ÍNDICE

PRIMERA PARTE

SEGUNDA PARTE

TERCERA PARTE

LUBAC PARA OTRO SIGLO INCIERTO

A inicios del siglo XXI el hombre es el mismo que Henri de Lubac (1896-1991) consideraba en la Francia ocupada por Hitler: el hombre es pecador, pero su origen carnal no anula el principio de grandeza inalienable, porque Dios le da una armonía superior, al precio de luchas y rupturas. Las formas de pensamiento del humanismo ateo actuaron en sentido contrario hasta transformar a Dios en antagonista, adverso a la dignidad humana. En El drama del humanismo ateo (1944), Lubac argumentó que el hombre, decidido a no conmoverse ni a sentir la alegría primigenia, descartaba a Dios para reconquistar su propia libertad y su propia grandeza. Aún más, con el nuevo siglo los atisbos de un mundo poshumano hablan a su vez de la opción maquinal de un hombre deconstruido por el nihilismo tecnológico y reconstruido artificiosamente por la biotecnología. Ese progreso como tótem de la tribu y divinizado por sus poderes taumatúrgicos proyecta en muchos aspectos los afanes más subrepticios de aquel humanismo ateo.

En La Iglesia en la crisis actual (1969), Lubac observaba en el mundo una disposición amarga y negativa decidida de antemano a no perdonar nada; una voluntad de denigración, una especie de agresividad que se ejerce a veces contra el pasado de la Iglesia y contra su existencia actual, contra el conjunto de sus fieles, contra todas las formas de su autoridad, contra todas sus estructuras, a veces sin distinguir entre las que se deben a las contingencias históricas y las que le son esenciales por ser de institución divina. En la universidad de Tubinga, la gran ruptura de los años sesenta turba a un profesor de teología llamado Joseph Ratzinger. La crisis antropológica es de una envergadura inusitada y, cuarenta años más tarde, podemos decir que todo ha ido a peor aunque sólo fuera porque cada época —dice Lubac— ve renovarse el principio de los ataques contra la fe. De 1949 es una carta que escribe a un joven amigo advirtiendo que los «cristianos progresistas», de hecho, hacen el juego al peor de los totalitarismos porque después de haber luchado contra el nazismo no se dan cuenta de estar luchando en pro del totalitarismo del Partido Comunista y del Estado comunista: «Quieren una liberación social y aportan su cooperación a un estrangulamiento del hombre, a una organización tiránica, policíaca, a una regulación de los pensamientos y de las conciencias, a un intento enorme de arrancar el principio de libertad espiritual que el cristianismo ha introducido en el mundo». Intuía que se estaban preparando apostasías, que el totalitarismo no se contenta con una parte. No cuesta comprobar a donde lleva suponer que es ilusoria la distinción entre la competencia de Dios y la competencia del César. En un mundo por ahora postotalitario, el laicismo excluyente parte de presupuestos equiparables. Las formas de autodestrucción de la modernidad han aumentado potencialmente en megatones.

En el Tratado de ateología de Michel Onfray, por ejemplo, la laicidad poscristiana tiene algo de supremamente fraudulento, aunque sólo sea en el sentido de que la negación es radical, demagógica y oscurantista. Ateología o carencia de luz: no de otra forma puede definirse un pensamiento que hermana cristianismo con nazismo y teocracia islamista. Es un capítulo para añadir al tratado de Henri de Lubac. El anticlericalismo de casino comarcal reemprende sus afanes en la negación ateológica. Hedonismo a la carta para la Europa del colesterol, ya sea para la gauche caviar o para las masas pendientes del repartidor de pizzas a domicilio. Cuando Onfray dice que hace falta una laicidad que permita realmente el tránsito de la era religiosa a la era filosófica pudiéramos estar en alguna de las páginas de Lubac sobre Comte. Lo que Onfray propone es «descristianizar las almas» después de haber descristianizado los cuerpos.

Si Lubac observaba un mundo decidido a no perdonar nada, los mea culpa de Juan Pablo II no fueron pocos, de las Cruzadas a Ga-lileo, de las guerras de religión a la historia del Papado, de la Inquisición al Cisma de Oriente, Aun así, como veía ya entonces Lubac, «en ciertos espíritus funciona un tamiz selectivo para rechazar todo lo que la Iglesia ha producido durante los siglos, a favor de la humanidad, su acción civilizadora; su aportación al desarrollo de la personalidad humana, la fecundidad de las creaciones siempre renovadas de la caridad que bebe en el Evangelio y que mantiene en el alma de sus hijos».

Al rebobinar el viejo celuloide del humanismo ateo, del materialismo rudimentario de Feuerbach llegaríamos a Karl Marx: «La religión es el suspiro de la criatura hastiada por el dolor, el alma de un mundo sin corazón, lo mismo que el espíritu de una época sin espíritu. Es el opio del pueblo». «El hombre es lo que come», dice Feuerbach y Onfray toma nota. Medio mundo llegó a quedar sometido al dominio totalitario anunciado por Marx en el Manifiesto comunista. A inicios de otro siglo, Rusia y China en distinta medida sedimentan de forma autocrática después de haber vivido el desplome totalitario. Nietzsche es una figura central de El drama del humanismo ateo. Quien pensara durante tiempo en la articulación europea de todas las fuerzas ateas, formula «la muerte de Dios». Más que cualquier otra religión, el cristianismo es un envilecimiento del hombre. «Si Dios ha muerto, es que lo hemos matado nosotros». Cita Lubac: «Nosotros somos los asesinos de Dios». Ya en aquellos años, Lubac atiende debidamente las advertencias de Berdiaev en La nueva Edad Media cuando dice que allí donde no hay Dios tampoco hay hombre. Nietzsche fue el «no absoluto» a Dios. Del totalitarismo nazi, cuyo fragor trata de entrometer en la redacción de El humanismo ateo, en aquella Francia ocupada y desolada por las tragedias, Lubac se preguntaba años después: «¿Cómo conseguir que se den cuenta los que no las han vivido, de que lo que estaba en juego era lo espiritual?».

