Ensanchar la vida

La fortaleza de la fragilidad

Jorge Font

Primera edición en esta colección: octubre de 2012

© Jorge Font, 2012

© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2012

Plataforma Editorial

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Diseño de portada:

Lola Rodríguez

Depósito Legal:  B.32.459-2012

ISBN EPUB:  978-84-15750-11-6

Contenido

Portadilla

Créditos

 

Prólogo

Introducción

Las letras chiquitas del contrato

1. Las cosas se demuestran en el agua

2. Me caí haciendo lo que más me gusta

3. REHABILITAR: regresar a la realidad

4. REVALORAR: los colores más hermosos

5. REASIGNAR: resignificando retos

6. RESPIRAR: inspirar para impulsar

7. RECUPERAR: el derecho de servir

8. RESPETAR: volver a mirar

9. REVIVIR: Tere

RENACER: Pablo

Anexo

Agradecimientos

La opinión del lector

Otros títulos de la colección

Sin tiempo para la paciencia

Dónde está el límite

Prólogo

¡Ahí te va la cuerda!

 

Siempre he pensado que a algunos libros les salen sobrando los prólogos. Éste es uno de ellos. Las palabras que valen la pena están en el libro, no el prólogo. El prólogo les roba su tiempo a los lectores. Sin embargo, la petición de un ser humano como Jorge Font es irrechazable. Se trata de cuestiones de amor. Se trata de cuestiones de admiración que siempre van mezcladas y uno no sabe en dónde empiezan unas y se mezclan con las otras. Así es, yo quiero a Jorge Font. Lo quiero y lo admiro. Si tuviera que escoger con los dedos de una mano a las personas que más aprecio, ahí estaría Jorge. Adelanto lo que podrías empezar a imaginar: no es un tema de discapacidades, es un tema de capacidades.

Pienso que cada día el misterio nos pregunta si queremos pararnos del lado de la vida o del lado de la muerte. La muerte es la duda, el miedo, el temor; es escoger el pensamiento más doloroso para «vivir». La vida es confianza, fe, esperanza; es escoger la explicación más amorosa de nuestra propia vida. La historia de Jorge Font es la respuesta de quien decidió «pararse» del lado de la vida. A través de sus reflexiones nos permite comprender, con los ojos del corazón, cómo el amor y la vida son capaces de abrirse camino en el misterio de las almas profundas.

Éste libro es una invitación al gozo aprendiendo en el espejo del otro. A través de este libro, Jorge nos hace una invitación a sujetar amorosamente la cuerda de nuestras vidas para esquiar y ganar en la categoría de «figuras». Nuestra propia figura, la única que se puede llenar de plenitud.

Cada página de éste libro es una poesía llena de sabiduría. Una combinación de las conclusiones más hermosas y profundas que he tenido el privilegio de atestiguar desde hace veinte años, entremezcladas con un sentido del humor sólo presente en las almas más sabias.

Sólo Dios alarga la vida, pero hay seres como Jorge Font que nos ayudan a ensancharla.

Disfrútenlo, gócenlo, ríanse, compártanlo. ¡Es incomparable! ¡Es una joya!

¡Ahí te va la cuerda de la vida!

No les quito más su tiempo.

FERNANDO LANDEROS VERDUGO
 
Presidente de Fundación Teletón

Introducción

En la página del día de hoy: GRACIAS

 

Seguramente habrás tenido la oportunidad de conocer muchas biografías o historias de vidas interesantes. Hay personas que para los demás son estrellas, luces, faros que sirven de guía en la oscuridad para llegar a buen puerto. Yo no soy de ésos. Creo incluso que en ocasiones esa luz deslumbrante sólo ciega sin iluminar. Presentar únicamente nuestra faceta luminosa dilata la pupila del otro para que no perciba ni por equivocación nuestra sombra, nuestra debilidad, nuestro posible error. Todo esto con el costo de estar cada vez más solo.

Más bien quisiera saber que puedo ser para ti un espejo en cuyo reflejo puedas descubrir aspectos de tu propia vida. Espero que al leer mi historia puedas encontrar, como dice Joan Manuel Serrat, «lo común que reconforta y lo distinto que estimula».

