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ENNIO MORRICONE

EN BUSCA DE AQUEL SONIDO

MI MÚSICA, MI VIDA

CONVERSACIONES CON

ALESSANDRO DE ROSA

TRADUCCIÓN DE CÉSAR PALMA

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BARCELONA MÉXICO BUENOS AIRES NUEVA YORK

A mi mujer, Maria, con amor.

Mi inspiración, mi ánimo continuo

ENNIO MORRICONE

A mis padres, Gianfranco y

Raffaela, a mi hermano

Francesco y a Valentina.

A Boris Porena, Paola Bučan

y Fernando Sánchez Amillategui.

A Ennio Morricone

ALESSANDRO DE ROSA

Resulta extraño observar y reexaminar la vida de uno de esta manera. Para ser sincero, jamás pensé que pudiera hacer nada semejante. Hasta que conocí recientemente a Alessandro y este proyecto se desarrolló de forma tan gradual y espontánea que yo mismo pude volver a los hechos que iban surgiendo, casi sin darme cuenta, poco a poco.

Hoy puedo decir que observo desde otro punto de vista algunos acontecimientos, aquellos que a lo largo de una vida suelen ocurrir y punto, sin que nos dé tiempo en el momento a analizarlos y ponerlos en perspectiva. Quizá esta larga exploración, esta larga reflexión, en este momento de mi vida, hayan sido importantes e incluso necesarias. Por otro lado, como he descubierto, entrar en contacto con los recuerdos no significa solamente sentir melancolía por algo que se esfuma como el tiempo, sino también mirar hacia delante y comprender que todavía queda algo y que, a lo mejor, pueden todavía suceder muchas cosas.

Sin el menor género de duda, se trata del mejor libro que versa sobre mí, del más auténtico, del más detallado y cuidado.

Del más verdadero.

ENNIO MORRICONE

DE DÓNDE PROCEDEN ESTAS CONVERSACIONES

Conocí la música de Ennio Morricone hace muchos años. No recuerdo con precisión el momento exacto, porque en 1985, el año en que nací, muchas de sus composiciones ya habitaban el planeta desde hacía tiempo, pero sí me acuerdo que de pequeño veía con mis padres en televisión Il segreto del Sahara.Debía de tratarse de una reposición, pues yo ya tenía más de tres años– o Dos granujas en el Oeste, con Bud Spencer… También recuerdo algunas imágenes de La Piovra (El Pulpo)… así que estoy seguro de haber escuchado también las bandas sonoras de esas producciones.

Nunca íbamos al cine.

Más tarde descubrí que aquellos temas musicales los había compuesto Morricone y a saber cuántos más ya se habían filtrado en mi mente antes de poder asociarlos con su nombre.

Como el colegio me aburría, empecé a estudiar guitarra con mi padre, luego con otros, pero aquello no me bastaba: yo quería crear algo propio. Esa era mi necesidad, mi pretensión. Me dije que quería conseguirlo con la música. Pasé de un maestro a otro, pero buscaba uno auténtico. El adecuado.

La tarde del 9 de mayo de 2005, mi padre, Gianfranco, llegó a casa directo del trabajo cargado con Metro, uno de esos diarios gratuitos que suelen repartir por la calle.

«Dentro de un rato Ennio Morricone dará una charla en el Spazio Oberdan, en Milán… A lo mejor Francesco y tú llegáis a tiempo.» Francesco es mi hermano.

Fui corriendo a mi habitación y preparé un cedé con unos cuantos temas que había compuesto en el ordenador, escribí una carta, la metí en un sobre y se la dirigí a Morricone. Sin rodeos, le pedía que escuchara el disco, en especial una pista: I sapori del bosco (Los sabores del bosque), la pista 11 (me gustaba mucho –me sigue gustando– La consagración de la primavera, de Stravinski, de modo que había intentado, un poco de oídas, improvisando una partitura, recrear aquella sonoridad). Añadí que me encantaría conocer su opinión y que me encantaría aún más recibir clases de él.

