundada en la manipulación de la opinión pública y de los individuos reducidos a su subjetividad?

En el espacio de cuarenta años, todas estas tendencias, descritas más arriba, se han impuesto, han permeado las leyes y han contribuido a organizar la sociedad sobre la base de la confusión y de la inmadurez. Estamos, pues, en una sociedad que cultiva una cierta regresión. Esta actitud es signo de un envejecimiento de la sociedad y de una falta de renovación de las generaciones. A falta de poder proyectar su futuro gracias a la presencia de los niños, de los que tenemos necesidad para no envejecer, la sociedad se hace la ilusión de permanecer joven, hasta el punto de haber perdido el sentido de la educación. La democracia «opinionista», estructurada por los medios de comunicación, falsea el sentido de la acción política que, en el mejor de los casos, debería estar al servicio del interés general mientras que se complace en responder a reivindicaciones individuales y marginales. Tendríamos que preguntarnos si los responsables políticos gobiernan realmente con un proyecto al servicio de las lógicas sociales y los intereses humanos, o si ellos mismos optan por seguir a una opinión pública bajo la influencia de reivindicaciones dominantes que no son ni mayoritarias ni beneficiosas para la relación social y para los ciudadanos.

La era de la indiferenciación

El movimiento cultural y político de la sociedad actual nos obliga a entrar, cada vez más, en la era de la indiferenciación. Efectivamente, la confusión de sentimientos e ideas en la que nos movemos desde hace varios años aqueja a la vida política a través de decisiones que ponen en tela de juicio las estructuras de humanización de los hombres y de las mujeres. ¿Tendremos que volver a preguntarnos, una vez más, sobre opciones que a veces parecen recuperar razonamientos y acciones inmaduras?

La negación de la diferencia sexual se encuentra en el corazón de la desestabilización del vínculo social que representan la pareja y la familia. Cuando la sociedad pierde el sentido de una de las invariantes humanas, como la de la diferencia sexual que funda y estructura a la vez la personalidad y la vida social, no puede sorprendernos constatar la alteración del sentido de la realidad y de las verdades objetivas. ¿Es que no estamos en un universo en el que se impone la prohibición de la diferencia rechazando que la diferencia sexual sea el referente y el fundamento de todas las diferencias? Pero fuera de ella, ¿cómo se puede acceder al sentido de la alteridad? ¿Cómo se puede considerar a la homosexualidad como una diferencia? La búsqueda del idéntico y del semejante nunca ha sido fuente de alteridad sexual. Con lo idéntico se construye siempre lo mismo, no se puede concebir al otro con lo idéntico.

La diferencia sexual se sustituye de esta manera, progresivamente, por la diferencia de sexualidades. La teoría de género, en una de sus numerosas versiones de las que hablamos en este libro, sostiene que cada uno, construyendo su orientación sexual, se da a sí mismo una identidad sexual. Esta ideología confunde aquí la lenta elaboración de los deseos —que no se forman antes del nacimiento— con la identidad sexual, que es algo dado: nosotros somos hombre o mujer. En lugar de hablar de deseos, que son el reflejo más o menos logrado de la reordenación de las pulsiones parciales (oralidad, analidad, voyeurismo, sadomasoquismo, identificaciones homosexuales infantiles y estado fálico), la reflexión se encierra en la noción de orientaciones sexuales. La economía de los deseos implica un proceso y una dinámica que favorece ordenaciones y cambios, mientras que la tesis de orientaciones sexuales frena y entorpece el movimiento deseable de la vida física. La ideología de género, interpretando un deseo como una orientación sexual que debiera desembocar en una identidad, no discrepa de la negación en la que nos encontramos.

