Capítulo primero

Durante los quince primeros años de nuestra existencia, Danny y yo vivimos separados uno de otro por cinco manzanas y ninguno de nosotros tenía la menor idea de la existencia del otro.

La manzana en la que habitaba Danny estaba densamente poblada por los seguidores de su padre, judíos asideos rusos, con sombrías vestiduras, cuyas costumbres e ideas tenían sus raíces en el suelo de la tierra que un día abandonaron. Bebían té de los samovares, sorbiéndolo lentamente a través de terrones de azúcar apretados entre los dientes; comían alimentos típicos de su patria, hablaban en voz alta, ocasionalmente en ruso, casi siempre en yiddish ruso, y se mostraban orgullosos de su lealtad hacia el padre de Danny.

En la manzana contigua vivía otra secta asidea, judíos originarios del sur de Polonia, que caminaban por las calles de Brooklyn como si fueran espectros, con sus sombreros negros, abrigos largos y negros, barbas negras y guedejas sobre las orejas. Aquellos judíos tenían su propio rabino, su jefe dinástico, remontándose la jefatura rabínica de su familia hasta los tiempos del Ba’al Shem Tiv, el fundador del asideísmo en el siglo XVIII y a quien consideraban como enviado de Dios.

La zona en que Danny y yo crecimos estaba habitada por tres o cuatro de aquellas sectas asideas, cada una con su propio rabino, su pequeña sinagoga, sus costumbres peculiares y su propia y orgullosa lealtad. En día de sábado o en un servicio matinal podía verse a los miembros de cada secta dirigirse a sus respectivas sinagogas, con sus vestiduras peculiares, ansiosos por orar con su rabino particular y olvidar el ajetreo de la semana y la ávida consecución del dinero necesario para alimentar a sus numerosas familias durante la época de la depresión, al parecer interminable.

Las aceras de Williamsburg estaban formadas por agrietadas losetas de cemento, las calzadas pavimentadas de asfalto que se reblandecía en los sofocantes veranos, resquebrajándose y formando baches durante los duros inviernos. La mayoría de las casas eran de ladrillo rojo, estaban muy juntas y ninguna sobrepasaba los tres o cuatro pisos. En aquellas casas vivían judíos, irlandeses, alemanes y algunas familias refugiadas de la guerra civil española que huyeron del nuevo régimen de Franco antes de iniciarse la Segunda Guerra Mundial. Casi todas las tiendas pertenecían a los gentiles, pero algunas eran propiedad de judíos ortodoxos, miembros de las sectas asideas de aquella zona. Podía vérselos tras sus mostradores, tocados con negros casquetes, con floridas barbas y largas guedejas cayéndoles sobre las orejas, ganando a duras penas su magra subsistencia y soñando con el sábado y las fiestas durante las que podían cerrar sus tiendas y consagrar su atención a la oración, a su rabino y a su Dios.

Todos los judíos ortodoxos enviaban a sus hijos varones a una yeshiva, escuela parroquial judía, donde estudiaban desde las ocho o las nueve de la mañana hasta las cuatro o cinco de la tarde. Los viernes, los estudiantes quedaban libres alrededor de la una de la tarde, con el fin de que pudieran prepararse para el sábado. Para los ortodoxos era obligatoria la educación judía y, como aquello era América y no Europa, también lo era la educación inglesa, de manera que cada estudiante había de hacer frente a una tarea doble: estudios hebreos por la mañana e ingleses por la tarde. No obstante, por tradición y por tácita unanimidad, la prueba de la capacidad intelectual había quedado reducida a una sola esfera de estudio: el Talmud. Todos los estudiantes de una yeshiva trataban con ardor de lograr el virtuosismo con el Talmud, ya que ello representaba la garantía automática de una reputación de brillante inteligencia.

Danny asistía a la pequeña yeshiva establecida por su padre. Fuera de la zona de Williamsburg, en Crown Heights, yo iba a la yeshiva en la que mi padre enseñaba. Los estudiantes de las demás escuelas parroquiales judías de Brooklyn hablaban con cierto desdén de esta última yeshiva: se estudiaban más asignaturas inglesas que el mínimo requerido y las asignaturas judías las enseñaban en hebreo en vez de en yiddish. La mayoría de los estudiantes eran hijos de judíos inmigrantes que preferían considerarse emancipados de la típica mentalidad del limitado gueto que regía en las demás escuelas parroquiales judías de Brooklyn.

Es muy posible que Danny y yo jamás nos hubiésemos encontrado, o posiblemente ello hubiera ocurrido en circunstancias totalmente diferentes, de no haber sido por la entrada de América en la Segunda Guerra Mundial y el deseo que ello despertó en algunos profesores de inglés de las escuelas parroquiales judías de demostrar al mundo gentil que los estudiantes de la yeshiva eran tan aptos físicamente, pese a sus largas horas de estudio, como cualquier otro estudiante americano. Y se consagraron a demostrarlo organizando equipos de competición en las escuelas parroquiales judías, dentro y alrededor de nuestra zona. Cada dos semanas, las escuelas competirían entre sí en toda una variedad de deportes. Yo me convertí en miembro del equipo de béisbol de la liga de deportes de mi escuela.

Un domingo por la tarde, a primeros de junio, nos reunimos los quince integrantes de mi equipo con el profesor de deportes en el patio de juegos de nuestra escuela. Era un día cálido y el sol brillaba sobre el asfalto. El profesor de gimnasia era un individuo bajo y fornido, en la treintena, que por las mañanas enseñaba en una escuela pública de secundaria de las cercanías y por la tarde redondeaba sus ingresos como profesor en nuestra yeshiva. Llevaba camisa de polo, pantalones y suéter blanco y sobre su redonda y calva cabeza un pequeño casquete negro con el que, evidentemente, no se cubría con regularidad, por la poca soltura con que lo llevaba. Al hablar, golpeaba con frecuencia su palma izquierda con el puño derecho para dar énfasis a un punto. Andaba sobre la punta de los pies, imitando casi la actitud de un boxeador en el cuadrilátero, y sentía una afición fanática por el béisbol profesional. Durante dos años, había entrenado a nuestro equipo y, gracias a una mezcla de paciencia, suerte y manejos durante algunos partidos difíciles, así como a duras arengas acompañadas de su enfático y típico gesto, encaminadas a inculcarnos una conciencia patriótica de la importancia de los deportes y la aptitud física para la aportación al esfuerzo de la guerra, logró hacer de nuestro equipo, constituido al principio por quince torpones y desmañados muchachos, el mejor de nuestra liga. El profesor se llamaba Mr. Galanter y todos nosotros especulábamos sobre la razón de que no se encontrase luchando en cualquier frente.

