ÍNDICE

PREFACIO

Marcello Pera, Senador de la República Italiana y, durante un período parlamentario, Presidente del Senado, se define a sí mismo como un liberal que, sin embargo, es consciente, precisamente en cuanto tal, de formar parte de la tradición del pensamiento cristiano, y reconoce en el encuentro entre el pensamiento tradicional cristiano (católico) y el pensamiento liberal su tarea específica como filósofo y político. En su libro Perché dobbiamo dirci cristiani, publicado por la Editorial Mondadori en 2008, Pera propone la tesis sobre la existencia de una conexión interna entre la tradición del pensamiento cristiano y el pensamiento liberal, que es de importancia decisiva para el futuro político y cultural de Europa. De modo impresionante Pera analiza los principales pensadores liberales, para llegar a la sorprendente conclusión de que pertenece a la esencia del liberalismo el estar enraizado en la imagen cristiana de Dios. El énfasis en la idea de la libertad humana, que caracteriza al pensamiento liberal, presupone la idea del hombre como imagen de Dios, cuya consecuencia es precisamente la libertad del hombre. Analizando los textos y presentando la estructura interna del liberalismo, Pera muestra con gran coherencia que el liberalismo se destruye a sí mismo si pierde sus raíces, es decir, si abandona la imagen cristiana de Dios y del hombre que es su fundamento. Desde este presupuesto se entiende el título del libro: sin el arraigo en los elementos esenciales del legado cristiano, el liberalismo se pierde a sí mismo. La democracia liberal, en su fundamento filosófico, supone esa herencia y reposa en ella.

Al tema de la relación del liberalismo con el cristianismo pertenecen también las reflexiones acerca de la crisis ética. En efecto, Pera muestra cómo la ética liberal está íntimamente emparentada con la doctrina cristiana del bien y cómo ambas pueden y deben vincularse entre sí en la lucha por el hombre.

A partir de estas tesis esenciales se comprende su análisis del multiculturalismo. Pera hace ver que se trata de un concepto en sí mismo contradictorio y que, por tanto, no puede indicar un camino abierto al futuro. Abrirse a la múltiple herencia cultural de la humanidad presupone una propia identidad cultural; sólo entonces puede darse un encuentro fecundo entre las diversas culturas. Al mismo contexto pertenece también el análisis de los conceptos de diálogo interreligioso y diálogo intercultural. Al principio el lector puede quedar sorprendido ante la afirmación de Pera, según la cual el diálogo religioso, entendido en sentido estricto, no es posible, y que al mismo tiempo el autor enfatice con fuerza la necesidad del diálogo intercultural. ¿Cómo entenderlo? Pera quiere decir que las decisiones que tocan a la fe de un verdadero creyente no están en discusión. La pregunta, por ejemplo, sobre la verdad o no de la doctrina trinitaria, en última instancia, no es objeto de discusión. La respuesta afirmativa o negativa depende de una decisión que nace de la fe. Ciertamente se puede intentar poner en evidencia la lógica interna de esta visión aparentemente contradictoria y aclarar malentendidos e interpretaciones equivocadas. Pero el o el no en cuanto tales no son objeto de discusión. Por otra parte, se puede y se debe tener un diálogo sincero sobre las consecuencias éticas y culturales de las decisiones fundamentales de orden religioso, y esto con el fin de alcanzar una actuación responsable en común, a pesar de las diferentes decisiones de fondo.

Con su sobria racionalidad, su amplia información filosófica y la fuerza de sus argumentaciones, el libro del Senador Pera es, en mi opinión, de gran importancia para la Europa y el mundo de hoy. Espero que encuentre también en España y en los países de habla hispana una gran acogida, y ayude a dar al debate político, más allá de los problemas que apremian, esa profundidad sin la cual no podemos superar el desafío del momento histórico que vivimos.

Castel Gandolfo, 8 de septiembre de 2009
Benedicto XVI

I
LIBERALISMO, ECUACIÓN LAICA Y CUESTIÓN CRISTIANA

Los liberales en la bifurcación de la religión

La pregunta más difícil que se les puede hacer hoy a los liberales es ésta: «¿Qué es el liberalismo?». Se presenta un problema así de radical cada vez que una concepción difundida y generalmente aceptada (teoría científica, doctrina ética, teoría jurídica, programa político) encuentra serias dificultades teóricas y de aplicación e intenta ajustarse como mejor puede. La teoría ajustada ya no es, por definición, la original y, por consiguiente, no es monolítica, sino articulada y compuesta, a veces incluso ecléctica, pero mientras consiga proteger su propio núcleo es todavía una teoría utilizable, aunque se presente dispersa en muchas versiones. Así sucede hoy con el liberalismo1.