En la España de la transición democrática, Nietzsche iba a recuperar su papel de oráculo. En términos epidérmicos, podía ser un antídoto contra el desencanto pero en realidad representaba la reanudación multiplicada de un nihilismo. Entre la desilusión de los sistemas ideológicos dogmáticos y la revolución imposible, la movida del desencanto obtuvo en Nietzsche la excusa para no tener que aspirar a nada noble, a una política del espíritu. La disolución del hombre preanuncia la desaparición de la huella humana en el pensamiento de Foucault. Nada le trasciende, todo le desintegra. En fin, todo le deconstruye. Péguy —dice Lubac— nos salvará de Nietzsche. La razón es diáfana: porque si Nietzsche es el profeta de la ruptura, Péguy es el profeta de la fidelidad.

Foucault reemprende la desviación nietzscheana hasta darle el tono veleidoso de un capricho intelectual. Como recuerda Mark Lilla en Pensadores temerarios, en la Europa de los años setenta acribillada por el terrorismo, Foucault plantea que toda formalidad judicial es una trampa de la burguesía planeada para disuadir al pueblo de la venganza: «El proletariado hace la guerra a la clase dirigente porque, por primera vez en la historia, quiere tomar el poder. Cuando lo haga, es muy posible que ejerza una violenta, dictatorial y hasta sangrienta forma de poder contra las clases sobre las que ha triunfado. No veo qué objeción se puede hacer a esto». La historia intelectual del siglo XX tiene notas a pie de página de intensa complacencia, demoníaca. En no poca medida, el macroatentado del 11-S —como todo terrorismo de nuestro tiempo— prosigue por medios violentos la sistematización del nihilismo. La muerte de Dios como acontecimiento acaba por destruir la conciencia del hombre. La indignidad humana va a carecer de límites como ocurrió con los precedentes del Holocausto y el Gulag.

En El drama del humanismo ateo, Kierkegaard tiene una presencia más episódica: Lubac lo reconoce en su Memoria en torno a mis escritos (1992). «Vox clamantis in deserto», voz tan deprisa olvidada mientras suene el hilo musical del pensamiento light. Para Kierkegaard el hombre es irrepetible, por su trascendencia y por ser individuo ante Dios. Las abstracciones del idealismo perecen ante la individualidad, henchidas las velas por el soplo de la angustia. Sólo así puede el hombre acudir ante Dios y al mismo tiempo vivir la paradoja de la existencia. Extraño Kierkegaard, irreductible al sistema, especie de Job: «El Señor me lo dio; el Señor me lo ha quitado».

Quizá sea con Augusto Comte donde la argumentación de Henri de Lubac se muestra más benevolente. Tal vez creyó prever que las consecuencias tanto del positivismo como de la iglesia comtiana no iban a ser tan perturbadoras como las del materialismo histórico o de Nietzsche. En realidad, lo más absurdo —lo más fetichista— de Comte reemerge de forma cíclica o esporádica para inspirar los esquemas intelectuales más insospechados. Paradójicamente, el positivismo de Comte fue y es aliado de fuerzas oscuras, un empeño mesiánico. Fue la «ley», la gran ley que anduvo buscando y que se le reveló en una velada de honda meditación. Comte negó la religión para fundar luego su propia iglesia, con su amada Clotilde de Vaux elevada a los altares como «utopía de la Virgen-Madre», un episodio grotesco que el positivismo ha eliminado de sus manuales. Desde su agnosticismo frontal, Dios le resultaba del todo incognoscible. En el «irrevocable fin del reino de Dios», cifra la mayoría de edad de la humanidad cuando se cumple la ley de los tres «estadios»: teológico, metafísico y positivo. En este momento Dios desaparece por el foro para siempre, «sin dejar ningún problema». Al final, la Ilustración ha resultado ser fecunda en religiones sustitutivas.

En el calendario de Comte —porque toda suplantación de Dios ha requerido de un nuevo calendario—, están Confucio, Mahoma, Moisés pero Jesucristo ni tan siquiera merece aparecer, como era la primera intención del futuro pontífice, como «adjunto de san Juan Bautista». Para Comte maestro de escena, Dios desaparece por un lado y aparece por el otro una verdadera religión: el positivismo como religión de la humanidad. Todo eso acabará ante el culto a Clotilde de Vaux, uno de los capítulos más disparatados y patéticos de la conciencia europea. Al final, fundar una iglesia —síntesis de la teocracia medieval y de la Sociedad de los Jacobinos— y erigirse en su primer pontífice no era sino una traslación inevitable de su logomaquia positivista. Con extremada buena voluntad, Lubac quiere reconocer la admiración de Comte por el catolicismo, aunque lo viera como estricto precedente de otra religión, la suya, la Nueva Jerusalén positivista. En realidad, es otro utopismo cuyo clímax por fuerza habría de ser igualitarista al modo de Procusto, y también protototalitario. Con capacidad apotegmática, Lubac escribe: «Adorador de la Humanidad, Comte ha desconocido profundamente la naturaleza humana». Nada supo, ciertamente, del pecado original.

Como gran padre de la humanidad, Comte envía sus mensajes al zar Nicolás I, al Reschid-Pachá, a los conservadores, pero nadie responde, ni la Santa Rusia, ni el Islam ni los conservadores. Hace también su infructuosa «llamada a los ignacianos». El fracaso de la religión positivista es otra deriva del racionalismo al que el proyecto de la Ilustración encomendó la ordenación y negación del espíritu. Como en otras desviaciones totalitarias de las Luces, la religión positivista confiere a su padre supremo un poder omnímodo. Lubac habla de una «sociolatría» y de una «sociocracia».

