Prevención de la violencia y resolución de conflictos

EL CLIMA ESCOLAR COMO FACTOR DE CALIDAD

Isabel Fernández

Catedrática de Instituto
de Educación Secundaria

Prólogo de Elena Martín

Universidad Autónoma
de Madrid

NARCEA, S. A. DE EDICIONES
MADRID

AGRADECIMIENTOS

 

A mi familia, esposo e hijos, sin cuyo apoyo no hubiese sido posible esta humilde labor de investigación.

A mis compañeras coautoras, cuyas sugerencias han completado y mejorado dicha labor.

Al colectivo del I.E.S. Pradolongo, que me ha proporcionado la realidad necesaria para la reflexión.

Han colaborado:

Margarita Blanco, Profesora de Educación Secundaria

M.ª del Mar Callejón, Profesora de Educación Secundaria

M.ª Carmen Martínez, Catedrática de Educación Secundaria

Rosario Ortega, Catedrática de Psicología Evolutiva y de la Educación. Universidad de Sevilla

 

 

© NARCEA, S.A. DE EDICIONE, 2017

Cubierta: Femando García de Miguel

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Índice

PRÓLOGO por Elena Martín

1. INTRODUCCIÓN

Filosofía de la convivencia. Objetivo y estructura del libro

2. VIOLENCIA, AGRESIÓN Y DISCIPLINA por Rosario Ortega Ruiz

Agresividad humana. Agresividad, violencia y conflicto. La violencia no es natural. Convenciones de los iguales. Esquema dominio-sumisión. La violencia, un fenómeno interpersonal. Violencia e indisciplina

3. CAUSAS DE LA AGRESIVIDAD ESCOLAR

Agentes exógenos a la propia escuela: Análisis social; medios de comunicación, familia. Agentes endógenos: escuela; relaciones interpersonales

4. TIPOS DE HECHOS VIOLENTOS

Abusos entre compañeros: naturaleza; agresiones por parte de un grupo; características de la víctima; características del agresor; consecuencias. La disrupción en el aula; el profesor y el control de la clase; motivaciones del alumnado; el estrés del profesor: absentismo escolar

ESTRATEGIAS DE ACTUACIÓN

5. MODELO DE INTERVENCIÓN

Ámbitos de actuación: concienciación; aproximación curricular; atención individualizada; participación; organización

6. PENSAR JUNTOS. CREAR NORMAS por Isabel Fernández y M.ª Carmen Martínez Pérez

Instrumentos, cuestionarios y prevención. Establecer pactos. Principios de convivencia. Normas de centro: normas generales; normas de uso y seguridad; sondeo. Normas de clase. Plan de Acción Positiva. Conclusión

7. APROXIMACIÓN CURRICULAR por Isabel Fernández, Margarita Blanco y M.ª del Mar Callejón

Educación en valores. Habilidades sociales y resolución de conflictos. Aprender a cooperar: el aprendizaje cooperativo. La tutoría

8. TRATAMIENTO DIRECTO DE LOS AGENTES EN CONFLICTO

El papel de la familia. Atención a la disrupción. Abusos entre compañeros. Víctima: Modelo de técnica asertiva (Sharp y Smith, 1994). Agresor: «Método Pikas» y «Círculo de amigos»

9. PARTICIPACIÓN

Participación formal e informal. Participación en el aula. La decoración y los espacios. Actividades complementarias y extraescolares. Sistemas de mediación

10. ORGANIZACIÓN ESCOLAR

Equipo directivo. Tiempos: horarios, reuniones de alumnos. Espacios: grupo-aula; materia-aula; recreo. Guetización de los centros. Relaciones con agentes externos

CONCLUSIONES

BIBLIOGRAFÍA

ANEXOS

Cuestionarios

Prólogo

Por desgracia, pero como no podría ser de otra manera, los problemas que mayor repercusión tienen sobre la vida de las personas son a su vez los más difíciles de resolver, ya que obedecen a una compleja multicausalidad. El tema de la violencia en los centros escolares responde a este patrón y ello hace del libro de Isabel Fernández un valiente proyecto.

Enfrentarse a la comprensión del origen de los comportamientos agresivos y violentos en las instituciones docentes y proponer, a partir de este análisis, un mapa amplio de intervención, que abarque la variedad de factores que confluyen en estas situaciones de conflicto es una tarea ambiciosa que la autora de este libro, y sus colaboradoras, han resuelto con soltura.

Esta obra, Prevención de la violencia y resolución de conflictos: el clima escolar como factor de calidad, refleja claramente las preocupaciones de una persona que ante todo es profesora y que, a través de su actividad docente y de las tareas de formación del profesorado a las que ha dedicado y todavía dedica mucho esfuerzo, ha sabido identificar la importancia de este tema para la calidad de la educación, ha sido capaz de valorarlo con ponderación, y ha presentado una propuesta de intervención alejada de los enfoques clínicos o meramente sancionadores, y totalmente enmarcada por el contrario en el quehacer propiamente educativo.

