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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 397 - marzo 2019

 

© 2011 Brenda Streater Jackson

La noche de su vida

Título original: A Wife for a Westmoreland

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

© 2011 Anna DePalo

Una noche con un príncipe

Título original: One Night with Prince Charming

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

© 2011 Tessa Radley

Anillo de boda

Título original: The Boss’s Baby Affair

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-913-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

La noche de su vida

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Epílogo

Una noche con un príncipe

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Epílogo

Anillo de boda

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

A Lucia Conyers le latía el corazón con intensidad cuando tomó la curva a toda velocidad. Sabía que debería ir más despacio, pero no podía. En cuanto supo que Derringer Westmoreland había sido trasladado a urgencias después de caerse del caballo, una parte de ella había estado a punto de morir.

Daba igual que Derringer actuara la mayoría del tiempo como si ella no existiera, ni que tuviera reputación de mujeriego en Denver. Lo que importaba era que, aunque le gustaría que fuera de otro modo, estaba enamorada de él y probablemente siempre lo estaría. Había tratado de desenamorarse varias veces y no lo conseguía.

Los cuatro años que había pasado en una universidad de Florida no habían cambiado lo que sentía por él. En cuanto regresó a Denver y él entró en la tienda de pinturas de su padre a comprar algo, Lucia estuvo a punto de desmayarse en una mezcla de deseo y amor.

Sorprendentemente, se acordaba de ella. Le dio la bienvenida a la ciudad y le preguntó por sus estudios. Pero no le pidió que fueran a tomar algo para recordar viejos tiempos. Pagó lo que había comprado y se fue de allí.

Su obsesión por él había empezado en el instituto, cuando Lucia y la hermana de Derringer, Megan, habían trabajado juntas en un proyecto para la clase de ciencias. Lucia nunca olvidaría el día que su hermano vino a recogerlas a la biblioteca. Estuvo a punto de desmayarse la primera vez que puso los ojos en el guapísimo Derringer Westmoreland. Creyó que había muerto y estaba en el cielo, y cuando los presentaron, él sonrió y le salieron unos hoyuelos que deberían estar prohibidos. A Lucia se le derritió el corazón entonces y no había vuelto a su estado sólido. El día que le conoció acababa de cumplir dieciséis años hacía unos meses. Ahora tenía veintinueve y seguía poniéndosele la carne de gallina cuando recordaba aquel primer encuentro.

Desde que su mejor amiga, Chloe, se había casado con Ramsey, el hermano de Derringer, le veía con más frecuencia, pero nada había cambiado. Cuando se encontraban se mostraba amable con ella. Pero sabía que no la veía como a una mujer en la que podría estar interesado.

Entonces, ¿por qué no seguía adelante con su vida? ¿Por qué se arriesgaba ahora conduciendo como una loca por la carretera que llevaba a su casa? Cuando supo la noticia corrió al hospital, pero Chloe le dijo que le habían dado el alta y estaba recuperándose en su casa.

Seguramente Derringer se preguntaría por qué precisamente ella iba a ir a ver cómo estaba. No le sorprendería que alguna otra mujer ya estuviera allí cuidándole, pero en aquel momento no importaba. Lo único que importaba era asegurarse de que Derringer estuviera bien. Ni siquiera la amenaza de tormenta había conseguido disuadirla. Odiaba las tormentas, pero había salido de su casa para comprobar que un hombre al que apenas conocía seguía con vida.

Era una estupidez, pero continuó a toda velocidad por la carretera. Ya pensaría más tarde en lo absurdo de sus acciones.

 

 

El fuerte sonido de los truenos en el cielo sacudió prácticamente la casa y despertó a Derringer. Sintió al instante una punzada de dolor que le atravesó el cuerpo. Era la primera vez que le dolía desde que tomó la medicación para el dolor, lo que significaba que había llegado el momento de tomar más.

Se incorporó lentamente en la cama, extendió la mano hacia la mesilla y agarró las pastillas que le había dejado su hermana Megan. Dijo que no tomara más antes de la seis, pero al mirar de reojo el reloj vio que eran sólo las cuatro, y él necesitaba el alivio ahora. Le dolía todo y se encontraba como si tuviera la cabeza dividida en dos. Se sentía como un hombre de sesenta y tres años, no de treinta y tres.

Llevaba menos de tres minutos subido a lomos de Sugarfoot cuando el perverso animal le lanzó por los aires. Algo más que su ego había resultado herido, y cada vez que respiraba y le parecía sentir las costillas rotas, lo recordaba.

Derringer se volvió a tumbar en la cama. Se quedó mirando el techo y esperó a que las pastillas le hicieran efecto.

 

 

La Mazmorra de Derringer.

Lucia disminuyó la velocidad de la camioneta cuando llegó al enorme indicador de madera de la carretera. En cualquier otro momento le habría parecido divertido que todos los Westmoreland hubieran marcado sus propiedades con aquellos nombres tan curiosos. Ya había pasado por El Local de Jason, La Guarida de Zane, El Risco de Canyo, La Fortaleza de Stern, La Estación de Riley y La Red de Ramsey.

Había oído que cuando los Westmoreland cumplían los veinticinco años, cada uno de ellos heredaba cuarenta hectáreas de tierra en aquella parte del estado. Por eso vivían todos unos cerca de otros.