Bajo la influencia de un feminismo en nombre del cual la mujer podría bastarse a sí misma, el género viene ahora a afirmar que cada persona de sexo diferente no tiene necesidad de alteridad sexual para fundar una pareja y una familia. España, después de haber autorizado el matrimonio y la adopción de niños por personas del mismo sexo, busca modificar el Código Civil para suprimir las nociones que recuerdan la diferencia sexual para sustituirla por la indiferenciación sexual. ¿Han medido honestamente las consecuencias psicológicas y sociales que tendrá esta ficción jurídica en las generaciones venideras? Esta revolución silenciosa, en nombre de un liberalismo carente de ideas, creará daños que serán más graves que los provocados por el marxismo. Asistimos a una clase de asesinato simbólico de todo el edificio civilizador que progresivamente, a lo largo de los siglos, ha ocupado su lugar para fundar la pareja, el matrimonio, la familia y la filiación. ¿Cómo se puede, por ejemplo, en nombre de la homosexualidad, reivindicar el matrimonio y la adopción infantil cuando los que forman parte de esa realidad no pueden representar la diferencia sexual de la que la sociedad y el niño tienen necesidad para vivir? La cuestión no es saber si el niño será querido, amado, sino saber en qué estructura relacional le vamos a colocar. Ahora bien, el niño tiene necesidad de ser adoptado en las mismas condiciones en las que nace: entre un hombre y una mujer. Es pues, indispensable, un criterio de sexualidad para confiarle a adultos en las mejores condiciones posibles, de manera que se puedan asegurar su educación y su desarrollo. Nosotros tendemos a privilegiar criterios de compasión cuando son los criterios de razón los que deben dominar todas las decisiones en esta materia. Porque la sociedad no sabe trazar la diferencia entre generaciones, la diferencia en las relaciones y la diferencia de sexos, se encierra en la confusión y el sentimentalismo en detrimento de acciones propias de la razón. ¿Hará falta esperar pasivamente a que pasen varias generaciones para que se vuelvan a producir los estragos provocados por esta voluntad ideológica del género como sucedió con los efectos devastadores del marxismo?

¿Lo hemos olvidado? La vida psíquica del ser humano se desarrolla, por extensión, en un cuerpo sexuado. Descuidar esta dimensión de la realidad, tan fuertemente subrayada por Freud y sus sucesores, nos retrotrae a no saber cómo nace y se desarrolla la persona de cada uno. Somos seres encarnados. Nuestra vida carnal es portadora de una serie de significados. El niño y el adolescente tratan de interiorizar progresivamente su cuerpo sexuado y a partir de su identidad masculina o femenina se va a constituir su vida psíquica. La identidad se recibe y se integra a lo largo de los años, mientras que se construye una multiplicidad de deseos que forman la personalidad, a la que hoy se designa —hace falta recordarlo— con la noción de «orientación sexual». La diferencia no se juega entre heterosexualidad y homosexualidad, sino entre hombre y mujer. La situación psicológica de cada uno depende de ello y la sociedad, a menos que se mienta a sí misma, no puede dejar en punto muerto esta realidad que funda a la persona. La elaboración actual de las leyes que tienen que ver con la pareja y la familia va en contra de las necesidades humanas y de las lógicas sociales.

La ley que favorece el matrimonio y la adopción infantil en un contexto homosexual transgrede ese dato objetivo de lo masculino y lo femenino y pierde de vista las realidades universales a partir de las cuales se elaboran las leyes. ¿Cómo se puede respetar una ley que se opone a las necesidades humanas? ¿Cómo es posible que los responsables políticos que adoptan decisiones tan contradictorias no tengan conciencia de que alteran los fundamentos de la pareja y la familia? La crisis de la familia, la no visibilidad del padre, la educación y el incremento de la violencia que hacen más frágiles las personalidades son obstáculos para favorecer un desarrollo humano y la paz social. Situemos la actualidad de estos temas que desarrollaremos en el libro.