Coincido plenamente con la reflexión que se hace en el libro acerca del alarmismo excesivo que en torno a los conflictos violentos en los centros se ha despertado últimamente. Si bien las cifras que en el propio texto se exponen —el 20% de los alumnos han estado en algún sentido involucrados en una situación de violencia— impiden considerar esta realidad como una preocupación menor, no es menos cierto que la percepción mayoritaria del profesorado es que la situación es todavía controlable. Y que en comparación con otros países de nuestro entorno gozamos todavía de una aceptable «salud escolar». Sin embargo, el «todavía» de la frase anterior revela la clara necesidad en nuestra opinión de enfrentarse al problema para evitar una evolución que podría acabar con los arcos de detección de metales en las puertas de nuestros institutos, poniendo con ello de manifiesto la incapacidad de la propia institución de solucionar un problema que sin duda tiene solución.

El primer paso de esta solución exige acotar el fenómeno y darle una explicación. Obviamente no es igual una situación de rebeldía de un estudiante en un aula que el abuso sistemático de un alumno o un grupo de alumnos hacia otro compañero o compañera. En esta búsqueda del «espacio problema» hay dos ideas del libro que me parecen especialmente sugerentes. La primera, más conceptual, se refiere a la diferencia que Rosario Ortega establece en el capítulo dos entre agresividad y violencia, considerando esta última: una agresividad gratuita y cruel que denigra y daña tanto al agresor como a la víctima. La segunda destaca la diferencia entre disrupción en el aula y abuso entre compañeros, y llama la atención acerca de cómo relevancia y presencia no van necesariamente aparejadas. Ciertamente, siendo las conductas de disrupción en clase mucho más perceptibles, son no obstante menos graves que los comportamientos violentos entre alumnos, o entre profesores y alumnos. Estas dos reflexiones no agotan por supuesto la delimitación del problema, pero nos ayudan a superar el riesgo de incluir cualquier conflicto bajo el rótulo de violencia escolar y sobre todo nos permiten entender mejor la naturaleza de la situación.

Por otra parte, tomar posición con respecto a cuál creemos que es la causa de este problema no es una necesidad meramente teórica sino que condiciona nuestra manera de enfrentarla. Quien crea que es un trastorno interno del alumno, se comportará de manera muy distinta a quien considere que se debe a una interacción entre factores personales e institucionales. Quien mantiene que su origen está fuera de la escuela —en la familia, en los amigos, o en el ambiente social en general— buscará soluciones diferentes de quien, sin negar las influencias de estos otros entornos educativos, es capaz de identificar en el ambiente escolar elementos que explican también el fenómeno.

La posición que se refleja en el libro aboga claramente por un enfoque del problema como algo interactivo y no exclusivamente personal de los alumnos, y lo entiende como proceso con raíces escolares, si bien no exclusivas. Y, en mi opinión, esta toma de postura explica en gran medida los dos ejes vertebradores de la segunda parte del libro, donde se abordan las estrategias de intervención. Se trata de dos ideas que no están explícitas como tales en el texto, pero que pueden reconocerse en las diversas propuestas. La primera se refiere a una opción claramente preventiva del problema, según la cual la clave de su solución reside en asegurar un adecuado clima de convivencia en los centros. La segunda responde al énfasis que se hace en centrar la intervención en los procesos escolares fundamentalmente.

La autora reconoce, como no podría ser de otra forma, la necesidad de que las escuelas cuenten con recursos especializados que puedan ayudar a los profesores cuando se trata de situaciones asociadas a rasgos de personalidad o a razones familiares o sociales. Pero, no aboga por un modelo clínico de intervención sino por un enfoque netamente pedagógico. Así las decisiones de organización del centro, la elaboración del Reglamento del Régimen Interior, el funcionamiento de las tutorías, el clima escolar y la educación en valores aparecen en el libro como los principales ámbitos de actuación.