Pues sí, le pregunté si quería ser mi maestro.

Francesco y yo llegamos al Spazio Oberdan un poco tarde, no encontrábamos aparcamiento y la charla ya había empezado. Esperamos fuera. Cerca de nosotros había unos tipos protestando, todos unos personajes… Recuerdo que más o menos al cabo de una hora, un hombre de mediana edad –distinguido, con chaqueta y corbata– se puso nervioso y se marchó en su coche rojo, las ventanillas abiertas y Amarcord, de Nino Rota, a todo volumen: aquello me hizo gracia. Pocos minutos después, alguien abrió una puerta de servicio y salió, yo metí un pie antes de que la puerta se cerrase y así entramos.

La charla estaba a punto de terminar. La sala estaba abarrotada. Pude escuchar únicamente la última pregunta y la última respuesta.

¿Qué piensa usted de los nuevos compositores?

Depende, me mandan muchos cedés a casa, normalmente los escucho unos segundos y luego los tiro a la papelera —aseguraba Morricone.

Supuse que debía de estar de mal humor, pero, a pesar de ello, me puse en la cola de fans que esperaban que les firmara un autógrafo.

Casi había llegado al estrado, cuando Morricone se puso de pie e hizo ademán de marcharse, pero la única salida de la sala estaba junto a mí, no había bastidores. Me dije: «¡No! Esto sí que no…». Mientras Morricone bajaba del estrado, me abrí camino sin pedir permiso y salí a su paso. Le dije que tenía un cedé para él. En un primer momento, el maestro pensó que le estaba pidiendo que me firmara un autógrafo en la cubierta y sacó el bolígrafo, pero le aclaré que lo que quería era que escuchara el disco. Él me dijo que no sabía dónde guardarlo, yo insistí y educadamente se lo puse delante, para demostrarle que un cedé no ocupa demasiado espacio. Añadí que me interesaba sobre todo conocer su opinión acerca de la pista 11. Él cogió el sobre, suspiró y desapareció.

De vuelta en casa, se lo conté a mis padres, ellos ya estaban acostados. Corté por lo sano y dije: «Bueno, al fin y al cabo, ha dicho que lo tira todo. Buenas noches».

Al día siguiente, ocurrió lo imprevisible. Yo me encontraba en Vercelli, para ir a una clase de armonía –que siempre me ha faltado– en el estudio de Stefano Solani, cuando de pronto mi madre me llamó por teléfono. Morricone había llamado y quería hablar conmigo, incluso me había dejado un mensaje en el contestador automático, que más tarde grabé y aún conservo hoy en día.

Me decía que era martes 10 de mayo y que había escuchado la pieza: reconocía que tenía grandes dotes, pero que se notaba que era autodidacta. Tenía que encontrar un buen maestro. Él no podía darme clases porque no tenía tiempo, pero debía estudiar composición. «No hay otra: su pieza es buena, pero, si no estudia composición, siempre imitará a alguien.» Se trataba de un problema grave, yo no conocía a ningún maestro de composición.

Lo llamé una semana después para darle las gracias y para pedirle un consejo. «¿Puede recomendarme a alguien?» Dijo que podía darme algún nombre, pero que todos los profesores que conocía vivían en Roma. Me aconsejó que no entrase en el conservatorio y que siguiese mi propio camino, que aprendiese al menos a componer fugas. Le di las gracias y le respondí que me mudaría a Roma.

Eso hice. A partir de ese momento empecé a estudiar composición y mi vida se complicó bastante, pero aprendí mucho, sobre todo, con Valentina Aveta, mi compañera de aquellos años, y, en Cantalupo in Sabina, cerca de Roma, con Boris Porena –terminó siendo mi maestro–, Paola Bučan, Fernando Sánchez Amillategui y Oliver Wehlmann –a todos nos encantaba conversar largo y tendido– , con Jon Anderson, de Yes, con quien comencé a colaborar profesionalmente, y con todas las personas que fui conociendo en el transcurso de aquellos trabajos que me permitían sobrevivir. Sin estas relaciones, probablemente este libro jamás habría visto la luz.