Durante los dos años que pertenecí al equipo adquirí gran habilidad en la segunda base, habiendo perfeccionado asimismo una rauda lanzada baja que inducía al bateador a tratar de golpear la pelota, pero ésta, trazando una curva en el último instante, se deslizaba precisamente por debajo del enarbolado bate que tan sólo llegaba a rozarla. Mr. Galanter iniciaba siempre un partido situándome en la segunda base y sólo me hacía actuar de lanzador en los momentos muy difíciles, ajustándose al razonamiento que dio en una ocasión: «Mi política en el béisbol se basa en la solidaridad defensiva del campo interior».

Aquella tarde teníamos programado un partido con una liga vecina, un equipo reputado por su ofensivo ataque y pobre defensa. Mr. Galanter decía que confiaba en que nuestro campo interior actuaría como un frente defensivo de gran solidez. Durante el peloteo, con nuestro equipo aún solo en el campo, permanecía golpeándose la palma izquierda con el puño derecho y vociferándonos que mantuviésemos un frente defensivo cerrado.

—¡Nada de huecos! —gritaba desde donde se encontraba, cerca de la meta—. ¡Nada de huecos! ¿Me oís? Goldberg, ¿qué clase de sólido frente defensivo es ése? Apretaos. Entre tú y Malter podría pasar un buque de guerra. Así está mejor. Schwartz, ¿qué estás haciendo? ¿Tratando de divisar paracaidistas? Esto es un partido de pelota. El enemigo está en el suelo. Ese tiro fue demasiado abierto, Goldberg. Has de comportarte como un artillero. Devolvedle otra vez la pelota. Lánzala. Muy bien. Como un artillero. Estupendo. Mantened seguro el campo interior. En esta guerra no se permiten huecos.

Seguimos bateando y lanzando la pelota. El tiempo era cálido y soleado y en el aire se presagiaba ya la llegada del verano y la gran excitación del partido. Ansiábamos enormemente ganar, no sólo por nosotros sino, sobre todo, por Mr. Galanter, ya que a todos nos era simpático por su brutal sinceridad. Para los rabinos que enseñaban en las escuelas parroquiales judías, el béisbol era una pérdida diabólica de tiempo, un síntoma más de la tendencia a la asimilación de los estudios ingleses en la jornada de la yeshiva. En cambio, para los estudiantes de la mayoría de las escuelas parroquiales una victoria de béisbol entre ligas había llegado a adquirir casi la misma significación que la nota más alta en Talmud, ya que representaba una marca incuestionable de americanismo, y entre nosotros, durante los últimos años de la guerra, había ido adquiriendo importancia creciente el ser considerados como americanos leales.

Así pues, Mr. Galanter permanecía cerca de la meta y nosotros seguíamos bateando y lanzando la pelota. Abandoné por un momento el campo con el fin de colocarme los lentes para el partido. Llevaba gafas con montura de concha y antes de cada partido tenía la costumbre de curvar las patillas de forma que las gafas quedaran fuertemente sujetas a mi cabeza y no se deslizaran por la nariz cuando empezase a sudar. Me había habituado a curvarlas poco antes de empezar un partido, porque de esa forma se me incrustaban en la piel y no quería soportar el dolor más de lo necesario. Después de cada partido me sentía dolorido durante días, pero me parecía preferible a tener que estar colocándomelas durante todo el juego o a la posibilidad de que se me deslizaran de repente durante una jugada importante.

Davey Cantor, uno de los muchachos que actuaban de suplentes cuando algún jugador tenía que abandonar el campo, se encontraba de pie cerca de la valla, detrás de la meta. Era un muchacho bajo, de rostro redondo, cabello oscuro, gafas de mochuelo y una nariz en extremo semítica. Me observó mientras me arreglaba las gafas.

—Estás jugando estupendamente, Reuven —me dijo.

—Gracias —contesté.

—Todos lo hacéis muy bien.

—Será un buen partido.

Se me quedó contemplando a través de sus gafas.

—¿De veras lo crees? —preguntó.

—Naturalmente. ¿Por qué no?

—¿Los viste jugar alguna vez, Reuven?

—No.

—Son asesinos.

—¡Cómo no! —dije.

—Sin bromas. Son unos salvajes.

—¿Tú los has visto jugar?

—Dos veces. Son asesinos.

—Todos jugamos con el deseo de ganar, Davey.

—Ellos no juegan únicamente para ganar. Juegan como si se tratase del primero de los Diez Mandamientos.

Me eché a reír.

—¿Esa yeshiva? —dije—. ¡Vamos, Davey!

—Es la verdad.

—Naturalmente —le contesté.

—Reb Saunders les ha dicho que jamás deben perder, pues sería ignominioso para su yeshiva o algo parecido. No sé. Ya verás.

—¡Eh, Malter! —gritó Mr. Galanter—. ¿Qué haces, descansar?

—Ya verás —repitió Davey Cantor.

—Claro —sonreí—. Una guerra santa.

Se me quedó mirando.

—¿Vas a jugar? —le pregunté.

—Mr. Galanter ha dicho que tal vez me sitúe en la segunda base si tú tuvieses que lanzar.

—Bien, buena suerte.

—¡Eh, Malter! —volvió a gritar Mr. Galanter—. ¿Recuerdas que hay que luchar?

—¡Sí, señor! —contesté.

Y corrí a ocupar de nuevo mi sitio en la segunda base. Seguimos peloteando todavía unos minutos y luego me dirigí hacia la meta para practicar algo con el bate. Golpeé un tiro largo hacia el exterior izquierdo y luego otro rápido hacia el jugador situado entre la segunda y tercera base, quien lo recogió limpiamente lanzándolo hacia la primera. Tenía ya el bate dispuesto para otro golpe cuando alguien dijo:

—Ya están aquí.

Dejé descansar el bate sobre mi hombro y vi al equipo contrario dar la vuelta a la esquina y entrar seguidamente en nuestro patio. observé a Davey Cantor dar un nervioso puntapié contra la valla detrás de la meta y luego meterse las manos en los bolsillos de sus pantalones. Tras sus gafas de búho su mirada era taciturna.