La intervención familiar se propone también como una necesidad básica para coordinar las líneas educativas en ambos contextos o para incidir en las condiciones familiares que puedan estar influyendo negativamente en la escuela. Estoy plenamente de acuerdo con esta dimensión familiar del problema pero me gustaría profundizar un poco más en otras posibles repercusiones. A pesar de que en el libro se hace referencia al enfoque sistémico de Bronfenbrenner y a la necesidad de enmarcar el fenómeno en los adecuados macrosistemas y mesosistemas, no se plantean medidas más generales de carácter social. Es lógico que sea así ya que el objetivo de la obra es centrarse en la intervención escolar. Sin embargo, en una reflexión más amplia sobre el tema, que me voy a permitir a pesar del riesgo de caer en una disgresión inadecuada, el análisis sobre el papel de la familia en estos conflictos va mucho más allá de la necesidad de reforzar los lazos entre institución escolar y ambiente familiar. Este análisis nos llevaría a revisar globalmente el reparto de responsabilidades entre los distintos contextos educativos en los que se desarrolla la persona. La educación no es la escolarización exclusivamente, y me atrevería a decir que quizás ni siquiera principalmente, sobre todo para determinados ámbitos del desarrollo. Otros contextos educativos como la familia, los entornos de ocio o los medios de comunicación, tienen un papel fundamental en el desarrollo individual y la socialización de los alumnos y alumnas. No se trata con esta reflexión de quitar responsabilidades a los centros docentes en tareas que son incuestionablemente parte de su labor, como favorecer el desarrollo afectivo y social de sus estudiantes, sino de aclarar quién debe hacer qué, precisamente para evitar la confusión que sirve de excusa en muchos casos para no asumir este ámbito de la enseñanza. Esta delimitación de responsabilidades tendría al menos un doble beneficio. Por una parte, saldría al paso del falaz argumento acerca de que estos problemas tienen su origen en la familia y que se solucionan allí o no tienen solución. Por otra, llamaría la atención sobre algo que, desde mi punto de vista, está demasiado olvidado y es la necesidad de intervenir educativamente en los restantes entornos. Me refiero con ello a que es necesario planificar una intervención intencional sobre el conjunto de los ámbitos en los que la persona se desarrolla, y no exclusivamente sobre el escolar. Educar a las familias y aprovechar el enorme potencial educativo de los grupos de pares y de los medios de comunicación no puede seguir siendo un mero discurso teórico. Es una tarea difícil, ya que desde luego el modelo de intervención escolar resulta totalmente inadecuado para actuar de una manera deliberada en estos contextos. Pero es preciso ponerse a la tarea, ya que el problema de la violencia en los centros educativos, como otros muchos, exige actuaciones coordinadas en todos los sistemas que ayudan a construir a la persona en su dimensión cognitiva, emocional y social.

Querría destacar también la sugerente conexión que se hace en el libro entre la resolución de los conflictos y la respuesta a la diversidad en los centros educativos. La concepción de la educación que subyace al currículum de la reforma, entendido como el desarrollo integral e individualizado del alumnado, y las medidas de atención a la diversidad tanto ordinarias como extraordinarias, son también recursos al servicio de la prevención de los conflictos violentos en los centros. Es una manera de entender la enseñanza en la que se presta atención a los ámbitos afectivos y de relación de los alumnos, se respeta y valora la pluralidad de maneras de ver el mundo y de actuar y se centra la intervención escolar en hacer al alumno autónomo y responsable de sus actos.

Otras de las aportaciones de este volumen es que pone de manifiesto una idea errónea que muchas veces explica la resistencia de algunos docentes a implicarse más en esta línea pedagógica. Me refiero a la falacia que postula que si uno se dedica a los temas de organización social del aula, no le queda tiempo para enseñar los «contenidos». Sin embargo, todos los estudios sobre calidad de la enseñanza y eficacia en el aula ponen de manifiesto que un requisito imprescindible para enseñar es precisamente conseguir un clima en la clase que permita a los alumnos centrarse en el aprendizaje. Todo el tiempo que se emplea en la escuela en enseñar a los alumnos y alumnas a comportarse de manera constructiva y solidaria y a organizarse socialmente desde que son pequeños, no sólo no es tiempo perdido sino que constituye un requisito para poder enseñar y aprender.

El mapa de estrategias de intervención que se dibuja en la segunda parte del libro es pues una útil guía para todo aquel centro que quiera reflexionar sobre este problema y revisar su práctica si los considera necesario. Toda la información que en los diversos capítulos se brinda se completa además con los Anexos en los que se recogen organismos e instituciones relacionadas con el tema y algunos cuestionarios que pueden servir como una primera aproximación a su análisis.

El único punto de desacuerdo con lo expuesto en el libro, que no por ser menor querría dejar de señalar, se refiere a la afirmación que en él se hace de que se ha optado por un enfoque ecléctico al seleccionar las estrategias de intervención. Yo creo que más bien se quiere decir que no se ha dejado de utilizar ninguna que pudiera resultar útil en razón de un supuesto desencuentro teórico. Sin embargo, considero que un marco teórico claro es fundamental para guiar una intervención, evitando una mera suma de actuaciones erráticas. Un marco teórico no quiere decir un «estrecho» o «sectario» marco teórico, quiere decir una manera de entender el fenómeno que justifique a su vez una forma de actuar. Cuando en la primera parte del libro se ha expuesto una determinada manera de entender el origen de estos conflictos violentos, no parece muy justificado decir a continuación que cualquier estrategia, sea cual sea su fundamento teórico, es adecuada. Si bien es cierto que determinadas técnicas concretas, de carácter más conductual por ejemplo, pueden ser útiles dentro de una intervención más general, lo serán siempre que estén enmarcadas en un enfoque del desarrollo y de la educación interactivo y constructivo. En cualquier caso, una vez más las palabras nos traicionan, porque esta afirmación de supuesto eclecticismo no se corresponde realmente con lo que se propone en el libro acerca de las estrategias de intervención en donde, como hemos señalado, se reconoce claramente esta concepción del aprendizaje de los alumnos y del papel de los profesores en él.

