LAS GARRAS DEL ÁGUILA

 

 

 

SIMON SCARROW

 

En nuestra página web: https://www.edhasa.es encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado.

Diseño de la sobrecubierta: Edhasa

Ilustración de la sobrecubierta: Tim Byrne

Primera edición: junio de 2003

Primera edición en e-book: noviembre de 2019

© Simon Scarrow, 2002

© de la traducción: Montserrat Batista, 2003

© de la presente edición: Edhasa, 2019

Diputación, 262, 2º 1ª

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ISBN: 978-84-350-4731-9

Producido en España

Para Joseph y Nicholas:

Gracias por la inspiradora demostración

del manejo de la espada.

ORGANIZACIÓN

DE UNA LEGIÓN ROMANA

La segunda legión, al igual que todas las legiones romanas, constaba de unos cinco mil quinientos hombres. La unidad básica era la centuria de ochenta hombres dirigida por un centurión, auxiliado por un optio, segundo al mando. La centuria se dividía en secciones de ocho hombres que compartían un cuarto en los barracones, o una tienda si estaban en campaña. Seis centurias componían una cohorte, y diez cohortes, una legión; la primera cohorte era doble. A cada legión la acompañaba una unidad de caballería de ciento veinte hombres, repartida en cuatro escuadrones, que hacían las funciones de exploradores o mensajeros. En orden descendente, éstos eran los rangos principales:

El legado era un hombre de ascendencia aristocrática. Solía tener unos treinta años y dirigía la legión durante un máximo de cinco años. Su propósito era hacerse un buen nombre a fin de mejorar su posterior carrera política.

El prefecto del campamento era un veterano de edad avanzada que había sido centurión jefe de la legión y se encontraba en la cúspide de la carrera militar. Era una persona experta e íntegra y a él pasaba el mando de la legión cuando el legado se ausentaba o quedaba fuera de combate.

Seis tribunos ejercían de oficiales de Estado Mayor. Eran hombres jóvenes de unos veinte años que servían por primera vez en el ejército para adquirir experiencia en el ámbito administrativo, antes de asumir el cargo de oficial subalterno en la administración civil. El tribuno superior, en cambio, estaba destinado a altos cargos políticos y al posible mando de una legión. Sesenta centuriones se encargaban de la disciplina e instrucción de la legión. Eran celosamente escogidos por su capacidad de mando y por su buena disposición para luchar hasta la muerte. No era de extrañar, así, que el índice de bajas entre éstos superara con mucho el de otros puestos. El centurión de mayor categoría dirigía la primera centuria de la primera cohorte, y solía ser una persona respetada y laureada.

Los cuatro decuriones de la legión tenían bajo su mando a los escuadrones de caballería y aspiraban a ascender a comandantes de las unidades auxiliares de caballería.

A cada centurión le ayudaba un optio, que desempeñaba la función de ordenanza con servicios de mando menores. Los optios aspiraban a ocupar una vacante en el cargo de centurión.

Por debajo de los optios estaban los legionarios, hombres que se habían alistado para un período de veinticinco años. En principio, sólo se reclutaban ciudadanos romanos, pero, cada vez más, se aceptaba a hombres de otras poblaciones, a los que se les otorgaba la ciudadanía romana al unirse a las legiones. Los integrantes de las cohortes auxiliares eran de una categoría inferior a la de los legionarios. Procedían de otras provincias romanas y aportaban al Imperio la caballería, la infantería ligera y otras técnicas especializadas. Se les concedía la ciudadanía romana una vez cumplidos veinticinco años de servicio.

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LAS GARRAS DEL ÁGUILA

CAPÍTULO I

El convulso tumulto del barco quedó paralizado un instante por un difuso relampagueo. A su alrededor, el espumoso embate del mar se apaciguó mientras las bien delineadas sombras de los marineros y de las jarcias surcaban la brillantemente iluminada cubierta del trirreme. Luego la luz se desgajó y la oscuridad se apoderó una vez más de la embarcación. Unas bajas nubes negras flotaban en el cielo y, provenientes del norte, se deslizaban sobre el gris oleaje. Todavía no había caído la noche, aunque los aterrorizados miembros de la tripulación y del pasaje tenían la sensación de que ya hacía mucho que el sol había abandonado el mundo. Sólo la débil mancha en un tono más claro de gris a lo lejos, al oeste, señalaba su paso. El convoy se había dispersado completamente y el prefecto al mando de la escuadra de trirremes, recién puesta en el servicio activo, soltó una maldición, enojado. Con una mano firmemente agarrada a un estay, el prefecto utilizó la otra mano para protegerse los ojos de las heladas salpicaduras mientras escudriñaba las efervescentes crestas de las olas que los rodeaban. Únicamente eran visibles dos barcos de su escuadra, unas oscuras siluetas que se alzaban ante la vista mientras que su buque insignia se elevaba en lo alto de una enorme ola. Las dos embarcaciones se encontraban a una gran distancia hacia el este y tras ellas iría el resto del convoy, diseminado en el océano embravecido. Aún podrían llegar a la entrada del canal que conducía tierra adentro hasta Rutupiae. Pero para el buque insignia no había esperanzas de alcanzar la gran base de abastecimiento que equipaba y alimentaba al ejército romano. Más al interior las legiones se hallaban emplazadas sin peligro en sus cuarteles de invierno de Camuloduno, a la espera de la renovación de la campaña de conquista de Britania. A pesar de los enormes esfuerzos de los hombres que estaban a los remos, la embarcación era arrastrada lejos de Rutupiae.