Los contemplé al entrar en el patio.

Eran quince y todos vestían igual, con camisa blanca, pantalones oscuros, suéteres blancos y casquetes negros y pequeños. A la manera de los más rígidos ortodoxos, llevaban el pelo muy corto excepto alrededor de las orejas, donde les crecía abundante cayendo en largas guedejas. Algunos tenían barbas incipientes, aislados mechones de pelo dispersos por sus barbillas, mandíbulas y labios superiores. Todos ellos llevaban la tradicional prenda interior debajo de sus camisas, y el tzitzit, cuyos largos flecos sujetos a las cuatro esquinas de la prenda aparecían por encima de sus cinturones, agitándose sobre los pantalones cuando andaban. Se trataba de ortodoxos rígidos que obedecían de forma literal el mandato bíblico Y cuidarás de ellos, refiriéndose a los flecos.

Por el contrario, nuestro equipo no iba especialmente uniformado y cada uno de nosotros llevaba lo que quería: monos, pantalones cortos, pantalones largos, camisas de polo; incluso camisetas. Algunos llevaban la vestidura; otros, no. Pero ninguno exhibía los flecos fuera de los pantalones. La única prenda uniformada que ostentábamos en común era el pequeño casquete negro con el que también nosotros nos tocábamos.

Se dirigieron a la primera base junto a la valla, detrás de la base meta y allí permanecieron formando una silenciosa masa blanca y negra, enarbolando bates, pelotas y guantes. Su aspecto no me pareció en absoluto feroz. Vi a Davey Cantor propinar un nuevo puntapié a la valla y luego alejarse de ellos hacia la línea de la tercera base, agitando nerviosamente las manos contra su mono.

Mr. Galanter se dirigió sonriente y con paso ligero hacia ellos, con el casquete en equilibrio inestable sobre su calva cabeza.

De la masa blanca y negra de los jugadores se destacó un individuo avanzando un paso. Parecía tener unos veintitantos años y vestía traje negro con zapatos y sombrero también negros. Su barba era negra y debajo del brazo llevaba un libro. Era evidente que se trataba de un rabino y me asombró que la yeshiva no tuviese un entrenador deportivo al frente de su equipo.

Mr. Galanter, acercándose a él, le alargó la mano.

—Estamos preparados para jugar —dijo el rabino en yiddish, estrechando la mano de Mr. Galanter sin el menor interés.

—Muy bien —contestó en inglés Mr. Galanter con una sonrisa.

El rabino echó una ojeada al campo.

—¿Han jugado ya? —preguntó.

—¿Qué quiere decir? —interrogó a su vez Mr. Galanter.

—¿Han peloteado?

—Claro, naturalmente...

—Ahora queremos pelotear.

—¿Qué quiere decir? —preguntó de nuevo Mr. Galanter con gesto sorprendido.

—Ustedes han practicado. Ahora practicamos nosotros.

—¿No han practicado ya en su propio campo?

—Practicamos.

—Bueno, entonces...

—Pero nunca hemos jugado antes en su campo. Necesitamos unos minutos.

—Bueno —dijo Mr. Galanter—, no queda mucho tiempo. Las reglas son que cada equipo practique en su propio campo.

—Necesitamos cinco minutos —insistió el rabino.

—Está bien... —contestó Mr. Galanter.

Ya no sonreía. Cuando jugábamos en nuestro propio campo siempre le gustaba iniciar enseguida el partido. Según decía, evitaba que se enfriara nuestro ardor.

—Cinco minutos —prosiguió el rabino—. Diga a su gente que abandone el campo.

—¿Qué quiere decir? —exclamó Mr. Galanter.

—No podemos practicar con su gente en el campo. Dígales que lo abandonen.

—Bueno, veamos... —empezó a decir Mr. Galanter. Pero, luego, se detuvo. Recapacitó durante un largo momento. La masa blanquinegra de los jugadores, situada detrás del rabino, permanecía muy quieta, esperando. Vi a Davey Cantor golpear con el pie el asfalto del patio—. Está bien. Cinco minutos. Pero tan sólo cinco minutos.

—Diga a sus chicos que salgan del campo —dijo el rabino.

Mr. Galanter, en actitud algo rígida, lanzó una mirada sombría al campo.

—¡Todos fuera! —gritó sin demasiada fuerza—. Quieren pelotear durante cinco minutos. Vamos, deprisa. Mantened los brazos en movimiento. Que no se enfríen. Pelotead detrás del edificio. ¡Vamos!

Los jugadores se dispersaron fuera del campo. Junto a la verja, la masa blanquinegra permaneció intacta. El joven rabino se volvió, dirigiéndose a su equipo. Hablaba en yiddish.

—Disponemos del campo durante cinco minutos —dijo—. Recordad por qué y por quién jugamos.

Luego se hizo a un lado y la masa blanquinegra se disolvió en quince jugadores individuales que invadieron rápidamente el campo. Uno de ellos, un muchacho alto de pelo pajizo y largos brazos y piernas, que daban la impresión tan sólo de huesos y ángulos, se situó en la meta y empezó a lanzar pelotas a los jugadores. Devolvió algunas pelotas fáciles y los jugadores se animaban a gritos en yiddish. Se movían con poca soltura, fallando jugadas fáciles y lanzando la pelota en tiros altos y desorientados. Dirigí la mirada hacia el joven rabino. Se había sentado en el banco, junto a la verja, y leía su libro.

Detrás de la valla había un gran espacio y Mr. Galanter nos mantenía ocupados lanzando pelotas.

—¡Que no paren esas pelotas! —nos gritaba con su gesto característico—. ¡Que nadie se confíe! ¡No menospreciéis nunca al enemigo!

Pero ahora una amplia sonrisa iluminaba ya su rostro. Una vez que hubo visto al otro equipo, no parecía en absoluto preocupado por el resultado del partido. En el instante que medió entre el lanzamiento de una pelota y su devolución me dije que Mr. Galanter me era simpático y me sentí intrigado por su constante uso de expresiones bélicas y por la razón de que no hubiese sido movilizado.

Davey Cantor pasó junto a mí a la caza de una pelota que se había deslizado entre sus piernas.

—¡Vaya asesinos! —le grité riendo.

—¡Espera y verás! —contestó mientras se inclinaba a recoger la pelota.

—¡Naturalmente! —afirmé burlón.

—Sobre todo, el bateador. Ya verás.

La pelota volvía a mí y, parándola limpiamente, la devolví.