Elena Martín

Universidad Autónoma

de Madrid

1. Introducción

En los últimos años está saliendo a la luz del gran público a través de los medios de comunicación, el incremento del número de hechos conflictivos e incluso violentos que se viven dentro de la escuela. De igual forma, dentro del medio docente, los hechos violentos son tema de honda preocupación. Por ello, este libro intenta abordar dicha temática desde dos puntos de partida:

1) ¿Qué se puede considerar conflictivo o violento dentro del marco escolar?

2) ¿Qué podemos hacer para solucionar los conflictos dentro de nuestros centros escolares?

Responder a la primera pregunta nos obliga a revisar la magnitud de los incidentes que se vienen dando en el marco escolar. Si nos atenemos a la prensa y a la alarma social podríamos pensar que la escuela es un lugar donde las agresiones están a la orden del día. Sin embargo no existen datos fiables que justifiquen esta alarma social. Los estudios sistemáticos sobre la conflictividad escolar son escasos y se atienen la mayoría de las veces, a aspectos muy concretos: incidencia de agresiones entre alumnos, sondeos de opinión sobre disciplina entre los profesores, descripción periodística sobre un hecho determinado en un centro escolar, etc., y no se refieren nunca a una visión general del fenómeno antisocial en el marco escolar.

La percepción de los profesores se basa, casi siempre, en su día a día dentro del centro escolar y en el intercambio de impresiones informales con colegas de la enseñanza. En el caso de padres y gran público, son los medios de comunicación quienes les mediatizan las impresiones, además de la percepción que obtienen a través de los incidentes que se den en el grupo clase o en el colegio de su hijo en particular. La ausencia de datos fidedignos desde parte de la administración o una evaluación rigurosa sobre el estado de las relaciones interpersonales o conflictivas dentro del marco escolar, nos deja carentes de argumentos sólidos sobre los que fundamentar nuestras percepciones individuales.

A pesar de ello, es inequívoco y real que existe una conciencia de «malas relaciones» en los centros educativos, que en algunos casos se identifica con la violencia que existe en la escuela al igual que existe en la sociedad en general. Los incidentes conflictivos pueden ser altamente estresantes, especialmente si un profesor, un alumno o un padre/madre se ve involucrado como agente en conflicto o víctima. Las sensaciones de hostilidad, miedo, rencor, indefensión y otros sentimientos que generan las agresiones dentro del medio escolar, nos mueven a realizar este análisis contando con la experiencia, que como profesionales de la educación tenemos todas las autoras de estas páginas.

No queremos ser catastrofistas y mantenemos la tesis de que nuestras escuelas son preferentemente un lugar de convivencia pacífica donde nuestros muchachos/as crecen y se desarrollan como personas y donde, a pesar de los vientos violentos que nos trae nuestra estructura social, tenemos la capacidad de crear climas de centro favorecedores del encuentro y la negociación.

Es muy probable que nuestra sociedad, por un lado se esté sensibilizando y afinando en la percepción e interpretación de los maltratos, injusticias y falta de solidaridad que se dan en su seno y por otro lado, como el Dr. Jekyll y Mr. Hyde, se perpetren más agresiones y con una intensidad más profunda en algunos miembros de su colectivo.

El cambio de enfoque del hecho violento en los centros escolares, que tiende hacia los propios compañeros tanto o más que hacia los profesores, y la dificultad de «enseñar» que manifiestan éstos y que se plasma en actos de indisciplina y disrupción dentro del aula, nos obligan a diseñar estrategias de intervención preventivas que nos ayuden en nuestra tarea de educar.

Si preguntáramos a los profesores de España cuáles son los problemas de conducta en la escuela y los contrastáramos con lo que manifestaban los profesores de hace dos o tres décadas, posiblemente se vería un cambio vertiginoso en el tipo de problemas y en la trascendencia de sus consecuencias. Un estudio llevado a cabo por Dosick (1997) entre profesores estadounidenses en este sentido, dio los siguientes resultados:

AÑOS 50 AÑOS 90

1. Hablar fuera de turno

1. Drogas y alcohol

2. Masticar chicle

2. Armas de fuego y navajas

3. Hacer ruido

3. Embarazos no deseados

4. Correr por los pasillos

4. Suicidio

5. Atravesar las filas

5. Violencia en general

También es verdad que una interpretación simplista podría aducir que es la escuela la que ha cambiado, lo cual es absolutamente cierto, pero hemos de reconocer que la escuela está inmersa en una sociedad que traslada su problemática a esta institución.