La familia

En los últimos años, la familia ha sido maltratada debido a la inestabilidad afectiva de los adultos, a su dificultad para atravesar las diferentes edades de la vida de la pareja, y a las leyes sociales que la perjudican. El aumento constante de los divorcios plantea un problema social. Problemas que son de tipo psicológico, social, médico y financiero. En este libro yo extraigo las causas que pueden estar en el origen de los divorcios y que no siempre son la expresión de un error de elección o de una evolución divergente de las partes, sino más bien la dificultad para afrontar los problemas afectivos y los de la historia de una pareja. Es precisamente la relación de pareja lo que hace frágil hoy a la familia. Mientras que la pareja se constituya únicamente sobre la modificación de los sentimientos y no disponga de otras perspectivas —como una relación amorosa que hay que construir o referencias comunes a las dos partes— y no solamente sobre el incentivo afectivo, la pareja se agostará con rapidez. La representación actual de la pareja, que aspira esencialmente a buscar y cultivar individualmente satisfacciones narcisistas, no favorece la relación con el otro. La pareja no puede ser el lugar en el que cada uno busca su bienestar para sí sin tener en cuenta la presencia de su compañero ni la dimensión de compromiso recíproco del uno con el otro. A menudo nos encontramos con que en la vida de pareja se plantea una paradójica reivindicación: se privilegia la autonomía y la independencia de cada uno mientras que la pareja y la familia reposan no sólo sobre la autonomía de las personas (adultos y niños), sino también sobre la interdependencia de los miembros entre ellos. En lugar de reconocer que tenemos necesidad los unos de los otros, las ideas actuales forman sujetos egocéntricos que, escudándose en la autosuficiencia, quieren escapar de los otros, instrumentalizándolos por completo. El legislador debe favorecer condiciones legales que amparen la dimensión social, conyugal y familiar, de los ciudadanos.

En la mayoría de los países europeos, la ley sobre el divorcio por consentimiento mutuo ha contribuido a la irresponsabilidad sentimental. A la menor dificultad en la relación o a la menor dificultad sentimental, hay que romper, sin haberse preguntado ni haber hablado de lo que pasa. Es verdad que la vida y las relaciones afectivas no son siempre fáciles. Razón por la cual no podemos vivirlas idealizándolas o negándonos a acompañar las crisis y los cambios —que muchas veces son inevitables— que se producen en una existencia. Pero hemos de tratarlos de una forma distinta, y no recurriendo a la simple ruptura. Los responsables políticos tienen que afrontar este grave problema de la separación conyugal que se ha convertido en un verdadero problema de la sociedad y que se traduce en términos de epidemia colectiva. En Francia los primeros divorcios se presentan a partir de los dieciocho meses de matrimonio. ¿Qué pasa con una sociedad donde los ciudadanos no son capaces de comprometerse afectivamente y que su compromiso dure? La multiplicación de los divorcios no podrá continuar a este ritmo. No se puede sostener en la realidad; además, es fuente de sufrimiento y de inseguridad para los sujetos, que pierden confianza en ellos mismos y en los demás y se vuelven cínicos. A nosotros nos ha influido el modelo de pareja irresponsable de Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, fundado sobre la mala fe, dejando creer que se puede cambiar de compañero con el acuerdo del otro, o de engañarle sin consecuencias. Lo que es falso y fuente de numerosos trastornos en las psicologías. Al final de su vida Simone de Beauvoir reconocía que había sido «engañada».

Es cierto que en algunos casos concretos el divorcio es liberador, pero la mayor parte de las veces es un desastre afectivo del que algunos se han recuperado mal. La manipulación del lenguaje es también significativa cuando, para no tener que reflexionar sobre los aspectos psicológicos del divorcio, se habla de «desunión». ¡Algunos quieren incluso organizar una fiesta para celebrar la ruptura! Se han publicado cómics para niños que se refieren a este problema. La mayoría de los jóvenes que yo recibo en consulta, hijos de parejas rotas, se preguntan si podrán tener éxito en lo que sus padres han fracasado. Presentan numerosos trastornos de la filiación y de la identidad. No es ya la familia la que no tiene seguridad sino que es la manera en la que se vive la pareja lo que la perturba. Estas fracturas que el divorcio produce son una fuente de inseguridad para el vínculo social en la medida en que ya no se sabe en quién confiar y en cómo confiar.