La conciencia europea ingresaba en lo que Lubac describió como una inmensa deriva: la humanidad occidental renegaba de sus orígenes cristianos y se separaba de Dios. Hoy diríamos que Europa ignora sus fundamentos cristianos y que vive ajena a Dios. Las décadas transcurridas rarifican el diagnóstico de Lubac y nos llevan a constatar que los efectos del humanismo ateo han sido incluso más devastadores. El humanismo ateo apuntaba a un doble objetivo: negar a Dios y aniquilar la persona humana. Enfrente, la Iglesia, lejos de operar de forma coactiva, es «como un ancho seno maternal en el que todo lo que es auténticamente humano es, en fin de cuentas, acogido con el mismo amor, cualesquiera que sean las diferencias y la originalidad». Esta obediencia nutre la experiencia de la libertad. No es paradójico que las vicisitudes de la obra de Henri de Lubac en el sistema de filtros de la Iglesia sean prueba de eso.

Ahora mismo, el pensamiento de Peter Singer representa la actualización radical de la inhumanidad extramuros del humanismo ateo. El utilitarismo llevado más allá de sus cotas conceptuales invoca la destrucción de principio de humanidad, por no hablar de toda consideración de lo sagrado de la vida. Es la ética pretendidamente fundamentada en la «calidad de vida». Una ética tanto de bioquímica en dosis pertinentes como de proporcionalidad redistributiva de la vida o de la muerte. La bioquímica, las tecnologías y las expectativas de vida de la generación actual permiten una formulación impensable en los tiempos de Lubac. Nuevas formas eugenésicas en la era del Prozac. A partir del dolor de los animales y de sus derechos, Singer argumenta un igualitarismo tan peculiar —algunos humanos no son personas y algunos animales son personas— que viene a ser como la roca Tarpeya con todos los adelantos de la Unidad de Vigilancia Intensiva. En consecuencia, bebés humanos no nacen con conciencia ni son capaces de captar su propia vida en un tiempo. No son persona y por eso sus vidas no parecen más merecedoras de protección que la vida de un feto. Vemos cómo la ética de la calidad de vida deshumaniza incluso más que el humanismo ateo. La noción de que la vida humana es sagrada sólo por el hecho de ser humana —dice Singer— es medieval. En realidad, la teoría de Singer avala la cultura de la muerte. También la guillotina fue un invento de la Razón ilustrada.

Frente a formas de pensamiento como las de Singer o la nueva ateología el estupor es banal. De inmediato la conciencia exige que reaccionemos con la lucidez posible, como Lubac ante el panteón del humanismo ateo. Entonces tiene pleno sentido una anotación de Karl Jaspers sobre pensadores que, como Heidegger, manifestaron una total empatía con las concepciones de Hitler: «La grandeza intelectual se transforma en objeto de amor únicamente cuando el poder al que se vincula posee en sí mismo un carácter noble».

¿Qué ocurre con la grandeza del hombre y la de Dios en Los hermanos Karamazov? La voz de Dostoievski es invocada por Lubac en el último tramo de El drama del humanismo ateo. «El socialismo —se dice en Los hermanos Karamazov— es, primordialmente, la cuestión de la torre de Babel, que se construye sin Dios, no para alcanzar los cielos desde la tierra sino para bajar el cielo a la tierra». Y a falta de Dios, el aparejador de esa obra sólo podría ser el demonio. Aunque uno crea que el gran novelista ruso es Tolstói y no Dostoievski y que, desde el punto de vista de la estética literaria, Vladimir Nabokov acierta al sospechar que Los hermanos Karamazov (1880), la última obra de Dostoievski, fracasa como novela porque en realidad era una obra de teatro, lo cierto es que sus personajes representan el naufragio de lo especulativo y la apoteosis de un frenesí vital que anda en busca de la luz del relámpago que vincula lo concreto a la eternidad. Para el Gran Inquisidor, la ingente equivocación de Jesucristo no es otra que ofrecer al ser humano la capacidad de elegir entre el bien y el mal: eso es especialmente dañino y turbador para el hombre común. Así niega la fe como acto de libertad. Tiene dos versiones complementarias en la novela de Aldous Huxley Un mundo feliz (1932) y en la de George Orwell 1984, publicada en 1949. El individuo común, controlado por el Gran Hermano o domesticado por la bioquímica, reniega de la angustia y es inducido a prescindir de la libertad de elegir. Para no ponerle puertas al campo a la sociedad poshumana, la ateología propugna la clonación de una contrafigura de Job embriagada de Prozac.

Casi todo ese inicio de siglo XXI tiene su correlato en las advertencias de Lubac. El lector de El drama del humanismo ateo regresa una y otra vez a una de las verdades cristalinas del prólogo: «No es verdad que el hombre, aunque parezca decirlo algunas veces, no puede organizar la tierra sin Dios. Lo cierto es que sin Dios no puede, en fin de cuentas, más que organizarla contra el hombre». Vivimos un tiempo en el que hay que tener muy en cuenta, con Claudel, que la verdad no tiene nada que ver con el número de personas a las que persuade. Un cristianismo de choque —dice Lubac— no puede ser un cristianismo de fuerza.