De vez en cuando hablaba por teléfono con Morricone. Yo le enviaba algunas de mis reflexiones o le pedía alguna opinión por carta y él me llamaba al día siguiente para darme su punto de vista. Aquel intercambio, aunque solo fuera telefónico, era importante para mí: me daba perspectiva y ánimos.

Permanecí en Roma seis años y, cuando decidí trasladarme a Holanda para proseguir mis estudios, volví a escribirle para explicarle por qué había decidido marcharme. Me llamó, como ha hecho siempre, y me contó con emoción las penalidades que había sufrido al principio de su carrera… «En cuanto regrese a Roma, me gustaría entregarle un breve texto sobre mi experiencia como compositor», me dijo. Hasta que no comenzamos a trabajar juntos, siempre nos tratamos de usted.

Ese texto se titula La música del cine ante la historia. Lo descubrí finalmente en el verano de 2012, cuando nos reunimos en su casa. Tal y como me había prometido, me regaló una copia, y me pidió que le hiciera saber mi opinión. Me sentí halagado y tomé algunos apuntes con interés.

Así nació este proyecto que, aquí, entre estas páginas, materializa solamente la punta del iceberg de lo que he encontrado. Nuestras conversaciones comenzaron en enero de 2013; yo vivía en Holanda, pero regresaba con frecuencia a Roma. Desde entonces, trabajé convencido de que le entregaría el texto completo a los diez años de nuestro primer encuentro. Y así fue. El 8 de mayo de 2015 salí de Solaro –donde todavía hoy viven mis padres– y fui a la casa de Ennio, para que me diera su aprobación. Me marché de allí a las cuatro horas y sentí en mi interior una rueda grande y pesada que, girando sobre sí misma, completaba lentamente su rotación.

En efecto, estas conversaciones nacen así, de mi firme determinación y de la confianza de Ennio Morricone, quien me ha permitido continuar en esta aventura, una aventura que he vivido como una oportunidad única y como una enorme responsabilidad. Por ello, le doy las gracias a él y a Maria –su esposa, siempre tan atenta y solícita, a su familia y a todos aquellos que me han dedicado su tiempo, a veces mucho más que solo una tarde, para recabar más datos y, de forma especial, a Bernardo Bertolucci, Giuseppe Tornatore, Luis Bacalov, Carlo Verdone, Giuliano Montaldo, Flavio Emilio Scogna, Francesco Erle, Antonio Ballista, Enzo Ocone, Bruno Battisti D’Amario, Sergio Donati, Boris Porena y Sergio Miceli.

El libro no pretende ni puede hablar de todo, es imposible contar cada detalle de una de las personalidades musicales más influyentes del siglo XX, una personalidad tan compleja y rica como la de Ennio Morricone. Sin embargo, creo que el lector, sea o no músico, encontrará temas que le interesen. Esa, al menos, es mi esperanza.

ALESSANDRO DE ROSA

EL PACTO CON MEFISTÓFELES:

DURANTE UNA PARTIDA DE AJEDREZ ENTRE

ENNIO MORRICONE Y ALESSANDRO DE ROSA

¿Quieres jugar una partida?*

Más que una partida, tendrás que enseñarme a jugar. [Cogemos un tablero muy elegante que Morricone tiene sobre una mesa del salón en el que estamos sentados, en su casa.] ¿Cuál es el primer movimiento?

Suelo abrir con la reina, así que seguramente haría ese movimiento, pero una vez, un gran ajedrecista como Stefano Tatai me aconsejó que abriese siempre en E4, una abreviatura que me recuerda mucho el bajo continuo.

¿Pasamos enseguida a la música?