Paró el motor y se quedó sentada un instante pensando. Había actuado impulsivamente y por amor, pero lo cierto era que no tenía motivos para estar allí. Derringer probablemente estaría en la cama descansando. Tal vez incluso estaría medicado. ¿Sería capaz de llegar hasta la puerta? Si lo hacía, probablemente la miraría como a un bicho raro por haber ido a ver cómo estaba. Eran conocidos, no amigos.

Estaba a punto de marcharse de allí cuando se dio cuenta de que había empezado a llover muy fuerte y que la caja grande que había en las escaleras del porche se estaba empapando. Lo menos que podía hacer era meterla bajo techado para que la lluvia no cayera sobre ella.

Agarró el paraguas del asiento de atrás, salió a toda prisa de la camioneta y corrió hacia el porche para acercar la caja a la puerta. Dio un respingo al escuchar un trueno y dejó escapar un profundo suspiro cuando un relámpago pasó casi rozándole la cabeza.

Recordó entonces que Chloe le había contado en una ocasión que los Westmoreland eran conocidos por no cerrar con llave la puerta, así que movió el picaporte y descubrió que su amiga estaba en lo cierto. La puerta no estaba cerrada.

La abrió lentamente, asomó la cabeza y le llamó en voz baja por si acaso estuviera abajo dormido en el sofá en lugar de en su habitación.

–¿Derringer?

Al ver que no contestaba, Lucia decidió que lo mejor sería meter la caja. En cuanto entró miró a su alrededor y admiró el estilo decorativo de su hermana Gemma. La casa de Derringer era preciosa, y las ventanas que iban del suelo al techo ofrecían una vista maravillosa de las montañas. Estaba a punto de salir por la puerta y cerrarla tras de sí cuando escuchó un estrépito seguido de un golpe seco y luego una palabrota.

Actuando por instinto, subió las escaleras de dos en dos y entró en varias habitaciones de invitados antes de entrar en lo que debía ser el dormitorio principal. Miró a su alrededor y entonces lo vio tirado en suelo, como si se hubiera caído de la cama.

–¡Derringer!

Corrió hacia él y se arrodilló a su lado tratando de no pensar que sólo llevaba puestos unos calzoncillos negros.

–Derringer, ¿estás bien? –le preguntó con cierto tono de pánico–. ¡Derringer!

Él abrió lentamente los ojos y Lucia no pudo evitar que le diera un vuelco el corazón al mirar aquellas maravillosas profundidades oscuras. Lo primero que notó fue que los tenía algo vidriosos, como si hubiera bebido demasiado… o como si hubiera tomado muchas pastillas. Lucia dejó escapar el aire que tenía retenido cuando una sonrisa lenta se dibujó en sus labios.

–Vaya, qué guapa eres –dijo arrastrando las palabras–. ¿Cómo te llamas?

–Bananas –respondió ella burlona.

La actitud de Derringer demostraba claramente que había tomado demasiadas pastillas, porque actuaba como si no la hubiera visto en su vida.

–Es un nombre muy bonito, nena.

Lucia puso los ojos en blanco.

–Lo que tú digas, vaquero. ¿Te importaría explicarme por qué estás en el suelo y no en la cama?

–Es muy sencillo. Fui al baño, y cuando volví alguien había movido la cama de sitio y fallé.

Ella trató de reprimir una sonrisa.

–Está claro que fallaste. Vamos, agárrate a mí para que te ayude a subir.

–Puede que alguien la vuelva a mover.

–Lo dudo –aseguró Lucia sonriendo mientras pensaba que a pesar de estar bajo los efectos de la medicación, su voz hacía maravillas en ella–. Vamos, tiene que dolerte mucho. Deja que te ayude a volver a meterte en la cama.

Tuvo que hacer varios intentos antes de conseguir poner a Derringer de pie. No fue fácil arrastrarlo hasta la cama, y de pronto Lucia perdió el equilibrio y cayó de espaldas sobre la cama con él encima.

–Necesito que apartes un poco el cuerpo, Derringer –dijo cuando pudo recuperar el aliento.

Sus hoyuelos volvieron a aparecer y habló con voz cargada de sensualidad.

–¿Por qué? Me gusta estar encima de ti, Bananas.

Lucia parpadeó y se dio cuenta de la situación. Estaba en la cama, en la cama de Derringer, con él encima. Sentía entre los muslos el bulto de su erección a través de los calzoncillos. Un lento calor se abrió paso en su interior y se expandió por todo su ser.

Como si hubiera sentido la reacción del cuerpo de Lucia, Derringer alzó la vista y sus ojos vidriosos estaban tan cargados de deseo que ella contuvo el aliento. Algo que no había experimentado con anterioridad, un calor intenso, se le aposentó entre las piernas, humedeciéndole las braguitas, y vio cómo él abría las fosas nasales en respuesta a su aroma.

Temerosa ante su reacción, ella hizo amago de apartarlo con suavidad de sí, pero no era rival para su sólida fuerza.

–Derringer…

En lugar de responderle, él le sujetó el rostro con las manos como si su boca fuera agua y él estuviera sediento, y antes de que Lucia pudiera apartar la boca de la suya, Derringer apuntó directo y empezó a devorarla.