Valentí Puig

Capítulo III
EL COMBATE ESPIRITUAL

Cada época tiene sus herejías. También cada época ve renovarse el principio de los ataques contra la fe. Desde la antigüedad —desde su fundación—, el cristianismo no deja de ser atacado, pero no siempre por el mismo lado, ni por la misma clase de adversario, ni con las mismas armas. Unas veces son los fundamentos históricos de nuestra creencia los que parecen sacudidos: la crítica de la exégesis bíblica, la historia de los orígenes cristianos, la de los dogmas y las instituciones de la Iglesia fueron el motivo de la contienda. Otras veces se desplaza al terreno de la metafísica. Entonces se niega la existencia de una realidad superior a las cosas de este mundo, o se la declara incognoscible; el pensamiento se repliega a posiciones inmanentes; o pretende, por el contrario, dividir el campo todo del ser y no dejar nada fuera de la razón que debe comprenderlo todo. Y como consecuencia, sin perjuicio de las objeciones más particulares contra tal o cual dogma, lo que desaparece es la idea de la creencia en un misterio. Frecuentemente los historiadores y los metafísicos son relevados o reforzados por los políticos: éstos acusan, más bien denuncian, en la Iglesia, lo que ellos llaman sed de dominación terrena; muchos de ellos, no contentos con oponerse a toda injerencia de la Iglesia en el Estado, quieren acabar también con toda influencia cristiana sobre el correr de los asuntos humanos, y los más ambiciosos llegan hasta a rechazar, en beneficio del Estado, esta distinción entre temporal y espiritual que el mundo debe al Evangelio. Vienen, finalmente, las objeciones de orden social, objeciones tan fuertes e insistentes que nos han parecido más de una vez preponderantes. Hace poco tiempo todavía, el primer cuidado de buen número de apóstoles acaso no era otro que probar, con la exposición de la doctrina social católica y con un esfuerzo de realizaciones sociales, que la Iglesia no se desinteresaba de la suerte del hombre en la tierra y que, madre de todos, no tiene ninguna alianza con los ricos y los poderosos.

Ninguno de estos tipos de objeciones se ha desterrado hoy. En ninguno de estos sectores puede aflojar nuestra vigilancia. Sin embargo, el ataque principal viene de otro lugar. Lo que está en primer plano, si no siempre al descubierto, sí en realidad, no es un problema de orden histórico, metafísico o político social. Es un problema espiritual. Es el problema humano total. Hoy no se combate al cristianismo solamente en uno de sus fundamentos o en una de sus consecuencias: es atacado directamente en su corazón. La concepción cristiana, la espiritualidad cristiana, la actitud interior, que antes que todo acto particular y gesto exterior define al cristiano, eso es precisamente lo que motiva el ataque. ¡Qué tímidos parecen ahora aquellos hombres que, por ejemplo, luchaban contra la Iglesia queriendo a la vez conservar el Evangelio! O los que pretendían liberarse de toda autoridad, de toda fe, pero que se reconocían seguidores de principios venidos de fuente cristiana. «Libreprensadores» muy poco atrevidos, muy poco «liberados» aún. Sus sucesores no dejan de ridiculizar su falta de lógica y su impotencia, englobándolos en el mismo desprecio que a los creyentes. Los actuales no comprenden eso de contentarse con «la sombra de una sombra». No tienen ningún deseo de alimentarse del perfume de un vaso vacío. Vierten en el vaso un licor diferente por completo. Este «otro» es el cristianismo que derrocan y reemplazan. Jesús había operado una «subversión de valores»; lo que ellos hacen también es, a su vez, una subversión de valores. Al ideal cristiano oponen un ideal pagano. Contra el Dios que adoran los cristianos, ponen con toda fiereza nuevas divinidades. Haciendo esto tienen conciencia de que se ocupan de lo esencial y que de golpe hacen lo demás, pues profesan con Schopenhauer, que «es el espíritu y la tendencia moral lo que constituye la esencia de la religión y no los mitos de los que está revestida»287.

I. El lugar del combate

Tal fue la convicción de Nietzsche y tal su deseo. El Dios cuya muerte anuncia Nietzsche no es solamente el Dios de la metafísica; es precisamente el Dios cristiano. Hostil al cristianismo desde que, alrededor de sus veinte años, perdió la fe, Nietzsche opone el no absoluto. Su negación, tan radical, se hará cada vez más violenta y frenética. Sus últimos escritos están llenos de gritos de odio y de invectivas. Pero nunca se toma el trabajo de diseñar ninguna refutación288. Para él, tanto como para Comte o Feuerbach, se trata de un hecho. La historia cristiana no puede ser más que una leyenda, y su dogmática una mitología. Inútil, pues, detenerse. «Esta mitología que ni siquiera Kant ha abandonado completamente, que Platón preparó para desgracia de Europa... esta mitología ha agotado ahora su época»289. Por eso no merece que preste su interés. «Todo este absurdo de débil cristianismo, dice aún, estas telas de araña de conceptos, esta teología, no nos importan nada. Sería mil veces más absurdo que nosotros levantáramos un dedo para derrocarla»290. Lo esencial no está en esto. No se trata de una cuestión de verdad —¿hay una sola verdad?—, sino de una cuestión de valor.

«Hasta el presente, el asalto dado contra el cristianismo es no solamente tímido, sino falso. En tanto que no se considere la moral del cristianismo como ‘un crimen capital contra la vida’, sus defensores tendrán ventaja. El solo problema de la verdad del cristianismo —la existencia de su Dios y la historicidad de su leyenda, por no hablar de su astronomía o su ciencia de la naturaleza— es un problema muy accesorio en tanto no se ponga en cuestión el valor de la moral cristiana»291.

«La moral cristiana, ¿tiene algún valor, o es una profanación y una vergüenza, a pesar de toda la santidad de sus medios de seducción?» Tal es para Nietzsche el verdadero, el único problema. Ya sabemos cómo lo resuelve. «Guerra al ideal cristiano, a la doctrina que hace de la beatitud y de la salvación el objeto de la vida, que proclama la supremacía de los simples de espíritu, de los corazones puros, de los que sufren, de los fracasados.