En cierto sentido… Con el tiempo he encontrado fuertes puntos de contacto entre el sistema de notación musical, dividido entre duración y altura, y el ajedrez. Aquí las dos dimensiones siguen siendo espaciales, el tiempo es de lo que dispone el jugador para hacer el movimiento adecuado. Además, son combinaciones verticales y horizontales, disposiciones gráficas diferentes, como las notas en armonía. Y no solo eso: cabe juntar modelos y movimientos como si fuesen partes de una instrumentación. El jugador que no abre, quien mueve las negras, antes de pasar a las blancas cuenta con diez posibilidades, que luego se multiplican de manera exponencial. Eso me hace pensar en el contrapunto. El paralelismo, si lo buscamos, existe, y los progresos en un terreno se enlazan a menudo con los del otro. No es casual que entre los los matemáticos y los musicólogos se oculten generalmente los más grandes jugadores. Pienso en Mark Taimánov, pianista y ajedrecista excepcional, en Jean-Philippe Rameau, en Serguéi Prokófiev, en John Cage, en mis amigos Aldo Clementi y Egisto Macchi: el ajedrez es pariente de las matemáticas y, como afirmaba Pitágoras, las matemáticas lo son de la música. En especial, de cierto tipo de música, por ejemplo, de la de Clementi, tan vinculada al serialismo, a los números, a las combinaciones… los mismos elementos clave del juego del ajedrez.

En el fondo, para mí, son actividades igual de creativas; ambas se basan en procedimientos gráficos y lógicos que implican también la probabilidad, lo imprevisto.

¿Qué es lo que te apasiona, en concreto?

A veces, precisamente, lo imprevisible. Un movimiento que sale de la rutina es, en efecto, más difícil de prever. Mijail Nejemiévich Tal, uno de los más grandes ajedrecistas de la historia, ganó muchas partidas gracias a movimientos que confundían tanto al rival que no tenían tiempo suficiente para reflexionar. Bobby Fischer, un auténtico fuera de serie, quizá mi preferido, inventó movimientos inesperados y sorprendentes.

Ellos arriesgaban jugando, en gran medida, llevados por su instinto. Yo, en cambio, busco la lógica del cálculo.

Para mí, el ajedrez es el juego más hermoso, precisamente porque no es solo un juego. Todo se cuestiona, las reglas morales, las de la vida, la atención y las ganas de luchar sin derramamiento de sangre, pero con voluntad de vencer y de conseguirlo justamente. Sirviéndote del talento y no solo gracias a la suerte.

En efecto, cuando agarras estos pedacitos de madera, estas estatuillas se convierten en una fuerza, absorben la energía que uno les da. En el ajedrez está la vida, está la lucha. Es el deporte más violento que hay, comparable al boxeo, pero mucho más caballeroso y sofisticado.

He de confesarte que, cuando componía la música de la última película de Tarantino, Los odiosos ocho (2015), y mientras leía el guion, iba descubriendo la tensión que silenciosamente crecía entre los personajes, pensaba en el estado de ánimo que se experimenta durante una partida de ajedrez.

Sin embargo, al contrario de lo que ocurre en las películas de Tarantino, en este deporte no se derrama ni una gota sangre, nadie acaba herido. Y, a pesar de ello, no es un juego frío. Todo lo contrario, el ajedrez está dominado por una tensión angustiosa y silenciosa. Incluso hay quien dice que el ajedrez es una música silenciosa y, para mí, jugar es un poco como escribir música. Y tanto es así que para las Olimpiadas de ajedrez de Turín celebradas en 2006 escribí el Himno de los ajedrecistas.

¿Con cuál de tus amigos directores de cine o músicos has jugado más?

Con Terrence Malick he jugado unas cuantas partidas y he de reconocer que es mucho mejor que yo. Con Egisto Macchi, las partidas eran mucho más disputadas. Aldo Clementi era un rival muy difícil: creo que de diez partidas, él me habrá ganado al menos seis. Sí, Aldo Clementi era mejor que yo y todavía recuerdo la vez que me contó de una partida que jugó con John Cage. Yo no estaba, pero fue una partida legendaria en el mundo de la música.