El sociólogo Javier Elzo (1996) realizó un estudio en 92 colegios del país vasco en 1996. La investigación se centró sobre tres variables: escuela, consumo de hachís y alcohol, y violencia. Los datos más significativos fueron: el consumo de alcohol y hachís en los adolescentes aumenta el nivel de riesgo de padecer incidentes violentos. Estos hábitos de consumo representan la frecuencia de ciertos ambientes y la adopción de determinadas costumbres de ocio y tiempo libre que predisponen para la agresión. Nuestros jóvenes mantienen pautas de ocio, especialmente en el fin de semana, en las que se mediatizan las relaciones a través de estimulantes y conductas antisociales. La franja de jóvenes que consume alcohol aumenta con la edad, al igual que según se avanza en edad hay un mayor número de adolescentes que han sido objeto de violencia. A los 12-13 años un 8,8% ha sufrido algún tipo de violencia, a los 19 o más el 28%. Si además asociamos el uso de alcohol o hachís a los actos de violencia en el fin de semana, el porcentaje de riesgo y de sufrimiento real aumenta a tenor de la frecuencia del uso de dichas drogas. Esto nos indica que nuestros jóvenes no sólo han cambiado sus comportamientos dentro de la escuela, sino que existen otros factores que también están presentes y que tendremos que analizar.

Contamos con datos concretos sobre abusos entre alumnos (Ortega, 1994; Fernández y Quevedo, 1989; Cerezo, 1994) que nos indican que un número considerable de muchachos/as está involucrado en estos hechos, bien como víctima, como miembro del grupo agresor, o agresor en solitario. Se puede decir que alrededor de un 30% a un 20% de nuestros alumnos se ven involucrados bien como víctimas o como agresores en procesos de abusos entre alumnos. Además un gran número de compañeros sabe, consiente y otorga, aunque no participe directamente en los procesos de victimización. Esto implica una falta de solidaridad y una falta de conciencia colectiva de bienestar común en las relaciones entre iguales.

Aún nos quedan muchos datos sin saber sobre las agresiones entre iguales, desconocemos la intensidad de dichos actos, las consecuencias a largo plazo y su vinculación con otros tipos de hechos conflictivos en el marco escolar.

Lo que conocemos nos alerta sobre la necesidad de escuchar y ver más allá de lo obvio para atender las relaciones entre iguales en toda su complejidad. Esto supone abordarlo desde una prevención y tratamiento, en caso de detección, donde se fijen los límites de convivencia y el respeto al otro como objetivo prioritario, puesto que el clima escolar generado por las relaciones interpersonales es el eslabón necesario para una tarea educativa eficaz.

En la ciudad de Madrid se realizó una encuesta entre 18.000 profesores de Bachillerato y Formación Profesional por un equipo de especialistas y promovida por el Centro de Investigación y Documentación Educativa (CIDE). Un 72% de profesores de educación secundaria consideró que la disciplina escolar era un problema grave (Revista Escuela Española, 11, enero, 1996). Para resolverlo un 92,9% proponía reducir el número de alumnos por aula. Se deduce que el profesorado asocia el aumento de la indisciplina con la dificultad de abordar las relaciones interpersonales dentro del aula cuando ésta se masifica. Además, el alto número de profesores que acusa los problemas de disciplina nos alerta sobre la escalada de la indisciplina en los centros de secundaria.

Filosofía de la convivencia

Un ambiente ordenado que fomente el «aprender» ha de traspasar los problemas de indisciplina o mala conducta de unos cuantos individuos para centrarse en la organización del aula y de la escuela en su conjunto.

Mantenemos la tesis de que nuestros centros escolares tienen conflictos y no tanto violencia, con un creciente sentir de dificultad de instrucción, de falta de interés por aprender y de actos concretos de indisciplina, vandalismo, agresiones físicas entre diferentes miembros, etc. que pueden ser aquellos que aparezcan en los medios, alarmando y creando una visión distorsionada de las escuelas e institutos.

El conseguir un ambiente favorable para la convivencia va íntimamente ligado a unas formas de hacer específicas, tanto dentro del aula como en la escuela. Los procesos de orden, de disciplina o de control se han de apoyar en una organización escolar que favorezca su realidad y que se refiere en un «clima de centro y de aula positivo».

El clima de centro se basa en unos objetivos o principios que valoren al individuo en su complejidad y que hagan énfasis en el carácter educativo de la escuela. Se trata de favorecer la creación de un ambiente de «apoyo», de «pertenencia», donde se atiende, dentro de lo posible, las necesidades individuales de sus miembros con una ética de «preocupación mutua», construyendo una filosofía que guíe las relaciones interpersonales.

ESTUDIOS SOBRE EL CLIMA ESCOLAR

Rutter et al. (1979) y Bryck y Driscoll (1988), apuntan a tres dimensiones básicas para conseguir una «filosofía de escuela» satisfactoria:

Unos objetivos educativos con énfasis en «aprender».

