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Primera edición digital: octubre 2016
Imagen de la cubierta: archivo personal del autor
Diseño de la colección: Jorge Chamorro
Corrección: Sandra Soriano
Revisión: Blas Cabanilles

Versión digital realizada por Libros.com

© 2016 Emilio García Prieto
© 2016 Libros.com

info@libros.com

ISBN digital: 978-84-16881-74-1

Emilio García Prieto

Cartas desde la cárcel

Los últimos años del franquismo vividos en sus prisiones

A Karen por estar siempre ahí;
a mis hijas: Lina y Aida —que conocieron la cárcel— y Clara;
y a mis padres que ya no podrán leer este libro.

«Sucede

que estamos en la cárcel.

Sucede

que nos acercamos

a los cincuenta años,

y que falten dieciocho más

para ver abrirse las puertas de hierro.

Sin embargo, hemos de seguir viviendo con los de fuera,

con los hombres, los animales, los conflictos y los vientos,

es decir, con todo el mundo exterior que se halla

tras el muro de nuestros sufrimientos;

es decir: estemos donde estemos

hemos de vivir

como si nunca hubiésemos de morir».

 

Nazim Hikmet

Índice

 

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Título y autor
  4. Desenredando la madeja
  5. Los prolegómenos
  6. La detención
  7. La Dirección General de Seguridad
  8. La cárcel de Carabanchel
  9. La llegada
  10. La cárcel
  11. A la espera del juicio
  12. Y mientras esperaba…
  13. Llegó la sentencia
  14. La vida en las cárceles
  15. Carabanchel
  16. Soria
  17. Segovia
  18. La lucha antifranquista vivida en la cárcel
  19. El 1 de mayo de 1973
  20. El asesinato de Carrero Blanco
  21. La revolución de los claveles
  22. La enfermedad de Franco
  23. La lucha por nuestros derechos
  24. Carabanchel
  25. Segovia
  26. Primer intento de fuga de la cárcel de Segovia
  27. La vida seguía… a pesar de la cárcel
  28. El nacimiento de mi hija Aida
  29. Las visitas
  30. La entrada de mis hijas
  31. Mi familia
  32. El estudio
  33. Las cartas. Los sentimientos
  34. Defendiendo nuestro amor
  35. Llegó la libertad
  36. A modo de epílogo
  37. Anexo
  38. Mecenas
  39. Contraportada

Desenredando la madeja

 

El 26 de octubre de 1972 me detuvo la policía franquista. Estaba casado, tenía 28 años, una hija de dos años y mi mujer, Karen, estaba embarazada de cinco meses. Militaba en el PCE (m-l) y FRAP y era responsable de propaganda de su comité regional. Llevaba militando en la clandestinidad desde mi etapa universitaria, al comienzo de los años sesenta, y toda mi vida había tenido como centro esa lucha política. Era uno de esos miles de jóvenes que habíamos dedicado nuestra juventud a combatir la dictadura franquista que no nos dejaba respirar.

El Tribunal de Orden Público (TOP) me condenó a nueve años de cárcel, cinco por asociación ilícita y cuatro por propaganda ilegal. Estuve detenido tres años, un mes y nueve días. Salí en libertad el 4 de diciembre de 1975, con el primer indulto después de la muerte de Franco.

Durante esos más de tres años escribí cartas a mi mujer de manera regular, dos o tres por semana —según me permitían las normas de la cárcel en la que estaba—. Todas ellas, excepto algunas que conseguí sacar ilegalmente en la prisión de Carabanchel, eran revisadas, leídas y censuradas por la dirección de la cárcel.

Estas cartas, exactamente 297, las he tenido guardadas en un par de cajas durante estos más de cuarenta años. Han viajado conmigo cada vez que he cambiado de casa, de lugar o país de residencia, siempre a la espera de que fueran atendidas. Me las he imaginado, en muchas ocasiones, encerradas en sus cajas y preguntándose: ¿cuándo se dignará este hombre a hacernos caso? ¿Para qué nos tiene guardadas tanto tiempo?

Lo cierto es que, si las he guardado —aparte del valor sentimental que tenían— es porque siempre he pensado que debía hacer algo con ellas, sacarlas a la luz de alguna manera.

Tuvieron una primera etapa completamente olvidadas. Acababa de salir en libertad y me reincorporé rápidamente a mi vida política. La transición se ponía en marcha y trabajé intensamente con el objetivo de incorporar a las organizaciones de extrema izquierda, de influencia marxista-leninista, que habían desempeñado un importante papel en la lucha antifranquista, a la vida democrática, tomando como bandera la República. Después de unos años de mucha actividad inútil, abandoné la tarea sumido en el fracaso. Las organizaciones de extrema izquierda desaparecieron prácticamente, borradas por voluntad de la ciudadanía, y algunos de sus militantes se incorporaron a los nuevos partidos, especialmente al PSOE.