—¿Y se puede saber quién es el bateador? —inquirí burlón.

—Danny Saunders.

—Perdona mi ignorancia, pero ¿quién es Danny Saunders?

—El hijo de Reb Saunders —contestó Davey Cantor parpadeando asombrado.

—Me dejas boquiabierto.

—Espera y verás —repitió Davey Cantor.

Y salió corriendo con su pelota.

Mi padre, que no sentía la menor simpatía por las comunidades asideas ni por sus grandes y rabínicos señores, me había hablado del rabino Isaac Saunders y de con cuánto fanatismo y entrega gobernaba a su gente y dictaba sentencia en las cuestiones relacionadas con la ley judía.

Observé a Mr. Galanter consultar su reloj y dirigir luego la mirada hacia el equipo que se encontraba en el campo. Al parecer, habían transcurrido ya los cinco minutos, pero los jugadores no parecían tener la menor intención de abandonar el campo. Danny Saunders se encontraba para entonces situado en la primera base y noté que sacaba buen partido de sus largos brazos y piernas, ya que estirándose y saltando era capaz de parar la mayoría de las pelotas lanzadas en su dirección.

Mr. Galanter se dirigió al joven rabino, que seguía sentado en el banco y leyendo.

—Ya han pasado los cinco minutos —dijo.

El rabino alzó la vista de su libro.

—¿Cómo? —dijo.

—Que los cinco minutos han transcurrido ya —repitió Mr. Galanter.

El rabino dirigió la mirada al campo.

—¡Basta! —gritó en yiddish—. ¡Hay que empezar a jugar!

Bajando de nuevo la vista, reanudó su lectura.

Los jugadores siguieron peloteando uno o dos minutos más; luego abandonaron lentamente el campo. Danny Saunders pasó junto a mí enarbolando todavía su guante de primer bateador. Era bastante más alto que yo y en contraste con mis rasgos proporcionados, pero vulgares, y mi cabello oscuro, su rostro parecía cincelado en piedra. Su barbilla, mandíbula y pómulos estaban constituidos por líneas duras y prominentes; la nariz era recta y aguda; los labios, carnosos, formaban un ángulo agudo con el eje central de la nariz y ascendían luego para formar una boca excesivamente grande. Tenía los ojos de un azul oscuro, y los mechones incipientes que surgían en su barbilla, mandíbulas y labio superior, así como el cabello muy recortado y las guedejas que le colgaban sobre las orejas, tenían el color de la arena. Se movía de forma desgarbada, todo brazos y piernas, mientras hablaba en yiddish con uno de sus compañeros, ignorando en absoluto mi presencia al pasar junto a mí. Me dije que no sentía la menor simpatía por ese tipo de asidea superioridad y que sería un gran placer derrotarle a él y a su equipo en el partido de aquella tarde.

El árbitro, un instructor de gimnasia de una escuela parroquial situada dos manzanas más lejos, convocó a ambos equipos para establecer quién batearía primero. Le vi lanzar un bate al aire. Un miembro del otro equipo lo cogió, dejándolo casi caer.

Durante el breve período de selección se me acercó Davey Cantor.

—¿Qué opinas? —me preguntó.

—Son un hatajo de pedantes —le contesté.

—¿Qué piensas de su juego?

—Francamente malo.

—Son unos asesinos.

—¡Vamos, vamos, Davey!

—Ya verás —insistió Davey Cantor con mirada sombría.

—Acabo de verlo.

—Aún no has visto nada.

—Desde luego —le contesté—. El profeta Elías vendrá a cubrir nueve de sus puestos.

—No estoy bromeando —repuso con aire ofendido.

—¡Vaya asesinos! —le dije.

Y me eché a reír de nuevo.

Los equipos empezaron a dispersarse. Habíamos perdido la elección y ellos decidieron batear primero. Nos distribuimos por el campo. Yo ocupé mi puesto en la segunda base. Vi al joven rabino sentado en el banco, cerca de la valla, leyendo. Peloteamos durante unos minutos. Mr. Galanter, colocándose junto a la tercera base, nos gritaba animándonos. Hacía calor y yo sudaba un poco y me sentía a gusto. Luego el árbitro, que ocupara su puesto detrás del lanzador, pidió la pelota y alguien se la lanzó. Entregándosela al lanzador gritó: «¡Empieza el juego!». Nos situamos en nuestros puestos.

Mr. Galanter gritó:

—¡Goldberg, avanza! —Y Sidney Goldberg, nuestro medio, adelantó dos pasos, acercándose algo más a la tercera base—. ¡Muy bien! —dijo Mr. Galanter—. ¡Mantened ese campo interior compacto!

Un muchacho bajo y delgado se situó en la plataforma, manteniéndose allí con los pies juntos, enarbolando torpemente el bate sobre su cabeza. Llevaba gafas montadas sobre acero que daban a su rostro el aspecto contraído de un viejo. Agitó desatinadamente el bate a la primera lanzada y la fuerza del impulso le hizo girar sobre sí mismo. Las guedejas se alzaron a cada lado de su cabeza, formando alrededor de ella un círculo casi horizontal. Afirmose luego y resumió su posición cerca de la plataforma, bajo, delgado, juntos los pies, enarbolando el bate por encima de su cabeza con ademán torpe.

El árbitro gritó la jugada en voz alta y clara, y Sidney Goldberg me miró con amplia sonrisa.

—Si es así como estudia el Talmud, va listo —dijo Sidney Goldberg.

Le devolví la sonrisa.

—¡Mantened compacto ese campo interior! —gritó Mr. Galanter desde la tercera base—. ¡Malter, un poco más a tu izquierda! ¡Bien!

La siguiente pelota fue demasiado alta y el muchacho, al tratar de alcanzarla, perdió su bate y cayó de bruces. Sidney Goldberg y yo volvimos a mirarnos. Sidney estaba en mi clase. Ambos éramos de constitución similar, delgados, flexibles, de brazos y piernas un tanto desgarbados. No era muy buen estudiante, pero sí un excelente interbase. Vestía camiseta y pantalones azules y no llevaba la prenda de cuatro picos. Por mi parte, ostentaba una camisa azul claro y pantalones azul oscuro de trabajo, y debajo de la camisa, la prenda de cuatro picos.