La invisibilidad de los padres

Podemos tener el sentimiento de que los padres han desaparecido, que están ausentes. Esto no es más que una impresión porque se confunde la función paternal, la simbólica del padre (él separa al niño de su madre, desvela la identidad sexual para los dos sexos, representa el mundo exterior en la relación madre-hijo y significa el sentido de la ley objetiva que desvincula al niño del narcisismo y del subjetivismo), con los padres, es decir, con los papás. En realidad los papás están presentes en la vida familiar y hacen, la mayor parte de las veces, su trabajo de padres. Pero la sociedad ha desprovisto de valor a la función de padre. Los acontecimientos de mayo del 68 en Europa han contribuido a escamotear la figura del padre. Fue una revuelta contra el padre y todo lo que él representa. En los muros de París se podía leer este eslógan: «Los enemigos de mi padre son mis amigos». El conflicto paterno, concretamente en la adolescencia, que permaneció irresuelto en la mentalidad sesentaiochista, se ha traducido socialmente en el rechazo del padre y en considerar las cosas por lo que son. Era necesario negar y destruir todas las dimensiones institucionales (el marido y la familia, pero también la escuela y la Iglesia). La huida al campo, para reencontrarse con la madre naturaleza y la ecología pagana (es decir, cuando la flora y la fauna se colocan a nivel de igualdad con el hombre), era el síntoma de una inmadurez innata y de un conflicto social edípico no resuelto en aquellos que no aceptaban la realidad objetiva. Estos adolescentes manifiestan la necesidad de permanecer en la simbólica materna adoptando lo imaginario como si fuese lo real. Querrían que el imaginario se instalase en el poder aun a riesgo de convertirnos en esquizofrénicos. Es la imprecisión en la que hemos traducido actualmente uno de los caracteres psicóticos de la sociedad. Esto quiere decir que se piensa que todo es posible y que no hay límites. Este delirio civilizado nos hace que juguemos a ser aprendices de brujo. Nos costará caro, psicológica y políticamente.

En resumen: en el presente, al padre se le acepta en la medida en que se le identifica con la madre. Ésta es la razón por la que se ha buscado feminizar al hombre hablando de papás-gallinas, creyendo que el padre puede jugar el papel de la madre. Ahora bien, el niño tiene necesidad de que su madre le «materne» y que su padre juegue su papel y le «paterne». Cada psicología depende de una simbólica singular. La madre representa la relación que el niño tendrá con los otros y con los objetos de la realidad. El padre representa, en desquite, la autonomía psíquica a la que el niño tiene que acceder, el sentido de la ley y de los límites, puesto que el padre es distinto de la madre en el punto en el que el hijo se confunde con ella. El niño se vive en un vínculo que lo mantiene fusionado con la madre y necesitará años para liberarse de este tipo de relación que puede intentar trabar con los otros hasta llegar a la relación amorosa o a la búsqueda del igual a él. Es por esto por lo que sólo el padre puede diferenciar al niño de su madre y permitirle que se inscriba en el orden de la filiación y que reconozca su identidad sexual. El chico es confirmado de esta manera en su masculinidad y a la hija se la muestra su feminidad gracias a la función paterna. Este proceso, en su conjunto, se ha desdibujado actualmente en la medida en que el único pariente psíquico al que se valora es la madre. Un proceso que será complicado y que perjudicará los intereses del niño en caso de adopción en un contexto homosexual del que está ausente la alteridad sexual del hombre y de la mujer. Creer que se podrá compensar esta doble carencia invitando a personas de los dos sexos a defender socialmente al niño es una manipulación del lenguaje. En el niño faltará siempre la base psíquica de la alteridad sexual que no existe en la vida íntima de los dos hombres o de las dos mujeres que se ocupan de él.