Corría el año 1979 cuando abandoné la actividad política militante. Lo mismo hicieron miles de jóvenes que, como yo, habían dedicado una buena parte de su vida al derrocamiento del fascismo, pero que no se encontraban cómodos ni interesados en esta política profesional que se abría con la democracia.

Tenía 35 años y había llegado el momento de dedicar tiempo y esfuerzos a construirme una vida profesional, actividad a la que no había concedido ni un minuto en los quince años anteriores.

Las cartas seguían en sus cajas.

Aunque estoy convencido de que supe enfrentarme a mi situación de preso y evité que me dominara la tristeza y la soledad, tengo que reconocer que esos tres años cambiaron mi vida, al menos, en algunos aspectos. Unos para bien y otros, no tanto. La cárcel me enseñó a apreciar mucho más las pequeñas cosas, la vida cotidiana, lo que parece que se nos da sin que tenga importancia. Me convirtió en una persona muy vitalista, ya lo era antes de entrar, pero ese impulso se reforzó. Recuerdo que estando en la cárcel de Soria, donde sólo veíamos muros, me subía a una escalerita de piedra para poder vislumbrar las ramas de un árbol. Y allí, me pasaba minutos, a veces horas, tratando de imaginarme lo que no veía, quizás un bosque o un parque donde pudiera jugar con mis hijas.

Es difícil expresar con palabras mis sensaciones durante los primeros días de libertad. Era un goce permanente, todo me llamaba la atención, de todo disfrutaba. Esa primera noche, en un hotel de Madrid, con mi mujer; ese baño juntos y desnudos en el Mediterráneo; ese polvo apresurado entre matorrales después de parar el coche porque no podíamos esperar.

Todavía hoy, cuarenta años después, sigo disfrutando de las pequeñas cosas, vivo la vida intensamente como si se fuera a acabar, como si existiese la posibilidad de que alguien pudiera volver a encerrarme. Necesito hacer cosas, disfrutar de ellas, tener experiencias nuevas. Tengo necesidad de seguir recuperando esos tres años en los que no me dejaron hacer lo que quería y puedo asegurar, cuando echo la vista atrás, que los he recuperado.

También la cárcel ha tenido consecuencias negativas, que no he podido evitar. En Carabanchel entró un joven con un pelo negro, abundante, que casi me dejaba sin frente. Tanto era así que los peluqueros cuando me lo cortaban se situaban a una distancia prudencial para evitar que al saltar les pinchara. Salí con menos pelo, lo fui perdiendo paulatinamente y el joven peludo se convirtió en un adulto calvo. No soy médico especializado en tratamientos capilares, ni se me ha ocurrido nunca preguntar por qué se me ha caído, pero estoy absolutamente convencido de que fue consecuencia de mi estancia en prisión. ¿Las preocupaciones? ¿La tensión? ¿El estar mucho tiempo encerrado y poco al aire libre? No lo sé. Ahí tenéis, al que le pueda interesar, un motivo para una tesis doctoral.

La cárcel me generó, paradójicamente, problemas de claustrofobia. Después de haberme pasado miles de horas chapado en una celda de pocos metros cuadrados y sin posibilidades de abrir la puerta, ahora me cuesta estar unos minutos encerrado en un ascensor. Antes no me pasaba, pero lo cierto es que actualmente tengo un serio problema de claustrofobia. En un par de ocasiones en que me he quedado encerrado en un ascensor la angustia ha sido tal que he saltado por el hueco de la puerta entreabierta. Tampoco sé las razones de esta fobia, ni he preguntado a otros amigos que han pasado por situación similar si la tienen, pero no tengo duda de que es un efecto de mi etapa carcelaria.

Volviendo a las cartas, allí seguían abandonadas.

En varios momentos pensé en releerlas y utilizarlas como base de un libro sobre mi vida en la cárcel. Pero nunca tuve el tiempo y, sobre todo, el ánimo para ponerme a la tarea. Ha sido ahora, una vez jubilado, cuando ese pensamiento me ha rondado con mayor fuerza.

Cinco años llevo dándole vueltas a la idea, y esos son los años que me ha costado tomar la decisión. Tengo que reconocer que se han juntado razones convincentes para volver a mis cartas y así acabar con la vaguería y el recelo que me impedían acercarme a ellas. Por un lado, la falta de tiempo ya no podía ser un motivo para no acometer la tarea. Por otro, vivimos una etapa, en nuestra maltrecha democracia, en la que adquiere importancia mostrar a las nuevas generaciones lo que ha costado llegar hasta aquí, sacar a la luz la memoria histórica, que algunos tratan de ocultar. La historia hay que contarla para que no se vuelva a repetir. No se trata de contar batallitas pero sí de suministrar suficiente información a las nuevas generaciones para que conozcan los esfuerzos y sacrificios que otros tuvieron que hacer para llegar a donde hoy nos encontramos.

Además, y esto me ha influido bastante, buenos amigos a los que he contado mi proyecto me han animado mucho a hacerlo y me han ofrecido su apoyo y colaboración.