El muchacho bajo se encontraba de nuevo en la plataforma, en la misma posición, con los pies muy juntos y sujetando desmañadamente el bate. Dejó pasar la pelota siguiente y el árbitro gritó la jugada. Vi al joven rabino alzar por un momento la vista de su libro, para continuar luego leyendo.

—¡Sólo dos más como ésta! —gritó alentando a nuestro lanzador—. ¡Dos más, Schwartzie!

Y dije para mí: «¡Vaya asesinos!».

Vi a Danny Saunders dirigirse al muchacho que acababa de fallar y hablar con él. El muchacho bajó la vista y pareció encogerse dolorido. Con la cabeza baja dio la vuelta a la valla. Otro muchacho bajo y delgado ocupó su puesto en la plataforma. Eché una mirada buscando a Davey Cantor, pero no pude verle.

El muchacho del bate trató en vano de detener las dos siguientes pelotas. Volvió a intentarlo con la tercera, oí el sordo golpeteo del bate al tomar contacto con la pelota y la vi dirigirse en línea directa y rápida hacia Sidney Goldberg, quien la detuvo, vaciló un momento y, por último, la aprisionó con su guante. Me la envió y la lanzamos. Le vi quitarse el guante y sacudir su mano izquierda.

—¡Cómo duele! —dijo haciéndome una mueca.

—¡Buena parada! —le dije.

—Me duele endiabladamente —repitió.

Y volvió a ponerse el guante. El bateador, que en aquel momento ocupaba el puesto en la plataforma, tenía hombros anchos y la constitución de un oso. Trató de detener la primera pelota, falló y lo intentó otra vez con la segunda, enviándola en línea recta sobre la cabeza del tercera base en el campo izquierdo. Me lancé rápido y desde la plataforma pedí la pelota. Vi al exterior izquierda recogerla en el segundo rebote y lanzármela. Iba un poco alta y yo ya tenía el guante preparado para recogerla. Sentí más que vi al bateador correr hacia la segunda base y cuando ya mi guante entraba en contacto con la pelota, se desplomó sobre mí como un camión. La pelota pasó por encima de mi cabeza y yo caí pesadamente sobre el asfalto del patio. El bateador pasó junto a mí, dirigiéndose hacia la tercera, con los flecos agitándose tras de él y sujetándose el bonete con la mano derecha para que no se le cayera. Abe Goodstein, nuestro primera base, recogió la pelota devolviéndola a casa, y el bateador se mantuvo en la tercera base con una amplia sonrisa en el rostro.

El equipo de la yeshiva lanzó estentóreos vivas, gritando frases de felicitación en yiddish a su bateador.

Sidney Goldberg me ayudó a levantarme.

—¡Vaya monstruo! —exclamó—. ¡No estabas en su camino!

—¡Puf! —dije respirando hondo varias veces.

Me había magullado la palma de la mano derecha.

—¡Qué monstruo! —repitió Sidney Goldberg.

Vi a Mr. Galanter entrar furibundo en el campo para hablar con el árbitro.

—¿Qué clase de juego es éste? —exclamó acalorado—. ¿No va a señalar falta?

—Llegó limpiamente a la tercera —dijo el árbitro—. Su muchacho se interpuso en el camino.

Mr. Galanter se quedó boquiabierto.

—¿Cómo dice?

—Limpiamente en la tercera —repitió el árbitro, impávido.

Mr. Galanter pareció dispuesto a discutir, pero lo pensó mejor y se volvió hacia mí.

—¿Estás bien, Malter?

—De primera —dije haciendo otra profunda inspiración.

Mr. Galanter abandonó, furioso, el campo.

—¡Juego! —gritó el árbitro.

El equipo de la yeshiva se calmó. Vi al joven rabino mirar por encima de su libro y sonreír ligeramente.

En la plataforma se situó un jugador alto y delgado, colocó los pies en posición correcta, agitó el bate unas cuantas veces, agazapándose por último en posición de espera. Me di cuenta de que era Danny Saunders. Abrí y cerré varias veces la mano derecha, todavía dolorida por la caída.

—¡Retrocede! ¡Retrocede!

Mr. Galanter gritaba desde el lateral de la tercera base y yo retrocedí dos pasos.

Me agazapé esperando.

La primera lanzada pasó de largo y el equipo de la yeshiva lanzó una fuerte risotada. El joven rabino permanecía sentado en el banco observando con atención a Danny.

—¡Tranquilo, Schwartzie! —grité animando al lanzador—. ¡Sólo queda una!

El siguiente tiro pasó a un pie de la cabeza y el equipo de la yeshiva lanzó alaridos regocijados. Sidney Goldberg y yo nos miramos. Vi a Mr. Galanter de pie, muy quieto, junto a la tercera, mirando al lanzador. El rabino seguía observando a Danny Saunders.

Schwartzie lanzó la siguiente vez, trazando con su mano una línea larga y lenta, y antes de que llegara a medio camino de la plataforma supe que Danny Saunders trataría de detenerla. Me di cuenta por la forma en que adelantó el pie izquierdo, haciendo retroceder violentamente el bate, y su largo y delgado cuerpo inició un rápido giro. Esperé, tenso, el golpeteo del bate contra la bola y, cuando se produjo, sonó como un pistoletazo. Durante la fracción de un segundo, perdí de vista la pelota. Luego, vi a Schwartzie tirarse al suelo violentamente y la pelota pasó rauda por el aire justamente donde había estado su cabeza. Traté de alcanzarla, pero pasó demasiado rápida y apenas hube lanzado mi guante cuando ya se encontraba en el exterior centro. La cogieron de rebote lanzándola hacia Sidney Goldberg, pero para entonces Danny Saunders se mantenía firmemente en mi base y el equipo de la yeshiva tronaba de alegría.

Mr. Galanter pidió tiempo y se dirigió a hablar con Schwartzie. Sidney Goldberg me hizo una señal y ambos nos dirigimos hacia ellos.

—Esa bola pudo haberme matado —decía Schwartzie. Era de estatura media, rostro alargado y padecía fuerte acné. Se enjugó el sudor del rostro—. ¡Santo Dios! ¿Visteis esa pelota?

—La vi —repuso Mr. Galanter con gesto sombrío.

—Iba demasiado rápida para poder pararla, Mr. Galanter —dije en defensa de Schwartzie.

—He oído hablar de ese Danny Saunders —dijo Sidney Goldberg—. Siempre ataca al lanzador.

—Pudiste habérmelo dicho —se lamentó Schwartzie—. Hubiera estado preparado.

