ÍNDICE

LA LEY DE UN HOMBRE VIVO
Padre Alexander Men

Años setenta, en Rusia la monotonía de la burocracia brezneviana parece imperar en todos los campos de la vida social; incluso la Iglesia es reducida en buena parte a museo, a un gueto para ancianos e iletrados, probablemente destinado a desaparecer con ellos. Pero en una iglesita a unos cuarenta kilómetros de Moscú, en la aldea de Novaia Derevnia, se asiste al fenómeno contrario. Allí va mucha gente, de la más diversa extracción —intelectuales y gente sencilla, rusos y judíos, jóvenes y ancianos—, atraídos por la personalidad del sacerdote ortodoxo que celebra allí, el padre Alexander Men. Como dice la canción de Alexander Galic —un célebre cantautor ruso que, como tantos otros, había encontrado la fe a través de él—, quien entraba en aquella iglesia sentía «haber vuelto a casa».

Es difícil reflejar en pocas páginas una figura como la suya, imponente, brillante, siempre presente para el interlocutor pero a la vez extendiéndose más allá; un hombre que vivía una profunda armonía interior, una unidad personal llena de paz pero a la vez exigente, porque pedía continuamente una «ruptura», un «salto» a quienes tenía cerca.

Mi encuentro con el padre Alexander se remonta al comienzo de los años ochenta, en el que puede ser el período más duro de su vida. En efecto, hacia el año 1983 era citado casi cotidianamente a la Lubianka, el cuartel general del KGB: la cantidad de personas que se dirigían continuamente a él, el multiplicarse de comunidades de laicos que seguían su método educativo, sus libros (publicados en Occidente bajo seudónimo, que llegaban clandestinamente a Rusia y circulaban en cientos de miles de copias), convertían, a los ojos del poder, en extremadamente peligroso a este hombre, que realmente no había entrado jamás en relación con la política soviética y no se había definido jamás como «disidente». Estando con él, no obstante, aunque corrieran serio peligro la existencia de sus comunidades e incluso su propia vida, se percibía únicamente su alegría, su libertad, su gusto por la vida en todos sus aspectos. Una vez llegados, más o menos aventuradamente, a su iglesita, veías venir a tu encuentro su luminosa sonrisa, como si tú fueras un regalo precioso y él viese en ti alguna cosa que tú mismo no conocías, tus limitaciones no le importaban porque iba directo a tu corazón. Veía lo positivo, la belleza, la simpatía de todos los aspectos de la realidad, la atravesaba con los ojos limpios, curiosos, asombrados, familiarizados con el Misterio.

Y cuando, por medio de los pocos encuentros conmigo y con otros amigos italianos, y con los primeros libros de don Giussani que entonces circulaban en el samizdat, el padre Alexander llegó a conocer la experiencia de Comunión y Liberación, la recibió como una esperada compañía en el camino. No importaba que los encuentros debieran ser necesariamente escasos, muy discretos, no importaba ni siquiera nuestra limitación, nacía inmediatamente una familiaridad impensable... porque era evidente que estábamos en el mismo camino, que «Cristo está entre nosotros», como dice la liturgia oriental.

Después, viendo a decenas, centenares de personas en los sitios más diversos, he descubierto cuánta gente había llevado con él por ese camino: cuando preguntaba cómo habían encontrado la fe oía siempre repetir la misma cantinela: una charla del padre Alexander, un libro del padre Alexander, una comunidad del padre Alexander... Y me he ido haciendo consciente de haber tenido la suerte de haber hablado, reído, rezado junto a un santo. Que un día será reconocido como el apóstol de Rusia en el siglo XX.

En camino hacia la Iglesia...

Los innumerables testimonios concuerdan en describirlo como un hombre íntimamente unido a Cristo; un hombre ardiente ansioso porque todos Le pudieran conocer, porque en Él todos fueran una sola cosa; un hombre que en todo lo que hacía daba gloria a Cristo, realizando a su alrededor una anticipación de Su Reino.