Unas normas y procedimientos firmes, justos y consistentes.

Una conciencia de «atención e interés hacia las personas».

El tratamiento de estos tres aspectos aumenta el nivel de participación de los alumnos en las tareas educativas o de instrucción, decrece la disrupción y mejora la calidad de los resultados tanto académicos como relacionales. Según Bryck y Driscoll (1988) cuando el centro escolar tiene estos tres pilares, los alumnos se sienten más queridos por sus profesores, manifiestan tener buenos profesores a los que les importan como personas y ellos a su vez valoran a sus profesores. Estos conocen a más chicos y chicas aunque no sean alumnos suyos y además encuentran una mayor cooperación y apoyo entre sus propios colegas.

 

Un centro escolar es un organismo vivo, dotado de movimiento, acciones, relaciones y desarrollo humano. Esto en sí mismo supone conflicto. El conflicto es parte del proceso de crecimiento de cualquier grupo social y del ser humano; lo importante es ser capaz de «tratar ese conflicto» para el bien del mayor número de personas1. Pretender que un centro educativo se mantenga en una calma continua es alejarse de la realidad escolar. Por ello los conflictos y el mal comportamiento hay que admitirlos como parte de la vida cotidiana del centro y como elemento de responsabilidad profesional, es decir, un aspecto de la profesión y no tanto un impedimento para el desarrollo de la tarea docente.

Por ello deberíamos abordar una «filosofía de la convivencia» basada en la dinámica del conflicto, donde las relaciones interpersonales y la organización escolar jugaran un papel esencial. Lo transcendente es encontrar ese equilibrio que nos permita el desarrollo personal con el quehacer educativo.

También hay que entender que promover convivencia implica a toda la comunidad educativa. No es tarea exclusiva de algunos miembros (Jefe de Estudios, tutores, director, miembros de la comisión de convivencia), sino un producto que resulta de acciones y valores compartidos por todos, sustentados con nuestra práctica e inmersos en el día a día.

Objetivo y estructura del libro

Este libro aboga por una comprensión amplia de los conflictos y por ello hace un repaso de los trabajos y aspectos más relevantes de los que los han estudiado e intervenido. Es pues una intención doble:

Comunicar una filosofía de actuación sustentada en el análisis y la reflexión de carácter procesual en la que las diferentes acciones sean entendidas como aspectos complementarios de un proceso que genera un tipo dado de clima escolar.

Informar y actualizar sobre intervenciones, áreas de trabajo y experiencias, y proveer de bibliografía o puntos de referencia para una ampliación del contenido.

De ahí, que no se proponga profundizar en un tema en particular sino más bien trazar un mapa general de lo que hay y lo que se puede hacer, intentando provocar interés por intervenciones o acciones asumibles en las escuelas e institutos. Se ha procurado mantener un equilibrio entre teoría y práctica docente aportando ejemplos prácticos de aquello por lo que se aboga. En algunas secciones las referencias bibliográficas han sido intencionadamente amplias para que todo aquel lector que esté interesado pueda hacerlo. La cantidad de temas que se han abordado nos ha impedido profundizar en muchos de ellos. Sin embargo esperamos que el hilo conductor de la intervención ayude a contemplar la información y la filosofía de base en su totalidad, evitando interpretarlo como un conjunto de recetas indispensables para solventar las agresiones y conflictos en las escuelas.

 

El libro presenta dos partes bien diferenciadas:

— Del capítulo segundo al cuarto se hace un análisis de las causas psicológicas y sociales de la violencia y agresión. También se aclaran tipos de hechos violentos y su presentación dentro del marco escolar.

— Del capítulo quinto al décimo se presentan los ámbitos de actuación que se consideran pertinentes para abordar esta temática. Cada ámbito es desarrollado en diferentes aspectos y se proponen acciones concretas que se pueden poner en práctica, además de marcar en algunos casos pautas de actuación.

Finalmente, en los Anexos, se ofrecen varios Cuestionarios que pueden ser utilizados en los Centros educativos, de acuerdo con las necesidades allí percibidas.

2. Violencia, agresión y disciplina

Agresividad humana

La Psicología se ha interesado desde siempre por comprender la naturaleza de la agresividad humana y ha ofrecido varias tentativas de explicación. Desde el tratamiento naturalista hasta el enfoque profundo del psicoanálisis, las teorías psicológicas han contribuido a desarrollar creencias sociales sobre el comportamiento agresivo, y, aunque mucha de la información científica que sustenta estas creencias es susceptible de ser revisada, otra buena parte de ella nos permite reflexionar sobre este complejo asunto y posicionarnos con algo de sensatez en el tema.