Total, que me he puesto a la tarea. Primero, a leer esas trescientas cartas que, además de emocionarme, me han colocado frente a quién era yo hace cuarenta años. Dura tarea la de enfrentarte a tu pasado. ¿Tiene mucho que ver la persona que soy con la que fui? ¿Qué opinión tiene el Emilio de hoy sobre el que estuvo en la cárcel? ¿Cómo suenan sus planteamientos de entonces a la luz de lo que pienso hoy? A estas y otras muchas preguntas he tenido que responder mientras escribía este libro y leía las cartas.

Abrir las cajas que las contenían me produjo una fuerte impresión: sobres amarillentos por la pátina que produce el tiempo pasado, ajados, rotos, abiertos de cualquier manera —seguro que con prisas e impaciencia—. Un sello de dos pesetas, con la efigie del odiado Franco, en su parte delantera; siempre dirigidos a la misma persona, mi querida Karen, y en el remite siempre tachada la referencia de preso político. Sabía que siempre la tachaban cuando salía la carta y yo seguía poniéndola, esperando que algún día se les olvidase; y defendiendo con esta pelea el orgullo de mi condición de político.

Tengo esas cartas encima de mi mesa de trabajo y mi nieta mayor, de quince años que vive en Estados Unidos y que conoce poco o nada de la historia pasada de su abuelo, al verlas hace unos días me comentaba que le parecían unas reliquias de museo. ¿Por qué todas tienen el mismo sello, la cara de ese señor?, me preguntaba.

Cartas escritas a mano, con una escritura apretada, reducida, pues así era el espacio que tenía para escribir —todo estaba reprimido en las cárceles franquistas—, aprovechándolo al máximo porque era mucho lo que quería contar. Abrir cada una de las cartas para leerlas me transportaba al momento en que fueron escritas, incluso ese olor que aún mantenían me recordaba la decrepitud de mi celda.

Mucha nostalgia. ¿Cuánto tiempo hace que no recibimos ninguna carta? ¿Cómo es posible que hayan desaparecido? Hace unos meses, Antonio Muñoz Molina comentaba en un artículo en Babelia: «Me acuerdo de las cartas que llegaban o que se escribían cuando yo era niño: cartas escritas muy despacio con letra tortuosa y palabras a veces mal separadas entre sí».

La lectura me ha traído muchos recuerdos que tenía olvidados o al menos sepultados en lo más profundo de mi conciencia. Como decía Faulkner: «El pasado no pasa nunca, ni siquiera es pasado; el pasado es sólo una dimensión del presente». Y de ese choque entre los recuerdos y la realidad de mis cartas, de la unidad entre el pasado y el presente, ha salido este libro que el lector tiene en sus manos. Los recuerdos, ya se sabe, no suelen ser la realidad sino como uno se la imagina. He intentado no inventar, aunque sí novelar, ese contraste entre realidades no siempre confluyentes.

La cárcel no es una experiencia que desee a nadie, pero yo hice todo lo posible por darle la vuelta a sus efectos negativos y aprovechar el tiempo. Me sirvió para modelar mi carácter, para estudiar una carrera universitaria, para cuidarme físicamente, para querer más a los míos, para reforzar mi espíritu revolucionario.

Le oí decir al payaso de Sánchez Dragó: «Me gustó ir a la cárcel. Me convirtió en un héroe. Salía a la calle y ligaba. Nos traían comidas maravillosas. Sentíamos que estábamos haciendo la historia de España. De hecho muchos de los que estuvieron conmigo en la cárcel llegaron a ministros. Las cárceles bajo Franco curiosamente eran como colegios mayores. Estudiabas lenguas, entraban libros, se leía, dormías a tus horas, te recuperabas…».

Ni éramos héroes —la clandestinidad en que nos movíamos no permitía ni siquiera que se nos conociera fuera de nuestras familias y amigos—, ni tampoco creo que ligáramos más, pues no era eso a lo que nos dedicábamos (él, probablemente, sí se dedicaba a ello). Lo que es cierto es que la lucha de los presos políticos en las cárceles, como podréis comprobar con la lectura de este libro, había conseguido muchas mejoras y las cárceles se habían convertido en escuelas de antifranquistas donde todos aprovechábamos el tiempo y transmitíamos aquello que sabíamos a los demás.

Este libro no tiene más pretensiones que la de ser un testimonio de una difícil etapa de nuestra historia, el final del franquismo, desde la perspectiva de un preso político, de una persona que lo vivió desde el interior de sus cárceles y, a la vez, contar una historia de amor por mi mujer, mis hijas y mi familia. Espero que al lector le interese.

Los prolegómenos

 

Después de casi cuarenta años disfrutando de un régimen democrático, con todas las pegas que se puedan poner a nuestra democracia —que, en mi opinión, son muchas— resulta difícil situarse en esos últimos años del franquismo. Resulta difícil para quien los vivió, como es mi caso, y casi imposible para la inmensa mayoría de la población que ha nacido en democracia.