Al mirar por encima del oleaje hacia la oscura línea de la costa britana, el prefecto admitió con amargura que la tormenta lo había vencido y pasó la orden de que se subieran los remos. Mientras él consideraba sus opciones la tripulación se apresuró a izar una pequeña vela triangular en la proa para ayudar a estabilizar el barco. Desde que se había emprendido la invasión el verano anterior, el prefecto había atravesado aquel tramo de mar montones de veces, pero nunca en tan terribles condiciones. A decir verdad, nunca había visto cambiar el tiempo con tanta rapidez. Aquella mañana, que tan lejana parecía entonces, el cielo estaba despejado y un fresco viento del sur prometía una pronta travesía desde Gesoriaco. Normalmente ningún barco se hacía a la mar en invierno, pero el ejército del general Plautio andaba escaso de provisiones. La estrategia del jefe britano, Carataco, de arrasar todo lo que podía serle útil al enemigo significaba que las legiones dependían de un constante suministro de grano del continente que les permitiera pasar el invierno sin reducir las reservas necesarias para continuar la campaña en primavera. Así pues, los convoyes habían seguido cruzando el canal siempre que el tiempo lo permitía. Aquella mañana la pérfida naturaleza había engañado al prefecto y le había hecho dar la orden a sus embarcaciones cargadas de provisiones de zarpar rumbo a Noviomago sin imaginarse que la tormenta iba a sorprenderlos.

Cuando había empezado a divisarse la costa de Britania por encima de la picada superficie del mar, una oscura franja de nubes se había concentrado a lo largo del horizonte septentrional. Rápidamente la brisa se hizo más fuerte y cambió de dirección de forma brusca, y los hombres de la escuadra observaron con creciente horror cómo los negros nubarrones se abalanzaban sobre ellos como voraces bestias espumosas. La borrasca atacó de forma repentina y atroz al trirreme del prefecto, que iba a la cabeza del convoy. El viento ululante azotó la manga de la embarcación y la inclinó tanto que los miembros de la tripulación se habían visto obligados a abandonar sus funciones y a asirse allí donde pudieron para evitar ser arrojados por la borda. Mientras el trirreme se enderezaba pesadamente el prefecto echó un vistazo al resto del convoy. Algunos de los transportes de fondo plano habían volcado por completo y cerca de los oscuros bultos de sus cascos unas diminutas figuras cabeceaban en el espumoso océano. Algunas de ellas agitaban los brazos de forma patética, como si en realidad creyeran que las demás embarcaciones aún eran capaces de ir a rescatarlos. La formación del convoy había quedado ya totalmente deshecha y cada uno de los barcos luchaba por sobrevivir, sin tener en cuenta la difícil situación de todos los demás. Con el viento llegó la lluvia. Unos gélidos goterones que, como cuchillos, caían diagonalmente sobre el trirreme y azotaban la piel de los hombres con su impacto. El frío entumecía los huesos y pronto hizo que los marineros se volvieran lentos y torpes en su trabajo. Acurrucado bajo su capa impermeable, el prefecto comprendió que, a menos que la tormenta amainara pronto, el capitán y sus hombres seguramente perderían el control de la embarcación. Y a su alrededor el mar rugía y desperdigaba los barcos en todas direcciones. Por uno de esos caprichos de la naturaleza los tres trirremes que encabezaban el convoy sufrieron lo más violento de la tempestad, que rápidamente los alejó de los demás; el trirreme del prefecto fue el que quedó más aislado. Desde entonces la tormenta había bramado durante toda la tarde y no daba señales de que fuera a remitir con la caída de la noche.

El prefecto repasó sus conocimientos sobre el litoral britano y recorrió la costa mentalmente. Calculó que el mar ya los había arrastrado bastante lejos del canal que llevaba a Rutupiae. Los escarpados acantilados de caliza cercanos al asentamiento de Dubris eran visibles desde estribor y aún tendrían que luchar contra la tormenta unas cuantas horas más antes de poder intentar aproximarse a una distancia segura de la costa. El capitán del barco avanzó hacia él tambaleándose por la agitada cubierta y lo saludó mientras se acercaba, manteniendo una mano firmemente asida al pasamano.

–¿Qué pasa? –gritó el prefecto.

–¡La sentina! –exclamó el capitán con la voz ronca a causa del esfuerzo de haberse pasado las últimas horas dando las órdenes a voz en grito para vencer el aullido del viento–. ¡Nos está entrando demasiada agua!

–¿Podemos achicarla?

El capitán inclinó el oído hacia el prefecto.

Tras coger aire, el prefecto se llevó una mano a la boca para hacer bocina y bramó:

–¿Podemos achicarla?

El capitán movió la cabeza en señal de negación. –¿Y ahora qué?

–¡Tenemos que navegar por delante de la tormenta! Es nuestra única esperanza de mantenernos a flote. ¡Luego tendremos que encontrar un lugar seguro para atracar!

El prefecto asintió exageradamente con la cabeza para dar a entender que había comprendido. Pues muy bien. Tendrían que encontrar algún lugar donde varar la embarcación. A unos cincuenta o sesenta kilómetros siguiendo la costa los acantilados daban paso a unas playas de guijarros. Siempre que el oleaje no fuera demasiado embravecido podían intentar embarrancar. Eso podría causar serios daños al trirreme, pero era mejor que la certeza de perder la embarcación y con ella toda la tripulación y el pasaje. Al pensar en ello, el prefecto se acordó de la mujer y sus hijos pequeños que se hallaban resguardados debajo de él. Se los habían confiado a su cuidado y debía hacer cuanto estuviera en su mano para salvarlos.

–¡Dé la orden, capitán! Me voy abajo.

–¡Sí, señor! –El capitán saludó y regresó a la sección central del trirreme, donde los marineros se apiñaban junto a la base del mástil. El prefecto se quedó mirando un momento mientras el capitán bramaba sus órdenes y señalaba la vela recogida en la verga de lo alto del mástil. Nadie se movió. El capitán volvió a gritar la orden y luego le propinó una brutal patada al marinero que tenía más cerca. El hombre retrocedió acobardado, únicamente para recibir otro puntapié. Entonces dio un salto para agarrarse a las jarcias y empezó a ascender. Los demás lo siguieron, aferrándose a los obenques mientras subían como podían por el oscilante flechaste y de ahí pasaban a la verga. Los helados pies desnudos apoyaban los dedos con fuerza mientras trepaban lentamente por encima de la cubierta. Sólo cuando todos los marineros estuvieron en posición pudieron deshacer los nudos y colocar un rizo en la vela. Era toda la envergadura que se necesitaba para proporcionarle a la embarcación velocidad suficiente para ser gobernada con el timón y navegar por delante de la tormenta. Con cada relámpago se perfilaba brevemente la silueta del mástil, la verga y los hombres, de un intenso color negro contra un resplandeciente cielo blanco. El prefecto observó que con los rayos daba la impresión de que la lluvia se detenía en el aire por un instante. A pesar del terror que le oprimía el corazón, no podía evitar emocionarse ante aquel formidable despliegue de los poderes de Neptuno.