Después de los años setenta, en la mayor parte de los países europeos, el legislador ha hecho desaparecer progresivamente la función paterna de los textos de ley y ha retenido la función materna. Estamos en vías de construir una sociedad sin padres y, por ello, sin diferencia sexual. Esto es lo que explica la confusión de las identidades sexuales, los problemas de la filiación de los que se quejan muchos chicos y la necesidad de disfrutar con los primeros estadios de la vida afectiva. Los chicos varones lo tienen peor a la hora de afirmarse en su masculinidad y de representarse en su función paterna. Hay que señalar que históricamente cada vez que las sociedades han estado dominadas por el matriarcado educativo y que el papel de las mujeres se ha sobrerrepresentado, hemos asistido a un predominio social de la homosexualidad. Encerrarse en la fusión del parecido con uno mismo es una manera de luchar contra la invasión maternal. El padre, habiéndose ausentado, no juega ya su papel de separador que es el que, precisamente, permite al niño diferenciarse de la madre. Por su parte, ésta no puede cumplir, por sí sola, lo que al padre le corresponde. Ésta es la razón por la que todos los tipos de familia no son psicológicamente de la misma naturaleza y no tienen el mismo valor en el plano psicológico y social. Al contrario, ese hacerse añicos de la imagen de la familia es fuente de duda afectiva y de inestabilidad en el comportamiento de muchos jóvenes. La familia constituida entre padre y madre, el concubinato, la llamada relación monoparental y sin padre conocido, la relación de los padres después de un divorcio, un nuevo hogar con los hijos de los nuevos compañeros (y no una familia recompuesta, lo que no tiene ningún sentido porque un niño no tiene más que un padre y una madre) o incluso homosexuales que quieren ser padres, no producen los mismos efectos en la psicología de los sujetos y de la sociedad. Si cada uno ha de ser libre para conducir su vida como le parezca, o como pueda, a la sociedad le toca, sin embargo, saber el modelo de vida conyugal y familiar que quiere privilegiar y las ventajas que concede a lo que resulta más beneficioso para ella. Este modelo depende de características universales que se encuentran en la relación de pareja formada por un hombre y una mujer que se comprometen en la institución del matrimonio. Si no, el vínculo social, que tiene su origen en la célula familiar, será caótico y agresivo. La crisis de la educación y la multiplicación de los hechos de violencia juvenil nos lo demuestran.

La educación

En el espacio de cuarenta años hemos perdido el sentido de la educación como acto de transmisión, dejando que los niños y los adolescentes se las arreglen solos, sin el apoyo de los adultos. A éstos se les ha reprochado que ejerzan influencia en los niños, hagan opciones en su nombre y les impongan una moral o una religión. En vista de ello, los adultos se han prohibido a sí mismos cada vez más manifestarse frente a los chicos. Pero resulta que la educación pasa por el aprendizaje de relaciones y de códigos sociales, por la necesaria transmisión de conocimientos y por la aceptación de coacciones múltiples para despertar la libertad. Olvidarlo es fabricar personalidades sin consistencia, sin referencias y violentamente agresivas.

Esta ideología de la no-influencia es como mínimo perversa y deja creer que el niño posee en sí mismo todo lo que le hace falta para desarrollarse. La libertad absoluta no existe, se adquiere gracias a la educación, a la cultura y a la vida religiosa. El estallido de la familia ha contribuido también a este abandono educativo. Cuando los padres se separan, se separan también de sus hijos. Favorecen rupturas internas que cuesta mucho soportar en el destino psíquico de un niño. Se manifestarán posteriormente, cuando los sujetos se hayan hecho adultos. Los padres divorciados buscan a veces desarrollar relaciones de seducción con sus hijos para conservar su afecto más que jugar su papel educativo. Otra moda ha querido hacer de los jóvenes autónomos precoces mientras que lo que necesitan es el apoyo y la guía educativa de los adultos. Se les ha remitido a sí mismos para resolver dificultades, pretendiendo que descubran la realidad absolutamente solos, la asuman sin referencias y aprendan por sus propios medios. Extrañamente, los adultos, que no saben ya cómo educar a sus hijos, terminan por explicarles su psicología. «Como yo no sé qué decirte y enseñarte sobre la vida y sobre el sentido de la vida, voy a contarte lo que pasa en tu cabeza». Muchos jóvenes se encuentran saturados de clichés psicológicos, normalmente explicados por su madre, pero que no les sirven para mucho. Cuando se vive así la infancia, sin una real relación pedagógica, el adolescente se hace frágil y el postadolescente no sabe tener confianza en sí mismo ni orientarse. La mayoría de las personalidades que han salido de este sistema son frágiles, les faltan estructuras interiores, buscan relaciones de apuntalamiento y retrasan los plazos para comprometerse en una vida profesional, social, conyugal y familiar. Este fenómeno se traduce en todas las conductas adictivas como la droga, las parejas precoces de adolescentes y los desastres alimenticios que van de la bulimia a la anorexia, el alcoholismo juvenil y toda la gama de las conductas de riesgo.