Esos años de plomo, en los que todas las libertades estaban cercenadas, donde lo imperante era una represión brutal de cualquier manifestación contraria al régimen. Años sin esperanza, negros como el carbón, sombríos, con infectos personajes al frente de nuestras vidas. Años de censura, de asesinatos, de juicios sin la más mínima garantía, en los que los jóvenes nos sentíamos ahogados sin aire que respirar.

Sin embargo, es necesario recordarlos, conociendo sus horrores, para procurar que no se vuelvan a repetir y, a la vez, para comprender y reconocer los esfuerzos que algunas generaciones de compatriotas hicimos para conseguir que la democracia llegara a nuestro país.

La detención

La entrada de los primeros rayos de sol en nuestro dormitorio suponía para mi familia el inicio del día. Se levantaba Karen —solía hacerlo la primera—, mientras yo remoloneaba un ratito en la cama. Teníamos un solo baño en la casa y tenía que esperar a que ella saliese para empezar a arreglarme. Iniciábamos así la rutina diaria: Karen se ocupaba de despertar a nuestra hija Lina y vestirla para la guardería; yo preparaba el desayuno.

Aquel día —el 26 de octubre de 1972— me acuerdo que Karen me recordó que habíamos quedado en ir esa tarde a visitar a mi padre, que atravesaba un mal momento de salud. Le aseguré que no se preocupase, que volvería pronto de la reunión que tenía.

Y salimos, corriendo como siempre, Karen a llevar a Lina al colegio y luego a su trabajo, y yo, en mi modesto SEAT 850, al mío. Escenas de una familia normal…

Pero no éramos una familia normal… porque tenía que compaginar mi actividad de militante antifranquista con la de un trabajador cualquiera que acudía a su centro de trabajo, que tenía familia y amigos y disfrutaba de sus momentos de ocio. La brutal represión me obligaba a tomar todas las medidas necesarias para evitar que me detuvieran a mí y quizás a muchos más camaradas. Ello significaba cumplir a rajatabla una serie de rutinas que hacían difícil el día a día. En los desplazamientos había que observar continuamente si alguien te seguía (paradas en los escaparates, cambios frecuentes de dirección) y modificar itinerarios, sobre todo en los momentos de ir o salir de casa o a una cita política. Las citas de seguridad y de paso servían para confirmar que todo iba bien y consistían en pasar a una determinada hora por un determinado sitio. Con Karen acordé una clave: que estuviera echada o no una determinada persiana del piso, para saber si había moros en la costa o, por el contrario, se podía subir.

Hubo compañeros con los que me reunía todas las semanas durante meses, e incluso años, de los cuales no sabía absolutamente nada: ni su nombre, ni su profesión, ni si estaban casados o no. Del responsable del comité regional en el que yo militaba, «Alfredo», con el que nos reunimos prácticamente todas las semanas durante cuatro años, nunca llegué a saber ni su nombre, ni si estaba casado —aunque suponía que sí por ser bastante mayor que yo— ni donde trabajaba. Bastantes años después, me lo encontré paseando a su perro por las calles del pueblo de Ávila donde tengo una casita. Entonces conocí su verdadera identidad y nos hicimos amigos. Un fin de semana que subí al pueblo me enteré de que había muerto. Sólo su perro le lloró.

Por otro lado, los amigos de siempre o los del trabajo, ajenos a la política, no sabían nada de mi otra vida. Karen recordaba así esos años de militancia política y cómo influían en nuestra vida personal y familiar: «Por ejemplo, a nuestra boda, por razones de clandestinidad, no asistió ningún camarada. Así que apenas asistieron amigos. Eso sí, una camarada nos hizo llegar como regalo de boda ¡las obras completas de Lenin! La noche de bodas Emilio tuvo una reunión política y la madrugada siguiente salimos de viaje de novios a París con otro camarada a una reunión que tenían allí».

Pues sí, sentía que tenía dos vidas, una en el trabajo y otra que realizaba después: una esquizofrenia permanente que tenía que controlar para no levantar sospechas.

Dentro de tal panorama, ese otoño llevaba tiempo nervioso ante la posibilidad —nunca podía tener la certeza— de que me andaban siguiendo, o de que la policía había detectado que trabajaba en un instituto de San Blas. La enseñanza me gustaba y, sobre todo, me dejaba mucho tiempo libre para mi militancia política, la razón de mi vida en ese momento. Pero cuanto más inseguro me sentía en el instituto, más me animaba a considerar un cambio laboral.

Ni ahora ni entonces tal empeño era cosa fácil, así que cuando un amigo me llamó ofreciéndome un puesto para dirigir el departamento de procesamiento de datos en una editorial —y encima con la opción de compaginarlo al principio con la enseñanza— vi el cielo abierto.