Por fin todos los marineros estuvieron en sus puestos. Afirmando sus robustas piernas en cubierta, el capitán hizo bocina con las manos y levantó la cabeza en dirección al mástil.

–¡Largad vela!

Los entumecidos dedos empezaron a manipular frenéticamente las correas de cuero. Algunos estaban más torpes que otros y la vela se aflojó del palo de forma irregular. Un súbito y penetrante sonido que atravesó las jarcias anunció la renovación de la virulencia de la tormenta y el trirreme rehuyó su cólera. A uno de los marineros, que se encontraba más débil que sus compañeros, se le soltaron las manos y la oscuridad se lo tragó tan deprisa que ninguno de los que presenciaron lo ocurrido pudo distinguir por dónde había caído al agua. Pero el empeño de los marineros no cesó. El viento tiraba de las partes de la vela que estaban al descubierto y casi consiguió arrancársela de las manos a los marineros antes de que pudieran anudar los rizos. En cuanto se hubo largado la vela, los hombres regresaron por la verga y con gran esfuerzo volvieron a bajar hasta cubierta, sus rostros demacrados daban testimonio del frío y el agotamiento que sufrían.

El prefecto se abrió camino hacia la brazola de escotilla de popa y descendió con cuidado por su interior oscuro como boca de lobo. La pequeña cabina parecía estar anormalmente tranquila en contraste con los gritos, el azote del viento y la lluvia de cubierta. Un sonido quejumbroso hizo que se dirigiera hacia la popa, allí donde los baos se curvaban y se unían, y el destello de un relámpago que entró por la escotilla dejó ver a la mujer apretujada en la popa, con los brazos apretados alrededor de los hombros de dos pequeños. Temblaban, aferrados a su madre, y el menor de ellos, un niño de cinco años, lloraba desconsoladamente con el rostro mojado del rocío del mar, las lágrimas y los mocos. Su hermana, tres años mayor que él, estaba sentada en silencio pero con unos ojos abiertos como platos a causa del miedo. La amura del trirreme se levantó bruscamente con una enorme ola y el prefecto se precipitó hacia sus pasajeros. Extendió un brazo contra el casco y se fue de bruces hacia el lado contrario. Tardó un momento en recobrar el aliento y la voz de la mujer surgió calmada de la oscuridad.

–Saldremos de ésta, ¿no?

Otro relámpago hizo visible el pánico grabado en los pálidos rostros de los niños.

El prefecto decidió que no tenía sentido mencionar que había decidido intentar hacer encallar el trirreme. Era mejor ahorrarles más preocupaciones a sus pasajeros.

–Por supuesto, mi señora. Estamos navegando por delante de la tormenta y en cuanto amaine volveremos a poner rumbo a la costa hacia Rutupiae.

–Entiendo –repuso la mujer cansinamente, y el prefecto se dio cuenta de que ella había intuido lo que se escondía tras su respuesta. Pues no había duda de que era una persona perspicaz que hacía honor a su noble familia y a su marido. Les dio un apretón a sus hijos para tranquilizarlos.

–¿Lo habéis oído, queridos? Muy pronto podremos secarnos y entrar en calor.

El prefecto recordó cómo temblaban y maldijo su falta de consideración.

–Un momento, señora. –Sus dedos entumecidos toquetearon el cierre que abrochaba su capa impermeable en la garganta. Soltó una palabrota por su torpeza y entonces consiguió soltar el broche. Se sacó la capa de los hombros y se la tendió a la mujer en la oscuridad.

–Tenga, para usted y sus hijos, señora.

Notó que le tomaba la capa de las manos.

–Gracias, prefecto, eres muy amable. Acurrucaos los dos bajo la capa.

Cuando el prefecto alzó las rodillas del suelo y los rodeó con los brazos para intentar crear un centro de calor que los reconfortara un poco, una mano le dio unos suaves golpecitos en el hombro.

–¿Señora?

–Eres Valerio Maxentio, ¿no es cierto?

–Sí, mi señora.

–Bien, Valerio. Cobíjate bajo la capa con nosotros. Antes de que te mueras de frío.

La despreocupación con la que la mujer había utilizado su nombre de pila sorprendió momentáneamente al prefecto. Luego farfulló unas palabras de agradecimiento, se acercó y se colocó al lado de la mujer bajo la capa. El niño estaba sentado encogido entre ellos dos, tiritaba mucho y de vez en cuando el cuerpo se le sacudía al estallar en sollozos.

–Tranquilo –le dijo el prefecto con dulzura–. No nos pasará nada. Ya lo verás.

Una serie de relámpagos iluminaron la cabina y el prefecto y la mujer se miraron el uno al otro. La mirada de ella era inquisitiva y él negó con la cabeza. Un fresco torrente de agua plateada entró en la cabina por la escotilla. Las grandes vigas de madera del trirreme crujían a su alrededor puesto que la estructura de la embarcación se veía sometida a fuerzas que sus constructores nunca habían imaginado. El prefecto sabía que las juntas de la nave no aguantarían aquella violencia mucho más y que al final el mar se la tragaría. Y todos los esclavos encadenados a los remos, la tripulación y los pasajeros se ahogarían dentro de ella. No pudo soltar una maldición en voz baja. La mujer adivinó sus sentimientos.

–Valerio, no es culpa tuya. No podías haber previsto esto. –Lo sé, señora, lo sé.

–Aún podría ser que nos salváramos.

–Sí, señora. Si usted lo dice.