En el plano de la cultura y de la acción política, los liberales son desde hace tiempo clase de gobierno en casi todo el Occidente, donde han salido vencedores sobre los absolutismos y sobre los totalitarismos y han sometido —o si no sometido sí al menos inducido— a la democracia a evitar la «tiranía de la mayoría», obligándola a respetar ciertos derechos fundamentales de los ciudadanos. Los regímenes liberales son los más avanzados, los que ofrecen más bienestar, más oportunidades, más movilidad social, más garantías. A menudo atraviesan crisis económicas, pero consiguen superarlas sin rebajar el nivel de vida de los ciudadanos. Y constituyen un polo de atracción para muchos otros regímenes y una meta para una gran cantidad de refugiados y emigrantes. Y, con todo, esta victoria de los regímenes liberales no es propiamente liberal. Estos regímenes son hoy todos ellos híbridos, en particular respecto a un punto fundamental en que el liberalismo cede vistosa y progresivamente a la democracia: la elaboración del derecho mediante votaciones de mayorías parlamentarias, incluso en lo concerniente a los mismos derechos considerados fundamentales.

En cuanto a la doctrina liberal, también es híbrida en sí misma. Son tantas las divisiones, distinciones, fracturas que hasta resulta difícil hablar de una única doctrina. Todos los puntos principales son objeto de controversia. ¿Es el liberalismo una doctrina únicamente política, limitada a la organización de la esfera pública, o es una doctrina general, filosófica, ética, metafísica o, como se dice ahora, «comprensiva»? El concepto sustentador del liberalismo, la libertad, ¿significa libertad de coerción, interferencia, vínculos, etc. o libertad para conducir nuestra propia vida con autonomía moral y racional? ¿Se ha de entender la autonomía en el sentido de libertad de elegir según los propios designios o en el sentido de tener los recursos y el poder efectivo para actuar de este modo? La libertad y la propiedad privada, o la libertad y la economía capitalista, están unidas conceptualmente, ¿son lo mismo, se relacionan como medio-fin, o bien son conceptos inconexos que pueden ir por separado? ¿Son compatibles la libertad y la justicia? ¿Hasta qué punto tolera un régimen liberal la interferencia de la política en la redistribución de los recursos por parte del Estado? Más aún, ¿es el liberalismo una teoría a escala universal o bien tiene un valor local o nacional, sólo para ciertas comunidades o a partir de un determinado estadio de desarrollo de la civilización? Y, por último, aunque sin agotar la lista: ¿es el liberalismo universalista y ciego a todas las diferencias individuales y comunitarias o bien es pluralista y permite derechos étnicos y de grupo?

Para ninguna de estas preguntas existe una respuesta unívoca en nuestros días. Hay liberales de un tipo y liberales de otro. El resultado es que ya no hay ninguna versión del liberalismo que no contenga conceptos —«tradición», «nación», «justicia social», «redistribución», «intervención pública»— que sean originarios de ésta o de aquélla de las otras dos principales familias políticas en lid: el conservadurismo y el socialismo, y bastante más del segundo que del primero, hasta tal punto que, en el lenguaje político americano, liberal se ha convertido más o menos en sinónimo de «socialdemócrata» en el lenguaje político europeo. Y es cosa sabida que cuando, para caracterizar una doctrina, se añade al sustantivo que la define un adjetivo que la califica —liberalismo «social», liberalismo «democrático», liberalismo «conservador», liberalismo «libertario», liberalismo «nacional», liberalismo «multicultural» y, viceversa: socialismo «liberal», democracia «liberal», etc.—, eso significa que la doctrina que de ahí resulta pasa por serias dificultades. Al final, o bien cambia de ropa o bien se ve obligada a vivir en la miseria, para quedar destinada, a continuación, al abandono.

Los regímenes híbridos que acogen políticas que fueron inconciliables en un tiempo y una doctrina también híbrida que contiene nociones antes incompatibles constituyen hoy los signos característicos de la crisis del liberalismo2. Esta crisis no la niega nadie, y la misma proliferación de escuelas de pensamiento, de variantes doctrinales, de programas de investigación está ahí para llamar a la realidad incluso al más obstinado de los liberales. Con todo, «crisis» no significa «fin». El núcleo en torno al que gira el liberalismo, a pesar de las diferentes justificaciones que ofrecen del mismo sus diferentes variantes, y por el que se rigen los regímenes liberales, a pesar de las variadas dosificaciones políticas que recomiendan sus constituciones, sigue siendo todavía, por lo general, resistente y atrayente. Se trata de la idea de los derechos naturales (o llamados también «humanos», «fundamentales», «esenciales», «de base», etc.): todos los hombres son libres e iguales por naturaleza, y sus libertades fundamentales son anteriores al Estado e incoercibles por éste3. Esta idea tiene varios corolarios. Uno es éste: cada uno es libre de perseguir su propia concepción del bien. Otro es: cada uno goza de libertad de conciencia y religiosa.