»...¿Cuándo y dónde se ha visto a un hombre digno de tal nombre parecerse a este ideal cristiano?»292. No combate la creencia en Dios: «¿Qué nos importa, en nuestros días, Dios, la creencia en Dios? Dios no es, hoy, más que una pálida palabra, un concepto»293. Lo que Nietzsche combate y lo que dice, «es preciso no dejar jamás de combatir al cristianismo», es «su ideal de hombre», este ideal en el que «la belleza mórbida y la seducción femenina, la elocuencia calumniosa e insinuante, halagan todas las cobardías y las vanidades de las almas débiles —y las más fuertes tienen también horas de debilidad—». Lo que combate es «la confianza, el candor, la simplicidad, la paciencia, el amor al prójimo, la resignación, la sumisión a Dios, una especie de dos ojos, de repudiación de sí mismo», todas esas virtudes que el cristianismo propone al hombre para tentarlo. La institución de un ideal semejante, que sirve a los pequeños y a los débiles, ha amenazado de muerte las excepciones vigorosas; ha comprometido los grandes éxitos humanos, «como si este pequeño aborto del alma, este virtuoso animal medio, este borrego dócil que es el hombre, no solamente tuviera la preeminencia sobre la raza de hombres más perversa, más ávida, más temeraria, más pródiga, y de este hecho cien veces expuesto, sino también como si fuera el ideal, el objeto, la norma para el hombre en general, el bien supremo»294.

Nietzsche tenía la conciencia de ser en este camino un iniciador. «Inauguro —decía— una nueva forma de pensamiento libre». «Nadie ha considerado todavía a la moral cristiana como algo que se encuentra por debajo de él... La moral cristiana fue hasta ahora la Circe de todos los pensadores. Estaban sometidos a su servicio. ¿Quién, antes que yo, ha descendido a las cavernas donde brota el aliento envenenado de esta especie de ideal, ideal de los calumniadores del mundo? ¿Quién ha osado sospechar tan sólo que estaban allí las cavernas?» Juzga que ha hecho falta para esto «un alto, una mirada a la lejanía, una profundidad psicológica absolutamente inusitada»295. Ciertamente, Nietzsche se siente ufano. Pero, a decir verdad, nunca la moral cristiana estuvo falta de tales adversarios. Recuérdese, por ejemplo, sin remontarnos a los primeros siglos, la postura pagana del Renacimiento, con un Maquiavelo que oponía a «nuestra religión», que «sitúa la dicha suprema en la humildad, la abyección, el menosprecio de las cosas humanas», la antigua religión que «hacía consistir el soberano bien en la grandeza del alma, la fuerza del cuerpo y todas las cualidades que hacen al hombre temible»... En el siglo XVIII, en el grupo de publicistas que se agita en torno a Diderot y del barón de Holbach, muchos profesaban un anticristianismo tan decidido. Por ejemplo, Grimm, que tacha al dogma cristiano de «mitología baja e innoble», enseñando «el envilecimiento, la ignominia, el servilismo», denigrando «el espíritu de la caridad cristiana» y declarando que «el espíritu del Evangelio no se ha podido nunca aliar con los principios de un buen gobierno»296. Pero estos «filósofos» eran de calidad demasiado baja para tener la suerte de arrastrar mucho tiempo a la minoría. En cuanto a Maquiavelo (al que Nietzsche había leído directamente, precisamente antes de componer sus últimos escritos), no había logrado liberar el fondo de su pensamiento más que en escasos pasajes, no se colocaba habitualmente como maestro de filosofía moral, sino solamente de política. Es preciso reconocer que antes de Nietzsche no se había alzado un adversario tan poderoso, que concibiera su deseo de una manera tan clara, tan amplia y expresa y lo continuará en todos los terrenos con tanto ardor sistemático y reflexivo. Nietzsche está íntimamente penetrado de su misión de profeta. Legisla para el porvenir. «Otro ideal, dice, va delante de nosotros, prodigioso, seductor y muy peligroso... el ideal de un espíritu que juega neciamente, es decir, sin intención, por exceso de fuerza y fecundidad, con todo lo que se ha llamado hasta ahora sagrado, bueno, intangible, divino». Se considera llamado a iniciar una nueva era, «a colocar, por vez primera, en su sitio el gran signo de interrogación, a cambiar el destino del alma, hacer avanzar la aguja y levantar el telón de la tragedia»297. Con él el paganismo eterno levanta de nuevo la cabeza con toda fiereza, pero va revestido de un nuevo equipo. Se prepara para volver a modelar la vida individual tanto como la pública y los actos del poder. Toma sobre sus hombros, para realizar nuevas conquistas, el destino de la humanidad.

No vamos a exponer aquí una vez más el anticristianismo nietzscheano298, esta llamada a una vida creadora, poderosa, heroica, esta moral de fuerza y de dureza, esta acusación de «resentimiento» lanzada contra los fundadores de la moral cristiana y también contra los grandes profetas de Israel; esta oposición entre la «nobleza» del héroe griego y la «bajeza» del esclavo cristiano, esta exaltación de Dionisos, el dios de la vida orgiástica y siempre renaciente, en contraste con el desprecio del Crucificado que, en el árbol de la cruz, «el árbol más venenoso de todos los árboles», es una «maldición para la Vida»299. Nos basta, ahora, señalar la extrema gravedad del ataque. No se dirige, como otros, a los especialistas de historia o de metafísica; su acción no queda reducida a los círculos intelectuales, sino que, sin tener necesidad de ser interpretado por hombres de ciencia, sacude las almas. Apunta a la minoría espiritual, y cuando alcanza su objetivo, consigue pervertirla, ahorrándole todo sentimiento de decaimiento. Como todo lo que es del espíritu, al mismo tiempo que se infiltra por todas partes, es difícilmente captable y tiene posibilidad de ocasionar estragos enormes antes de que se pueda dar el primer grito de alerta. Bajo la envoltura de fórmulas impecables, a veces incluso al amparo de un robustecimiento aparente de ortodoxia, pueden sufrir las almas de gangrena. Por otra parte, la pereza intelectual puede ser un preservativo poderoso contra ciertas objeciones, el deseo de seguridad social puede llegar a ser un argumento en favor de la religión, pero ni la pereza intelectual ni el deseo de seguridad social protegen contra la invasión del espíritu pagano. A las connivencias que este espíritu ha encontrado siempre en nuestra naturaleza, la fuerza de Nietzsche ha añadido otras haciendo una llamada al instinto de poderío300. Lo que nos demuestran los hechos es hasta qué punto ha tenido gran éxito esta tentativa. Su influencia es hoy universal. El neopaganismo es el gran fenómeno de nuestro tiempo. A pesar del horror y la vulgaridad de las formas que reviste al extenderse, continúa absorbiendo a muchas almas nobles, a veces incluso a almas cristianas cuya ceguera produce horror. Muchos jóvenes, desde hace cuarenta o cincuenta años, piensan que un «profundo desprecio del hombre» debía ser el patrimonio de las «grandes almas»301. Muchos sueñan en «éxtasis heroicos» y añoran el orgullo de los héroes antiguos; muchos hacen reflexiones semejantes a las que señalaba Rainer Maria Rilke después de una lectura entusiasta, del nuevo profeta: «Eso que se adora como el Mesías, convierte al mundo en un hospital. Llama sus hijos, sus bien amados, a los débiles, a los desgraciados y a los enfermos. ¿Y los fuertes? ¿Cómo nos podríamos superar, nosotros, si prestamos nuestra fuerza a los desgraciados, a los oprimidos, a los viles perezosos, desprovistos de sentido de la energía? Que caigan, que mueran solamente los miserables. ¡Sed duros, sed terribles, no tengáis piedad! ¡Debéis ir adelante, siempre adelante! Pocos hombres, pero grandes... , construirán un mundo con sus brazos vigorosos, musculosos, dominadores, sobre los cadáveres de los débiles, de los enfermos»302.