Quisiera compartirte el libro de mi vida con la única intención de que tomes de él lo que te sirva y lo que te dé sentido. En la página del día de hoy escribiré lo que León Felipe decía cuando le pedían hablar de él mismo: PERDÓN. Perdón por ocupar un espacio y por hablar en primera persona. Más que egolatría quisiera que fuera sinceridad y responsabilidad lo que te compartiera. También quisiera en la página del día de hoy, simple pero sinceramente, decirte: GRACIAS.

Te agradezco que hayas tomado este libro y me regales tu atención, tu intención y tu comprensión. Sé que en este momento podrías estar haciendo muchas cosas o incluso haber elegido otro libro. Esta elección, cuando te detienes un poco a reflexionar, encarna el verdadero sentido de la palabra sacrificio. Esto en México es muy importante; cuando se habla de sacrificios no nos andamos con pequeñeces. A las personas les sacaban el corazón.

La palabra «sacrificio» viene del latín, sacro y facere; de hacer algo sagrado. Un lugar o un momento se puede volver sagrado por la renuncia que implica. Para decir SÍ a escuchar mi historia has tenido que decir NO a mil otras cosas tal vez muy importantes para ti. Mi compromiso contigo es intentar estar a la altura de lo que tu tiempo, tu decisión, tu renuncia a otras cosas y tu presencia frente a estas palabras significan. Alguien me dijo una vez que «las joyas y las sortijas no siempre son regalos, en ocasiones son pretextos. Pretextos para no dar el único verdadero regalo que puede dar una persona: darse uno mismo, regalar su tiempo, su talento, su presencia, su atención». Por el regalo que me das al compartir y dar sentido a mi historia, otra vez, gracias.

Las letras chiquitas del contrato: ADVERTENCIAS

 

Ahora me gustaría leer contigo algunas advertencias. Como decimos comúnmente, «las letras chiquitas del contrato».

 

 

Cláusula I

 

No soy un escritor experto en cuyas obras puedas encontrar muchas respuestas a las preguntas que tengas. En el ambiente taurino, a los que desconocen la fiesta brava se les llama «villamelones». Así me considero yo. Soy un «villamelón» de la existencia que, al declararse un ignorante radical, quiere provocar más preguntas que respuestas.

Platón afirma que «la ignorancia es el privilegio del hombre. Ni Dios, ni la bestia ignoran. Aquél porque posee todo el saber y éste porque lo ha menester». No estamos ni en la luz absoluta ni en la oscuridad total, estamos en el camino con amaneceres, atardeceres, noches y días en la fiesta de la vida. Por cierto, eso de andar de provocador de cuestiones es lo que, además, creo que hace un buen maestro. Despertar el asombro y desde ahí generar la curiosidad que finalmente ayuda a vivir con la alegría infantil de preguntar y eternamente descubrir.

 

 

Cláusula II

 

Éste no es un libro de recomendaciones para la solución de problemas. De hecho, me gusta recordar a Zorba el Griego cuando a su patrón le recuerda que «la vida es problema, sólo la muerte no lo es. ¡Busca problemas!».

Por tanto trataré de no dar muchas recomendaciones para no provocarte, amigo lector, lo que Serrat nos recuerda cuando canta: «Bienaventurados los necios que se arriesgan a prestar consejos porque serán sabios a costa de los errores ajenos».

Hay una palabra que no usaré y ésa es: DEBERÍAS. Por experiencia he aprendido que cuando alguien da una recomendación y dice «deberías hacer o decir tal o cual cosa» es como si apuntara con el dedo índice. Cuando apuntas así, un dedo se dirige hacia la otra persona pero tres dedos apuntan hacia ti. Por eso hablaré en gran medida en la primera persona del singular. Para ser un poco responsable y además para contar la única historia que me sé bien, la de mi vida.