Estos corolarios muestran ya el bien conocido optimismo liberal. ¿Cómo consiguen unos hombres libres e iguales, autorizado cada uno de ellos a elegir su propia vida y, por consiguiente, cada uno de ellos en conflicto potencial con cada uno de los otros, estar juntos, ser fieles y leales a un Estado? Para garantizar la coexistencia social, es preciso plantear alguna hipótesis o presuponer que la sociedad liberal se caracteriza por la máxima armonizabilidad de las concepciones del bien (o por su mínima distancia recíproca) y por la máxima compatibilidad de las fes religiosas (o por su mínima conflictividad). En caso contrario, estallaría la guerra de todos contra todos —que es precisamente el estado salvaje de naturaleza que los liberales pretenden superar— con consecuencias fatales para toda la sociedad.

Los grandes Padres del liberalismo tenían muy presente este problema y se mostraron confiados en resolverlo. No por casualidad pensaban en el «derecho cosmopolita», en la «federación de pueblos», en la «paz perpetua», así como sus hijos piensan hoy en las Naciones Unidas, en la Corte Penal Internacional, en la Carta universal de los derechos del hombre. Sin embargo, la historia ha sacudido también las convicciones más arraigadas. Los presupuestos liberales en el campo doctrinal han entrado en crisis con el descubrimiento del pluralismo de los valores y, todavía más, con la idea de su relatividad e inconmensurabilidad, es decir, la tesis según la cual no existe una unidad de medida común para evaluar todos los tipos de culturas y de civilizaciones. En la práctica, incurren en un alto riesgo en las sociedades modernas, en cuyo interior están renaciendo fuertes sentimientos nacionalistas y donde las diferentes concepciones del bien conviven cada vez más a duras penas y aparece la idea multicultural de los derechos de grupos, clases, categorías, diferentes de los de la mayoría o de toda la nación o de toda la humanidad. No es casual que la misma vieja idea liberal de unidad (moral y racional) del género humano se haya fragmentado hasta tal punto que hoy, como dice el lema de la Unión Europea, se ha transformado en un oxímoron: «Unidad en la diversidad».

En particular, la religión se ha mostrado recalcitrante con el optimismo liberal. Dirigiéndose de una manera prepotente al teatro, ha elaborado preguntas sobre la identidad y la pertenencia, se ha convertido unas veces en obstáculo para la integración y la convivencia de millones de inmigrantes y otras, por el contrario, como estímulo para la formación de nuevos Estados, se ha puesto como límite y freno a muchas legislaciones en materia ética, ha engendrado diferentes formas de fundamentalismo, ha dado lugar a tensiones, violencias y hasta terrorismo. Y esto, en el Occidente liberal, cambia los términos de la cuestión: para el ejercicio y la justificación de los derechos liberales, una cosa es la sociedad religiosamente homogénea al calor del cristianismo, como ha sucedido durante siglos, y otra cosa es una sociedad donde reina una fuerte competición religiosa, como sucede en nuestros días.

El remedio típico propuesto por los liberales, para evitar o reducir lo más posible este tipo de conflictos, ha sido o bien oponerse a la religión o bien separarla de la vida pública: dos soluciones distintas, pero ambas convergentes en la ecuación «liberal igual a laico». La laicidad y el laicismo han sido considerados como un bien refugio, como un escudo protector contra las amenazadas dirigidas al núcleo de la doctrina: si la sociedad es laica y el Estado también lo es, entonces —aquí aparece de nuevo el optimismo liberal— la religión no penetra en ella, y si no penetra en ella tampoco constituye un factor de riesgo para la estabilidad social.

Esta solución, a pesar de haberse difundido hasta tal punto que ha sido acogida como una especie de dogma, no ha dado, con todo, unos resultados satisfactorios, sobre todo en Europa. Es más, parece que ha facilitado o agravado la crisis moral o ético-civil que está atravesando en nuestros días, precisamente en el momento en que «dar un alma a Europa» se ha convertido en un imperativo político contra los riesgos del fracaso del gran designio de la unificación. Por eso, la segunda pregunta más difícil para los liberales hoy es la siguiente: «¿Existe, y en caso afirmativo cuál, alguna relación entre el liberalismo y la religión, en particular con el cristianismo, que es la religión tradicional de referencia de los Padres liberales y de los países liberales?». Ésta es la bifurcación principal frente a la que se encuentra la doctrina liberal, y aquí es donde se juega sobre todo su destino. La respuesta a esta pregunta es vital. Porque, si existe un nexo no extrínseco entre el liberalismo y el cristianismo, entonces el liberalismo se puede referir a un patrimonio suficientemente sólido de valores éticos y religiosos donde anclar los fundamentos conceptuales de su propia doctrina. Si, por el contrario, no existe ese nexo, entonces el liberalismo se convierte en una multiplicación de su propia crisis.