«He sido afortunada: conocí al padre Alexander en el año 1968. En mi vida, era la primera persona con un nivel cultural que creía en Cristo —cuenta Liudmila Ulitskaya, una escritora muy conocida en Rusia e incluso en el extranjero—. En aquella época era una gran peculiaridad: fe y cultura se encontraban raramente... La vida soviética era inaguantable, sofocante... y buscábamos a tientas, escrutando cerca de un libro o una canción que iluminase el horizonte, tirándonos de cabeza en propuestas intelectuales de dudoso valor. Y aquí entre este extravagante público, desgreñado y confuso, aparece de improviso un rostro de la bella raza judía, un hombre culto, agudo, alegre, ¡un sacerdote ortodoxo! Culto, pero dotado de un saber estar que iba bien tanto con las viejitas del campo como con Averincev, Rostropóvich y Solzhenitsyn... Naturalmente, su sabiduría iba bien incluso con nosotros, jóvenes, que considerábamos el cristianismo como una de las muchas concepciones del mundo, fascinante en ciertos aspectos, inaceptable por otros. Teníamos ganas de hablar de cosas inteligentes. Pero aquello que nos propuso destrozaba las ideas que nos habíamos fabricado y vaciaba de sentido nuestras expectativas. El padre Alexander nos sugiere entrar en un espacio nuevo, diferente, en el que sopla el viento del desierto, en el cual judíos extremistas vagan bajo la guía de un hombre balbuciente y acomplejado, en el que un infeliz profeta, que había prometido ofrecer el significado último y la clave universal para resolver los problemas terrenales, sufre una muerte humillante que paradójicamente se transforma en prenda de plenitud y alegría».

«En aquella época todos se quedaban tranquilos, diciendo que lo imposible es imposible. Era evidente —recuerda Sergei Averincev—, revelarlo era una experiencia trágica. Pero ves llegar a un hombre que rechaza aceptar que lo imposible es imposible... El padre Alexander vivía la certeza de que la Iglesia ha sido mandada por su Fundador a salvar a los hombres, los hombres reales. Y así ocurre una cosa nueva: se deshace la mentira que insinuaba que Cristo fuera una cosa lejana, del pasado. Oh no, Él está con nosotros, aquí en el presente. Y nos espera en el futuro. El Misterio rebosante de gozo estaba siempre con él, acaso todavía más cuando se acerca al fin, mientras el presentimiento tácito del final que le esperaba se hacía cada vez más claro, y la plenitud natural de la vida que procedía de su propio temperamento dejaba paso a otra certeza, una certeza ya del otro mundo».

El 9 de septiembre de 1990 es asesinado el padre Alexander Men. Sus asesinos continuarán desconocidos, la larga investigación será muchas veces parada y luego cerrada definitivamente. Es un domingo por la mañana, el padre Alexander sale a celebrar la liturgia, y en el sendero que lleva desde su casa a la estación es asaltado y golpeado hasta la muerte con un hacha. Infinidad de hijos espirituales lo acompañan a la sepultura, los funerales son presididos por el metropolita Juvenal, miembro del Santo Sínodo de la Iglesia ortodoxa rusa.

Comentará el arzobispo Mijaíl Mudiugin, a su vez confesor de la fe del siglo XX: «Era un hombre de una profundidad extraordinaria, su vida ha sido un continuo ascenso que se culminó con el martirio. Pero es por la sangre de los mártires, lo sabemos desde los orígenes, que germinan las semillas del anuncio cristiano, sobre eso crece y se refuerza la Iglesia de Cristo... Cuantos entraban personalmente en contacto con él, y en particular cuantos participaban conjuntamente con él en la liturgia, se hacían conscientes de la libertad interior de su comunión de oración con el Padre celestial, una libertad colmada del Espíritu... Esta libertad interior era el elemento característico de su mentalidad, era aquello que convertía en tan fascinante su ministerio, su predicación y su persona. El padre Alexander ha sido realmente un profeta de nuestros días, un precursor de la evangelización —auténtica respuesta a las necesidades y a las expectativas que urgen en el corazón del pueblo».