* * *

Durante toda la noche la tormenta arrastró el trirreme a lo largo de la costa. En medio de las jarcias, el capitán soportaba el penetrante frío para buscar un lugar adecuado en el que intentar varar la embarcación. Todo el tiempo fue consciente de que el barco que tenía bajo sus pies respondía cada vez peor ante las olas. Les habían quitado los grilletes a algunos esclavos para que ayudaran a achicar el agua bajo cubierta. Estaban sentados en fila y se pasaban los cubos de mano en mano para vaciarlos por la borda. Pero aquello no era suficiente para salvar el barco; simplemente retrasaba el momento inevitable en que una gigantesca ola se abatiría sobre el trirreme y lo hundiría. Al capitán le llegó un lamento desesperado proveniente de los esclavos que aún seguían encadenados a sus bancos. El agua ya les llegaba a las rodillas y para ellos no habría esperanza de salvación cuando el barco se fuera a pique. Otros tal vez sobrevivieran un tiempo, aferrados a los restos de la nave antes de que el frío acabara con ellos, pero, para los esclavos, la perspectiva de ahogarse era segura y el capitán comprendía muy bien su histerismo.

La lluvia pasó a ser aguanieve y luego nieve. Unos densos copos blancos se arremolinaban en el viento y se iban posando en distintas capas sobre la túnica del capitán. Estaba perdiendo la sensibilidad en las manos y se dio cuenta de que debía regresar a cubierta antes de que el frío le impidiera agarrarse bien a las jarcias. Pero en el preciso momento en que iniciaba el descenso divisó la oscura prominencia de un cabo por encima de la proa. La nívea espuma batía contra los recortados peñascos al pie del acantilado, apenas a media milla de distancia frente a ellos.

El capitán descendió rápidamente hasta cubierta y se dirigió a toda prisa a popa, hacia el timonel.

–¡Ahí delante hay escollos! ¡Todo a la banda!

El capitán se abalanzó sobre la manija de madera e hizo fuerza junto con el timonel contra la presión del mar que barría la borda por encima del ancho gobernalle. Poco a poco el trirreme respondió y el bauprés empezó a virar alejándose del cabo. Bajo el resplandor de los relámpagos vieron los oscuros y relucientes dientes de las rocas que afloraban entre el rompiente oleaje. El rugido de su embate se oía incluso por encima del aullido del viento. Por un momento el bauprés se negó a girar más hacia mar abierto y al capitán lo invadió un sentimiento de negro y frío desespero. Entonces, un afortunado cambio en el viento hizo virar el bauprés y lo apartó de las rocas que ya estaban a unos treinta metros de la proa.

–¡Eso es! ¡Mantenlo así! –le gritó al timonel.

Con la pequeña envergadura de la vela mayor tirante bajo la fuerza del viento, el trirreme avanzó por encima del mar embravecido. Más allá del cabo, el acantilado se ensanchaba y daba paso a una playa de guijarros detrás de la cual el terreno se elevaba y dejaba ver unos cuantos árboles raquíticos dispersos. Las olas batían la playa con un enorme flujo de espuma blanca.

–¡Allí! –Señaló el capitán–. Lo haremos encallar allí. –¿Con este oleaje? –gritó el timonel–. ¡Es una locura! –¡Es nuestra única posibilidad! ¡Ahora, a la caña del timón, conmigo!

Con la pala del timón haciendo fuerza en dirección contraria, el trirreme fue balanceándose hacia la costa. Por primera vez aquella noche el capitán se permitió creer que aún podrían salir vivos de aquella tempestad. Hasta se rió de júbilo por haber desafiado el peor de los ataques que Neptuno podía lanzar contra aquellos que se aventuraban a adentrarse en sus dominios. Pero con la seguridad de la costa casi al alcance, finalmente el mar los sometió a su fuerza. Un fortísimo oleaje surgió desde las negras profundidades del océano e impulsó al trirreme hacia arriba, cada vez más alto, hasta que el capitán se encontró con que estaba mirando por encima de la orilla. Entonces la cresta se deslizó por debajo de ellos y el barco cayó como una piedra. Con una estrepitosa sacudida que derribó a toda la tripulación, la proa se estrelló contra la irregular esquirla de una roca situada a cierta distancia del pie del cabo. El capitán recuperó rápidamente el equilibrio y la firme cubierta bajo sus botas le indicó que el barco ya no estaba a flote.

La siguiente ola hizo girar al trirreme de forma que la popa quedó más próxima a la playa. Un crujido desgarrador proveniente de la parte delantera hablaba de los estragos causados. Desde abajo llegaban los gritos y alaridos de los esclavos mientras el agua bajaba en cascada por toda la longitud del trirreme. En cuestión de momentos la embarcación se asentaría y las olas que siguieran la empujarían hacia las rocas con todo lo de a bordo.

–¿Qué ha pasado?

El capitán se dio la vuelta y vio al prefecto Maxentio saliendo por la escotilla. La oscura masa de tierra que había allí cerca y el refulgente color negro de la roca empapada fueron explicación suficiente. El prefecto le gritó a través de la escotilla a la pasajera que subiera a sus hijos a cubierta. Luego se volvió de nuevo hacia el capitán.

–¡Debemos sacarlos de aquí! ¡Tienen que llegar a la orilla! Mientras la mujer y los niños se acurrucaban junto al pasamano de popa, Valerio Maxentio y el capitán amarraron con gran esfuerzo varios pellejos inflados juntos. A su alrededor la tripulación se preparaba con cualquier cosa que encontraban que pudiera flotar. El griterío bajo cubierta se intensificó hasta convertirse en unos espeluznantes alaridos de abyecto terror mientras el trirreme se asentaba hundiéndose más en el oscuro océano. Los chillidos cesaron súbitamente. Un miembro de la tripulación que estaba en cubierta dio un grito y señaló la escotilla de la cubierta principal. No muy por debajo de la rejilla brillaba el agua del mar. Lo único que evitaba que el barco se hundiera definitivamente era la roca en la que la proa estaba encallada. Una ola grande podría terminar con ellos. –¡Por aquí! –les gritó Maxentio a la mujer y a los niños–. ¡Rápido!

Mientras las primeras olas empezaban a romper sobre cubierta, el prefecto y el capitán ataron a sus pasajeros a los odres. Al principio el niño protestó y se retorció muerto de miedo cuando Maxentio intentó ceñirle la cuerda a la cintura. –¡Ya basta! –le dijo su madre con brusquedad–. Estate quieto.

El prefecto le dio las gracias con un movimiento de la cabeza y terminó de atar al niño a los improvisados flotadores. –¿Y ahora qué? –preguntó.