Aquel día me tocaba ir a la editorial. Tenía que recordármelo cada día, pues hacía sólo unas semanas, desde principios de octubre, que trabajaba en los dos sitios. Y acordarme también de la reunión o reuniones que tendría por la tarde: las de mi vida política. La noche anterior había apuntado en un pequeño trozo de papel (no convenía llevar más) el orden del día de la reunión de célula del partido, mi segundo trabajo.

Antes de coger el coche, que dejaba aparcado cada día en un sitio distinto, me di una vuelta para comprobar que nadie me seguía, ni que estaba controlado. La clandestinidad en la que me movía me obligaba a estar siempre vigilante.

La oficina —en una zona muy agradable de Madrid, al lado de la Dehesa de la Villa— no me pillaba lejos de casa y, a pesar de estar a finales de octubre, hacía un día estupendo. Disfrutaba el camino repasando las tareas pendientes del día y, más aún, recordando los últimos besos de mi mujer o las sonrisas de mi hija, todo acompañado por esa luz del otoño madrileño.

El nuevo trabajo profesional y el reto de dirigir a un equipo de personas me encantaban. También meterme en el nuevo mundo de la informática. Nunca he podido olvidar el efecto que me causó esa sala enorme, más de cien metros cuadrados, llena de armarios metálicos con unos grandes discos donde se almacenaba la información. Hoy escribo este libro en un portátil que probablemente tenga mil veces más memoria que todos esos armarios que tanto me impresionaron. Cuánto ha cambiado la informática, quizás, ¿tanto como nuestro país?

Mi relación con los compañeros cuajó enseguida y aquella mañana, como todas, salimos a tomar un café en la cafetería de la esquina donde nos conocían y no necesitábamos ni decir lo que queríamos. Entre las bromas y risas, no presté atención a un par de hombres al lado mío, que apoyados en la barra tomaban café. Fue al pagar y avanzar hacia la puerta cuando estos mismos señores me cogieron cada uno por un brazo. Uno me puso una pistola en la sien y el otro me ordenó: «Acompáñenos; necesitamos que haga unas verificaciones en la Dirección General de Seguridad. Es un trámite».

Me quedé helado. Mis compañeros, estupefactos, miraban cómo me empujaban hacia un coche camuflado aparcado enfrente de la editorial y con otros dos policías dentro. Entendiendo que el trámite era claramente una detención, reaccioné a tiempo y avisé a un colega para que llamase a Karen, pues «era probable que llegase tarde a comer». Ya sabría ella qué hacer: sacaría de casa todo aquello que pudiera comprometerme.

Y mientras mis compañeros volvían a sus mesas de trabajo, yo iniciaba un camino cuyo destino se me antojaba incierto y nada agradable.

Todos los que militábamos en la clandestinidad bajo el franquismo sabíamos que nos podían detener en cualquier momento, y habíamos tratado de prepararnos para esa eventualidad, pero la realidad siempre era más dura de lo que nos podíamos haber imaginado. Una vez en manos de los canallas de la Brigada Político-Social todo era posible y uno no sabía a qué atenerse. El miedo era inevitable, a la vez que había que concienciarse para mantenerse firme y no dejarse amedrentar.

La primera medida era avisar cuanto antes de la detención para que se pudieran limpiar las casas y establecer un cordón sanitario en el entorno de los detenidos. La segunda medida, más importante aún, era aguantar lo más posible, primero para no delatar a nadie y, si esto desgraciadamente se producía, para dar tiempo a los demás de poner tierra por medio.

En mi caso, no era la primera vez que me detenían. Ya lo habían hecho los grises, en mi época de estudiante en 1965, en una manifestación convocada por la Federación Universitaria Democrática Española (FUDE), en Cibeles. Pero aquello fue muy suave. Simplemente me tomaron la filiación y me retuvieron unas horas en el edificio de Correos (donde ahora está el Ayuntamiento), en unas dependencias que tenía la Policía Nacional, hasta que la manifestación acabó. Un buen susto, pero nada más.

Esta vez no lo dudaba: la cosa iba en serio. Y, por mi situación familiar —esa primera vida, la normal— resultaba todo aún más terrible.

Karen, embarazada entonces de cinco meses, trabajaba de secretaria del director de una empresa de transportes. En medio de una mañana más o menos tranquila, recibió la llamada telefónica que más temía: la de mi compañero de trabajo comunicándole mi detención. Embargada por el dolor y el miedo —y sin apenas mediar palabra— salió corriendo de la oficina para ir a casa a recoger lo que pudiera ser peligroso. Esto incluía no sólo lo especialmente comprometido, sino cualquier libro o fotografía que resultara dudoso para la policía franquista.

Entró en casa sin ningún problema, metió en una maleta la propaganda y demás material posiblemente sospechoso, y se fue a casa de unos amigos donde dejó el paquete. Estos amigos, al igual que otros muchos —personas que no militaban, pero que estaban de acuerdo y apoyaban la lucha antifranquista— nos salvaron de varias situaciones difíciles. Nunca sentiré habérselo agradecido suficientemente.