La continuidad viva de la Iglesia

El padre Alexander aprende a conocer el Misterio desde niño, en una de las pequeñas comunidades cristianas que en los años treinta se esconden en Rusia en las catacumbas. En los rostros de los «testigos» que lo rodean en los años de la infancia no le resulta difícil vislumbrar el rostro humano de Aquel que ha venido a vivir en medio de nosotros; la historia del padre Alexander es un testimonio vivo de la continuidad de la tradición de la Iglesia, a pesar del régimen soviético. Nace en Moscú el 22 de enero de 1935, de padres judíos. Su nacimiento supone para su madre, Elena, el impulso definitivo para recibir el bautismo: Alik es por tanto acogido y educado en el seno de una comunidad ortodoxa clandestina guiada por el padre Serafín Batiukov.

El muchacho está extraordinariamente sediento de saber; a los diez años, por consejo de su madre, se organiza un programa serio de lecturas y adquiere el hábito de levantarse pronto, mientras todos duermen, para leer sin distracciones en la única estancia que comparte con sus padres, su hermano Pavel y la tía Vera. A los trece años se enfrenta con la lectura de Kant, después casi por casualidad se encuentra con las obras de los pensadores religiosos rusos, desde Chomiakov a Soloviev, Berdiaev, Bulgakov. Se interesa por las cosas más diversas, ama la pintura, la música, la poesía. Está apasionado por el estudio de la naturaleza, de la astronomía, de la biología: «Ya desde niño la contemplación de la naturaleza ha sido mi ‘primera teología’. Entraba en un bosque o en un museo como en un templo. Y también ahora una rama en flor o el vuelo de un pájaro me remiten a Dios por lo menos como un icono. Sin embargo el panteísmo siempre me ha resultado extraño. Siempre he percibido a Dios como una persona que se dirige hacia mí». La grandeza de la razón humana está en aprender a distinguir las huellas de esta Presencia, que es la única que puede saciar la sed de felicidad y de infinito del hombre: será precisamente este descubrimiento —que le estremece desde niño— lo que le hace después tan fascinante a los ojos de millares, millones de personas, en un contexto en el que la ideología soviética anuncia triunfalmente un progreso construido sobre la reducción, sobre la homologación de la persona humana.

Hacia los doce años Alexander siente la llamada al sacerdocio. Precisamente en una tarde veraniega, mientras pasea por Moscú, ve ondear en el cielo una inmensa representación de Stalin colgada de un globo aerostático. Es un signo: entiende que debe ponerse al servicio del verdadero Dios, anunciarlo a cuantos no han tenido el don del encuentro. A los catorce años comienza a servir al altar y a cantar en el coro de la parroquia moscovita de San Juan Bautista, en la calle Presnia.

Durante el bienio de estudios superiores desarrolla por su cuenta el programa del seminario, mientras, tras acabar en la escuela, simultáneamente, en 1953 entra en el Instituto de Biología. La campaña antisemita que había caracterizado los últimos años del régimen estalinista, de hecho, le cierra las puertas de acceso a la universidad. En 1956 se casa con una compañera de estudios, Natalia Grigorenko, con la que tendrá dos hijos, Elena y Mijaíl.

El ambiente estudiantil es el primer banco de pruebas para vivir el testimonio de Cristo en el mundo: los compañeros de Alexander saben perfectamente que es creyente y que frecuenta la Iglesia, sin embargo lo admiran por sus dotes humanas e intelectuales. Quien lo teme es, en cambio, la célula del partido presente en el instituto, que lo ve como un elemento pernicioso por la influencia religiosa que ejerce sobre los estudiantes e incluso sobre algunos profesores. A causa de su declarada pertenencia religiosa, en 1957 Alexander es excluido de repente del examen de Estado y en consecuencia no puede ejercer la profesión de biólogo.

Más tarde el padre Alexander hablará de este momento como uno de los más duros de su vida. Pero lo interpreta también como un signo, la llamada a responder de modo definitivo a la vocación sacerdotal. En 1958 es ordenado diácono, y en 1960 sacerdote.