Frente a esta bifurcación, elijo la primera carretera. No asumo, y hasta rechazo, las posiciones antiliberales que han sido un funesto ejercicio intelectual y político de muchos fascistas, nazis, comunistas, e incluso las propias de muchos conservadores4, aunque considere que el conservadurismo tenga razón en un punto que el liberalismo, por defecto de autorreflexión, olvida: la defensa de los fundamentos de su propia tradición. No comparto, en particular, la objeción de que el liberalismo es una doctrina basada en el individualismo, el egoísmo, el hedonismo, carente de interés por las virtudes y el bien común. Rechazo también esa filosofía de la historia —de matriz hegeliana y heideggeriana— según la cual la modernidad empieza con el nacimiento del individuo en el siglo XVI, prosigue con la ciencia del XVII, la Ilustración del XVIII, la nación del XIX y acaba en el siglo XX con la técnica del exterminio en el campo de Auschwitz, después del cual «sólo un Dios puede salvarnos». Una historia así es precisamente la que cuentan los antiliberales y los anticristianos que, tras la tragedia a la que ellos mismos ayudaron, se dan golpes de pecho y siguen rezando a divinidades equivocadas («un Dios», pero el nuestro), o bien consideran que del primado liberal del individuo se siguen el laicismo y la negación del sentido y del valor de la religión5.

Las objeciones contra el liberalismo son muchas y algunas de ellas son razonables y tienen fundamento. La mía es que ha perdido la fe en sus propios fundamentos y cortado el vínculo que existe, histórica y conceptualmente, entre el liberalismo y el cristianismo. Estoy convencido de que las ideas hoy prevalecientes al respecto entre los liberales —a saber: que no es oportuno dar importancia o voz a la religión, que la religión es irrelevante para la vida pública, que es un obstáculo, o bien que está superada en el mundo moderno o posmoderno— son insostenibles en la doctrina y ruinosas en la práctica, sobre todo en Europa, donde es más aguda la crisis del liberalismo. Ésta es la tesis que pretendo sostener.

Antes de proceder, es obligatorio realizar una precisión. Dada la naturaleza teorética y políticamente híbrida de la que he hablado y sobre cuyas razones volveré en el capítulo tercero, a lo largo de este trabajo me referiré al liberalismo, a los liberales y a los regímenes liberales para referirme a una variedad de posiciones. Naturalmente, tanto en la doctrina como en la práctica política, un liberal es diferente de un conservador, de un demócrata, de un socialdemócrata. Sin embargo, en la medida en que también ésos aceptan la idea de los derechos fundamentales, como, en la retórica y en la acción, acostumbran a hacer casi todos, pueden ser clasificados como «liberales» o, si se prefiere, como herederos de los liberales o como continuadores de los mismos. De todos modos, para evitar meter la nariz en las atribuladas disputas de familia y para evitar las insolubles controversias puristas y nobiliarias (quién es «el auténtico liberal», cuál es «el verdadero liberalismo»), cuando deba referirme a algún autor citaré o bien a aquellos que se definen como liberales o bien a aquellos en los que actúa la doctrina liberal de manera visible. El problema de que aquí se trata —la relación entre el liberalismo y la religión— nos facilita las cosas, porque en este terreno están marcadas decididamente las semejanzas. Podemos observar, por ejemplo, que, a pesar de las relevantes diferencias por las que se sitúa a los liberales americanos «a la izquierda» y a los europeos «a la derecha», la actitud (crítica y negativa) respecto a la religión pone a ambos en el mismo lado, por tener los unos y los otros visiones teóricas semejantes y por patrocinar ambos dos medidas políticas semejantes.

El teatro principal de mis reflexiones es Europa, aunque casi todo lo que voy a decir se extiende a todo el Occidente. Por eso, para disponer la escena, empezaré desde aquí por la apostasía del cristianismo que está en curso sobre todo en el Viejo Continente y que hoy está siendo alimentada en particular por la cultura liberal y laica. A continuación, trataré cuatro puntos. Primero: presentaré y someteré a debate la ecuación laica corriente entre los liberales. Segundo: proyectaré una mirada sobre la historia del anticlericalismo, que representa un residuo de aquella ecuación. Tercero: me dirigiré a los Padres del liberalismo para captar cómo trataban ellos el problema e inspirarme en ellos. Cuarto, iré al punto principal: por qué deben considerarse cristianos los liberales: Digo deben, no: «pueden» o «no pueden no».

La apostasía del cristianismo

Las medidas típicas liberales en Europa para gobernar las borrascosas relaciones étnicas, culturales y religiosas han sido las legislaciones generosas sobre la inmigración, las facilidades a las concesiones de la ciudadanía, la aceptación de las costumbres de los otros incluso cuando eran incompatibles con las nuestras, las censuras puestas a los símbolos de nuestra historia, la negativa a considerar la religión como un factor decisivo de la vida pública o incluso sólo influyente en los comportamientos y costumbres sociales. En cuanto a los problemas éticos, las medidas más difundidas han sido la proliferación de los así llamados «nuevos derechos», el reconocimiento de las pretensiones más diversas y en ocasiones (al menos respecto a nuestra tradición) también más perversas, la invención de nuevas instituciones de derecho sobre todo civil, las más atrevidas y permisivas autorizaciones de investigaciones y prácticas médicas que afectan a los valores cristianos fundamentales.