Otros síntomas también expresan las deficiencias educativas de la época actual: dificultades en la concentración intelectual, las conductas impulsivas y la asocialidad. Se nos ha olvidado, bajo la influencia del sentimentalismo del mayo del 68, que un niño se educa, que necesita aprender por la intermediación de los adultos y que antes de poder adquirir el autocontrol, necesita ser sostenido por la relación que tiene con sus padres, los códigos sociales que descubre y los valores morales a partir de los que su vida psíquica y su relación con los otros se va a regular y a madurar.

Por lo tanto, ¿cómo sorprenderse del aumento de la violencia en la sociedad?

Violencia y delincuencia juveniles: estamos recogiendo lo que hemos sembrado. Ambas testimonian una falta de educación, y no sólo de una carencia afectiva, y la ausencia de una estructura relacional a partir de la que los niños pueden construirse. Esto se realiza, en el mejor de los casos, en la vida familiar en la que el niño crece entre padre y madre. Las dos figuras —paterna y materna— son indispensables para el desarrollo de la personalidad y para saber introducirse socialmente. A veces pueden compensarse con el compañero de su padre o de su madre pero, cuando su ausencia es masiva y la sociedad minusvalora la simbólica paterna, el individuo se encuentra en dificultad para franquear etapas psicológicas. Repitámoslo de nuevo: estamos ante un matriarcado educativo en el que los niños se encuentran solos con su madre y a menudo rodeados exclusivamente por mujeres en el entorno social. Esta situación es fuente de violencia en la medida en la que los jóvenes buscan liberarse y afirmarse en comparación con la madre. Este desapego se realiza la mayor parte de las veces gracias a la presencia masculina y a la del padre. Cuando el padre está ausente, cuando los símbolos maternales dominan y el niño está solo con mujeres, se engendra violencia. No hay que olvidar que las sociedades matriarcales han sido siempre sociedades en las que las mujeres excitaban a los hombres a guerrear. El famoso dicho: «Fóllate a tu madre» expresa bien que estamos ante una relación incestuosa y hechizadora que suscita violencia y necesidad de destruir para afirmarse contra ella y contra todos los corolarios que representa. La falta de hombres en la escuela es fuente de violencia, sobre todo cuando la ley y las reglas no las expresan y significan los adultos. Hay jóvenes a los que se les deja solos consigo mismos con la idea de que les conviene expresar sus envidias, sus sentimientos y frustraciones tal como se presentan. En este caso su personalidad es impulsiva y busca relaciones de fuerza. A estos jóvenes no se les pone límite en su psicología, lo que se realiza normalmente a través de la presencia de la función paterna y de la interiorización del sentido de la ley. Y como no saben cómo pertenecer, roban, saquean, agreden para ocupar, a la manera primitiva, un territorio.