—Sólo hablar de él —rebatió Sidney Goldberg—. ¿Tú crees siempre lo que oyes?

—¡Santo Dios! ¡Esa pelota pudo haberme matado! —repitió Schwartzie.

—¿Quieres seguir en tu puesto? —le preguntó Mr. Galanter.

Tenía la frente ligeramente cubierta de sudor y su aspecto era sombrío.

—Por supuesto, Mr. Galanter —repuso Schwartzie—. Estoy muy bien.

—¿Estás seguro?

—¡Claro que estoy seguro!

—No quiero héroes en esta guerra —dijo Mr. Galanter—. Necesito soldados vivos, no héroes muertos.

—No tengo nada de héroe, Mr. Galanter —farfulló Schwartzie—. Puedo continuar, Mr. Galanter. Fue sólo la primera impresión.

—Muy bien, soldado —dijo Mr. Galanter sin demasiado entusiasmo—. Limítate a mantener la lucha en nuestro campo.

—Haré todo lo que pueda, Mr. Galanter —dijo Schwartzie.

Mr. Galanter asintió, aún con gesto sombrío, y salió del campo. Le vi sacar un pañuelo de su bolsillo y secarse la frente.

—¡Por todos los santos! —dijo Schwartzie una vez se hubo ido Mr. Galanter—. ¡Ese maldito apuntó exactamente a mi cabeza!

—¡Vamos, Schwartzie!—le dije—. ¿Quién es, tal vez Babe Ruth?

—Ya oíste lo que ha dicho Sidney.

—Deja de enviárselas en bandeja de plata y no las golpearán de esa forma.

—¿Quién se las envía en bandeja de plata? —se lamentó Schwartzie—. Fue una buena tirada.

—Desde luego —convine.

El árbitro se acercó a nosotros.

—Muchachos ¿es que pensáis pasaros aquí toda la tarde? —preguntó.

Era un individuo rechoncho, en la cuarentena, y parecía impaciente.

—No, señor —repuse cortésmente.

Sidney y yo corrimos a reintegrarnos a nuestros puestos.

Danny Saunders se mantenía en mi base. Tenía la camisa blanca adherida a los brazos y a la espalda por el sudor.

—Fue un buen tiro —dije.

Me miró con curiosidad sin contestar.

—¿Disparas siempre así contra el lanzador? —pregunté.

Sonrió ligeramente.

—Tú eres Reuven Malter —dijo en un inglés perfecto.

Tenía un tono de voz bajo y nasal.

—Sí —repuse, preguntándome dónde habría oído mi nombre.

—Tu padre es David Malter, el que escribe artículos sobre el Talmud.

—Sí.

—Dije a mi equipo que esta tarde aplastaríamos a los apikorsim.

Lo dijo con voz indiferente, sin la menor expresión. Me quedé mirándole, con la esperanza de que mi rostro no reflejase la repentina frialdad interior que me dominó.

—Naturalmente —repuse—. Frota tu tzitzit para que te dé buena suerte.

Me aparté y ocupé de nuevo mi puesto cerca de la base. Dirigí la vista a la valla y vi a Davey Cantor mirando hacia el campo con las manos en los bolsillos. Me agazapé rápidamente porque Schwartzie iniciaba su tiro.

El bateador trató inútilmente de detener los dos primeros tiros, fallando en ambas ocasiones. El siguiente fue demasiado bajo y lo dejó pasar; luego, golpeó uno rasante en dirección del primera base, quien lo dejó caer, trató desmañadamente de recobrarlo lográndolo en el momento en que Danny Saunders atravesaba la plataforma. El primera base se mantuvo allí avergonzado por un momento, lanzando, luego, la bola a Schwartzie. Vi a Mr. Galanter cerca de la tercera base enjugándose la frente. El equipo de la yeshiva lanzaba de nuevo alaridos de alegría y todos trataban de acercarse a Danny Saunders y estrechar su mano. Para entonces, el rabino sonreía ya abiertamente. Luego, volvió a concentrarse en su lectura.

Sidney Goldberg se acercó a mí.

—¿Qué te dijo Saunders? —preguntó.

—Afirmó que, esta tarde, iban a aplastar a los apikorsim.

Se quedó mirándome.

—Son simpáticos de verdad los de esa yeshiva —dijo regresando a su puesto.

El siguiente bateador lanzó una pelota larga al campo derecho. Fue parada a medio camino.

—Un hurra para nuestro equipo —dijo con gesto sombrío Sidney Goldberg—. Si esto se prolonga, nos pedirán que nos unamos a ellos para el servicio de la Mincha.

—Ni por asomo —contesté—. No somos lo suficientemente puros.

—¿Dónde aprenderían a golpear así?

—¿Quién puede saberlo? —dije.

Estábamos de pie junto a la valla formando un círculo compacto alrededor de Mr. Galanter.

—Tan sólo dos recorridos —exclamó Mr. Galanter, golpeándose con el puño derecho sobre la palma izquierda— y nos han atacado con todas sus fuerzas. Éste es el momento de que pongamos en juego nuestra artillería pesada. Ahora, vamos a detenerlos —observé que se había tranquilizado, pero aún sudaba, hasta el punto de que su bonete parecía adherido a la cabeza—. ¡Está bien! —dijo—. ¡Al ataque!

El círculo se disolvió y Sidney Goldberg se dirigió a la plataforma con un bate. El rabino seguía sentado en el banco, leyendo. Iba a pasar por detrás de él para ver qué libro era, cuando Davey Cantor se me acercó con las manos en los bolsillos y la mirada sombría.

—¿Y bien? —preguntó.

—Bien ¿qué? —dije.

—Te dije que podían atacar.

—Me lo dijiste. ¿Y qué?

No estaba de humor para soportar sus presagios y así se lo di a entender por el tono de mi voz.

Se dio cuenta de mi fastidio.

—No trataba de alardear ni nada semejante —dijo en tono dolido—. Sólo quería saber lo que pensabas.

—Saben atacar —dije.

—Son asesinos —volvió a afirmar.

Observé a Sidney Goldberg, que dejó pasar una pelota y no dije nada.

—¿Cómo está tu mano? —preguntó Davey Cantor.

—Me hice unos rasguños.

—Cayó contra ti como un mastodonte.

—¿Quién es?

—Dov Shlomowitz —dijo Davey Cantor—. Es exactamente como su nombre —añadió en hebreo.

«Dov», en hebreo, significa oso.