Por deseo de la Providencia, el ordinario es monseñor Stefan Nikitin, médico y hombre de profunda espiritualidad que había pasado por el campo de concentración y había sido ordenado sacerdote clandestinamente en los años treinta por monseñor Atanasio Sajarov, a su vez guía espiritual del padre Serafín Batiukov y de la comunidad clandestina de Zagorsk que había iniciado en la fe al pequeño Alik. Es como si el padre Alexander recogiese el testimonio de las generaciones de mártires y confesores que le han precedido. También a él, misteriosamente, le será pedido seguir su mismo camino.

Después de la ordenación ejerce su ministerio en varias parroquias en la provincia de Moscú, primero en Akulovo, al suroeste de Moscú, luego en Alabino, a una cincuentena de kilómetros de la capital; en 1964 es bruscamente destinado a Tarasovka, y por fin en 1970 es enviado a Novaia Derevnia, donde ejercerá de vicepárroco el resto de su vida.

Doctor en teología, apologeta y estudioso de la Biblia, el padre Alexander comienza a publicar en 1959 en la revista del Patriarcado de Moscú y en algunos periódicos religiosos a los que Stalin había permitido reabrir en la posguerra. Sin embargo, a causa de la censura existente en la URSS, sea por la industria editorial del Estado o sea por las pocas cabeceras concedidas a la Iglesia ortodoxa, de hecho su vasta producción deberá circular sólo clandestinamente. La característica principal de su actividad teológica y científica es su nexo inseparable con su celo pastoral: en los años de su ministerio sacerdotal escribe numerosos libros de introducción al cristianismo, de historia de las religiones, un diccionario bíblico —todos concebidos como instrumentos de anuncio, nacidos de la provocación de la necesidad humana que el padre Alexander observa a su alrededor, y que le reclama a acompañar y a bautizar a miles de personas.

Trabajador infatigable, también durante los desplazamientos en tren hacia casa, la iglesia y sus trabajos y reuniones en la ciudad constituyen ocasiones para leer, o bien preparar una lección o responder a una carta, apoyándose en su inseparable cartera siempre llena de papeles. Tiene el don de saber expresarse en un lenguaje comprensible a las nuevas generaciones educadas en el ateísmo: no tiene nada de académico en sus escritos, científicamente fundados por otra parte, que son una suerte de prolongación, un extender la mancha de aceite de su testimonio de fe y de su labor misionera. Repite a menudo, con su cautivadora, divertida sonrisa: «Mirad, más que hablar escribo, después el libro se difunde y trabaja por mí —y yo mientras tanto descanso...».

«El Hijo del Hombre»

Esto que el padre Alexander testimonia, con infantil sencillez y conciencia adulta, es «Cristo todo en todos». De aquí surge su libro El Hijo del Hombre, sobre el que trabaja casi cuarenta años y alrededor del cual se ordena su vasta producción.

Ya con catorce años comienza a esbozar un libro sobre Jesús, que continúa durante los estudios superiores: sobresale en él su relación personal con Cristo y a la vez se documenta la historicidad de la figura del Salvador. Pondrá en circulación el texto en el año 1958, para sus feligreses, y concluirá la última redacción —la cuarta— pocos días antes de morir. El Hijo del Hombre se difunde al comienzo a través del samizdat; en 1968 se imprime en Bruselas (bajo el seudónimo de A. Bogoliubov) y después es enviado clandestinamente a la URSS; más tarde, durante la perestroika, será distribuido a través de los canales de distribución de libros, en conjunto más de tres millones de copias.

Alrededor de este tema central, el padre Alexander concibe y desarrolla un gran proyecto editorial en seis volúmenes, que llevan por título En busca del Camino, la Verdad y la Vida, y constituyen una clase de curso de reflexión cristiana sobre la historia de la religiosidad humana, como expresión del sentido religioso innato del hombre que encuentra la última respuesta en la Revelación, en Cristo y en la Iglesia.