 

 

Derringer pensó que estaba soñando, y si así era, no quería despertarse. Besar los labios de Bananas era la encarnación del placer sensual. Eran perfectos, calientes y húmedos. En algún rincón de la mente recordó que se había caído de un caballo, pero en ese caso debería sentir dolor. Pero la única molestia que experimentaba estaba localizada en la entrepierna, y señalaba un deseo tan intenso que su cuerpo temblaba.

¿Quién era aquella mujer y de dónde había salido? ¿Se suponía que la conocía? ¿Por qué le incitaba a hacer cosas que no debería? Una parte de él sentía que no estaba bien de la cabeza, pero a otra le daba lo mismo que así fuera. Lo único que tenía claro era que la deseaba.

Movió un poco el cuerpo y la llevó al centro de la cama con él. Levantó ligeramente la boca de la suya para susurrarle con voz ronca sobre los húmedos labios:

–Maldita sea, Bananas, me encantas.

Y entonces volvió a clavar la boca en la suya, succionándole la lengua como si fuera un hombre que necesitaba saborearla tanto como necesitaba el aire para respirar.

 

 

Lucia sabía que debía parar lo que estaban haciendo Derringer y ella. Estaba delirando y ni siquiera sabía quién era ella. Pero le resultaba difícil detenerlo cuando su cuerpo respondía a todo lo que le estaba haciendo. Nunca antes la habían besado así. Ningún hombre le había hecho sentir tanto placer como para no poder pensar con claridad. Siempre le había amado, pero ahora le deseaba de una forma desconocida para ella.

Hasta ahora.

–Te deseo, Bananas…

Lucia parpadeó cuando Derringer se apartó ligeramente de ella y fue consciente del momento. Se dio cuenta de que la parte honorable de Derringer no la obligaría a hacer nada que no quisiera hacer. Ahora tenía la oportunidad de salir de debajo de él y marcharse. Con un poco de suerte, él no recordaría nada de lo sucedido.

Pero hubo algo que se lo impidió. Que la hizo quedarse allí clavada mientras le miraba fijamente. Una parte de ella sabía que aquél era el único momento en el que tendría su atención de forma total. Cumpliría los treinta dentro de diez meses, y todavía no había experimentado lo que se sentía al estar con un hombre. Ya era hora de que lo hiciera, y estaba bien que fuera con el único hombre al que había amado en su vida.

Conservaría aquella noche en su alma, la acunaría en su corazón para siempre. Y cuando volviera a verle tendría un secreto del que él no sabría nada aunque hubiera sido el responsable de que ocurriera.

Cautivada por su mirada profunda y oscura, Lucia supo que era sólo cuestión de minutos que Derringer tomara su silencio como consentimiento. Ahora que había tomado una decisión, no quería esperar siquiera aquellos minutos. Cuando sintió más calor líquido entre las piernas, alzó los brazos para rodearle el cuello y puso la boca sobre la suya. En cuanto lo hizo, el placer estalló entre ellos y la lanzó a un espejismo de sensaciones con las que no había soñado siquiera.

Empezó a besarla apasionadamente, y en su mente ofuscada por el deseo, Lucia apenas fue consciente de que le estaba quitando la blusa por la cabeza y de que luego le desabrochó el sujetador. Lo que sí supo fue el momento exacto en el que se introdujo uno de sus pezones entre los cálidos labios y empezó a succionarlo.

Unas oleadas de placer atravesaron cada parte de su cuerpo, como si hubiera sido atravesada por un misil atómico. Sujetó la cabeza de Derringer entre sus brazos para evitar que dejara de besarla. Se le escaparon de entre los labios unos gemidos que no se creía capaz de emitir y no pudo evitar frotar la parte inferior de su cuerpo contra él. Necesitaba sentir la dureza de su erección entre las piernas.

Como si quisiera más, Derringer le levantó la falda y siguió la senda de aquel punto de su cuerpo que ardía más que cualquier otro: su húmedo y cálido centro. Deslizó una mano por el borde de sus braguitas y, como si su dedo supiera exactamente qué andaba buscando, lo dirigió con diligencia hacia su clítoris.

–¡Derringer!

Todo su cuerpo tembló y con la firmeza de un hombre con una misión, él empezó a acariciarla con unos dedos que deberían estar prohibidos, igual que sus hoyuelos.

–Te deseo –aseguró él con tono gutural.

Y entonces volvió a besarla apasionadamente, deslizando la lengua por toda su boca, saboreándola como si hacerlo fuera su derecho.

Estaba tan metida en el beso que no se dio cuenta de que se había quitado los calzoncillos y a ella las braguitas hasta que sintió su piel contra la suya. Derringer tenía la piel caliente y el contacto de sus muslos de acero sobre los suyos penetraba cada poro de su cuerpo.

Y cuando dejó de besarla para colocar su cuerpo sobre el suyo, Lucia estaba tan poseída por el deseo que fue incapaz de hacer nada para detenerlo.

Entonces él se inclinó y capturó su boca al mismo tiempo que entraba en su cuerpo. Lucia no pudo evitar gritar de dolor, y, como si presintiera lo que había ocurrido y lo que significaba, Derringer se quedó muy quieto. Apartó la boca de la suya y la miró mientras seguía dentro de ella. Sin saber qué pensamientos se le estaban pasando por la cabeza respecto a su virginidad y sin querer saberlo, le abrazó. Al principio pensó que iba a deshacerse, pero cuando el cuerpo de Derringer embistió el suyo le transmitió su ardiente calor, creando un fuego que ya no era capaz de seguir conteniendo.