 

 

Cláusula III

 

Ortega y Gasset nos recuerda: «Cuídese del uso de las palabras porque son los déspotas más grandes que la humanidad ha conocido». A mí, la verdad, me gusta más como en México decimos lo mismo en el refrán: «De lengua, todos nos echamos un taco». Es decir, creo que es relativamente fácil hablar o escribir. Pero el reto más grande que existe es vivir a la altura de lo que uno dice. Por eso trataré de decir la menor cantidad posible de mentiras. El mundo es pequeño y con esto de la aldea global seguro que me podré encontrar contigo por ahí y no quiero andar con demasiados reclamos de incongruencia. Ya, con algunos amigos y conocidos cercanos, tengo esto bien cubierto.

1. Las cosas se demuestran en el agua

 

Soy esquiador por herencia. Mi papá, que está en el salón de la fama de la CODEME (Confederación Deportiva Mexicana) por su trayectoria deportiva en esquí acuático, tuvo el récord mundial en la modalidad de figuras.

Mi hermano Sergio y yo aprendimos a esquiar al mismo tiempo. Yo tenía siete años y Sergio cinco. La verdad es que durante algunos años no nos interesó mucho este tema. Jugué, nadé, practiqué fútbol y gimnasia olímpica hasta que, unos años después, retomé con seriedad el esquí.

En mi casa se vivió el deporte más que como un hobby o un simple entretenimiento. Era una oportunidad para ser, no el mejor, porque esto a veces no se logra, pero sí para ser lo mejor de nosotros mismos.

En el esquí acuático hay tres modalidades: slalom, figuras y saltos. Nosotros decidimos ser especialistas en figuras para poder lograr buenos resultados y no diluir el tiempo entre demasiadas actividades. Sobre todo cuando el esquí no estaba planteado como una profesión sino como un complemento al desarrollo académico.

El esquí de figuras es un deporte cruel. Hay que entrenar muchas horas y las competencias consisten en dos recorridos de veinte segundos cada uno. En cada uno de los recorridos, el objetivo es hacer la mayor cantidad de giros posible. Cada giro tiene un valor establecido. Si repites un giro, no cuenta, y si no lo haces bien, tampoco suma puntos. Es parecido al patinaje artístico. Hay cinco jueces cuyo dictamen se toma por mayoría. Esto provoca que los esquiadores, frecuentemente, después de recibir su resultado, acudan al ahora muy famoso en México (por motivos electorales) «VOTO POR VOTO, CASILLA POR CASILLA» e impugnen su resultado. En nuestra casa esto estaba prohibido y el lema de mi papá era: «La cosas se demuestran en el agua». Si hubo duda en alguna figura hay que repetirla mil veces hasta que no quede la menor duda.

Me enamoré del esquí. Encontré que el disfrute está en esquiar, en entrenar, en aprender, en retar a tu cuerpo, a tu mente, a tu voluntad. Un torneo dura muy poco, subirte a un pódium a recibir una medalla, si lo logras, aún dura menos. Aprender que puedes crecer, mejorar, aprender y compartir; eso es lo que dura y queda en la vida, en la mente y en el corazón de un deportista. En la vida no sólo hay que ganar, hay que hacerlo con estilo.

Con éstas y otras muchas orientaciones y muchas horas en el agua, competí por primera vez a los once años. A los dieciséis años gané el campeonato nacional y rompí el récord nacional de la categoría abierta, es decir, la más importante y competida. En 1986 tuve la oportunidad de representar a mi país en el Campeonato Latinoamericano en Venezuela, donde obtuve el segundo lugar y después se me incluyó en la selección para ir al Campeonato Mundial a celebrarse en Londres en septiembre de 1987.

Sabía que a mis dieciocho años no iba a ganar el mundial. Los esquiadores que se subirían al pódium harían alrededor de 10.000 puntos. Mi recorrido sumaba 7.380 puntos, lo cual resultaba de un cálculo que habíamos hecho mi entrenador (que es mi papá), mi hermano y yo para entrar a la final. A la ronda final del Campeonato Mundial de esquí pasan los mejores doce esquiadores de la eliminatoria.