«Creo que fue Cristo mismo quien le indicó cómo debía hablar a la gente, Él que había dicho a sus discípulos: ‘A vosotros os ha sido dado conocer los misterios del Reino de Dios, pero a otros sólo en parábolas’ (cf. Lc 8,10) —dirá el arzobispo Mijaíl Mudiugin—. Era esta disponibilidad del Salvador de ponerse al nivel de la gente, de sus exigencias y de sus posibilidades la que el padre Alexander ha imitado, elegido como camino... Comprendía muy bien la importancia de la razón, más allá que la buena voluntad... No basta inflamar los sentimientos de piedad y de entusiasmo: el cristiano debe tender hacia Dios con todas las energías que tiene, luego también con la razón...».

No es casual que el padre Alexander haya dedicado su primer libro El Hijo del Hombre a Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Es Cristo la piedra angular de su ministerio y de su creatividad. En sus obras impresiona, sobre todo, la centralidad de Cristo. También cuando no tratan directamente de la doctrina cristiana (por ejemplo los escritos sobre religiones antiguas), están todos impregnados de su visión de la centralidad de Cristo, de los luminosos rayos de Cristo que vivía en él y derramaba la gracia sobre sus lectores, del mismo modo que a cuantos le oíamos hablar... Cada gesto suyo respondía a un único fin, conducir a los hombres al encuentro personal con Cristo, infundir el amor a Cristo.

No resulta difícil entender el entusiasmo del padre Alexander cuando —ya estaba en marcha la perestroika— pudo ver los volúmenes del Curso Básico de Cristianismo de don Giussani, en particular la primera traducción rusa de El sentido religioso, de la que aceptó escribir el prólogo.

En él se lee, entre otras cosas: «Este libro se presenta a los hombres de hoy que se preguntan seriamente sobre el significado de la vida... Es un libro que habla del Esencial... No aconsejaría su lectura a quien está habituado a quedarse en la superficie del texto, a quien está acostumbrado a libros ‘ligeros’ o a fórmulas religiosas al uso. El autor es un serio y exigente interlocutor, que desea seguir, con paciencia, sin prisa, con atención en el desarrollo de su pensamiento, paso a paso. Y otra cosa, como anotación al margen. A pesar de que este libro sea dedicado a la religión, el lector no encontrará intenciones de comunicar una experiencia mística o reflexiones sobre ella... Don Giussani nos guía siguiendo el instrumento de la razón. Nos invita a no renunciar jamás a la razón, gran don de Dios, sino a usar todos los recursos para aproximarnos a la Realidad última...Uno de los elementos más fascinantes de este primer volumen del Curso Básico de Cristianismo de don Giussani es su sinceridad, la lealtad intelectual, la transparencia. El autor siente un gran respeto por el lector, le hace de interlocutor, le introduce confiadamente en el laboratorio de sus propias ideas. Lo hace partícipe del intenso y a la vez grato y noble trabajo del pensamiento, en la búsqueda del Espíritu».

Nace la comunidad

«Cuando fui ordenado sacerdote busqué hacer de la parroquia una comunidad y no solamente una agregación casual de personas casi desconocidas entre sí. Busqué hacer algo de modo que sus miembros se ayudaran los unos a los otros, que oraran juntos y juntos estudiasen la Escritura, que se participase en el conjunto».

El modelo en el que el padre Alexander se inspira para su ministerio son las comunidades apostólicas, que describe con su acostumbrada franqueza y profundidad: «Frecuentemente nos imaginamos las primeras comunidades cristianas como una reunión de santos. En realidad, también entonces tenían pasiones, debilidades, incluso entonces sufrían las caídas y las crisis que entristecen hoy a nuestra Iglesia. Sin embargo ella ha triunfado, a pesar de todo. Leed los Hechos de los Apóstoles y veréis cuántas discordias atormentaban la Iglesia de los orígenes. Por esto no debemos perder el ánimo, sino mirar hacia adelante con esperanza».

Su constante preocupación es el testimonio. Las prohibiciones del Estado soviético no son capaces de intimidarlo. Repite a menudo: «El momento más difícil para la Iglesia será cuando nos permitan hablar. Entonces nos avergonzaremos de no estar preparados para dar testimonio, y desafortunadamente no nos estamos preparando para hacerlo...». O bien: «Cuando tengamos algo que decir Dios nos dará una tribuna, incluso hasta la televisión...».