—¿Me encontraba en realidad en su camino?

Davey Cantor se encogió de hombros.

—Lo mismo hubiese podido decirse que lo estabas como que no. El árbitro. El árbitro pudo decidir en cualquier sentido.

—Parecía un camión —dije, observando a Sidney Goldberg retroceder ante un tiro cerrado.

—Tenías que ver a su padre. Es uno de los shamashim de Reb Saunders. ¡Vaya guardaespaldas!

—¿Reb Saunders tiene guardaespaldas?

—Claro que los tiene —afirmó Davey Cantor—. Para protegerlo de su propia popularidad. ¿Dónde has estado viviendo todos estos años?

—No tengo ninguna relación con ellos.

—Nada te pierdes, Reuven.

—¿Cómo sabes tantas cosas sobre Reb Saunders?

—Mi padre le paga contribución.

—¡Bien por tu padre! —dije.

—No reza con ellos ni nada por el estilo. Simplemente se limita a pagarle contribución.

—Te has equivocado de equipo.

—No, nada de eso, Reuven. No seas así. —Parecía muy dolido—. Mi padre no es un asideo ni nada semejante. Se limita simplemente a darles algún dinero un par de veces al año.

—Sólo estaba bromeando, Davey. —Le miré sonriendo—. No tomes las cosas tan en serio.

Vi su rostro iluminarse con una sonrisa feliz y, precisamente, en aquel momento Sidney Goldberg golpeó un tiro rasante, rápido y bajo y corrió hacia la primera. La pelota pasó entre las piernas del interbase y llegó al campo central.

—¡Mantenla en la primera! —le gritó Mr. Galanter.

Y Sidney se adelantó hacia la primera deteniéndose en la plataforma. La pelota había sido enviada rápidamente a la segunda base. El segundo interbase oteó la primera y luego envió la pelota al lanzador. El rabino alzó por un momento la vista del libro, reanudando seguidamente su lectura.

—¡Malter, oriéntale desde la primera! —vociferó Mr. Galanter.

Y corrí hacia la línea de la base.

—Pueden parar, pero no saben devolver —dijo Sidney Goldberg haciendo una mueca cuando me detuve junto a la base.

—Davey Cantor dice que son asesinos —le sugerí.

—Viejo y pesimista Davey —dijo Sidney Goldberg haciendo otra mueca.

Davey Saunders se mantenía alejado de la base, no haciendo caso de nosotros de forma ostensible.

El segundo bateador lanzó un tiro alto al segundo interbase, quien la cogió, la dejó caer recogiéndola de nuevo y trató desmañadamente de empujar a Sidney Goldberg al pasar junto a él hacia la segunda.

—¡Juego! —gritó el árbitro.

Y nuestro equipo lanzó hurras de alegría. Mr. Galanter sonreía. El rabino continuaba leyendo y observé que para entonces había iniciado un lento balanceo con la parte superior del cuerpo.

—¡Mantente alerta, Sidney! —le grité desde la primera base. Vi a Danny Saunders mirarme y luego apartar la vista. «Vaya asesinos —pensé—. Más bien sonámbulos».

—Si es un rasante corre como una bala —dije al bateador que acababa de llegar a la primera base. Asintió. Era nuestro tercer interbase y tenía poco más o menos mi estatura.

—Si siguen devolviendo como vienen haciéndolo, vamos a estar aquí hasta mañana —dijo—. Me eché a reír.

Vi a Mr. Galanter hablar con el siguiente bateador, quien asentía con vigorosos movimientos de cabeza. Situándose en la plataforma dirigió un vigoroso tiro al lanzador, que vaciló por un momento lanzándolo luego a la primera. Vi a Danny Saunders estirarse y pararlo.

—¡Eliminado! —gritó el árbitro—. ¡Juego en la segunda y la tercera!

Mientras corría hacia la plataforma para batear, casi lanzaba carcajadas de alegría ante la estupidez del lanzador. Había dirigido la pelota a la primera en lugar de a la tercera, y ahora teníamos a Sidney Goldberg en la tercera y a un jugador en la segunda. Lancé un rasante al interbase y en vez de enviarlo a la segunda lo devolvió torpemente a la primera y de nuevo Danny Saunders estirándose detuvo la pelota. Pero me adelanté y oí al árbitro gritar: «¡Juego! ¡Una entrada!». Y todos los de nuestro equipo palmeaban a Sidney Goldberg en la espalda. Mr. Galanter reía satisfecho.

—¿Qué tal? —dije a Danny Saunders, que se encontraba cerca de mí defendiendo su base—. ¿No frotaste tu tzitzit últimamente?

Me miró y luego apartó la vista con el rostro impasible.

Schwartzie estaba en la plataforma haciendo oscilar su bate.

—¡Mantente alerta! —grité al corredor de la tercera. Parecía demasiado ávido de lanzarse hacia la meta—. ¡Sólo queda una!

Me agitó la mano.

Schwartzie detuvo dos pelotas y un ataque, y luego le vi iniciar un giro para el cuarto tiro. El corredor de la tercera se lanzó en carrera hacia la meta. Casi estaba a medio camino de la línea de base cuando el bateador envió la bola con tiro duro directamente al tercera base, el muchacho bajo y delgado de los lentes y el rostro de viejo, que permaneciera merodeando por la plataforma y que en aquel instante paró la pelota más con su estómago que con el guante, logrando de alguna forma retenerla y permaneciendo allí con aspecto desconcertado y asombrado.

Volví a la primera y observé a nuestro jugador que ocupara la tercera volverse bruscamente a mitad de camino hacia la meta e iniciar un asustado retroceso.

—¡Adelántate a la base! —chilló Danny Saunders en yiddish a través del campo.

Y más bien por hábito de obediencia que por comprensión, el tercera interior puso pie en la base.

El equipo yiddish lanzó aullidos de felicidad saltando por el campo. Danny Saunders me miró, empezó a decir algo, callose luego y se alejó con paso rápido.

Mr. Galanter se dirigió de nuevo a la línea de la tercera base con el rostro tenso. El rabino había levantado la vista del libro y sonreía.

Volví a ocupar mi puesto cerca de la segunda base y Sidney Goldberg se me acercó.

—¿Por qué tuvo que lanzarse de esa manera? —preguntó.

Miré furioso a nuestro tercera interior que se mantenía rígido cerca de Mr. Galanter con aspecto abrumado.