Más tarde supimos que nuestra casa estaba vigilada, pero que los policías que lo hacían no conocían a Karen y no sospecharon de ella cuando la vieron entrar. Lo menos que podían pensar era que una americana, rubia y guapa, y encima embarazada, fuese mi mujer. Parece ser que les cayó una buena bronca a estos policías inútiles cuando volvieron a informar en la DGS que la única persona que había entrado en la casa era una norteamericana.

Karen, después de dejar la maleta y comer con los amigos, se fue a la parada del autobús de la guardería a recoger a nuestra hija Lina. Allí la estaba esperando la policía. Permitieron que dejase a la niña con mis padres y se la llevaron detenida. En ese mismo momento, aprovechando que estaba en casa uno de mis hermanos, lo detuvieron a él también y los llevaron a los dos a la DGS.

Karen lo contaba así en una entrevista para un reportaje: «La detención de Emilio coincidió con mi embarazo de Aida. De hecho, mi barriga de cinco meses y mi pinta de americana me salvaron de la sospecha de los policías de paisano que vigilaban nuestro piso aquel día. Avisada de la caída pude entrar en casa y sacar en una maleta toda la propaganda que allí había. Pasé por delante de sus narices y sólo después se dieron cuenta del error. Al final también me detuvieron, cuando recogí a mi hija del autocar de la guardería, pero ya no con las manos en la masa».

Una vez que me metieron en el coche, me acordé del pequeño papel con el orden del día de mi reunión de célula. En un descuido de los policías lo saqué del bolsillo y, haciendo como que me limpiaba la boca —que por cierto la tenía bien seca—, me lo tragué. Un problema menos. Empecé a tranquilizarme y les pregunté, haciéndome el idiota, que por qué me llevaban, que qué querían de mí, insistiendo en que debía ser un error. Los sociales también se hacían los locos y no me contestaban a nada.

No se me olvidará nunca aquel recorrido por la ciudad de Madrid. Atrapado en ese coche, me fijaba como nunca, Francos Rodríguez, Bravo Murillo, la Castellana y hasta Sol: una ciudad viva, la gente por la calle, los monumentos y plazas que tanto me gustaban. Y yo sin saber, aunque me lo podía imaginar, que ese sería mi último paseo por Madrid en varios años.

Me había mentalizado durante un largo tiempo para este momento y no iba a flaquear. Pero pasaban por mi cabeza mi mujer y mi hija. ¿Dónde estarían? ¿Cómo se habrían tomado la situación? ¿Cuál sería el futuro próximo? Todo eran incertidumbres que me abrumaban hasta que me encontré entrando por el portón de la temible Dirección General de Seguridad.

Me puse a pensar sobre qué habría pasado, de dónde vendría la detención, para estar mejor preparado para el interrogatorio que se avecinaba. No sabía cómo sería, pero me esperaba lo peor. Me acordé entonces de que hacía unos días, reunida la célula en un bosque en las afueras de Madrid, pasó por donde estábamos un grupo que nos pareció sospechoso, por el sitio y por la pinta, pero al que no le volvimos a dar más importancia. ¡Seguro que nos estaban siguiendo y nos tenían localizados! ¿Habrían detenido a toda la célula?

Me temía que la hubieran desarticulado y con ella el aparato de propaganda que habíamos montado con tanto esfuerzo.

La propaganda era un elemento clave de la actividad política bajo la dictadura fascista e introducirla en España era muy difícil. En ese momento, el órgano del Partido, el PCE (m-l), «Vanguardia Obrera», llegaba del extranjero tarde y en poca cantidad. Necesitábamos poder reproducirlo en el interior y de una manera digna, para que cumpliese su función de agitar y concienciar a nuestros militantes y simpatizantes: los del Partido y el FRAP.

La tarea no había sido fácil. Primero hubo que conseguir todos los materiales y máquinas, no siempre de manera legal y en muchas ocasiones con enormes riesgos. Comprábamos, poco a poco, para no levantar sospechas, los elementos de la tipografía, en cantidad suficiente para editar un periódico, y lo guardábamos todo a continuación en un lugar que sólo yo conocía. Y luego nos dedicamos a recuperar la maquinaria necesaria, la que no se podía comprar, pues pedían información empresarial que obviamente no teníamos. Yo solía ir primero al sitio a inspeccionar las condiciones y las posibilidades que había de dar el golpe. Si eran buenas se acercaba después el grupo formado para ello y se hacían con las máquinas. Y por último, hubo que conseguir una instalación en un lugar seguro que no despertase sospechas. Burlando la represión franquista, todo esto lo habíamos conseguido. Estábamos contentos con un chalecito en una urbanización tranquila, alquilado por una pareja de jóvenes de buena posición. Con ellos vivía otra pareja de militantes: uno el tipógrafo, que estaba prácticamente encerrado en la habitación donde estaba instalada la imprenta y procuraba no salir al exterior para no despertar las sospechas de los vecinos, y su mujer, que actuaba como criada de la pareja.