Con ese objetivo en mente, entrené muchas horas. Conforme se acercaba el mes de septiembre para el torneo, cada entrenamiento era como un ensayo general para una obra de teatro. Es decir, trataba de imaginarme antes de lanzarme al agua cómo se escucharía el motor de la lancha, cómo se sentiría lo fresco del agua, la tensión de la cuerda, mi voz al gritarle al conductor de la lancha «¡listo, sale!»; cómo se sentiría cada giro, cada músculo. Así, cada entrenamiento era la simulación del torneo, de ese momento de la verdad que exige mucho y dura poco. Competí mil veces contra mí, contra mis nervios, contra mi cansancio, contra mi inseguridad, contra mi perfeccionismo, en cada torneo simulado en que se convirtió cada entrenamiento antes de viajar a Londres.

Viví el torneo como se viven todos: como un sueño que se pasa rápido. Vi competir a muchos, vi caerse al campeón del mundo en la segunda figura de su recorrido en la ronda eliminatoria. Nervios, sensación de vacío en el estómago hasta casi sentir que no tienes fuerza y te vas a desmayar. Y, de pronto, saberte esquiando en la final del Campeonato Mundial sin haberte caído y pasar en séptimo lugar a la ronda final.

No me caí en ninguno de mis recorridos en ese torneo. Terminé en 12º lugar y me sentía satisfecho por el resultado y muy entusiasmado por lo que había aprendido en el proceso de alcanzarlo.

Algo muy importante, que después se convirtió en esencial para mi vida (ya verás por qué), fue darme cuenta de que un deporte como el esquí, que se considera individual, en realidad no lo es. Es cierto que en un torneo te lanzas al agua solo. Pero para llegar a ese momento muchas personas ponen su talento. De hecho, eso es de lo más comprometedor en un muelle de salida, saber que tu resultado es un tributo a un montón de personas que permitieron que estuvieras ahí. Un entrenador de la vida: mi papá. Una decoradora, nutrióloga, psicóloga y alborotadora, responsable del corazón y la sonrisa: mi mamá. Un director técnico que impulsa y organiza los recorridos del esquí y en muchas áreas de mi vida: mi hermano. Un conductor cuidadoso de la lancha. Un capitán de equipo. Una Federación de Esquí. Unos amigos que perdonan no ir a algunas fiestas y que saben que «para Jorge, esto es importante». Ellos, y unos otros más, son mi equipo.

2. Me caí haciendo lo que más me gusta

 

Terminé la preparatoria en 1987 con toda la emoción y los temores propios de esos momentos de decisión. Como un típico adolescente tardío deshojando las margaritas de la desorientación vocacional. ¿Qué voy a estudiar? ¿Qué voy a ser de grande?

Ahora me doy cuenta de que me sentía como Octavio Paz lo describe:

 

… el adolescente, vacilante entre la infancia y la juventud, queda suspenso un instante ante la infinita riqueza del mundo. El adolescente se asombra de ser. Y al pasmo sucede la reflexión: inclinado sobre el río de su conciencia se pregunta si ese rostro que aflora lentamente del fondo, deformado por el agua, es el suyo. La singularidad de ser –pura sensación en el niño– se transforma en problema y pregunta, en conciencia interrogante.

 

Después de mucho deliberar decidí estudiar la carrera de Medicina e inicié el curso propedéutico. Asistí a la Facultad de Medicina de la Universidad La Salle con el sueño de servir, ayudar y con esa curiosidad intelectual que creo que en gran medida me despertó mi abuelo materno: «Tito», el doctor Ramírez Gama. Mi vida a los diecinueve años era una búsqueda de equilibrio entre el deporte y el estudio. Pasaba del traje de baño a la bata blanca, estudiando un poco en una hamaca en Tequesquitengo.

El 8 de marzo de 1988 fui a esquiar y en la tarde regresaría a México porque tenía examen de bioquímica. Sin embargo, resultó que ese día la vida me invitó a una evaluación sorpresiva y mucho más complicada. Entrenando para el Campeonato Latinoamericano que se celebraría en Argentina, me caí haciendo lo que más me gusta: me caí esquiando. Mientras la lancha daba la vuelta al final del lago, me acerqué demasiado a la orilla por ir jugando, por un exceso de confianza. Se me atoró el esquí con la playa, me fui de boca y me rompí la columna vertebral a la altura de la sexta y la séptima vértebra cervical. Es decir, me rompí el cuello y me quedé cuadripléjico.