Su capacidad de acoger a todos es sorprendente, a veces parece hasta «escandalosa», como testimonia de nuevo Ulitskaya: «Alrededor del padre Alexander se arremolinaba una multitud de personas de lo más variopinto: ancianas y anhelantes matronas, presuntos intelectuales, adolescentes vanidosos, genios incomprendidos y toda una legión de infelices mujeres de todas las categorías (mujeres abandonadas, novias desilusionadas, madres humilladas). Se presentaban ante él movidas por búsquedas interiores, o, más a menudo, simplemente agobiadas por el propio dolor, pidiéndole a su vez lo que él tenía: fe, libertad, alegría. Una vez, por juventud e inexperiencia, le pregunté por qué tenía siempre detrás a toda esa gente tan extravagante, un poco enloquecida. Él era tan magnánimo, tan capaz de leer lo más profundo, que no me hizo ningún reproche, pero se limitó a decirme que Cristo ha venido para los pobres y los enfermos, y no para los ricos y los sanos. Después de algún tiempo, comencé a intuir lo que estaba por debajo de eso: él amaba como ‘prójimos’ a todos aquellos que llegaban, sin elegir a los mejores; amaba a todos los que tenían necesidad de él. Era su pueblo, su gente: bárbaros, ignorantes, moralmente inmaduros, pero eran suyos. Gente que se arremolinaba a su alrededor día y noche. Que le llamaba por teléfono, le escribía, llamaba al timbre. Y él siempre estaba allí, para acoger a todos ‘en el mismo umbral’ —como me decía de él una vieja amiga ya fallecida, que sabía bien qué es la ‘Puerta de los pecadores’...».

Paulatinamente los encuentros informales en casa del padre Alexander o en las de sus feligreses se transforman en reuniones semanales en pequeños grupos (aunque en la Unión Soviética todas las reuniones de carácter religioso con excepción de las celebraciones de culto estaban expresamente prohibidas por las leyes). Son grupos centrados en la oración común y la ayuda fraterna, según las exigencias de los participantes: hay quien se prepara para el bautismo, quien profundiza en el estudio de la Biblia o la historia de la Iglesia y cosas así. La comunidad se reunía después semanalmente en Novaia Derevnia para la liturgia.

Nace la Iglesia: «Quiero deciros una última cosa. Muchas veces me he preguntado: ‘La doctrina de Cristo es estupenda. El Evangelio es una cosa maravillosa. Pero la Iglesia ¿dónde se encuentra? Tiene tantos aspectos negativos...’. Sí, lo negativo que tiene y que ha tenido. Pero antes de decir esto y de rechazarla, deberíamos recordar que la Iglesia es de Cristo. Es Él quien la ha fundado hace dos mil años, y Él el que ha dicho que las puertas del infierno no prevalecerán, es Él quien está presente en ella y lo estará hasta el fin del mundo. Si es así, significa que Él no ha deseado que nosotros encontráramos la Verdad en soledad, cada uno en su pequeño mundo aislado, sino que ha querido que la halláramos juntos. Ciertamente, es un camino arduo, porque toda sociedad humana encierra en sí misma tentaciones, peligros, roces. Pero así lo ha querido Él. Repito una vez más, ésta es Su voluntad. Su Iglesia, Su Espíritu, presente en ella incluso hoy, aquí y ahora».

El anuncio en el mundo

En los años de la perestroika la actividad educativa del padre Men se intensifica: conferencias, clases en las escuelas, intervenciones en la radio y en la televisión. En 1987 la revista de teología del Patriarcado de Moscú publica un artículo suyo (¡después de veinte años!), y el 11 de mayo de 1988 el padre Alexander desarrolla su primera clase pública, en la Casa de la Cultura del Instituto del Acero de Moscú. Tras tantos años de ateísmo científico, que un sacerdote se ponga en la palestra ante un grupo de estudiantes y profesores hablando de fe, cultura y ciencia es un hecho inaudito. Cuando más tarde, en octubre, es invitado a hablar en una escuela de la capital, hasta el periódico Izvestia publica la noticia. En los últimos dos años participa en alrededor de doscientas conferencias públicas, entre las cuales se encuentran diversos ciclos sobre la Biblia, la historia de la Iglesia, las grandes religiones de la humanidad, los pensadores rusos, el comentario del Credo.