Para tomar todas estas medidas, los gobiernos y las fuerzas políticas liberales han recurrido a las palabras aparentemente más nobles y generosas que conoce el vocabulario político: «inclusión», «reconocimiento», «acogida», «aceptación de las minorías», o bien: «diálogo», «tolerancia», «respeto», o bien aún: «constelación posnacional» o «sociedad posmoderna», para referirse a un tipo ideal de comunidad sin fronteras, pluralista y abierta, indulgente y permisiva, que se debería mantener junto con el «patriotismo constitucional», otra expresión entrañable, como veremos, a los liberales modernos (sobre todo a los que ocupan las frecuencias democráticas del espectro).

Sin embargo, las consecuencias de tanto amasijo de humanitarismo, utilitarismo, subjetivismo, permisivismo han estado poco a la altura de las expectativas. Las políticas inclusivas de las fronteras abiertas han provocado tensiones sociales en algunas grandes ciudades europeas (en los barrios periféricos de París y en otros lugares). La acogida generosa a los inmigrantes ha producido la reivindicación de zonas francas con una jurisdicción especial incompatible con la nacional (en Inglaterra), así como violencias étnicas y religiosas (en Holanda). El multiculturalismo y el asimilacionismo, recetas europeas en el tema de la integración, no han impedido conflictos religiosos tratados como controversias sobre el modo de vestir (en Francia, la cuestión del velo de las mujeres musulmanas) o regulados mediante sutilezas de derecho administrativo (en Italia, la disputa sobre la presencia del crucifijo en las escuelas y aulas públicas). La idea de la constelación posnacional con su patriotismo constitucional no ha limpiado de minas los terrenos de los nuevos nacionalismos étnicos (en Bélgica, por no hablar de los Balcanes), no ha protegido a Europa del terrorismo islámico (en Madrid, en Londres), no ha evitado el fracaso de la Constitución europea para la que había sido elaborada sobre todo (los referendos en Francia y Holanda y, más recientemente, en Irlanda). En el plano de las legislaciones éticas, los nuevos derechos reclamados como «conquistas civiles» han llevado a duras controversias sobre todos los temas relevantes.

En suma, se está produciendo en toda Europa un efecto bumerán: cuanto más proceden los gobernantes apoyándose en la idea «somos liberales, y por eso somos abiertos, nos mostramos disponibles, tolerantes, permisivos, respetuosos con todos, dueños de nosotros mismos», más desconcierto, desbandada, incertidumbre, incomodidad se produce en los gobernados y, en general, más piden éstos puntos de referencia morales, espirituales y de identidad que hacen renacer el tema de la religión (y el papel de la Iglesia)6. Esta disfunción entre la ebriedad de la máxima libertad de hacer y la percepción de la miseria de lo que se sigue de ahí, entre la libertad reclamada y el resultado obtenido, entre el sentido del dominio de sí y la sensación de inseguridad de cada uno, alimenta una crisis moral o ético-civil en Europa. La vieja pregunta de Kant —¿qué debo hacer?— resuena hoy de muchas formas en una gran cantidad de bocas y la incertidumbre sobre la respuesta provoca un efecto depresivo, de desorientación, no sólo moral, sino también política y social, y hasta demográfica. ¿Qué es Europa? ¿En qué cree? ¿Qué ideales, valores y estilos de vida persigue?

Ahora bien, es la religión la verdadera piedra de escándalo. Más que olvidada, es objeto de combate. Lo que está pasando en Europa es una apostasía del cristianismo7, una batalla que se libra en todos los frentes, desde la política a la ciencia, desde el derecho a las costumbres, en la que la religión tradicional europea, la que la ha bautizado y educado durante siglos, asume el papel de imputada de culpas que van desde la amenaza al Estado laico al obstáculo para la coexistencia social, a la aversión a la investigación científica. El resultado total es que los europeos conviven sin identidad en una Europa sin Dios8. Volveré sobre esto varias veces más adelante, mas, para comprender de qué se trata, voy a recordar aquí los signos más sobresalientes y elocuentes de esta apostasía.

Europa evita mencionar sus raíces judeo-cristianas en la (muerta y sepultada, resucitada con otras semblanzas y muerta de nuevo) Constitución europea.

Europa condena a un político porque, en su propia esfera privada, afirma que el matrimonio homosexual es contrario a su credo cristiano.

Europa promueve legislaciones que violan principios cristianos sobre los principales temas éticos. Sostiene el aborto, la eugenesia, la eutanasia, la manipulación de los embriones, tolera ya la poligamia y rebaja las defensas legislativas contra la pedofilia.