La estaba devorando con sus besos como nunca antes la habían devorado, y Lucia no pudo evitar gritar cuando su lengua se hizo con el control. La parte inferior del cuerpo de Derringer le enviaba oleadas de placer que chocaban contra ella y que la hacían contener el aliento.

Derringer dejó de besarla para mirarla mientras seguía haciéndole el amor, cabalgándola como montaba a los caballos que domaba. Era bueno. Y también glotón. Para mantener su ritmo, Lucia siguió moviendo las caderas contra las suyas mientras las sensaciones de su interior se intensificaban hasta un grado que supo que no podría seguir manteniendo mucho tiempo. Entonces le pasó algo que nunca antes le había ocurrido, y supo lo que era en el momento en que tuvo lugar. Derringer entró más profundamente en ella, cabalgándola hasta un clímax de proporciones monumentales.

–¡Derringer!

Él bajó la cabeza otra vez y le deslizó la lengua en la boca. Ella continuó apretándose contra sus caderas, aceptando todo lo que le estaba dando. Unos instantes más tarde, tras dejar de besarla, echó la cabeza hacia atrás, susurró otra vez su nombre en tono gutural, y siguió acariciándola con dulzura.

 

 

 

Lucia abrió lentamente los ojos preguntándose cuánto tiempo habría dormido. Lo último que recordaba era que había dejado caer la cabeza sobre la almohada. Se sentía débil, agotada y completamente satisfecha tras haber hecho el amor con el hombre más sexy de la tierra.

Ya no estaba encima de ella, sino dormido a su lado. Echaba de menos sentir su peso. Echaba de menos el latido de su corazón contra el suyo, pero sobre todo echaba de menos sentirlo dentro.

Nunca olvidaría lo sucedido aquella noche. Quedaría para siempre grabada en su memoria a pesar de que seguramente él no recordaría absolutamente nada. Aquel pensamiento le hizo daño e hizo un esfuerzo por contener las lágrimas. Debería llorar de felicidad, no de tristeza, se dijo.

La lluvia había cesado y lo único que se escuchaba era la acompasada respiración de Derringer. Estaba amaneciendo, y tenía que marcharse. Cuanto antes lo hiciera, mejor. No quería ni imaginarse lo que pensaría si se despertara y se la encontrara en la cama con él.

Se levantó muy despacio de la cama tratando de no despertarle y miró a su alrededor para buscar la ropa. Encontró todo excepto sus braguitas. Derringer se las había quitado cuando estaba en la cama, así que seguramente estarían bajo las sábanas. Las levantó muy despacio y vio que las braguitas rosas estaban atrapadas bajo su pierna. Se quedó allí de pie un momento con la esperanza de que se moviera un poco para poder sacarlas.

Se mordió nerviosamente el labio inferior, consciente de que no podía quedarse allí para siempre, así que empezó a vestirse rápidamente. Y cuando el sol comenzó a asomar por el horizonte aceptó que tendría que marcharse de allí… sin sus braguitas.

Miró a su alrededor para asegurarse de que no se dejaba nada más y salió de puntillas de la habitación no sin antes dirigirle una última mirada a Derringer.

Unos instantes más tarde, cuando se alejaba de allí conduciendo, miró por el espejo retrovisor hacia la casa de Derringer y recordó todo lo que había sucedido aquella noche en su dormitorio. Ya no era virgen. Le había entregado algo que no le había dado a ningún otro hombre, y lo único triste era que él nunca lo sabría.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

Una mujer había estado en su cama.

El potente aroma a sexo despertó a Derringer, que abrió los párpados para volver a cerrarlos cuando la luz del sol que entraba por la ventana de su dormitorio le cegó. Movió el cuerpo y se estremeció cuando sintió una punzada en una pierna y un dolor en el pecho.

Levantó lentamente la cabeza de la almohada, pensando que necesitaba tomar más pastillas para el dolor, y la volvió a dejar caer cuando recordó que la noche anterior había tomado demasiadas.

Aspiró el aire y el aroma a mujer y a sexo seguía presente en sus fosas nasales. ¿Por qué?

¿Y por qué tenía en la cabeza imágenes de haberle hecho el amor a una mujer en aquella misma cama? Había sido el mejor sueño que había tenido en años. Era normal que soñara con algo así porque llevaba un tiempo sin hacerlo. Poner en marchar el negocio de los caballos con su hermano Zane, su primo Jackson y sus recién descubiertos parientes de Georgia, Montana y Texas le había consumido mucho tiempo últimamente.

Se estiró, lamentándose al instante cuando sintió otra punzada de dolor. Se inclinó para rascarse la dolorida pierna y su mano entró en contacto con un trozo de tela de encaje. Lo agarró y parpadeó al ver las braguitas que tenían el aroma femenino que le había despertado.

Se incorporó y observó la ropa interior que tenía en la mano. ¿De quién era aquello? El femenino aroma no sólo estaba en las braguitas, sino también en la cama.

Experimentó un pánico monumental. ¿A quién diablos le había hecho el amor la noche anterior?