Otros, después de haber repetido el grito: «¡Los dioses han muerto, viva el Superhombre!», celebran el nuevo ideal nietzscheano en términos que es preciso conocer si se quiere comprender algunos hechos dominantes de nuestra historia contemporánea:

«Nietzsche anuncia la vuelta próxima del ideal, pero de un ideal enteramente nuevo y diferente. Para comprender este ideal habrá una categoría de espíritus libres, fortificados por la guerra, la soledad y el peligro. Espíritus que conocerán el viento, los glaciares, las nieves de las cumbres y sabrán medir sin temblor los más profundos abismos. Espíritus dotados de una especie de perversidad sublime, y que nos librarán del amor del prójimo y del deseo de la nada para devolver a la tierra su objetivo y a los hombres su esperanza».

Incluso en Francia, desde el comienzo de este siglo, el Evangelio de Zaratustra encontró eco, reducido pero no mitigado, en algunos cenáculos. La corriente nietzscheana unía sus aguas con uno de los brazos del gran río positivista. Así un Hugues Rebell emprendía la persecución de «este espíritu cristiano que lo ha infectado todo hoy», decía, «hasta a los hombres que se dicen sus enemigos»303. Un Pierre Lasserre, autor de una obra llena de admiración sobre la moral de Nietzsche, reprochaba al cristianismo haber hecho del sufrimiento un misterio y por ello haber «afeado los ojos de los que sufren»:

«Perseguidos cruelmente por las flechas de Apolo, los ojos cristianos se llenan de cólera, de odio, de desesperación... ; el recelo y el rencor habitan en ellos... Si alguna vez parecen haber encontrado el descanso, si están calmados, serenos, etéreos, tened cuidado. ¡Entonces es cuando sienten la más sabia y orgullosa malicia! ¡Quieren persuadiros de que no han desertado nunca al enemigo, que están viendo los primeros resplandores del más allá... ; el odio que veo en esta clase de ojos cristianos es precisamente la quintaesencia del odio cristiano a la tierra. Cuando son los más dulces es cuando los ojos cristianos son los más oblicuos... En el fondo, ¿no es una suprema pillada de incurables el amar a la enfermedad y exaltarla?»304.

¿No es un laborioso ejercicio de retórica, imitación pesada del maestro por un discípulo sin genio? Indudablemente. Sin embargo, la influencia de semejantes escritos no fue digna de darse al olvido. ¡Pero hoy se trata de otra cosa! El cristianismo se encuentra bloqueado por todas partes, y el corazón de numerosos bautizados ha comenzado a rendirse. Los relatos de apostasía abundan. La embriaguez hace titubear a los más sabios...

II. El espíritu del cristianismo

Los sentimientos de Nietzsche con respecto a Jesús han permanecido siempre mezclados. También sus juicios sobre el cristianismo. Ve menos en él un ideal falso que un ideal gastado. «Es nuestra piedad más severa y más refinada —dice, por ejemplo— lo que nos impide ser todavía cristianos»305. Se refiere a los cristianos de nuestro tiempo, a nosotros. Su desprecio azotador apunta a nuestras mediocridades, a nuestras hipocresías. Apunta a nuestras debilidades decoradas con nombres bonitos. Al recordarnos la austeridad valiosa y fuerte del «cristianismo actual», a veces, en efecto, «dulzón y nebuloso», ¿está equivocado completamente? ¿Es necesario defender contra él todo «lo que hoy lleva el nombre de cristianismo»? Cuando se grita, por ejemplo, hablando de nosotros: ¡Haría falta que me cantasen cantos mejores para que pudiera creer en el Salvador! ¡Haría falta que sus discípulos tuviesen un aire más de salvados!306, ¿cómo nos vamos a atrever a indignamos? ¿A cuántos de entre nosotros aparece el cristianismo como «una cosa grande, desorbitada y de la que se puede sentir alegría y entusiasmo al liberarnos de ella por completo?»307. Los infieles con los que nos codeamos todos los días, ¿perciben en nuestras frentes el rayo de esta alegría que redujo hace veinte siglos a la minoría de almas paganas? ¿Son los nuestros corazones de hombres resucitados en Cristo? En medio de este siglo, ¿somos nosotros los testimonios de las Bienaventuranzas? Dentro de poco discerniremos bien la blasfemia en la terrible frase de Nietzsche y en todo su contexto; ¿pero no nos obliga también a discernir, en nosotros, lo que ha podido llevar a Nietzsche a la blasfemia?