–Esperen junto a la popa. Cuando yo diga, salten. Luego agiten las piernas con todas sus fuerzas para alcanzar la orilla. La mujer se detuvo para mirarlos a ambos.

–¿Y vosotros?

–Les seguiremos en cuanto podamos. –El prefecto sonrió–. Y ahora, señora, si me hace el favor.

Ella dejó que la condujeran al coronamiento de popa y con cuidado pasó al otro lado de la barandilla, sujetando firmemente a sus hijos contra sus costados al tiempo que reunía el coraje para saltar.

–¡Mamá! ¡No! –gritó el niño mientras miraba con ojos muy abiertos el proceloso mar a sus pies–. ¡Por favor, mami! –No nos pasará nada, Elio. ¡Te lo prometo!

–¡Señor! –chilló el capitán–. ¡Allí! ¡Mire allí!

El prefecto se dio la vuelta y, a través de los copos de nieve de la tormenta vio que se dirigía hacia ellos una ola monstruosa de cuya cresta el terrible viento arrancaba la blanca espuma. Sólo tuvo tiempo de volverse hacia la mujer y ordenarle a gritos que saltara. Luego la ola se estrelló contra el trirreme y lo lanzó contra los escollos. El agua arrastró a los miembros de la tripulación que había en la cubierta principal. Cuando Maxentio se echó hacia atrás por encima del codaste de popa, vio por un último momento al capitán, aferrado a la rejilla de la escotilla principal, con los ojos fijos en aquella destrucción que estaba a punto de sepultarlo. Una gélida oscuridad envolvió al prefecto y antes de que pudiera cerrar la boca el agua salada le llenó la garganta y la nariz. Notó que daba vueltas y más vueltas mientras los pulmones le ardían por falta de aire. En el preciso instante en que pensó que sin duda iba a morir llegó a sus oídos por un momento el estruendo de la tormenta. Luego se desvaneció por un segundo antes de que su cabeza irrumpiera de nuevo en la superficie. El prefecto respiró con dificultad al tiempo que pataleaba para no hundirse. El agitado océano lo levantó y vio que la playa no estaba muy lejos. No había ni rastro del trirreme. Ni de un solo miembro de la tripulación. Ni siquiera de la mujer y los niños. El oleaje lo acercó un poco más a las rocas y la perspectiva de quedar destrozado hizo que el prefecto reanudara sus esfuerzos para nadar hacia la orilla.

Varias veces tuvo la certeza de que los escollos lo reclamarían. Pero a medida que luchaba para llegar a la playa con sus últimas fuerzas, el cabo empezó a protegerlo de las olas más poderosas. Al fin, exhausto y desesperado, notó que los pies rozaban los guijarros del fondo. Entonces la corriente de resaca lo volvió a alejar de la costa y él clamó airado contra los dioses por negarle la salvación en el último momento. Resuelto a no morir, no entonces, apretó los dientes y realizó un último y supremo esfuerzo para alcanzar la orilla. Entre la batiente espuma de otra ola, se arrastró con mucho dolor por encima de los guijarros y se preparó para resistir la resaca cuando la ola se retirara. Antes de que la siguiente ola pudiera romper contra la playa, Maxentio subió gateando por la empinada cuesta de guijarros y luego se tiró al suelo, completamente agotado y respirando con dificultad.

A su alrededor la tormenta rugía y las frías ráfagas de nieve se arremolinaban en el aire. Fue entonces cuando, una vez a salvo en tierra, el prefecto se dio cuenta de lo aterido que se le había quedado el cuerpo. Tembló intensamente mientras intentaba reunir la energía suficiente para moverse. Antes de que pudiera hacerlo se oyó el repentino ruido de piedras al desperdigarse allí cerca y alguien se sentó a su lado.

–¡Valerio Maxentio! ¿Estás bien?

Se sorprendió de la fuerza de la mujer cuando ésta lo levantó y lo puso de lado. Él asintió moviendo la cabeza. –¡Entonces vamos! –ordenó ella–. Antes de que te congeles.

Se echó uno de los brazos del hombre alrededor del hombro y lo ayudó a subir por la playa hacia una quebrada poco profunda bordeada por las negras siluetas de unos árboles raquíticos. Allí, refugiados bajo un tronco caído, los dos niños estaban agazapados sobre la masa empapada que era la capa del prefecto.

–Poneos debajo. Todos.

Ella se les unió y los cuatro se acurrucaron tan juntos como pudieron bajo los húmedos pliegues, tiritando violentamente mientras la tormenta seguía rugiendo y la nieve empezaba a cuajar a su alrededor. Maxentio miró hacia el cabo, pero no vio ningún indicio del trirreme. Era como si su buque insignia nunca hubiera existido, tan absoluta había sido su destrucción. No parecía haber sobrevivido nadie más. Nadie.

Un súbito ruido de guijarros llegó a sus oídos por encima del aullido del viento. Por un momento pensó que debía de haberlo imaginado. El sonido volvió a repetirse y en esa ocasión tuvo la certeza de haber oído también voces.

–¡Hay más supervivientes! –le dijo a la mujer con una sonrisa al tiempo que se ponía de rodillas con cuidado–. ¡Aquí! ¡Aquí! –gritó.

Una figura oscura apareció por la esquina del claro de la quebrada. Luego otra.

–¡Aquí! –El prefecto agitó las manos–. ¡Estamos aquí! Las figuras se quedaron quietas unos instantes, luego una

de ellas exclamó algo, pero el significado de sus palabras se perdió en el viento. Levantó una lanza y les hizo una seña a otras figuras ocultas.

–¡Cállate, Valerio! –le ordenó la mujer.

Pero era demasiado tarde. Los habían visto, y más hombres se unieron a los dos primeros. Se acercaron cautelosamente a los temblorosos romanos. Gracias a la capa de nieve que cubría el suelo, poco a poco se pudieron distinguir sus rasgos a medida que se aproximaban.

–Mami –susurró la niña–, ¿quiénes son?

–¡Chitón, Julia!