Abrió los ojos y se quedó mirando a la pared, tratando de recordar todo lo posible respecto al día anterior. Recordó haberse caído del lomo de Sugarfoot; eso no había manera de olvidarlo. Recordó incluso cómo Zane y Jason se lo llevaron a urgencias, donde le vendaron y le enviaron de regreso a casa.

Recordaba que después de haberse metido en la cama, Megan se había pasado por allí camino del hospital en el que trabajaba de anestesista.

Recordó cuando le había dado las pastillas para el dolor con instrucciones de cuándo tomarlas. El dolor había regresado en algún momento después del anochecer y se había tomado unas pastillas. Más de las que le había recomendado el médico de urgencias. Pero eso no le daba derecho a ninguna mujer a entrar en su casa y aprovecharse de él.

Pensó en qué mujeres podrían haber oído lo de su caída y hubieran decidido ir a jugar a las enfermeras. Sólo Ashira habría sido lo suficientemente osada para hacer algo así. ¿Se habría acostado la noche anterior con ella? Cielos, esperaba que no. Puede que intentara algún truco, y él no quería ser el padre de ningún bebé todavía. Además, lo que había compartido con aquella misteriosa mujer había sido diferente a todo lo que había vivido con Ashira. Había sido más profundo. Entonces recordó algo vital. La mujer con la que se había acostado era virgen, aunque le resultara difícil creer que todavía hubiera alguna. Y sabía a ciencia cierta que esa mujer no podía ser Ashira, porque no tenía ni un ápice de virginidad en todo su cuerpo.

Derringer suspiró profundamente y deseó poder recodar más detalles sobre la noche anterior, incluyendo el rostro de la mujer a quien le había arrebatado la virginidad. La idea le hizo estremecerse por dentro, porque sabía a ciencia cierta que no había utilizado preservativo. ¿Habría sido una trampa cuyo resultado sería un bebé dentro de nueve meses?

La idea de que una mujer se aprovechara de él de aquella manera, o de cualquier manera, hacía que le hirviera la sangre. Y comenzó a sentir una inmensa rabia. Si la mujer creía que le había engañado, iba lista.

Si tenía que levantar todas las piedras de Denver para descubrir la identidad de la mujer que había tenido el valor de intentar abusar de él, lo haría. Y cuando la encontrara le haría pagar por su engaño.

 

 

–Lucia, ¿estás bien?

Era mediodía y Lucia estaba sentada tras el escritorio de su despacho en la delegación de Denver de Sencillamente Irresistible, la revista pensada para la mujer de hoy.

La revista, que era creación de Chloe, había empezado como una publicación regional para el sureste hacía unos años. Cuando Chloe tomó la decisión de ampliar horizontes y abrir una delegación en Denver, había contratado a Lucia para que la dirigiera.

A Lucia le encantaba su trabajo como jefa de edición. Chloe era la editora jefa, pero desde que había nacido su hija Susan hacía seis meses, pasaba la mayor parte del tiempo en casa cuidando del bebé y de su marido. Lucia tenía un título universitario de dirección de empresas, pero cuando Chloe se quedó embarazada la animó a volver a las clases para sacarse un máster en Comunicaciones y así poder desarrollar su carrera en Sencillamente Irresistible. Lucia sólo necesitaba unas cuantas clases más para conseguir aquel título.

Dio un respingo cuando Chloe pronunció su nombre un poco más fuerte para llamar su atención.

–¿Qué pasa? Me has asustado.

Chloe no pudo evitar sonreír. Hacía mucho tiempo que no veía a su mejor amiga tan preocupada.

–Te he hecho una pregunta.

–¿Ah, sí?

Chloe sacudió la cabeza y sonrió.

–Te he preguntado si estabas bien. Pareces preocupada por algo y quiero saber de qué se trata. Lucia se mordió el labio inferior. Necesitaba decirle a alguien lo que había sucedido la noche anterior, y como Chloe era su mejor amiga, sería la persona más lógica. Pero había un problema. Chloe estaba casada con Ramsay, el hermano mayor de Derringer.

–De acuerdo, Lucia. Voy a preguntártelo una vez más. ¿Qué te pasa?

Lucia aspiró con fuerza el aire.

–Es Derringer.

Chloe frunció el ceño mientras la miraba fijamente.

–¿Qué pasa con Derringer? Ramsey le ha llamado esta mañana y estaba bien. Sólo necesitaba una dosis de pastillas contra el dolor y una buena noche de sueño.

–Estoy segura de que se tomó la medicación, pero no diría lo mismo sobre la buena noche de sueño –aseguró Lucia con ironía antes de darle un largo sorbo a su capuchino.

–¿Y por qué crees que no ha tenido una buena noche de sueño?

–Porque he pasado la noche con él y sé con certeza que apenas hemos dormido.

A juzgar por la expresión de su rostro supo que Chloe estaba absolutamente perpleja.

–¿Derringer y tú por fin estáis juntos? –preguntó Chloe.

La expresión de sorpresa había sido reemplazada por una sonrisa.

–Depende de lo que entiendas por estar juntos. Ya no soy virgen, si es eso lo que quieres decir –aseguró Lucia–. Pero él había tomado tantas pastillas para el dolor que probablemente no se acuerde de nada.

A Chloe se le borró la sonrisa de los labios.

–¿Eso crees?

–Lo sé. Me miró directamente a la cara y me preguntó cómo me llamaba.