Desde el momento en el que me accidenté, y por lo que se sabe hasta el día de hoy PARA SIEMPRE, perdí la capacidad de sentir y de mover desde el pecho hasta la punta de los pies. Cuando me recogieron, lo único que podía hacer era doblar mis brazos; no podía estirarlos, no me funcionaba el tríceps, que es el músculo que permite estirar los brazos. Y perdí también el movimiento de las muñecas y de las manos.

Gracias a que de manera muy oportuna y muy exitosa –dentro de las primeras ocho horas después de mi accidente– me operó en México quien después se convertiría en un gran amigo, el doctor Roberto De Leo, recuperé la extensión de los brazos, recuperé el movimiento de las muñecas, recuperé la extensión de la mano izquierda, que es utilísima para saludar, pero nada más. Es decir, yo no puedo apretar la perilla redonda de una puerta, cerrar en puño mi mano y, especialmente, me cuesta mucho trabajo abotonarme la camisa o amarrarme las agujetas.

En el hospital tuve un problema adicional de neumonía. Como no me funcionan bien los músculos que están en el estómago y entre las costillas, toser para sacar las flemas me costaba muchísimo trabajo. Por lo cual, una gripa de hospital se me convirtió en una neumonía y llegó a ser casi tan grave como la lesión medular. Mi abuelo, que era neumólogo, después de unos días de tratamiento, finalmente me curó.

A los ocho días fui dado de alta del hospital. Normalmente cuando uno sale del hospital y te dan de alta, ya la hiciste; lo peor que te puede pasar es regresar a que te quiten las puntadas o a que te quiten el yeso. Sin embargo, en un accidente como el mío, uno de los momentos más difíciles de la vida es salir del hospital. No sé si estás de acuerdo pero, regularmente, un hospital es una pesadilla con fantasmas de bata blanca y alguno que otro vampiro chupa-sangre. Yo siempre he pensado que un hospital no es una pesadilla siempre y cuando uno va a un parto y, por supuesto, es el papá, porque la mamá siempre padece un poco más.

En mi experiencia, salir del hospital fue, por supuesto, despertar de una pesadilla. Pero una pesadilla no deja de ser un sueño y despertar significa el reto mayúsculo de regresar a la realidad.

3. REHABILITAR:
 Regresar a la realidad

 

Lo evidente

 

En mi caso, que no se trata de una discapacidad ni por mucho de lo más complicada, tuve que volver a aprender a toser, tuve que volver a aprender a escribir, tuve que volver a aprender a hacer de todo otra vez. Pasé de ser un chavo estudiante de Medicina que hacía trabajos de anatomía, de química y de histología, a ser un paciente con bata, de esa muy poco digna, que no sé por qué razón se usa al revés con el riesgo de tomar un resfrío a traición, por la retaguardia.

Como un cambio de escena en el teatro con telón de por medio, el deportista, estudiante con el futuro por delante, se despertaba haciendo planas de líneas y circulitos para volver a aprender a tomar un plumón grueso y aprender a escribir nuevamente. La película se complementaba con el acto circense de sentarme en la silla de ruedas. Este espectáculo involucraba a varios actores secundarios y a algunos extras que daban ánimos. En realidad se trataba de un esfuerzo enorme que me provocaba un mareo espantoso, una sensación de desesperación horrible y ya en la silla la pregunta: «¿Y ahora, cómo le hago?».

A diferencia de un actor en el camerino, tuve que volver a aprender a vestirme en el foro con público, con un terapista. Lento, cansado, sintiendo que pierdes el tiempo. Como un torero vistiéndose de luces; así que, cada vez que te pones la ropa, es un ritual. La diferencia es ya sentirse cornado antes de salir al ruedo. Para compartir esta sensación, te invito a que hagas el experimento y te vistas acostado en la cama sin mover las piernas y sin tener equilibrio en el tronco. Seguramente vas a descubrir que las piernas pesan más de lo que te imaginas cuando tienes que cargarlas con los brazos para meterte el pantalón. Una pequeña advertencia: si vas a hacer el experimento, te sugiero que te pongas primero el pantalón y después los calcetines porque los pies no resbalan igual y que te levantes más temprano porque, si no, no vas a llegar a tiempo a tus compromisos.