Así conseguimos montar una auténtica imprenta, editar varios números de nuestro periódico y otra mucha propaganda. Un proyecto que nos costó meses de trabajo, riesgo y planificación detallada.

Pero, efectivamente, mis temores se confirmaron y, justo como sospechaba en mi camino a la DGS, nuestros esfuerzos habían sido aniquilados.

En el periódico Ya del 29 de octubre de 1972, se leía el siguiente titular: «La policía se incauta de una imprenta clandestina. Seis personas detenidas». El texto de la noticia era el siguiente:

La policía se ha incautado de una imprenta clandestina, a treinta kilómetros de Madrid, en la que se editaba ‘Vanguardia Obrera’ y ha detenido a seis personas en relación con este hecho.

La Jefatura Superior de Policía ha hecho pública con este motivo la siguiente nota:

«Funcionarios de policía de la Jefatura Superior de Madrid han llevado a cabo el descubrimiento e incautación de una imprenta clandestina que venía funcionando desde hacía poco tiempo, y en la que se editaba, entre otras cosas, la publicación ‘Vanguardia Obrera’, portavoz del Comité Central del Partido Comunista Marxista-Leninista.

La imprenta, hábilmente disimulada, estaba instalada en un hotel sito en la urbanización Valdelagunas, término municipal de San Agustín, a treinta kilómetros de Madrid.

Se ha encontrado en confección el número 66 de ‘Vanguardia Obrera’, en gran cantidad; material de impresión y para grabados, 600 ejemplares de un folleto con un discurso pronunciado ante el Congreso del Partido en Albania, linóleum para hacer grabados, ácidos, lámparas de insolación para los grabados, restos de edición de otras tiradas de ‘Vanguardia Obrera’ y algunos números sueltos de propaganda editada por la organización, con su nombre y con el de FRAP.

El hotel estaba ocupado por el matrimonio compuesto por J.R.M., estudiante de perito agrícola, y M.S.M.

El trabajo manual de la imprenta, es decir, confección de tipografía, grabados y otros, estaba a cargo de otro matrimonio, que también vivía en el hotel, dedicándose exclusivamente a la confección de propaganda, compuesto por L.F.P.V. y J.A.Y.

Los cuatro han sido detenidos, sorprendiendo a los dos últimos en el momento en que se dedicaban a su tarea de composición de moldes.

También ha sido detenido otro matrimonio, compuesto por Emilio García Prieto, licenciado en Ciencias Exactas, y Karen Winn, profesora de inglés, por ser las personas que montaron y dirigían los trabajos de la imprenta clandestina.

El volumen de papel, máquina y utensilios, así como la propaganda ya confeccionada, ha ocupado un camión.

Se realizan interrogatorios de los detenidos por si se pueden obtener datos que permitan llegar a la desarticulación de la organización».

Toda la prensa nacional, tanto de la mañana como de la tarde, reprodujo, con titulares similares, la nota de la policía.

Como todas las tragedias tienen su parte cómica no puedo dejar de contar aquí la anécdota que protagonizó el camarada tipógrafo, «Putxi», y que él relata así: «Nada más entrar en el chalet, la policía fue directamente y sin vacilar al lugar donde estaba ubicada la imprenta. J.R. me pidió que abriese la puerta. Entró en la habitación el mismo Conesa… Con las manos en los bolsillos, dándome la espalda y sin mirarme dijo: “Así que esta es la imprenta”. Durante una fracción de segundo se me pasó por la cabeza que aquella persona que entraba en el aparato con tanta confianza y seguridad pudiese ser un dirigente de nuestro partido y reconozco que estuve a punto de darle un abrazo fraternal». Habría sido gracioso recibir con un abrazo al canalla que nos detuvo. Conesa le habría contestado con un par de buenas ostias a ese abrazo. La pérdida del sentido de la realidad era un problema que afectaba a algunos militantes.

La Dirección General de Seguridad

La Dirección General de Seguridad para un militante revolucionario inspiraba más miedo que el infierno a un católico. La diferencia: el antifascista sabía en todo momento que se arriesgaba a pisar esas cloacas del franquismo, mientras el beato confiaba en salvarse.

En la DGS imperaba la ley de la tortura. Durante casi cuarenta años los detenidos políticos fueron torturados por todos los medios imaginables, ante las caras de odio de los policías-verdugos que actuaban a rienda suelta en aquellas dependencias. Abundaban las historias espeluznantes contadas en primera persona y otras relatadas en reuniones o en publicaciones antifranquistas. La que más sobrecogía era el reciente asesinato del estudiante Enrique Ruano, tirado desde una ventana de esas dependencias. El paso por la DGS era una experiencia que no se podía olvidar. Aunque no te hubiera ido tan mal, como era mi caso, te marcaba para toda la vida.