Cuando aquellas personas estaban a tan sólo unos pasos de distancia, un rayo iluminó el cielo. Su pálido resplandor hizo brevemente visibles a aquellos individuos. Por encima de sus capas de piel de corte rudimentario, unos cabellos de alborotadas puntas se agitaban al viento. Debajo, unos ojos furibundos brillaban en unos rostros muy tatuados. Por un momento ni ellos ni los romanos se movieron o dijeron una sola palabra. Entonces, el niño no pudo aguantar más y un débil grito de terror rompió el aire.

CAPÍTULO II

–Estoy seguro de que era por aquí –farfulló el centurión Macro al tiempo que miraba por un sombrío callejón que salía del muelle de Camuloduno–. ¿Alguna idea?

Los otros tres intercambiaron unas miradas y golpearon el suelo con los pies. Junto a Cato, el joven optio de Macro, había dos mujeres jóvenes, nativas de la tribu de los iceni, cálidamente envueltas en unas magníficas capas de invierno con ribetes de piel. Habían sido educadas por unos padres que hacía tiempo que habían previsto el día en que los césares extenderían los límites de su imperio y ocuparían Britania. Desde pequeñas, las muchachas habían aprendido latín de un esclavo culto importado de la Galia. Como consecuencia de ello el latín que hablaban tenía un acento musical, un efecto que Cato encontraba muy agradable al oído.

–Oye, tú –protestó la chica de más edad–. Dijiste que nos llevarías a una taberna cómoda y acogedora. No voy a pasarme la noche andando arriba y abajo por las calles heladas hasta que tú encuentres exactamente la que buscas. Entraremos en la próxima que veamos, ¿de acuerdo? –Se volvió hacia su amiga y Cato con una mirada feroz que exigía su aprobación. Ambos asintieron con la cabeza sin tardar.

–Tiene que ser por aquí –respondió rápidamente Macro–. Sí, ahora me acuerdo. Éste es el sitio.

–Será mejor que lo sea. Si no, nos vas a llevar a casa. –Está bien –Macro levantó una mano apaciguadora–.

Vamos.

Con el centurión en cabeza, el pequeño grupo avanzó con pasos que crujían por el estrecho callejón, formado a ambos lados por las oscuras chozas y casas de los trinovantes vecinos del lugar. La nieve había estado cayendo durante todo el día y sólo había cesado de nevar poco después de anochecer. Camuloduno y el paisaje circundante estaban cubiertos por un grueso manto de un blanco reluciente y la mayoría de la gente estaba dentro de las casas, arrimada a la humeante lumbre. Sólo los más fuertes de entre los jóvenes lugareños se sumaron a los soldados en busca de antros donde poder pasar la noche disfrutando de la bebida, los cantos estentóreos y, con un poco de suerte, alguna pelea. Los soldados, provistos de bolsas repletas de monedas, se acercaban paseando a la ciudad desde el amplio campamento que se extendía al otro lado de la puerta principal de Camuloduno. Cuatro legiones (más de veinte mil hombres) esperaban el paso del invierno en unas burdas chozas de madera y turba, aguardando con impaciencia la llegada de la primavera para que así pudiera reanudarse la campaña para conquistar la isla.

Había sido un invierno especialmente riguroso y los legionarios, encerrados en su campamento y obligados a arreglárselas con una monótona dieta a base de cebada y guisos hechos con las verduras de la estación, estaban inquietos. Sobre todo desde que el general les había adelantado una parte de la donación que el emperador Claudio entregó al ejército. Dicha bonificación se concedió para celebrar la derrota del comandante britano, Carataco, y la caída de su capital en Camuloduno. Los habitantes de la ciudad, la mayoría de los cuales se dedicaban a algún tipo de negocio, se habían recuperado rápidamente del golpe de esa derrota y habían aprovechado la oportunidad de desplumar a los legionarios acampados a sus puertas.

Se habían abierto varias tabernas para proporcionar a los legionarios todo un abanico de brebajes locales, así como de vino transportado en barco desde el continente por aquellos mercaderes dispuestos a arriesgar sus embarcaciones en los mares invernales a cambio de unos precios elevados.

Los lugareños que no estaban sacando dinero de sus nuevos amos miraban con desagrado a los extranjeros borrachos que salían de las tabernas y volvían a casa tambaleándose, cantando a voz en cuello y vomitando ruidosamente en las calles. Al final, a los ancianos de la ciudad se les acabó la paciencia y enviaron una comisión para que hablara con el general Plautio. Le pidieron con educación que, en interés de los recientes lazos de alianza que se habían forjado entre los romanos y los trinovantes, tal vez fuera mejor que a los legionarios no se les permitiera más la entrada a la ciudad. Aunque comprendía la necesidad de mantener una buena relación con los habitantes del lugar, el general sabía también que se exponía a un motín si les negaba a sus soldados un desfogue a las tensiones que siempre se generaban durante los largos meses que pasaban en los cuarteles de invierno. Por lo tanto, se llegó a un acuerdo y se racionó el número de pases distribuidos a los soldados. Como consecuencia de ello, los soldados estaban aún más decididos a correrse una juerga salvaje cada vez que se les permitía ir a la ciudad.

–¡Hemos llegado! –exclamó Macro triunfalmente–. Ya os dije que era aquí.

Se encontraban ante la pequeña puerta tachonada de un almacén construido en piedra. Una ventana con postigos atravesaba la pared unos pocos pasos callejón arriba. Un cálido resplandor rojizo rodeaba el borde de los postigos y se oía el alegre barullo de las vocingleras conversaciones en el interior. –Al menos no hará frío –dijo la chica más joven en voz baja–. ¿Tú qué crees, Boadicea?

–Creo que más vale que sea como dices –replicó su prima, y llevó la mano al pestillo de la puerta–. Venga, entremos.

Horrorizado ante la perspectiva de que una mujer lo precediera al entrar en una taberna, Macro se metió torpemente entre ella y la puerta.

–Esto, permíteme, por favor. –Sonrió, tratando de fingir buenos modales. Abrió la puerta y agachó la cabeza bajo el marco. Su pequeño grupo lo siguió. La cálida atmósfera viciada, cargada de humo, envolvió a los recién llegados y el resplandor de la lumbre y de varias lámparas de sebo parecía extremamente brillante comparado con la oscuridad del callejón. Unas cuantas cabezas se volvieron para inspeccionar a los que acababan de llegar y Cato vio que muchos de los clientes eran legionarios fuera de servicio, vestidos con gruesas túnicas y capas militares de color rojo.