«El padre Alexander hablaba de forma maravillosa... En su hablar, sea desde el púlpito o desde la mesa, no tenía nada de mecánico, aunque estuviese obligado a repetir los mismos conceptos una y otra vez... Era evidente que conseguía su propia fuerza de algo diferente, era un desprendido intermediario entre la Instancia suprema y los fieles. Era incansable: además del acostumbrado trabajo pastoral lograba visitar a los enfermos, dar la comunión a los moribundos, desarrollar seminarios, responder a las cartas... Llevaba siempre consigo la alegría y sabía compartirla con los demás —recuerda otra vez Liudmila Ulitskaya—. El cristianismo del padre Alexander era alegre. Era ortodoxo, de una ortodoxia que se dirige directamente a la fuente, a Cristo mismo. Conocía perfectamente la historia de la Iglesia, y los dos mil años de cristianismo histórico con sus errores... no constituían para él en absoluto un inconveniente... No le impedían ser quien era, un transbordador hacia la ribera, hacia una playa donde arde un fuego sobre el que se asan algunos peces y el Resucitado está sentado allí al lado, esperando a sus discípulos».

El ecumenismo es, para el padre Alexander, la dimensión natural del cristianismo: de aquí su capacidad para valorar todos los aspectos de la cultura humana, de reconocer el soplo del Espíritu en cada cosa. Por ejemplo, relee atrevidamente en clave religiosa una novela discutida y a menudo considerada «poco ortodoxa» como El maestro y Margarita, de Bulgakov. O bien, traduce El poder y la gloria de Graham Greene, donde el protagonista, un cura mejicano perseguido por el régimen, también en sus atormentadas vicisitudes deja un «testimonio», como subraya el padre Men en la introducción: «Greene hace lo imposible para quitar al martirio toda aureola... el que en la novela se narra es lo opuesto de la leyenda devota que la madre católica lee a sus hijos. Sin embargo, siguiendo una voz interior, el protagonista recorre su propio camino hasta el fin. No se considera un confesor de la fe. Sino que simplemente dice que en él hay algo que tiene más poder sobre él que él mismo. Es aquí, en esta humilde fidelidad donde se encuentra el triunfo de Cristo. Su fuerza es Su gloria».

Dirá también: «... No tenemos el derecho moral a declarar que una persona no es creyente. Yo, por ejemplo, estoy convencido de que Albert Camus fue creyente. Formalmente se mantenía ateo, pero en la profundidad de su espíritu vivía con absoluta evidencia el ímpetu religioso. Lo mismo puede decirse de Nietzsche y de muchos otros. Por el contrario, nosotros somos personas que deseamos tenerlo todo definido o hasta nos ocupamos de la teología, pero en la prueba de los hechos la temperatura de nuestra fe no supera los treinta y tres grados y medio...».

En mi opinión, todo aquello que es bello procede de Dios. El hombre puede no reconocerlo, puede permanecer ateo, pero si hace algo bello, esto es de todos modos un don de Dios, un don de Dios ofrecido secretamente... Esto es válido para todos los temas: existen las representaciones de la Virgen en las que el aspecto espiritual está totalmente ausente, mientras se ven paisajes o bien obras abstractas o simbólicas sin ningún contenido religioso, que están impregnadas de religiosidad... Poco importa que se trate de un paisaje, de un jarrón con flores o de una naturaleza muerta: todo depende de lo que hay en el alma del que lo crea... Podemos estar seguros de que todo aquello que de perfecto y de espléndido hay en la naturaleza y en el arte saltará al reino de Dios, donde la belleza y la armonía serán plenamente manifestadas.