Europa no defiende a un Papa, Benedicto XVI, atacado porque había sostenido en un discurso que el cristianismo es la religión del logos y no de la espada, y había pedido al islam que se pronunciara de un modo análogo.

Europa impide a este mismo Papa hablar en una universidad, porque es pública y laica.

Europa esconde sus símbolos cristianos, ya no se desea Feliz Navidad o Feliz Pascua de Resurrección, porque dice que no quiere ofender a los no creyentes o a los otros creyentes.

Europa concede la máxima libertad religiosa y de culto a los musulmanes en su propios Estados, pero tolera que en los Estados de estos últimos se conculque esta misma libertad hasta el martirio de los cristianos en África, en China, en Turquía, en la India.

Europa protege bajo el escudo de la libertad de expresión las obras de arte blasfemas respecto al cristianismo, pero suspende esta misma libertad cuando se trata de irreverencias satíricas respecto al islam.

Europa reacciona de manera débil frente al fundamentalismo y al terrorismo islámicos, porque se considera culpable de exportar la civilización cristiana.

Y así otras cosas, de cesión en cesión. No sorprende que los estudiosos hablen ahora de una «Europa sin Dios»9 ni que los datos prueben que Europa —precisamente el viejo «Continente cristiano»— se encuentre entre las áreas más secularizadas de Occidente10.

Italia —para abrir y cerrar de inmediato un paréntesis— pertenece a Europa, y los signos de la crisis ético-civil no son menos en ella. Vamos a fijarnos sólo en dos, para no entrar en detalles. En Italia actúa todavía un reflejo que ha quedado de la guerra civil; este reflejo se manifiesta en la campaña de recíproca deslegitimación de las fuerzas políticas respecto a los principios de la Constitución y en el uso de la historia reciente como arma política. Y hasta la misma idea de nación italiana tiene todavía dificultades para superar los traumas bautismales de su nacimiento resurgimental y renacimiento republicano, si todavía se habla de «identidad tambaleante»11, un presidente de la República intenta alimentar el patriotismo nacional y otro apela al constitucional. En cuanto a la apostasía del cristianismo, Italia resiste más que otros países, pero sus élites culturales lo convierten en un estandarte y algunos partidos en un punto del programa político.

La libertad y la democracia, recién conquistadas ayer, rigen y ganan terreno de una manera visible y por todas parte en el continente, pero cada vez más gracias a los beneficios materiales que aportan que a causa del credo sobre el que se basan. Con el riesgo de que, si los primeros sustituyen al segundo, vacila la misma fuente de la sociedad liberal y democrática.

El viejo Platón no pensaba, a buen seguro, cuando escribía la República ni en la Europa ni en la Italia del año 2000, pero como vivió en un Estado que se encontraba en una condición análoga, reflejó con un gran esmero la crisis, para perenne beneficio de los que vendríamos después. Captó lo que sucede cuando la libertad se convierte en licencia y la democracia se trueca en anarquía. «Por lo pronto, todo el mundo es libre en este Estado [democrático]; en él se respira la libertad y se vive libre de toda traba; cada uno es dueño de hacer lo que le agrada [...]. Pero donde quiera que existe este poder, es claro que cada ciudadano dispone de sí mismo y escoge a su placer el género de vida que más le agrada [...]. En verdad esta forma de gobierno tiene trazas de ser la más bella de todas, y esta diversidad prodigiosa de caracteres [la constitución democrática] es de admirable efecto, como las flores bordadas que hacen resaltar la belleza de una tela»12.

No hace falta decirlo, se trata de un retrato perfecto de la Europa de hoy: atrayente e invitadora («la más bella de todas»), multicultural («diversidad prodigiosa de caracteres», «de admirable efecto»), libre («escoge a su placer el género de vida que más le agrada»), igualitaria («en el que reina una mezcla encantadora y una igualdad perfecta, lo mismo entre las cosas desiguales, que entre las iguales»: 558c), relativista («todos los placeres son de la misma naturaleza y merecen ser satisfechos»: 561c), no faltan en ella el perdonismo y la incertidumbre de las penas («¿no es preciosa la belleza de ciertas sentencias judiciales?»: 558a), la relajación de la educación («los maestros, en semejante Estado, temen y contemplan a sus discípulos; éstos se burlan de sus maestros y de sus ayos»: 563a) ni tampoco el lenguaje políticamente correcto que tergiversa el sentido de las antiguas palabras («encubriendo su fealdad con los nombres más preciosos, la insolencia, con el de cultura; la anarquía, con el de libertad; el libertinaje, con el de magnificencia; la desvergüenza, con el de valor»: 560e-561a).

Ahora bien, se trata de una sociedad —la prevista por Platón y la nuestra— que se degrada («Por la misma razón, para la democracia es la causa de su ruina el deseo insaciable de lo que mira como su verdadero bien. —¿Cuál es ese bien? —La libertad»: 562b).