Ya como para hacer el casting para el Cirque du Soleil, tuve que aprender a subirme al coche. El espacio que hay entre la silla de ruedas y el asiento del coche es como saltar el cañón del sumidero sin red de protección. Y, una vez a bordo, es necesario convertirse en contorsionista para desarmar y subir la silla de ruedas.

Volver a aprender a hacer lo más simple y cotidiano: peinarme, rasurarme, lavarme los dientes, me costó más trabajo que ningún otro reto al que me haya enfrentado. A los diecinueve años, me sentía como un idiota al tener que enfocar toda tu energía y concentración en actividades que, unos días antes, dabas por hecho y parecían automáticas. Explicarle a tu cuerpo que debe ir a determinada hora del día al baño, y no cuando se le pega su gana, es de lo más complicado de arreglar. Yo uso reloj y sé que, más o menos, cada cuatro o cinco horas tengo que ir a vaciarme la vejiga con una sonda para no tener infecciones en las vías urinarias. Para el asunto del intestino, tengo un horario establecido cada noche donde invierto alrededor de una hora. Digámoslo así: es una parada de pits larga que me permite leer mucho. Salgo más ligero y con más conocimientos.

Todo esto que te he platicado de esta etapa de la rehabilitación física, sólo ha sido una síntesis apretada, breve y como en cámara rápida. En la realidad, es justamente lo contrario de una película acelerada: es desesperantemente lento. Al contrario de lo que estaba acostumbrado en el deporte, donde entrenas con miras a lograr una meta cada vez más alta. En la terapia parece que haces un esfuerzo de catorce mil entrenamientos en algunos casos con un avance de cero. Simplemente tienes que poner todo tu empeño para que no se deteriore más tu cuerpo, para prevenir una fractura o una úlcera de presión.

Éstos son los aspectos físicos. Lo que se ve a simple vista. Es muy evidente el reto de pasar de estar parado a estar sentado o pasar de caminar a rodar.

 

 

Lo que no se ve a simple vista

 

Yo creo que lo más complicado de enfrentar, y a la vez lo más interesante en mi vida, es lo que no es físico, lo que no se ve a simple vista. Y lo que no se ve a simple vista es lo que se siente. Lo que se siente en un instante al pasar de ser un chavo alto, guapo y fuerte a ser una persona con unas piernas flacas, con un cuerpo que no te hace caso, con unas manos que se debaten entre las del «hombre lobo» o «ET».

No se ve a simple vista esta sensación que describe Víctor Hugo en el libro de Los Miserables. Cuando habla de la vivencia de ir en un buque surcando el mar y de pronto la vida parece lanzarte por la borda y te sientes:

 

Sepultado entre dos infinitos: el cielo y el océano: éste es su tumba; aquél su mortaja.

Allí estaba él hacía un momento, formaba parte de la tripulación; iba y venía por el puente con los demás, tenía su parte de aire y de sol; estaba vivo.

Pero ¿qué ha sucedido? Resbaló; cayó.

No queda más alternativa que aprender a nadar y esperar a que el barco regrese por ti.

Sentía como si la película de todos los demás siguiera a colores y la mía estuviera en pausa y en blanco y negro. Parado (bueno, más bien sentado) al borde del camino, solo, viendo a los demás pasar desde afuera del río de la vida. No se ve a simple vista lo que significa sentirte solo.

Tengo un amigo, se llama Ricardo Torres Nava y dice que «en la vida hay dos tipos de soledades: las soledades blancas y las soledades negras».

Las soledades blancas son aquellas donde te sales de la prisa cotidiana, de los pendientes, de los compromisos, de la rutina, para poner en orden los archivos de la cabeza y del corazón. Una de mis grandes ilusiones sería que el tiempo para la lectura de este libro fuera de esas soledades blancas, de esos espacios que sirven para tratar de poner prioridades en la vida. Para discernir qué es lo que suma en tu vida y qué es aquello que no te está ayudando a crecer.