La agresividad es inherente a la psicología juvenil y el adolescente proyecta en el mundo exterior la agresividad pulsional que experimenta, sin tener conciencia de ella, en su interior. Ahí está el origen de la violencia y el papel de la educación es precisamente utilizar esta fuerza a fin de que el joven la transforme para aprender en la escuela, aprender a vivir relaciones positivas y encontrar vías de salida en la realidad. La violencia juvenil se desarrolla cuando los adultos y la sociedad no saben situarse ante los jóvenes. Ellos no tienen que hacer la ley, ni en la escuela ni en casa. Los adultos no se atreven a afrontar a los adolescentes, ser firmes con ellos y plantearles límites. La moda ha consistido en culpabilizar a los padres y a descalificarles en su papel. Han terminado perdiendo el sentido de su función educativa como adultos, por cierto. La única autoridad que resiste para los jóvenes es la autoridad de la policía y la del juez. Fuera de estos dos representantes de la sociedad, los adultos están ausentes. El problema de la violencia en la escuela no se debe al paro, ni a la sobrecarga de los programas escolares, ni a la falta de conexión con el resto de la sociedad, sino al hecho de que la mayor parte de los adultos ya no saben lo que es una actitud y una relación educativas. Podremos transformar la organización de la escuela cuanto queramos: no servirá para nada si los adultos no adoptan un espíritu educativo. Raramente se aborda este problema de fondo. Los adultos, ante los jóvenes, están perdidos. Y como no saben educar, se dirigen hacia ellos para preguntarles lo que deben enseñar en la escuela, cómo deben comportarse con ellos y cómo se les puede ayudar para integrarse en la sociedad. Un joven tenía mucha razón cuando decía, respondiendo a una encuesta sociológica realizada a adolescentes sobre lo que debían aprender en el instituto: «Eso lo tienen que decir los adultos, no nosotros». El mundo funciona al revés. Las relaciones entre adultos y jóvenes están trastocadas. Todavía nos encontramos en la lógica de las pedagogías en las que el proceso educativo debía reposar en el niño, situándole en el centro del sistema educativo. Es perjudicial hacer del niño una referencia para su propia educación porque los contenidos que hay que transmitir constituyen la ley y se sitúan en el centro de la relación pedagógica de la que dependen, por una parte, los padres, los maestros y los educadores y, por otra, los chicos.

Con nuestra mentalidad culpabilizadora y moralizante, no por eso paramos el curso de la historia y de las generaciones precedentes, aunque estemos ciegos para tomar decisiones que tendrán consecuencias nefastas en la relación social. Nos lamentamos por la pérdida de las referencias que, no obstante, existen. Eso sí, pasamos nuestro tiempo alterándolas, sin tener en cuenta las lecciones de la historia. Lo que verdaderamente nos debe inquietar no son los problemas que se revelan a lo largo del día, sino aquellos que se juegan, entre otras cosas, en la concepción problemática que tenemos de la pareja, de la familia, de la educación y de la sexualidad. De esta forma, comprometidos en un mundo oscuro, lleno de desatinos, serán las generaciones del futuro las que vendrán a exigirnos a las generaciones precedentes que hagamos las cuentas con el hecho de haberles dejado en heredad un universo humana y simbólicamente desmantelado. Frente a este riesgo es posible luchar liberándonos de ideologías y de movimientos sociales que alteran el sentido de la pareja, de la familia y de la educación. Este libro tiene la ambición de querer dar significado a los conceptos a partir de los cuales es posible salir del universo cínico, asfixiante y liberticida para abrir un futuro que tenga en cuenta las exigencias de humanidad a partir de las cuales la vida humana se construye y florece.

Tony Anatrella
Febrero de 2008

Capítulo 7
LAS RAÍCES DE LA VIOLENCIA

La violencia se desarrolla en la sociedad y sólo es sin duda el comienzo de un fenómeno que corre el riesgo de alcanzar proporciones importantes el tiempo que haga falta para que sean tomadas en consideración las condiciones psicológicas a partir de las cuales se desarrolla. Vamos a mostrar que esta violencia es tanto más singular al ser expresada esencialmente por jóvenes que manifiestan, a través de conductas arcaicas y de comportamientos delictivos, la incertidumbre fundamental de los individuos sin raíces y sin vínculos con la existencia porque han salido de un mundo de confusión parental, familiar y sexual. La agresividad, en el corazón del espíritu humano, se va expresar en este clima de inseguridad afectiva. ¿Cómo está incendiando nuestras sociedades esta violencia, de características nuevas?

Los actos de violencia de los niños y de los adolescentes no son fenómenos nuevos. Por el hecho del estado de su psicología, los jóvenes están predispuestos a comportarse así en su vida social. Pero es el progresivo aumento de la violencia juvenil, contra sí mismos y contra los demás, el que se hace cada vez más inquietante. Esta violencia puede revestir diferentes formas de expresión: son, en desorden, los robos, la extorsión, las mentiras, los insultos, las amenazas, los golpes y las heridas que causan a veces la muerte, las agresiones sexuales, el absentismo escolar, la degradación material, la falta de respeto a los profesores y a los adultos, la falta de civismo, etc. Muchos jóvenes no saben que hay límites que no se pueden franquear.