La crisis moral de Europa consiste en esta degradación. Degradación de la política, que se advierte cada vez menos como responsabilidad de cada uno. Degradación de las costumbres, cada vez más tolerantes con cualquier extravagancia. Degradación del sentimiento común, que cada vez soporta menos los vínculos morales. Degradación de las relaciones sociales, cada vez más envenenadas y reducidas a un ámbito de mónadas. Compete sobre todo a los liberales elaborar una respuesta teórica sólida, no ecléctica o ad hoc u ocasional. Lo que necesitan es una doctrina unitaria y coherente, atrayente desde el punto de vista político y moralmente poderosa. En caso contrario, los liberales tal vez puedan sentirse orgullosos de haber elaborado, junto con la «sociedad de consumo», la «sociedad libre» o la «sociedad abierta» o la «sociedad postradicional», podrán felicitarse por haber perseguido la «paz perpetua» y, a continuación, la «sociedad cosmopolita», pero no podrán decir que han construido la sociedad buena o la sociedad justa o la sociedad virtuosa. Al contrario, cargarán con la responsabilidad de haber elaborado justamente lo contrario.

La ecuación laica

Vamos a considerar ahora la cuestión del nexo entre el liberalismo y la religión desde el punto de vista de la doctrina. Me limitaré a citar a los pensadores más representativos e influyentes. Su respuesta va en el sentido de negarlo o cortarlo.

Según John Rawls, por citar al más autorizado de los liberales contemporáneos, el liberalismo es «una tesis autónoma» o autosuficiente (freestanding), «política y no metafísica»)13, que no tiene necesidad de fundamentos externos, en particular de «doctrinas comprensivas del bien» como las fes religiosas, y que no acoge otros valores que sus propios valores políticos. De manera análoga, según Jürgen Habermas, por citar a otro intelectual que no es precisamente liberal, pero que después de realizar muchas peregrinaciones da muestras de acercarse a éste, el liberalismo político «se [auto]comprende como una justificación no religiosa y posmetafísica de los fundamentos normativos del Estado constitucional democrático» y «el Estado liberal puede sostener su propia necesidad de legitimación de modo autosuficiente»14. Richard Rorty ha escrito que la cultura liberal ideal sería aquella «en que no quedara ni rastro de la divinidad»15. Para Bruce Ackerman, «el Estado liberal [está] exento de revelación divina»16. Y muchos otros liberales piensan que la esencia del liberalismo consiste en el rechazo de la dimensión religiosa o en su irrelevancia o en cualquier caso en su inutilidad17.

¿Por qué esta respuesta?

Porque entre los liberales se ha abierto camino y ha echado raíces un pensamiento único dominante. Políticos, intelectuales, historiadores, filósofos, escritores, periodistas, analistas —en suma, el mainstream cultural encargado de la formación de la opinión pública— se muestran hoy todos de acuerdo en decir que el liberalismo implica o equivale a laicidad. «Liberal igual a laico» es el dogma más difundido en los ámbitos dedicados al ejercicio del poder, desde los parlamentos a las universidades y a los medios de comunicación. Llamo a esta fórmula ecuación laica, y ecuaciones laicas a las que están conectadas con ella, sea por derivación o por afán de precisión.

Traducida a la política y aplicada al Estado, significa que:

(1) El Estado liberal es laico.

Esta ecuación, aunque sea de público y casi indiscutible dominio, o tal vez precisamente a causa de ello, no es inmediatamente perspicua. «Laico» es un término ambiguo. Se puede tomar en el sentido de «lo que no ha sido justificado o probado o argumentado en términos de creencias religiosas» o en el de «lo que ha sido justificado en términos diferentes u opuestos a los de las creencias religiosas». En el primer sentido, laico es el que (o lo que) prescinde de la religión. En el segundo sentido, es aquel que (o aquello que) niega o se contrapone a la religión. Tomada en el primer sentido, la ecuación laica se convierte en:

(2) El Estado liberal es no religioso.

Si la entendemos correctamente, en sentido estricto, esta fórmula es verdadera, dicho de manera más precisa se ha vuelto verdadera hoy para nosotros. Tras el fin del absolutismo y de la unión entre el trono y el altar, todos consideramos como una gran conquista política que las instituciones del Estado sean una casa abierta, donde cada uno convive con cualquier otro y a nadie se le discrimina o excluye a causa de su fe religiosa. En nuestra época posterior a Westfalia, el principio cuius regio eius religio sería incluso inconcebible. El Estado, en virtud de su propia naturaleza, no interfiere en las opciones libres de sus ciudadanos, no impone una creencia religiosa como propia, no se somete a ninguna autoridad eclesiástica («Iglesia libre en un Estado libre»). Incluso en los lugares donde están previstas iglesias de Estado o se afirma que ésta o aquélla es la religión de la mayoría de la población, el dictado de la ley es un residuo histórico inerte que no impone ya a los ciudadanos ninguna obligación religiosa particular.