Una partida legendaria entre lógica y caos. ¿Qué haces para mantenerte en forma en el ajedrez?

Conozco a varios ajedrecistas profesionales y, cuando puedo, los sigo en los torneos y en las partidas. Además, desde hace años, estoy suscrito a las revistas especializadas más importantes, entre ellas, La Italia Scacchistica y Torre & Cavallo – Scacco! ¡Hace unos años incluso pagué la suscripción dos veces!

A pesar de mi empeño y de mi pasión, ahora juego cada vez menos al ajedrez, pero últimamente me enfrento a Mephisto, un tablero electrónico.

Un tablero demoniaco…

Desde luego, yo siempre pierdo. Creo que le he ganado unas diez veces en total, en alguna ocasión hemos hecho «tablas», como se dice en argot, pero suele ganar Mephisto.

Antes era diferente. Cuando mis hijos todavía vivían en Roma, jugaba bastante con ellos. De hecho, durante años traté de contagiarles mi pasión y, con el tiempo, Andrea me superó.

¿Es verdad que desafiaste al gran maestro Borís Spaski?

Sí, es verdad. Eso fue hace unos diez años, en Turín. Creo que fue en el mejor momento de mi carrera de ajedrecista.

¿Y ganaste?

No, pero acabamos en tablas. Aquella partida fue estupenda, en opinión de algunos que la presenciaron. Detrás de nosotros, decenas de espectadores: jugando solamente quedamos él y yo. Spaski me confesó después que no había puesto todo su empeño en la partida. De lo contrario, claro está, el resultado habría sido otro, pero yo me sentí muy orgulloso de mí mismo. Imagínate que todavía conservo en el tablero de mi despacho las notas de toda la partida.

Abrió él con un «gambito de rey», un movimiento terrible y difícil para mí. Lo defendió, pero en el quinto movimiento yo puse en práctica una de las invenciones de Bobby Fischer, su rival histórico, y empaté. Entonces ambos tuvimos que ejecutar tres veces los mismos movimientos, los que llevan a pedir tablas.

Después traté de transcribir el final de la partida, incluso le pedí ayuda a Alvise Zichichi, pero no lo conseguí. Todo lo que allí había ocurrido me había dejado tan confundido que olvidé los últimos seis o siete movimientos. Una lástima.

¿Tenías estrategias recurrentes?

Durante una época jugué la modalidad «relámpago», una modalidad basada en la velocidad, y conseguí buenos resultados, pero después empeoré. Me enfrenté a gigantes como Kaspárov y Kárpov, con los que perdí claramente, con Judit Polgár, por aquel entonces embarazada, y Péter Lékó, en Budapest. Para mí fueron grandes acontecimientos. Lékó me ofreció la revancha después de cometer yo en la apertura un error de principiante. Y volví a perder, pero creo que perdí esa segunda vez de forma más honrosa.

Con los años he comprobado la existencia de una inteligencia genuinamente ajedrecística que se manifiesta ahí, durante la partida, y que no guarda relación con la capacidad reflexiva del individuo en la cotidianidad.

Una inteligencia especializada…

Sí, he conocido a muchos jugadores con los que no habría tenido ningún tema de conversación, pero que eran ajedrecistas sensacionales. Spaski, por ejemplo, era una persona muy pacífica y apacible, pero ante el tablero demostraba una feroz determinación.

[Entretanto, Ennio me ha comido casi todas las piezas.] ¿Cómo comenzó tu pasión por este juego?

Por casualidad. Un día, de niño, me tropecé con un manual y, tras hojearlo un poco, me lo compré. Estudié el texto durante un tiempo y después empecé a jugar con Maricchiolo, Pusateri y Cornacchione, unos amigos que vivían en el edificio de la via delle Fratte, del barrio de Trastevere, donde yo vivía con mis padres. Llegamos incluso a organizar torneos cuadrangulares. Comencé a descuidar los estudios de música. En un momento dado, mi padre se dio cuenta de ello y me dijo: «¡Oye, tienes que dejarlo!», y lo dejé.