Esto es lo trágico de la situación presente. Sea la que sea la situación del pasado, se nos dice, el cristianismo de hoy, vuestro cristianismo, es el enemigo de la vida, porque no es viviente. «Veo —decía ya Jacques Riviere en 1907 en una carta a Paul Claudel— que el cristianismo se muere... No se sabe qué hacen en nuestras ciudades esas flechas que no son ya la oración de ninguno de nosotros. No se sabe lo que quieren decir esos grandes edificios, agobiados entre estaciones y hospitales en donde el pueblo ha enterrado a sus monjes; no se sabe lo que significan esas cruces de estuco sobre las tumbas impregnadas de un arte sin gusto»308.

Indudablemente, la respuesta de Paul Claudel a este grito de angustia era acertada: «La verdad no tiene nada que ver con el número de personas a las que persuade». Pero si los que han permanecido fieles a la verdad aparecen sin «virtud», es decir, sin fuerza interior, ¿no parece justificado el abandono de los otros? Los considerandos del veredicto son tales que frecuentemente tenemos que aceptarlo. Una experiencia casi cotidiana nos muestra que un buen número de reproches, los más duros de los que se nos dirigen, provienen, a la vez, de nuestros peores adversarios y de los hombres de buena voluntad. El tono, la intención, la inspiración profunda son muy diferentes, pero los juicios son, en fin de cuentas, los mismos. Coincidencia asombrosa, por significativa. Entre los mejores de los que nos defraudamos de esta forma, alguno de los más clarividentes y espirituales se encuentran prisioneros entre dos sentimientos contrarios: les ve seducidos por el Evangelio, cuyas enseñanzas les parecen llenas de fuerza y novedad; atraídos por la Iglesia, en la que presienten una realidad más que humana y la única institución capaz de dar, con el remedio a nuestros males, la solución al problema de nuestro destino. Pero he ahí que se detienen en el umbral: el espectáculo que le ofrecemos nosotros, los cristianos de hoy, «la Iglesia que somos», este espectáculo, les repele. Llegan a pensar y «a decir que lo que queda del ideal evangélico en el mundo sobrevive fuera de nuestros campos»309. Esto no quiere decir, forzosamente, que nos condenan; es más bien que no nos pueden tomar en serio. ¿Acaso condena la historia a Rómulo-Augústulo por no haber renovado la obra de César Augusto? Señala simplemente que en este último heredero del Imperio la savia estaba ya agotada... Igualmente sucede con nosotros y la Iglesia que representamos, a los ojos de buen número de contemporáneos nuestros. Su sentimiento es una mezcla de admiración y desprecio.

De ahí a la tentación que acecha hoy a muchos de los nuestros. Mientras la gran masa se hace cada vez más inerte, blasfemando un poco más cada día contra el Salvador, del que se separa constantemente, comprendiéndolo menos, y millares de devotos, millares de «edificantes», dan prueba de su mediocridad y falta de cultura y vida espiritual, hay en la Iglesia hombres que ven, que entienden, que reflexionan. Hay cristianos que rechazan al proteger su fe con una muralla de ilusiones. «Si —se dicen—, es verdad. Tomado en conjunto, nuestro cristianismo ha perdido su sazón. A pesar de tantos esfuerzos magníficos para devolverle la vida y la frescura, está enervado, rutinario, arterioescleroso. Cae en el formalismo y en la rutina. Tal como lo practicamos nosotros, tal como lo pensamos ahora, es una religión débil, ineficaz; religión de ceremonias y de devociones, de ornamento y de consolación vulgar, sin profundidad seria, que no hace mella en la realidad de la actividad humana, y a veces hasta falta de sinceridad. Religión al margen de la vida, que incluso nos arroja fuera de ella. He ahí a lo que ha venido a parar en nuestras manos el Evangelio; a esto ha llegado esta inmensa esperanza que se alzó en el mundo. ¿Se puede reconocer el soplo de este espíritu que debía recrear todas las cosas y renovar la faz de la tierra? Muchos de entre nosotros ¿acaso no hacen profesión de catolicismo por las mismas razones de confort íntimo y de conformismo social que les harían rechazar, hace veinte siglos, la inquietante novedad de la Buena Nueva? ¿Y qué decir de esta mezcla de política y ‘devoción’ en la que la religión apenas encuentra sitio? El mal es tan grave, aunque de otra naturaleza, entre los más ‘practicantes’ como entre los mundanos. Incluso los más virtuosos no son siempre los menos atacados de este mal. La impaciencia a toda crítica, la incapacidad para toda reforma, el miedo de la inteligencia, ¿no son señales manifiestas? Cristianismo clerical, cristianismo formalista, cristianismo apagado y endurecido... La gran corriente de la Vida, que nunca se interrumpe, parece haberse detenido desde hace algún tiempo en la orilla... »

En este punto de su reflexión es donde la lucidez entusiasta empieza a cambiarse en deformación satírica, y donde se insinúa la tentación. Tentación de «bizquear», como decían antiguamente los profetas, hacia el lado del nuevo paganismo, para arrebatarle algo de esta fuerza y de esta vida de la que aparece nimbado. Insensiblemente los reproches hechos a nuestro cristianismo se convierten en críticas al cristianismo mismo. Después de haber denunciado el aspecto negativo con el que practicamos a menudo las virtudes cristianas, se llega a acusar a «las virtudes negativas» que constituyen el cristianismo. Las sátiras de los falsos cristianos no son ni «de la naturaleza ni de la gracia»; y termina recogiendo la sátira nietzscheana del cristiano auténtico atacado de «hemiplejía». Hay extrañas consonancias entre la intención que se recoge en las horas de confidencia dolorosa o de bruscas sinceridades escapadas de los labios de algunos jóvenes cristianos, y las descripciones, caricaturas, que se encuentran en una obra como el Livre des vivants et des morts310. En último extremo, esto puede ser de nuevo la apostasía. Los casos no son inauditos. Muestran en el estado fuerte una disposición que en el estado débil se ha extendido ampliamente.