Se tomó los siguientes diez minutos para contarle a Chloe todo, incluido lo de las braguitas que se había dejado allí.

–Y ahí acaba todo –sentenció Lucia al terminar el relato.

Chloe sacudió la cabeza.

–Lo dudo por dos razones, Lucia. En primer lugar, porque estás enamorada de Derringer desde hace mucho. Y ahora que habéis tenido relaciones íntimas, cada vez que te lo encuentres se despertará automáticamente tu deseo.

La expresión de Chloe se volvió todavía más seria cuando dijo:

–Y más te vale que Derringer no encuentre tus braguitas. Porque si las encuentra y no recuerda a la mujer a la que se las quitó, hará cualquier cosa que esté en su mano para encontrarla.

Lucia prefirió no oír aquello. Apretó con fuerza la taza que tenía en la mano, se dio la vuelta y miró por la ventana hacia el centro de Denver.

–No sé qué va a ocurrir –dijo finalmente–. No quiero pensar a tan largo plazo. Quiero creer que no recordará nada y lo dejará pasar.

Transcurrieron unos segundos.

–Lo que he dicho antes es verdad. Cada vez que veas a Derringer vas a desearle –aseguró Chloe.

Lucia se encogió de hombros.

–Siempre le he deseado. Pero lucharé contra ello.

–No será tan sencillo –insistió Chloe.

De eso estaba segura. Nada relacionado con Derringer le había resultado sencillo nunca.

–Entonces, ¿qué sugieres que haga? –preguntó Lucia con tono resignado.

–Que dejes de esconderte de una vez por todas y vayas a por él.

No le sorprendió que Chloe le pidiera que hiciera algo así. Su mejor amiga era muy atrevida.

Chloe siguió presionando.

–Ve a por él, Lucia. ¿No crees que después de lo de anoche ya es hora de que lo hagas?

 

 

Una semana más tarde, Jason Westmoreland miró a su primo y sonrió.

–¿Eso es una pregunta trampa, o algo así?

Derringer negó con la cabeza y se reclinó en la silla. Durante los últimos días no había hecho otra cosa que seguir tomando las pastillas contra el dolor y dormir. Cada vez que se despertaba buscaba debajo de la almohada y sacaba las braguitas que había guardado allí para asegurarse de que no había sido un sueño.

Aquella mañana se despertó sintiéndose mucho mejor y decidió dejar la medicación. Confiaba en que, al tener la cabeza despejada, su memoria recordaría algo de lo sucedido la semana anterior. Pero hasta el momento no había sido así.

Jason se había pasado por allí para ver cómo se encontraba, y se estaban tomando un café madrugador en la mesa de la cocina.

–No, no es una pregunta trampa.

Jason asintió brevemente.

–De acuerdo. Repíteme la pregunta para asegurarme de que te he entendido bien.

Derringer puso los ojos en blanco y se inclinó sobre la mesa con expresión seria.

–¿Qué se puede saber de una mujer por las braguitas que lleva, tanto por el estilo como por el color?

Jason se rascó la barbilla un instante.

–Yo no tendría nada que decir al respecto a menos que fueran blancas y del estilo de las abuelas.

–No lo son.

No le había contado a Jason por qué le hacía aquella pregunta, y Jason, el más despreocupado de los Westmoreland, tampoco se lo iba a preguntar. Pero a Derringer no le cabía la menor duda de que los demás sí lo harían.

–Entonces no sé –aseguró Jason dándole un sorbo a su taza de café–. Creo que hay prendas de ropa que se supone que dicen cosas sobre la gente. He dicho blanco porque normalmente significa inocencia.

–¿No quieres saber por qué te lo pregunto?

–Sí, tengo curiosidad, pero no tanta como para preguntar. Supongo que tendrás tus razones, pero no quiero imaginar cuáles pueden ser.

Derringer asintió. Entendía por qué Jason pensaba así. Su primo conocía su historial con las mujeres.

Dos días más tarde, Derringer salió de casa por primera vez desde el accidente y se dirigió a La Guarida de Zane. Se alegró de ver la camioneta de su hermano aparcada en la entrada, lo que significaba que había vuelto. Zane, que sólo tenía catorce meses más que él, era mucho más sabio en lo que a las mujeres se refería y no tuvo reparos en contarle lo que quería saber.

Según las leyes de Zane, había que mantenerse alejado de las mujeres que llevaban braguitas rosas porque tenían la palabra «matrimonio» escrita en la frente con luces de neón. Eran un cruce entre la inocencia y el ardor. Pero al final lo que querían era un anillo en el dedo.

–Bueno, y ahora que me has robado una hora de mi tiempo dime por qué estás tan interesado en las braguitas de las mujeres –le pidió Zane mirándole con curiosidad.

Durante un instante Derringer pensó en no contarle nada a su hermano, pero luego se lo pensó mejor. Estaba muy unido a sus cinco hermanos y a sus primos, pero había un vínculo especial entre Zane, Jason y él.

–Una mujer vino a mi casa la noche de mi accidente y entró en mi habitación. No recuerdo quién era, pero recuerdo haber hecho el amor con ella.

Zane se lo quedó mirando fijamente durante un instante.