Entramos con el coche por el portón que da a la calle Correos. Me sacaron esposado, me llevaron a tomar la filiación y me hicieron esas típicas fotos, de frente y de perfil, que tantas veces hemos visto con todo tipo de detenidos. Cumplidos los trámites burocráticos, me bajaron a los calabozos.

Cuando me metieron en la celda y cerraron la cancela, fui consciente de verdad de que estaba en la cárcel, de que se me había acabado la libertad. Las celdas —en los sótanos del edificio— eran pequeñas, sin luz y con un banco de cemento donde se suponía que te tumbarías si tenías que pasar la noche. Las paredes estaban mugrientas, llenas de grafitis, nombres, fechas y recuerdos. Sentado en aquella losa de piedra, los sentimientos me invadieron como olas: por un lado, el orgullo por lo que había hecho, aunque ahora me tocase pagar injustamente por ello; por otro, la intranquilidad: ¿qué pasaba y qué pasaría?

Traté de comunicarme con las personas que estaban en las celdas contiguas, pero ninguna se correspondía con un camarada ni con nadie conocido. Así pasaron unas horas hasta que me llamaron a declarar.

Esposado, me condujeron por aquellos siniestros pasillos, de paredes desconchadas y llenas de humedad, hasta la sala de interrogatorios. Y en el camino —no creo que fuera por casualidad, ya que el objetivo no era otro que debilitar mi espíritu—, ¡vi que estaban detenidos también mi mujer y mi hermano! ¡Mi primera noticia, mis temores confirmados! Mi indignación estalló, pues ellos nada tenían que ver con mi militancia política.

Llegamos a la sala de interrogatorios, me sentaron en una silla con las manos atadas a la espalda y empezaron a preguntarme por la imprenta. ¿Quién me había dado las órdenes para montarla? Negué que tuviese nada que ver con tal imprenta ni que conociera a los inquilinos del chalet, ya detenidos. Durante horas seguí empecinado en que no tenía relación con lo que me contaban. Esto me costó unas cuantas bofetadas, aunque tuve la impresión de que no me iban a apretar demasiado. Alardeaban de que lo sabían todo, que los otros me habían delatado y que lo mejor que podía hacer era admitirlo y colaborar con ellos.

Me insistieron en que los cuatro camaradas del chalet habían reconocido que yo era su jefe y el responsable de la creación de la imprenta. Cuando seguí negando que los conociera, me llevaron a una de esas salas de interrogatorio en que desde fuera veías lo que pasaba dentro, sin que los de dentro lo supieran. Allí vi a uno de los camaradas que supuestamente me había delatado. Yo lo seguí negando, pero les bastaba su confesión para incriminarme.

Desgraciadamente no era la primera vez que unos camaradas, ante la presión policial, reconocían a otros. Aguantar en esas condiciones no era fácil y se entendía que pudiesen cantar. Como decía Umberto Eco en El nombre de la rosa: «Cuando te torturan no sólo dices lo que quiere oír el inquisidor, sino también lo que imaginas que puede producirle placer, porque se establece un vínculo (este sí verdaderamente diabólico) entre tú y él».

Además, en mi caso, no creo que tuviera importancia su declaración, pues la policía estaba convencida de que yo era el responsable. De hecho, durante el juicio, el argumento principal para acusarme de dirigir el grupo era mi negativa a reconocerlo. Bajo el franquismo, los Tribunales de Orden Público que juzgaban a los presos políticos no necesitaban pruebas para condenar; bastaban los informes de la policía. Así funcionaba la justicia franquista.

Cuarenta años después, sigue vivo en mi mente el recuerdo de ese paso por la DGS: el terror ante la tortura y la convicción de que no podía flaquear. Sabía que mi propio destino y el de los otros compañeros dependían de mi resistencia, de mi fortaleza ante los puñetazos, la brutalidad y el sadismo de esos lacayos del régimen.

Tampoco olvidaré nunca lo del poli bueno y el poli malo en todo el proceso. El que dirigía la operación y hacía de bueno era el comisario Conesa[1]. Billy el Niño[2] era el malo; me soltaba el tortazo cuando más desprevenido estaba. Aún recuerdo el odio en sus ojos, su sadismo, su disfrute humillando y machacando.

Después de los interrogatorios me quedó claro que habían descubierto y desmontado la imprenta, que yo estaba acusado de ser el responsable y que me tocaría una larga temporada de cárcel.

Esa misma tarde salimos con dirección a la cárcel de Carabanchel, previo paso por las Salesas, en un furgón policial los camaradas detenidos y algún otro más que no conocíamos. Karen y mi hermano salieron en libertad.

Resulta curioso que la temible DGS sea actualmente la sede de la Presidencia de la Comunidad de Madrid. En mi caso, cuando paso por una de sus calles laterales lo hago con mucho respeto. Miro hacia esas ventanas enrejadas a ras del suelo donde supongo que debieron estar las celdas.