–¡Vuelve a poner la madera en el agujero –gritó alguien– antes de que se nos congelen las pelotas!

–¡Cuida tu lenguaje! –le respondió Macro con enojo–. ¡Hay damas presentes!

Hubo todo un coro de abucheos por parte de los demás clientes.

–¡Ya lo sabemos! –exclamó riendo un legionario cercano a la vez que le tocaba el culo a una camarera que pasaba con un montón de jarras vacías. Ella soltó un grito y se dio la vuelta rápidamente para dejar caer una hiriente bofetada antes de largarse al mostrador situado en el extremo más alejado de la taberna. El legionario se frotó la colorada mejilla y volvió a reírse. –¿Y tú recomiendas este lugar? –preguntó Boadicea entre dientes.

–Dale una oportunidad. Yo me lo pasé fenomenal la otra noche. Tiene ambiente, ¿no te parece?

–No hay duda de que lo tiene –dijo Cato–. Me pregunto cuánto rato pasará antes de que empiece una bronca.

Su centurión le lanzó una mirada sombría antes de volverse hacia las dos mujeres.

–¿Qué vais a tomar, señoras?

–Asiento –contestó Boadicea de manera cortante–. Un asiento sería ideal, por ahora.

Macro se encogió de hombros.

–Encárgate de ello, Cato. Busca un lugar tranquilo. Yo traeré las bebidas.

Mientras Macro se abría camino entre la multitud hacia la barra, Cato echó un vistazo a su alrededor y vio que el único sitio que quedaba libre era una desvencijada mesa de caballetes flanqueada por dos bancos justo al lado de la puerta por la que acababan de entrar. Echó hacia atrás el extremo de uno de los bancos e inclinó la cabeza.

–Aquí tenéis, señoras.

Boadicea torció el gesto ante aquella pieza de mobiliario tan toscamente tallada que le ofrecían, y tal vez se hubiera negado a sentarse si su prima no se hubiera apresurado a darle un suave empujón. La mujer más joven se llamaba Nessa, una iceni de cabellos castaños, ojos azules y mejillas redondas. Cato era perfectamente consciente de que su centurión y Boadicea habían procurado que ella los acompañara para distraerlo mientras la pareja de más edad continuaba con su peculiar relación.

Macro y Boadicea se habían conocido poco después de la caída de Camuloduno. Dado que los iceni eran en teoría neutrales en la guerra entre Roma y la confederación de tribus que oponían resistencia a los invasores, Boadicea sentía más curiosidad que hostilidad hacia los hombres provenientes del gran imperio situado al otro lado del mar. Los ancianos de la ciudad se habían apresurado a congraciarse con sus nuevos gobernantes y sobre el campamento romano llovieron las invitaciones a fiestas. Hasta se solicitaba la asistencia de centuriones subalternos como Macro. En la primera de aquellas noches había conocido a Boadicea. Al principio su carácter directo lo había horrorizado; los celtas parecían tener una actitud desagradablemente igualitaria hacia el bello sexo. Al encontrarse al lado de un centurión que a su vez se hallaba junto a un barril de la cerveza más fuerte de todas con las que se había topado, Boadicea lo acribilló a preguntas sobre Roma sin perder ni un minuto. En un primer momento su abierto acercamiento llevó a Macro a considerarla otra más de las mujeres de rostro caballuno que formaban mayoría dentro de la clase alta britana. Pero poco a poco, a medida que soportaba su interrogatorio, puso cada vez menos interés en la cerveza. A regañadientes primero y más de buen grado después –mientras que, con astucia, la muchacha lo hacía entrar en una discusión más expansiva–, Macro habló con ella como nunca antes lo había hecho con una mujer.

Hacia el final de la noche supo que quería volver a ver a aquella alegre iceni y, con voz entrecortada, le pidió que volvieran a encontrarse. Ella aceptó con mucho gusto y lo invitó a una fiesta que daban sus familiares la noche siguiente. Macro fue el primer invitado que hizo acto de presencia y se quedó de pie en incómodo silencio junto al banquete de carnes frías y cerveza tibia hasta que llegó Boadicea. Luego vio con horror que ella lo igualaba con una copa tras otra. Antes de que se diera cuenta, ella ya le había pasado el brazo por los hombros con un palmetazo y lo apretaba firmemente contra sí. Al echar un vistazo a su alrededor, Macro observó el mismo desparpajo en las otras mujeres celtas y estaba tratando de resignarse a las extrañas costumbres de aquella nueva cultura cuando Boadicea le plantó un beso borracho en los labios. Momentáneamente asustado, Macro intentó zafarse de su fuerte abrazo, pero la muchacha, por error, había interpretado sus contorsiones como muestra de su ardor y se limitó a agarrarlo con más fuerza. De manera que Macro cedió, le devolvió el beso, y en las ebrias alas de la pasión se habían dejado caer bajo una mesa en un rincón oscuro y se habían pasado el resto de la noche manoseándose. Tan sólo los debilitantes efectos secundarios de la cerveza impidieron la consumación de su atracción mutua. Boadicea se portó como era debido y no exageró la importancia del asunto.

Desde aquel momento siguieron viéndose casi a diario y a veces Macro invitaba a Cato a que los acompañara, sobre todo por un sentimiento de lástima por el chico, que recientemente había visto morir a su primer amor a manos de un aristócrata romano traidor. Debido a la contagiosa sociabilidad de Boadicea, Cato, callado y tímido al principio, lentamente se había ido mostrando menos reservado y ahora los dos podían pasarse horas conversando. Macro tuvo la sensación de ir quedando excluido poco a poco. A pesar de que Boadicea afirmaba mantener relaciones únicamente con personas adultas, Macro no estaba convencido de ello. De ahí la presencia de Nessa, a sugerencia de Macro. Una chica a la que Cato pudiera dedicarse mientras él seguía cortejando a Boadicea.