Los argumentos naturalistas explican la existencia del factor agresividad, como un componente más de la compleja naturaleza biosocial del ser humano, pero también recuerdan que los individuos de la especie humana disponen de capacidades que vienen a modificar los procesos naturales de aprendizaje y a modificar patrones heredados que no siempre son adaptativos, sobre todo cuando cambian las condiciones sociales en las que éstos aparecen. Tal es el caso de la refinada capacidad de comunicación que el lenguaje ofrece a los que, además de animales, somos seres racionales. El patrón heredado incluye, además de esquemas de respuesta defensivos y, por tanto, agresivos, las habilidades necesarias para resolver el conflicto de forma pactada. Todo ello confirmaría los rasgos adaptativos de la llamada agresividad natural, dado que existe la posibilidad de reconvertirla en habilidades sociales. El modelo etológico considera que algunas de las funciones de las capacidades superiores del ser humano (inteligencia mental y habilidades verbales, entre otras) deben convertirse en instrumentos idóneos para penetrar en las sutilezas de la negociación social de los conflictos. Eibl-Eibesfeldt (1993), quizás el más reconocido etólogo actual, ha insistido en que la negociación verbal es la vía idónea de resolución de los conflictos producidos por la confrontación de intereses y motivos entre los que, por su condición, pueden verse enfrentados en sus posiciones y metas.

En definitiva, parece que el aprendizaje del dominio de la propia agresividad y la de los congéneres resulta necesario para lograr un buen desarrollo social, ya que se requiere un cierto nivel de control sobre las imposiciones de los otros para adquirir la relativa independencia individual, que es también necesaria para afrontar el gregarismo, que, siendo imprescindible para vivir, puede llegar a convertirse en un obstáculo para la construcción de la autonomía y de la capacidad de decisión moral.

Pero, más allá de la agresividad natural y de la aceptación de que vivimos en permanente conflicto con nosotros mismos y con los demás, está la violencia: un comportamiento de agresividad gratuita y cruel, que denigra y daña tanto al agresor como a la víctima. La violencia no puede justificarse a partir de la agresividad natural, pues se trata de conceptos distintos, que pueden diferenciarse si hacemos uso de la idea de conflicto.

Agresividad, violencia y conflicto

El conflicto es una situación de confrontación de dos o más protagonistas, entre los cuales existe un antagonismo motivado por una confrontación de intereses. Algunos conflictos cursan con agresividad cuando fallan, en alguna medida, los instrumentos mediadores con los que hay que enfrentarse al mismo. Así, cuando está en juego una tensión de intereses y aparece un conflicto, todo depende de los procedimientos y estrategias que se empleen para salir de él. Si no se usan procedimientos pacíficos, sino belicosos, aparecerán episodios agresivos que pueden cursar con violencia, si uno de los contrincantes no juega honestamente y con prudencia sus armas, sino que abusa de su poder, luchando, no por resolver el asunto, sino por destruir o dañar al contrario. Eso es violencia, el uso deshonesto, prepotente y oportunista de poder sobre el contrario, sin estar legitimado para ello.

Pero si el debate teórico sobre la naturaleza psicológica de la agresividad humana sigue abierto, las posibilidades de disponer de un marco conceptual para comprender el fenómeno de la violencia se nos presentan todavía remotas. Más aún cuando asumimos que, en el fenómeno de la violencia, lo que tratamos de comprender es una agresividad sin ningún sentido, ni biológico ni social; una agresividad injustificada y cruel, que Rojas Marcos (1995) denomina agresividad maligna.

Aceptemos pues que un cierto nivel de agresividad se activa cuando el ser humano se enfrenta a un conflicto, especialmente si éste se le plantea como una lucha de intereses. El dominio sobre su propio control y la tarea de contener y controlar la agresividad del otro en situaciones de conflicto, es un proceso que se aprende. Pero en este aprendizaje, como en muchos otros, no todos tenemos el mismo grado de éxito. Aprender a dominar la propia agresividad y a ser hábiles para que no nos afecte la agresividad de los otros, con los que muchas veces vamos a entrar en conflicto, es una tarea compleja. Cuando el chico/a es torpe, porque no aprendió bien esta tarea, está en malas condiciones para establecer relaciones interpersonales, que circulen mediante la negociación y la palabra; y la situación será peor aún si aprendió a enfrentarse con los conflictos sin palabras ni negociación.

La rivalidad y la competición que surgen de la confrontación de intereses, más o menos legítimos, producen de forma muy frecuente conflictos, especialmente entre iguales; el conflicto en sí no debe implicar violencia, aunque sea difícil eludir un cierto grado de agresividad, posiblemente inherente al mismo. Desde una perspectiva ecológica, el conflicto es un proceso natural que se desencadena dentro de un sistema de relaciones en el que, con toda seguridad, va a haber confrontación de intereses. Los procesos psicológicos tienen dos grandes raíces: la biológica y la sociocultural. Ambas son productoras de principios de confrontación con los otros, especialmente con los que son nuestros congéneres. La raíz social, comunicativa e interactiva, que aporta al individuo su articulación cultural, mediante el proceso de socialización, le proporciona también un mundo conflictivo, que tiene que aprender a dominar mediante la negociación y la construcción conjunta de normas y significados, aunque no sea un camino fácil. La raíz biológica, ya lo hemos dicho, lo enfrenta a la confrontación natural, que quizás ha sido el origen de nuestra supervivencia hasta este nivel de la Historia. Sin embargo, ninguna de las dos justifica la violencia.