Pero también están esas otras soledades. Estoy seguro que te han pasado en algún momento de la vida. Las «soledades negras». Aquellas situaciones donde, a pesar de estar rodeado de personas, te sientes profundamente diferente, profundamente incomprendido, profundamente triste y profundamente solo. Desde mi perspectiva, son las peores porque son las «soledades acompañadas». Parecería que, incluso con buena intención, personas que te quieren, te dan ánimos y brincan a tu alrededor, te dicen de muchas formas: ¡Sálvate! ¡Libérate! ¡Elige! ¡Échale ganas! Mensajes que, más bien, parecen escritos en otro idioma, enviados en otra frecuencia. Yo más bien me sentía como un secuestrado que escucha arengas de libertad en la radio mientras está cautivo.

Creo que quien dice esto de una manera muy concreta, y mejor de lo que yo pudiera expresar, es este filósofo mexicano que se llama Marco Antonio Solís «El Buki». Tiene mucha razón cuando canta «No hay nada más difícil que vivir sin ti». Vivir sin ti, aquel que eras antes de tu accidente. Asistir a la sepultura de una parte de ti, se dice rápido pero cuesta mucho trabajo deletrearlo en el libro de la vida.

Inicié mi rehabilitación pensando que todo era cuestión de echarle ganas. La imagen de competidor, de campeón, de joven que todo lo podía me llevó a interpretar un diagnóstico médico contundente, de parálisis permanente, como una declaración de guerra. Ante el ataque de la idea de que existía un 99,9% de probabilidades de no volver a caminar, decidí, sin darme cuenta, recurrir a la estrategia de negación, la respuesta de guerrilla: yo soy el 0,1%. Después de varias batallas perdidas comencé a darme cuenta que el traje de la discapacidad que me había puesto tenía una etiqueta muy particular, decía «para siempre». Cuando me ocurría esto me sentía sin luz ni sombra, se apagaban las luces pero también desaparecían las sombras. En el limbo de la luminosidad apareció la indiferencia. La indiferencia no hace sombra, los claros y los oscuros desaparecen ante la no importancia. Ésta es tal vez la peor de las vivencias. La peor de las recetas es: todo da igual. Quita el síntoma del sufrimiento a costa de causar una enfermedad mortal. Con esta sobredosis de pasividad, no sé si no percibía alternativas o me quedaba paralizado frente a ellas. El dilema de Hamlet de ser o no ser, para mí se convertía en un eterno deshojar de margaritas. Me sentía fuera del juego de la vida, aparentemente viviendo pero más bien sobreviviendo. Atrapado en el no querer renunciar, me quedaba sin elegir.

Marco Antonio Solís lo expresaría así: «La gente pasa y pasa siempre tan igual, el ritmo de la vida me parece mal». Cuando te sientes muy mal, lo cierto es que parece que vives en otra velocidad. Sumido en tu angustia, amenazado por las olas de la amargura, haciendo agua y los demás en sus veleros disfrutando del viento y el mar tranquilo.

Empecé a criticar las capacidades de los demás y las mías del pasado, desde el rencor de la discapacidad. Entendí a aquellos que parecen ser miembros del sindicato de los discapacitados y se dedican a lucrar con la lástima de la discapacidad. Apoyado por esta cuadrilla de emociones sombrías, pero seductoras, me volví experto en poner banderillas emocionales para manipular y, desde la impotencia, sentirme poderoso.

La urgencia de salir de la desesperación, el terror al rechazo y la inseguridad se convertían en soberbia. La verdad sólo se podía encontrar en la discapacidad; la única verdad era la mía. La fuente de la verdad se había desplazado desde el paradigma del éxito a la discapacidad. Sin embargo, detrás del movimiento pendular de un extremo al otro, estaba el mismo pecado capital: la soberbia de sentir que siempre se tiene la razón. Esa luz deslumbrante que sólo ciega sin iluminar, ese reflector que nos deja cegados.