–¿Estás completamente seguro de que no te lo has imaginado? Cuando te llevamos a casa desde el hospital estabas muy medicado. Megan pensó que seguramente dormirías toda la noche.

Derringer negó con la cabeza.

–Sí, estaba bastante drogado, pero recuerdo que hice el amor con ella, Zane. Y la prueba de que no lo soñé fue que a la mañana siguiente encontré sus braguitas en la cama.

Zane dejó escapar un profundo suspiro y dijo:

–Más te vale que no haya sido Ashira. Diablos, si no utilizaste un preservativo, estará encantada de asegurar que eres el padre de su futuro bebé.

Derringer se frotó las sienes, que habían empezado a dolerle de pronto.

–No era Ashira, te lo aseguro. Esta mujer me dejó muy impresionado. Nunca había hecho el amor así en mi vida. Además, Ashira llamó unos días después, cuando supo lo del accidente. Estaba fuera de la ciudad porque había ido a visitar a su abuela enferma en Dakota el día antes de mi caída y no volverá hasta dentro de unas semanas.

–Hay una manera de descubrir la identidad de tu visitante misteriosa. ¿Has olvidado las cámaras de seguridad que instalamos en tu propiedad para proteger a los caballos la semana anterior a tu caída? Quien haya entrado en tu terreno habrá sido grabado siempre y cuando haya llegado hasta el porche.

Derringer parpadeó al recordar las cámaras de seguridad y se preguntó por qué no lo habría recordado antes. Se levantó de la mesa de Zane y se dirigió a toda prisa a la puerta.

–Tengo que volver a casa y ver la grabación –dijo sin mirar atrás.

–¿Qué pasará cuando averigües quién es? –gritó su hermano.

Derringer se detuvo sobre sus pasos y miró hacia atrás.

–Sea quien sea lo lamentará –entonces se giró y salió de allí.

Regresó a La Mazmorra de Derringer en un tiempo récord, y una vez dentro se dirigió rápidamente a su despacho para cargar el ordenador. El técnico que había instalado la cámara de seguridad le había dicho que tendría acceso a la grabación desde cualquier ordenador con su contraseña.

Derringer aspiró con fuerza el aire cuando el ordenador cobró vida y tecleó el código de seguridad, y contuvo el aliento cuando buscó la fecha que le interesaba. Entonces se sentó con la mirada pegada a la pantalla y esperó a que apareciera algo.

Le pareció que transcurría una eternidad antes de que las luces de un coche aparecieran ante sus ojos. La hora indicaba que era al final de la tarde, todavía no estaba oscuro pero había una tormenta en camino.

Entornó los ojos para ver la imagen y trató de distinguir la camioneta que había entrado en su propiedad bajo la lluvia torrencial. Parecía que el tiempo hubiera empeorado y que la lluvia había comenzado a caer a chorros en el instante en que el vehículo hizo su aparición.

Tardó sólo un segundo en reconocer de quién era la camioneta y entonces se reclinó en la silla sin dar crédito a lo que estaba viendo. La mujer que salió de la camioneta y que batallaba contra la lluvia mientras metía la enorme caja que estaba en el porche dentro de la casa no era otra que Lucia Conyers.

Derringer sacudió la cabeza y trató de encontrarle sentido a lo que estaba viendo. De acuerdo. Pensó que por alguna razón, seguramente para hacerle un favor a Chloe, Lucia había ido a ver cómo estaba y había tenido la amabilidad de meter la caja dentro de casa para que no se mojara.

Se quedó viendo la pantalla del ordenador esperando verla salir en cualquier momento y subirse a la camioneta para marcharse. Pensaba que cuando se hubiera ido, otro vehículo aparecería, y la conductora sería la mujer con la que se había acostado. Pero durante los veinte minutos que se quedó allí mirando la pantalla, Lucia no salió.

¿Lucia Conyers era su Bananas?

Derringer sacudió la cabeza y pensó que era imposible. Entonces decidió adelantar la grabación hasta las cinco de la mañana del día siguiente. Entornó los ojos con desconfianza cuando unos minutos más tarde vio cómo se abría la puerta de su casa y Lucia salía por ella como si estuviera huyendo de la escena del crimen. Y llevaba la misma ropa que tenía puesta cuando llegó la noche anterior.

Maldición. No se lo podía creer. No se lo creería si no lo estuviera viendo con sus propios ojos. Era la única mujer de la que no hubiera sospechado ni en un millón de años. Pero la prueba del vídeo demostraba que Lucia era la mujer con la que se había acostado. Lucia, la mejor amiga de su cuñada, la mujer que actuaba con timidez y retraimiento cada vez que lo veía.

La ira se apoderó de él. Lucia Conyers tenía muchas cosas que explicarle. Más le valía tener una buena razón para haberse metido en la cama con él dos semanas atrás.

Sacó el móvil del bolsillo y marcó el número de la revista de su cuñada.

Sencillamente Irresistible, ¿en qué puedo ayudarle?

–Me gustaría hablar con Lucia Conyers, por favor –dijo tratando de controlar la furia–. Soy el señor Westmoreland.

–Buenas tardes, señor Westmoreland. La señorita Conyers ha salido a comer.

–¿Ha dicho dónde?

–Sí, señor. Está en McKay’s.

–Gracias.