Por esto es importante señalar la diferencia entre la violencia de los adolescentes y la que existe en la sociedad porque no son de la misma naturaleza. Algunos afirman que, puesto que hay violencia en la sociedad, es lógico encontrarla entre los adolescentes y en la escuela. Las cosas no son tan simples. Si la violencia está presente en las relaciones humanas, en la sociedad, es a menudo para expresar conflictos de orden político, económico, territorial o, en el plano individual, conflictos conyugales o relacionales. La violencia juvenil, por la que los jóvenes prueban que ignoran la realidad, el sentido del otro, las reglas morales y las leyes a partir de las cuales se regula su comportamiento, se manifiesta de otra manera. La agresividad primordial anima la vida psíquica del niño y se expresa, entre otras cosas, a través de las conductas violentas. El entorno, comenzando por el padre y por la madre, va a oponerse verbal y físicamente comunicando los modos de expresión que favorecen el propio control y el de las realidades. Pero el estado de la sociedad puede favorecer la expresión de la violencia cuando la precariedad familiar y la confusión de los códigos provocan la desunión social. La violencia juvenil es pues generada en primer lugar por la psicología misma del individuo y no por la sociedad. Esta violencia se despliega tanto más rápidamente cuanto que los jóvenes no están socializados, o ficticiamente, a través, por ejemplo, de un tipo de música o de deporte que los encierra en su narcisismo. Examinemos pues cómo se presenta la agresividad psíquica.

Aspectos psicológicos de la violencia

Nacemos violentos

El desarrollo de la violencia denota la expresión de una patología del narcisismo y de la identidad de las personalidades juveniles. En efecto, la violencia es una de las expresiones de la agresividad de base del funcionamiento psíquico. Si el niño fuera abandonado a sí mismo, sin límites y sin educación, desarrollaría una violencia destructora y mortífera. Intentaría tomar y agredir para vivir sin saber delimitar su terreno y diferenciarse del otro. El papel del adulto, y en particular de la madre, consiste justamente en contenerlo hasta el momento en que sea capaz de hacerlo por sí mismo.

Hasta los seis años, un niño intenta saber cuál es su poder sobre sus padres con el deseo de dirigir a los adultos, de resistir a sus prescripciones y de hacer recular los límites de la realidad con el fin de manifestar su sentimiento de omnipotencia. Hemos visto que en el contexto actual muchos adultos no saben dar prueba de firmeza frente a estas demandas del niño. La ausencia de los padres, su vuelta tardía a casa, los problemas de la pareja son otras tantas situaciones que no ayudan al niño a situarse y a limitarse en el orden de la filiación. Este fenómeno se observa sobre todo cuando el adulto reduce la relación al plano afectivo en detrimento de las estructuras simbólicas: papel del adulto (padre y madre), diferencia de sexos y de generaciones. La cuestión no es únicamente ser estimado y amado por el otro. Este repliegue sobre el sólo bienestar afectivo se hace en detrimento de la estructura relacional que debe situar a los niños en relación a la ley de los adultos. Por no querer disgustar al niño y al no poder tratar un sentimiento de culpabilidad ligado a un disfuncionamiento simbólico, como consecuencia, por ejemplo, de una separación, los adultos están a veces dispuestos a cualquier compromiso, a cualquier dimisión y a ceder al menor detalle sin evaluar las consecuencias sobre el desarrollo de la personalidad.

La violencia lo mismo que las conductas delincuentes se preparan desde la infancia. El niño tiene necesidad de ser limitado en su expansión narcisista. Debe ser retomado e incluso sancionado en las situaciones de desobediencia y de transgresión. Si no encuentra contrafuertes que corresponden a las realidades, y no a los únicos caprichos del adulto, no podrá acceder al sentido del deseo. Porque, creyendo que todo es posible, será reducido a la impotencia y no podrá hacer nada. A falta de posesión de las actitudes del pensamiento y de los medios de actuar teniendo en cuenta a los demás y a las realidades, no le quedará más que la agresión para imponerse. La educación debe ayudarlo precisamente a pasar de la suficiencia del principio de placer al principio de realidad.