Desorientado, asustado, confundido, impotente frente a la fuerza del destino. Como cuando te revuelca una ola en Acapulco, así se siente entrar en tu sombra. Entrar en esa parte de ti mismo que te asusta y donde están tus miedos, donde está justo lo que no quisieras que te pasara.

Mi accidente fue un despertar súbito en mi propia sombra, abrí los ojos en la oscuridad. La mirada de futuro que antes lo iluminaba todo, no servía. Tampoco la fuga al pasado modificaba la realidad; la fantasía del viaje al pasado solamente cambiaba la posición de las manecillas del reloj para matar el tiempo. El recuerdo de las capacidades perdidas era entonces como luces que deslumbraban y lastimaban pero no iluminaban el camino. La desviación parecía no estar iluminada ni tener señalamientos.

En un inicio, entrar en mis discapacidades fue como entrar en la Corte de los Milagros, entrar a empujones entre sentimientos contrahechos, terrores jorobados, emociones que pedían la limosna del recuerdo o rencores y odios que me asaltaban buscando la aceptación. Tal vez mi nombre encontraba su sentido. San Jorge luchaba con los dragones, con los monstruos que él mismo había cultivado en las mazmorras de su negación. Desde la desesperación y la ilusión de volver a ser el de antes, de volver a ser «normal», el objetivo era eliminar a los dragones y regresar del tenebroso laberinto a la luz como un arqueólogo aventurero con su estatuilla de oro.

Hay otras cosas que no se ven a simple vista también, y que vivir sin ellas es difícil. Bueno, la verdad es que sí se alcanzan a ver a simple vista en el saldo bancario: me refiero al asunto del dinero. Un trancazo como el que me di te puede costar de $300.000 a $1.000.000 de pesos, o sea que sales del hospital parapléjico o cuadripléjico y pobre (yo no tenía un seguro). Un cuarto de rehabilitación en Estados Unidos cuesta $1.000 dólares diarios en promedio y la estadía es de tres a cuatro meses, o sea que de ahí también sales parapléjico y pobre pero en dólares. Por eso me rehabilité en mi casa.

Aún no has comprado una silla de ruedas. Una silla de ruedas te puede costar desde dos mil pesos hasta la que usaba Superman (Christopher Reeve), que costaba doce mil dólares. La que yo uso debe costar mil quinientos dólares. Un cojín para no lastimarte las pompas y no tener úlceras de presión te cuesta entre $2.000 a $5.000 pesos. Hacer pipí, depende el mecanismo que uses, te puede costar entre $10 a $50 pesos diarios. Esto multiplicado por treinta o treinta y un días –porque todos los días son días hábiles–, como dicen, es un pequeño lujo, pero creo que lo vale.

Eso es lo que cuesta y aún no hemos hablado de lo que significa conseguir un trabajo para conseguir ese dinero. Porque conseguir trabajo estando de pie no es fácil, conseguir un trabajo sentado, es requete complicado.

¿Qué otras cosas no se ven a simple vista? Hay amigos que se alejan; en mi caso personal, los menos. Desde mi punto de vista, hay personas que toman distancia, no porque te dejen de querer, sino porque les duele tanto lo que te está pasando que prefieren no acercarse y no tocar ese sufrimiento. En este sentido, una de las cosas que aprendí –y que creo que es lo más complicado– es darte cuenta de que cuando te rompes tú, se rompe también quien te quiere y hay ocasiones en que quien te quiere se rompe más que tú.

¿A qué me refiero? Hay pocos momentos en tu vida tan complicados como estar acostado con un cuello ortopédico y con un tubo metido por la garganta sin saber qué va a pasar; y voltear y encontrarte a los pies o al lado de tu cama la mirada de tus papás, o la mirada de tu hermano, de tu primo o de tu mejor amigo; esa mirada que te dice «te quiero mucho y no me gusta para nada lo que te está pasando». Y sentirte tú no sólo responsable sino culpable de, además de haberte roto el hocico tú, haberle roto el corazón a las personas que te quieren. Todo eso no se ve a simple vista y cuesta trabajo de acomodar y poner en su lugar.