La ecuación (2) tiene una característica: es claramente negativa. Que esto es un defecto es algo que se ve por ciertas circunstancias que, en un régimen de pluralismo, acaecen a menudo en la práctica. ¿Qué se puede hacer cuando los ciudadanos se dividen en grupos religiosos que intentan prevalecer unos sobre otros y se dirigen al Estado para dirimir sus controversias? Para obtener una respuesta es preciso transformar la fórmula de negativa en positiva, establecer cómo debe comportarse el Estado, y, antes aún, si debe asumir cierta posición o tomar alguna decisión. Los liberales se han inspirado, al respecto, en el principio de que el Estado debe ser independiente de las creencias religiosas y neutral con respecto a las mismas; ahora bien, dado que este principio es también negativo y no dice ni si debería intervenir ni qué debería hacer exactamente el Estado en las circunstancias indicadas, lo han precisado ulteriormente.

Si —ésta es la precisión— el principio de la neutralidad impone la no intervención del Estado en materia religiosa y, no obstante, los ciudadanos le piden al Estado una toma de posición que tenga valor religioso, entonces, para salvar el principio y, al mismo tiempo, satisfacer las demandas, se puede imponer al Estado que dicte normas políticas públicas de convivencia sobre las que exista el máximo consenso o el mínimo disentimiento, y dejar a los ciudadanos, in privato, en todo lo demás plena libertad en sus propias fes. Así, el Estado no debe decidir qué creencia religiosa debe prevalecer, sino qué demanda de los grupos religiosos es compatible con las normas políticas públicas. El Estado permanece neutral desde el punto de vista religioso, aunque no inerte respecto a las decisiones políticas. Puesta así, en positivo, la ecuación (2) se vuelve:

(3) El Estado liberal incluye la religión en la esfera privada, o bien: «El Estado liberal excluye la religión de la esfera pública».

Ésta es la fórmula del liberalismo político contemporáneo, cuya sustancia consiste en distinguir y separar las «concepciones políticas públicas» (del Estado) de las «doctrinas comprensivas privadas» (de los ciudadanos). Cuando Rawls y Habermas dicen que el liberalismo es «autosuficiente», pretenden sostener precisamente que no se basa en, o no recibe su justificación de, ninguna doctrina pre-política —ética, filosófica, metafísica o religiosa—, sino que el liberalismo distingue y separa la esfera pública (no religiosa) de las esferas privadas (religiosas o de otro tipo)18. Naturalmente, al ciudadano que encuentra su propia fe encerrada en un gueto, o en un refugio doméstico, esto se le presenta como un sacrificio, como una renuncia, o como una violencia, pero —se le replica— en realidad supone una gran ventaja, porque evita o reduce los conflictos en las condiciones de pluralismo y, por consiguiente, otras y peores violencias.

¿Todo bien, entonces? No. A pesar de las mejores intenciones, esta tesis, en su cruda formulación literal, tiene más de un defecto serio19. En tanto, dado que no puede existir ninguna autoridad exterior que trace el límite entre lo público y lo privado, todo el que lo marque y lo haga como lo haga lo realiza en el interior de su propia cultura, de la que es imposible suprimir toda creencia religiosa o doctrina comprensiva. Por otra parte, las creencias religiosas, en virtud de su misma naturaleza, tienen una dimensión pública y pretenden orientar las decisiones públicas. El que profesa una fe no lo hace como alguien que se pone un pijama en su dormitorio o una determinada corbata para una recepción, donde los gustos y las modas carecen de consecuencias importantes. Quien tiene una fe extrae enseñanzas y orientaciones de ella, para su propia vida y también para la de los otros, y por eso es imposible, a no ser que se haga de una manera coercitiva, pedirle que la confine únicamente en la esfera privada. Por último, la historia muestra que con frecuencia la concepción pública de una época es una doctrina comprensiva de una época precedente. Baste con pensar precisamente en las mayores conquistas políticas liberales. Por ejemplo, una constitución que declara la igual dignidad y garantice la igualdad de derechos de hombres y mujeres afirma una concepción política que hoy es de todos, pero contiene elementos de una doctrina comprensiva ética que ayer sólo era propia de algunos grupos (los que lucharon contra las discriminaciones). Y naturalmente tiene razón al considerar que el mismo liberalismo no puede ser confinado en los límites exclusivos de una concepción neutral o procedimental, sino que él mismo es una doctrina comprensiva o parte de ella.

Volveré sobre este punto. Aquí observo que los mismos liberales que han introducido la fórmula (3) han comprendido su crudeza y han intentado corregirla. Rawls, por ejemplo, ha debilitado la (3) con una «cláusula condicional»: las doctrinas comprensivas pueden ser introducidas en la esfera pública, siempre que, en su momento, se den razones públicas de ellas20. Y Habermas la ha debilitado ulteriormente con una «reserva institucional de traducción»: las doctrinas religiosas se pueden introducir siempre que sean argumentadas con un lenguaje racional21.