No jugué durante años. Volví a hacerlo hacia 1955, ya tenía veintisiete o veintiocho años y no fue fácil. Me inscribí en un torneo en Roma, en el Lungotevere. Hay que tener en cuenta que llevaba sin estudiar ajedrez todos aquellos años. Aún recuerdo que mi rival, del barrio de San Giovanni, siguió una «defensa siciliana». Yo cometí errores garrafales y me dio una paliza, pero me quedó algo claro: tenía que retomar los estudios del ajedrez.

Estudié con Tatai, un «Maestro», doce veces campeón italiano, quien, desafortunadamente, solo por medio punto no llegó a proclamarse «Gran Maestro» en un torneo celebrado en Venecia hace muchos años. Seguí con Alvise Zichichi y, por último, estudié con Ianniello, «Candidato a maestro»; Ianniello no me enseñaba solo a mí, sino a toda mi familia. Además, con él me preparé para presentarme al torneo de promoción, con el que llegué incluso a la segunda categoría nacional. Conseguí casi 1.700 Elos, una buena puntuación, aunque un campeón del mundo ronda los 2.800. Y, por ejemplo, Garri Kaspárov llegó a 2.851.

No bromeabas en absoluto… Hace un tiempo incluso declaraste que estarías dispuesto a cambiar tu Óscar honorífico por el título de campeón del mundo. Ahora, una afirmación así te resultaría más sencilla porque ya no tienes solo una estatuilla, sino dos. [Sonrío.] En cualquier caso, esas palabras me chocan mucho.

[Sonríe.] Si no hubiese sido compositor, me habría gustado ser ajedrecista, pero de alto nivel, un aspirante al título mundial. Entonces sí habría valido la pena dejar la música y la composición. Pero no fue posible. Como tampoco pude cumplir mi ambición infantil de hacerme médico.

Por lo que se refiere a la medicina, no di ni un paso; para el ajedrez estudié mucho, pero ya era tarde: el parón de esos años fue excesivo. Estaba decidido, tenía que ser músico.

¿Tienes remordimientos por eso?

Me alegra haberme realizado con la música, pero aún hoy en día me pregunto qué habría ocurrido si hubiese sido ajedrecista o médico. ¿Habría alcanzado los mismos logros que he conseguido en la música? A veces me respondo que sí. Creo que me habría esmerado para dar lo mejor de mí y que lo habría logrado: porque me aplico y consigo amar lo que hago. A lo mejor, no habría llegado a ser «mi» profesión, pero sin duda me habría dedicado a ello con tanta pasión que eso hubiera hecho aflorar la indecisión sobre una elección quizá un tanto precipitada.

¿Cuándo supiste que querías ser compositor? ¿Era vocación?

He de reconocer que no. Fue un proceso gradual. De niño, como te decía, tenía dos ambiciones: primero quería ser médico y, más tarde, ajedrecista. En ambos casos, me habría gustado destacar en mi terreno. Pero mi padre, Mario, trompista1 de profesión, no pensaba como yo. Un día me puso la trompeta en las manos y me dijo: «Os he criado a vosotros, que sois mi familia, con este instrumento. Tú harás lo mismo con la tuya». Me matriculé en el conservatorio, en el curso de trompeta, y solo al cabo de unos años llegué a la composición: terminé con brillantez el curso de armonía y los profesores me aconsejaron que cogiera ese camino.

Así que más que de vocación, yo hablaría de adaptabilidad a la exigencia. El amor a mi trabajo, al igual que la pasión, fue llegando gradualmente, con cada paso adelante que iba dando.

** Los textos en redonda corresponden a Ennio Morricone. Las intervenciones en cursiva son de Alessandro de Rosa. (N. del E.)