—Estaba ansioso por ganar la guerra —contesté con amargura.

—¡Vaya estúpido! —exclamó Sidney Goldberg.

—¡Goldberg, regresa a tu puesto! —gritó Mr. Galanter. Parecía enfadado—. ¡Mantened compacto ese campo interior!

Sidney Goldberg regresó, raudo, a su puesto. Yo permanecí allí quieto, esperando.

Hacía calor y el sudor me corría por debajo de la ropa. Sentí clavárseme las patillas de mis gafas detrás de las orejas. Me las quité por un momento, pasé un dedo por la dolorida piel y me las puse de nuevo rápidamente porque Schwartzie se disponía a dar un golpe final. Me agazapé a la espera recordando la promesa de Danny Saunders a su equipo de que aplastarían a los apikorsim. Originalmente, la palabra designaba a un judío educado en el judaísmo que negaba los conceptos básicos de su fe tales como la existencia de Dios, la revelación, la resurrección de los muertos. Para la gente como Reb Saunders se refería también a cualquier judío educado que pudiese leer, digamos por ejemplo, a Darwin y que no llevara guedejas ni flecos por encima de sus pantalones. Para Danny Saunders yo era un apikoros, pese a que creía en Dios y en la Torá, porque no llevaba guedejas y asistía a una escuela parroquial en la que se enseñaban demasiadas asignaturas inglesas y las disciplinas judías se aprendían en hebreo en lugar de yiddish, pecados ambos inconcebibles, el primero por distraer tiempo del estudio de la Torá, y el segundo porque el hebreo era una Lengua Santa y utilizarla para desarrollar los temas diarios en una clase era una profanación del Nombre de Dios. En realidad, jamás tuve antes contacto personal con ese tipo de judío. Mi padre me había dicho que no sentía la menor simpatía por sus creencias. Lo que más le molestaba era su fanático sentido del bien, la absoluta certeza que tenían de que a ellos y sólo a ellos escuchaba Dios y que todos los demás judíos estaban equivocados, totalmente equivocados, que eran unos pecadores, hipócritas, apikorsim y condenados, por tanto, a arder en el infierno. Y yo me preguntaba una vez más cómo pudieron aprender a golpear una bola de esa forma si para ellos era tan precioso el tiempo para el estudio de la Torá, y la razón de que hubieran enviado con el equipo a un rabino para perder el tiempo sentado en un banco durante todo un partido.

De pie en el campo, observando al muchacho en la plataforma que trataba de parar un tiro y fallaba, me sentí de súbito en extremo furioso y precisamente en aquel momento el juego dejó de ser para mí simplemente un juego y se convirtió en una guerra. La diversión y la excitación se habían desvanecido. De alguna forma, el equipo de la yeshiva convirtió el partido de béisbol de aquella tarde en un conflicto entre lo que ellos consideraban su virtud y nuestro pecado. Me di cuenta de que cada vez me enfurecía más y mi furia empezaba a centrarse en Danny Saunders. De repente no me resultó nada difícil odiarle.

Schwartzie dejó a cinco de sus jugadores situarse en la plataforma para una media manga, permitiendo a uno de ellos dirigir. En algún momento durante aquella media manga uno de los miembros del equipo de la yeshiva nos gritó en yiddish: «¡Así ardáis en el infierno!», y para cuando hubo terminado la media manga y nos encontrábamos alrededor de Mr. Galanter, cerca de la valla, todos nosotros comprendimos que aquello no era un partido más.

Mr. Galanter sudaba copiosamente y la expresión de su rostro era pétrea. Lo único que dijo fue: «De ahora en adelante hay que luchar con mucho cuidado. No más errores». Lo dijo con mucha calma y todos estábamos tranquilos cuando el bateador se situó en la plataforma.

Empezamos a desarrollar un juego lento y cuidadoso, golpeando ligeramente la pelota cuando era necesario, sacrificando movimientos de corredores hacia delante, obedeciendo las instrucciones de Mr. Galanter. Observé que dondequiera que estuvieran los corredores en las bases, el equipo de la yeshiva lanzaba siempre a Danny Saunders y me di cuenta de que lo hacían así porque era el único jugador del cuadro interior en el que podían confiar para que detuviese sus disparatados tiros. Hubo un momento durante la manga que pude pasar por detrás del rabino y curiosear por encima de su hombro el libro que leía. Vi que estaba escrito en yiddish. Regresé junto a la verja. Davey Cantor se reunió conmigo pero permaneció callado.

Durante aquella manga sólo logramos el tanto de una carrera y durante la primera mitad de la tercera manga discurrimos por el campo con presentimientos de derrota.

Dov Shlomowitz se situó en la plataforma. Se mantuvo allí como si fuera un oso, enarbolando el bate como una clava entre sus inmensas manos. Schwartzie empezó a lanzar y lanzó limpiamente una pelota por encima de la cabeza del tercera base. El equipo de la yeshiva lanzó un aullido y de nuevo uno de sus componentes nos gritó en yiddish: «¡Así ardáis en el infierno, apikorsim!». Sidney Goldberg y yo nos miramos sin decir palabra.

Mr. Galanter se encontraba de pie, junto a la tercera base, secándose la frente. El rabino seguía sentado tranquilamente leyendo su libro.

Me quité las gafas y me froté la parte superior de las orejas. Por un momento tuve una sensación de irrealidad, como si el campo de juego, con su negro suelo de asfalto y sus blancas líneas de demarcación, fueran en aquel momento todo mi mundo, como si todos los años anteriores de mi vida me hubiesen conducido de alguna manera a aquel partido y todos los años por venir dependieran de su resultado. Permanecí allí por un momento con las gafas en la mano y con aspecto atemorizado. Luego aspiré profundamente y la sensación se desvaneció. «Es tan sólo un partido —me dije—. ¿Qué importancia tiene un partido?»

Mr. Galanter nos gritó que retrocediéramos. Yo me encontraba a pocos pies de la izquierda de la segunda y retrocedí dos pasos. Vi a Danny Saunders dirigirse a la plataforma balanceando un bate. El equipo de la yeshiva le gritaba en yiddish que acabara con nosotros, apikorsim.

Schwartzie se volvió para examinar el campo. Parecía nervioso y se tomaba su tiempo. Sidney Goldberg se mantenía rígido esperando. Nos miramos, apartando luego la vista. Mr. Galanter permanecía muy quieto junto a la tercera base, mirando hacia Schwartzie.