No serviría de nada cerrar los ojos ante las causas de un malestar tan grande. No se debe rehusar el reconocer lo bueno que hay en el adversario ni es conveniente no ceder a reflexionar sobre los propios defectos. Actitud semejante no tiene más que las apariencias de la intrepidez de la fe. El alma fiel es siempre un alma abierta. Pero, por el contrario, no sería menos mortal el perder confianza, por poca que fuese, en los recursos de nuestra herencia cristiana para ponernos a buscar un remedio exterior. Si queremos reencontrar un cristianismo fuerte, el «cristianismo de choque» del que se ha hablado con tanto acierto, nuestro primer cuidado ha de ser evitar que se incline, como ha sido siempre el peligro, en el sentido de un cristianismo de fuerza. Si no, desde luego, la cura no sería más que una agravación del mal. Si la búsqueda de un cristianismo de fuerza no fuese una traición, sería cuando menos una reacción de debilidad311. ¿Es que no está claro que, en este caso, queriendo, a pesar de todo, permanecer cristiano no se podría nunca ofrecer más que una pálida imitación del ideal de fuerza que avanza triunfador? La derrota sería doble de antemano. En lugar de revalorizar el cristianismo como se quería, se le habrá debilitado al desnaturalizarlo. Se trata de otra cosa completamente distinta. Se trata de devolver al cristiano su fuerza en nosotros. Y esto quiere decir, ante todo, encontrarlo tal como es en sí, en su pureza y autenticidad. En fin de cuentas, lo que necesitamos no es un cristianismo más viril, o más eficaz, o más heroico o más fuerte, sino vivir nuestro cristianismo más virilmente, más eficazmente, más fuertemente, más heroicamente, si es preciso. Para vivirlo tal como es no hay nada que cambiar, nada que añadir; no hay que adaptarlo a la moda del día. Es preciso devolverlo a nuestras almas. Ponerlo en nuestras almas.

La cuestión, repetimos una vez más, es una cuestión espiritual, y la solución es siempre la misma: en la medida en que nosotros lo hayamos dejado perder, hemos de reencontrar «el espíritu» del cristianismo. Por esto nos hemos de templar de nuevo en sus fuentes y, sobre todo, en el Evangelio. Tal como la Iglesia no deja de ofrecérnoslo, este Evangelio nos basta312. Siempre nuevo, siempre se puede volver a encontrar. Los mejores entre los que nos critican saben, algunas veces, apreciarlo mejor que nosotros. No le reprochan debilidades pretendidas: nos reprochan a nosotros el no explotar su fuerza. ¿Sabremos comprender la lección? Señor, si el mundo está seducido por tantos mitos, si conoce hoy un retorno ofensivo del paganismo es porque nosotros hemos dejado desazonar la sal de nuestra doctrina. Hoy como ayer y como siempre, la salud está sólo en Vos —¿y quién somos nosotros para discutir o revisar vuestras enseñanzas?—. Señor, preservadnos de una tal equivocación y dadnos, si hace falta, una fe sumisa, pero el amor ardiente y concreto de vuestro Evangelio.

El cristianismo, si consideramos lo esencial, es la religión del amor. «Dios es el amor, dice el apóstol san Juan, y el que viva en el amor, vive en Dios, y Dios mora en él»313. «Cuanto mejor sea la conciencia de nuestra fe, mejor lo comprenderemos. No debemos, ciertamente, desconocer las condiciones de este amor y de sus fundamentos naturales, en particular de la justicia, sin la cual no es más que un falso amor, de esta justicia que hoy no es menos escarnecida que el mismo amor. Debemos desconfiar de esas falsificaciones, groseras o sutiles, hoy tan numerosas, o de esas recetas demasiado fáciles para alcanzarla. Pero, en fin de cuentas, todo es por el amor. Es el absoluto al que se ordena todo, en relación con el cual todo ha de ser juzgado. Bien por medio de asaltos violentos, bien por mil caminos más sutiles, se intenta siempre robarle esa primacía. El prestigio de la violencia se insinúa hasta en los corazones cristianos, y hace que se oculte o por lo menos hace que disminuya el aprecio del Amor. ¡Contra estos asaltos, que el espíritu nos comunique el don de Fuerza! Pero contra los ataques más insidiosos, que Él nos comunique también el don de la Sabiduría, para que comprendamos en qué consiste la Fuerza cristiana314. No consiste en dar de lado al Amor, como un antagonista; consiste en cultivarlo en su servicio.

Dado el estado actual del mundo, un cristianismo viril y fuerte debe llegar a convertirse en un cristianismo heroico... Pero este epíteto es una calificación, no debe ser una definición, pues en este caso sería una falsificación. Ante todo, este heroísmo no consistirá en modo alguno en hablar constantemente del heroísmo ni en delirar sobre la virtud de la fuerza, lo que probaría quizá que se sufre en el ascendiente de otro más fuerte y que se empieza a desertar. Consistirá, precisamente, en resistir con todo coraje, frente al mundo y quizá frente a sí mismo, ante los influjos y las seducciones de un falso ideal para mantener firmemente, en su paradójica intransigencia, los valores cristianos amenazados y escarnecidos con humilde fiereza. Pues si el cristianismo puede y debe asumir las virtudes del paganismo antiguo, el cristiano que quiera permanecer fiel no puede más que rechazar con un no categórico un neopaganismo que está fundado contra Cristo. La dulzura y la bondad, la delicadeza hacia los pequeños, la piedad —sí, la piedad— para con los que sufren, el desprecio de medios perversos, la defensa de los oprimidos, la consagración oscura, la valentía de llamar al mal por su nombre, el espíritu de paz de concordia, el corazón abierto, el pensamiento del cielo... , he ahí el heroísmo cristiano salvador. Toda esta moral de esclavos hará patente que es una moral de hombres libres y que es la única que hace libre al hombre.

por la fuerza de la caridad