–¿Tu centurión frecuenta a menudo lugares como éste? –preguntó Boadicea.

–No siempre son tan agradables. –Cato sonrió–. Deberías sentirte honrada.

A Nessa se le escapó el tono irónico y resopló con indignación ante la sugerencia de que cualquier persona sensata tuviera que considerar un privilegio que la llevaran a un antro como aquél. Los otros dos pusieron los ojos en blanco. –¿Cómo te las arreglaste para que te dieran permiso para

salir? –le preguntó Cato a Boadicea–. Creí que a tu tío le iba a dar un ataque la noche que tuvimos que llevarte a casa. –Estuvo a punto. El pobre ya no ha sido el mismo desde entonces y sólo accedió a dejarnos salir y pasar la noche en casa de unos primos lejanos siempre y cuando nos acompañara alguien.

Cato frunció el ceño.

–¿Y dónde está la escolta?

–No lo sé. La perdimos entre el gentío cerca de las puertas de la ciudad.

–¿A propósito?

–Claro. ¿Por quién me tomas? –No me atrevería a decirlo. –Muy sensato por tu parte.

–¡Probablemente Prasutago se estará meando encima de preocupación! –Nessa soltó una risita–. Podéis apostar que nos estará buscando en todas las tabernas que se le vengan a la cabeza.

–Con lo cual estamos bastante seguras, puesto que a mi querido pariente (otro primo, por cierto) no se le ocurrirá pensar en este lugar. Dudo que nunca se haya aventurado a entrar en los callejones de detrás del muelle. Estaremos bien.

–¡Si nos encuentra –Nessa abrió unos ojos como platos– se pondrá como loco! Recuerda lo que le hizo a ese muchacho de los atrebates que intentó flirtear con nosotras. ¡Pensé que Prasutago iba a matarle!

–Lo habría hecho si yo no me lo hubiera llevado a rastras. Cato cambió de posición nerviosamente.

–¿Este pariente vuestro es un tipo grandote?

–¡Enorme! –Nessa se rió–. Sa! «Enorme» es la palabra adecuada.

–Con un cerebro inversamente proporcional a su físico –añadió Boadicea–. De modo que ni se te ocurra intentar razonar con él si entra aquí. Tú echa a correr.

–Entiendo.

Macro volvió del mostrador con los brazos en alto para mantener la jarra y las copas por encima de la multitud. Las depositó en la rugosa superficie de la mesa y cortésmente llenó de vino tinto hasta el borde todas las tazas de cerámica. –¡Vino! –exclamó Boadicea–. Sabes cómo mimar a una dama, centurión.

–Se ha terminado la cerveza –explicó Macro–. Esto es lo único que les queda, y no es que sea barato precisamente. Así que apurad las copas y disfrutad.

–Mientras podamos, señor.

–¿Eh? ¿Qué pasa, chico?

–Estas señoritas están aquí sólo porque se escabulleron de un pariente bastante corpulento que probablemente ahora mismo las esté buscando, y no de muy buen humor.

–No me sorprende, en una noche como ésta. –Macro se encogió de hombros–. De todos modos, hemos tenido suerte. Tenemos fuego, bebida y buena compañía. ¿Qué más se puede pedir?

–Un asiento junto a la lumbre –repuso Boadicea. –Venga, brindemos. –El centurión alzó su taza–. ¡Por nosotros! –Macro se llevó el vaso a los labios, se bebió el vino de un solo trago y volvió a bajar la taza de golpe–. ¡Ahhhh! ¡Esto sí que sienta bien! ¿Quién quiere más?

–Un momento. –Boadicea siguió su ejemplo y apuró su copa.

Cato conocía sus limitaciones respecto al vino y dijo que no con la cabeza.

–Como quieras, muchacho, pero el vino funciona igual de bien que un golpe en la cabeza para ayudarte a olvidar los problemas.

–Si usted lo dice, señor.

–Sí que lo digo. Especialmente si tienes que dar malas noticias. –Macro miró hacia el otro lado de la mesa, a Boadicea.

–¿De qué noticias hablas? –preguntó ella con acritud. –Van a mandar a la legión al sur.

–¿Cuándo?

–Dentro de tres días.

–No había oído nada al respecto –dijo Cato–. ¿Qué pasa? –Supongo que el general quiere utilizar la segunda legión para cortarle cualquier ruta de escape a Carataco al sur del Támesis. Las otras tres legiones pueden despejar el terreno al norte del río.

–¿El Támesis? –Boadicea puso mala cara–. Eso está muy lejos. ¿Y cuándo va a volver tu legión?

Macro estaba a punto de ofrecer una respuesta fácil y tranquilizadora cuando vio la apenada expresión del rostro de Boadicea. Se dio cuenta de que la manera más adecuada de actuar en esa situación era ser sincero. Era mucho mejor que Boadicea supiera la verdad en aquel momento y no que luego estuviera resentida con él.

–No lo sé. Tal vez dentro de unas cuantas campañas más, tal vez nunca. Todo depende de cuánto tiempo siga luchando Carataco. Si logramos aplastarlo rápidamente, la provincia se puede colonizar enseguida. El caso es que ese cabrón artero no deja de asaltar nuestras líneas de abastecimiento y mientras tanto trata de negociar con otras tribus para que se unan a él y nos opongan resistencia.

–No puedes culparlo por luchar bien.

–Puedo hacerlo si eso nos obliga a estar separados. –Macro le tomó la mano y le dio un apretón cariñoso–. Así que esperemos que sea lo bastante inteligente como para darse cuenta de que nunca podrá ganar. Entonces, cuando la provincia se haya pacificado, conseguiré un permiso y vendré a buscarte. –¿Esperas que la provincia se calme así de rápido? –Boadicea montó en cólera–. ¡Por Lud! ¿Cuándo aprenderéis los romanos? Carataco sólo está al frente de las tribus que se encuentran bajo el dominio de los catuvellauni. Existen muchas otras tribus, la mayoría de ellas demasiado orgullosas para dejarse conducir a la batalla por otro jefe, y sin duda demasiado orgullosas para someterse mansamente al Imperio romano. Mira el caso de nuestra propia tribu –Boadicea hizo un gesto hacia Nessa y ella–