La violencia no es natural

El fenómeno de la violencia transciende la mera conducta individual y se convierte en un proceso interpersonal, porque afecta al menos a dos protagonistas: quien la ejerce y quien la padece. Un análisis algo más complejo, como veremos inmediatamente, nos permite distinguir también un tercer afectado: quien la contempla sin poder, o querer, evitarla.

Desde una perspectiva ecológica (Bronfenbrenner, 1979), aceptamos que, más allá de los intercambios individuales, las experiencias concretas que organizan la socialización incluyen la connotación afectiva necesaria para percibir el mundo social como un mundo suficientemente bueno y, por tanto, susceptible de ser imitado personalmente. La consideración de que los fenómenos psicológicos se producen dentro de marcos sociales, que se caracterizan por disponer de sistemas de comunicación y de distribución de conocimientos, afectos, emociones y valores, nos proporciona un enfoque adecuado para comprender el nacimiento y el desarrollo de fenómenos de violencia interpersonal, como respuesta a experiencias de socialización que, en lugar de proporcionar a los individuos afectos positivos y modelos personales basados en la empatía personal, ofrecen claves para la rivalidad, la insolidaridad y el desafecto.

El afecto, el amor y la empatía personal, pero también el desafecto, el desamor y la violencia, nacen, viven y crecen en el escenario de la convivencia diaria, que está sujeta a los sistemas de comunicación e intercambio que, en cada período histórico, son específicos de la cultura y constituyen los contextos del desarrollo: la crianza y la educación (Rodrigo, 1994).

Hemos propuesto (Ortega y Mora-Merchán, 1996) el análisis de las claves simbólicas con las que se connotan los mundos afectivos, que constituyen los escenarios comunes de las relaciones entre los escolares, utilizando para ello, tanto los sistemas de comunicación y ejecución del poder, como la tonalidad emocional que se respira dentro de ellos. Creemos que sólo en la conjunción de las claves simbólicas que aporta la cultura, con los procesos concretos de actividad y comunicación en los que participan los protagonistas, podrá encontrarse la respuesta a por qué brota la violencia entre los iguales y cómo permanece dentro del grupo de compañeros/as el maltrato, la intimidación y el abuso, de forma relativamente impune y resistente al cambio.

Convenciones de los iguales

Los iguales se definen como aquellas personas que están en una posición social semejante, lo saben o lo asumen implícitamente, y esto les permite, por un lado, ser conscientes de su asimetría respecto de otros y de su simetría social respecto de los miembros del grupo. La ley no escrita de los iguales es la reciprocidad: no hagas conmigo, lo que no desees que yo haga contigo; no me hables como no quieres que yo te hable; no me trates como no quieres que yo te trate; o dicho en positivo: sé amable conmigo, si quieres que yo lo sea contigo; sé correcto conmigo y yo lo seré contigo; quiéreme y te querré; salúdame y te saludaré; trata mis cosas con respeto y yo haré lo mismo con las tuyas.

Afortunadamente los chicos/as aprenden desde muy pequeños esta ley de la reciprocidad social. A partir de los primeros fracasos, cuando, en el preescolar, comprobaron que el hecho de que ellos prefirieran el juguete de su amigo no les daba ninguna garantía de que lo llegaran a obtener, se abría en su vida social un camino duro, pero clarificador, sobre lo que se podía y no se podía esperar de los iguales. Muy pronto, la cosa quedaba muy clara: se trataba de comportarse con el otro de la misma forma que cabía esperar que el otro se comportase con uno mismo.

Durante los años de la escolaridad primaria, los chicos y chicas practican la dialéctica de sus conflictos, y en esta práctica una norma preside todas las discusiones: todos son iguales ante los argumentos de reciprocidad. Así, la igualdad de derechos y deberes, la libertad de expresarse y de justificar sus razonamientos, etc. se convierte en una ley universal. O, al menos, así se entiende que debe ser, lo cual no significa que todos y cada uno de ellos/as consiga aprender el arte de defender su punto de vista, junto con el deber de ajustarse a la norma. A veces, la vida intelectual avanza más rápidamente que la vida social y muchos chicos/as que saben que tienen derecho a la reciprocidad son incapaces de dominar las destrezas sociales que les permitirían ejercitar dicho derecho. Otros, aun sabiendo que están forzando la ley que da a los demás sus mismos derechos, prefieren gozar del beneficio del poder abusivo, pero ése es ya un problema moral, al que no es ajeno este asunto.