Derringer colgó el teléfono y se reclinó en la silla mientras una idea se le formaba en la cabeza. No le haría saber que había averiguado la verdad sobre su visita. Le dejaría creer que se había salido con la suya y que no tenía ni idea de que ella era la mujer que se había aprovechado de él aquella noche.

Y entonces, cuando menos lo esperara, mostraría sus cartas.

Capítulo Tres

 

 

 

 

 

Lucia no supo exactamente por qué, pero algo la llevó a levantar los ojos de la carta y mirar directamente a los ojos de Derringer Westmoreland. Se quedó completamente quieta mientras él se movía con fluida precisión hacia ella. Tenía una expresión inescrutable en el rostro.

Le miró y observó su figura de metro noventa con los amplios hombros bajo la camisa azul y unos vaqueros ajustados que le marcaban los músculos de acero de los muslos.

Y luego estaba su cara, tan atractiva que no había palabras para describirla, con su tono bronceado, los ojos del color del café oscuro y los labios firmes de aspecto seductor.

Durante un instante fue incapaz de moverse; estaba hipnotizada. Una parte de ella deseaba levantarse y salir corriendo, pero estaba pegada a la silla.

¿Por qué estaba allí y por qué se acercaba a su mesa? ¿Habría encontrado las braguitas y habría adivinado que ella era la mujer que las había dejado allí? Lucia tragó saliva y pensó que era imposible que hubiera descubierto su identidad.

Finalmente él se detuvo en su mesa y ella se humedeció nerviosamente los labios con la punta de la lengua. Era consciente de que su mirada seguía todos sus movimientos. Volvió a tragar saliva y pensó que estaba imaginando cosas, así que abrió la boca para hablar.

–Derringer, ¿qué estás haciendo aquí? Chloe me dijo que hace dos semanas te caíste del caballo.

–Sí, pero los hombres tienen que comer en algún momento. Me han dicho que los jueves sirven en McKay la mejor empanada del mundo y que siempre está abarrotado. Te he visto aquí sentada sola y pensé que lo menos que podíamos hacer era ayudar al local.

Lucia estaba tratando de seguirle y de no centrarse en cómo se le movía la nuez con cada palabra que pronunciaba. Alzó una ceja.

–¿Ayudar al local en qué sentido?

Derringer le dirigió una sonrisa tranquilizadora.

–Compartiendo mesa para dejar una libre.

Lucia estaba tratando de no mostrar ninguna emoción, y menos asombro y desconcierto, y también de que no se le cayera la carta que estaba sujetando entre las manos. ¿Estaba sugiriendo que compartieran mesa durante la comida? ¿Que respiraran el mismo aire?

Se sintió tentada y agarrar el vaso lleno de agua helada y apurarlo de un trago. Pero aspiró con fuerza el aire para evitar que el corazón siguiera latiéndole con tanta fuerza dentro del pecho. ¿Cómo era posible que una sola noche en su cama hubiera provocado en ella el deseo de olvidar la sensatez y explorar aquel mundo nuevo?

Lucia forzó una sonrisa.

–Me parece una buena idea, Derringer.

–Me alegra que estés de acuerdo –aseguró él sonriendo también y sentándose frente a ella.

Lucia suspiró y entonces cayó en la cuenta de lo que había hecho. Había estado de acuerdo en que se sentara en su mesa. ¿De qué diablos iban a hablar?

La camarera les salvó de tener que decir nada cuando se acercó para tomarles nota. Cuando se marchó, Lucia lamentó no tener un espejo para ver el aspecto que tenía.

–Tengo entendido que has vuelto a estudiar.

–Así es. ¿Cómo lo sabes?

–Chloe lo mencionó.

–Sí, asisto al turno de noche para conseguir el título de máster en Comunicaciones.

Entonces, sin perder un instante más, dijo:

–Parece que te has recuperado muy bien de la caída.

En cuanto aquellas palabras salieron de su boca, deseó no haberlas pronunciado.

¿Por qué sacaba un tema relacionado con aquel día?

–Sí, me lo he estado tomando con calma durante la última semana y he dormido la mayoría del tiempo. Eso ayudó. Ahora me siento en muy buena forma.

No sabía cómo decirle que, en lo que a ella se refería, aquella noche también estaba en muy buena forma. Sus movimientos no estuvieron en absoluto limitados. El recuerdo de todo lo que le había hecho hizo que le ardiera el cuerpo.

–¿Y qué más has hecho últimamente?

Lucia sintió que el corazón le daba un vuelco dentro del pecho y se preguntó si él lo habría oído. Delante de él tenía al hombre que le había arrebatado la virginidad. El hombre que la había introducido en un mundo de placer del que sólo había oído hablar en las novelas románticas, y el hombre al que amaría eternamente. Y el hecho de que él no tuviera probablemente ni idea de nada de eso era el colmo de la locura. Pero ella conseguiría fingir y parecer la persona más desenvuelta del mundo.

–No mucho –se escuchó decir–. Las clases y la revista me tienen muy ocupada, pero como las dos cosas me gustan, no me puedo quejar. ¿Qué me dices de ti?

La mirada de Derringer se detuvo unos instantes en sus labios. Luego se rió.

–Aparte de hacer el idiota con Sugarfoot, poco más.

Lucia inclinó la cabeza.

–¿Qué diablos te llevó a montar ese caballo? Todo el mundo sabe lo malintencionado que es.

Derringer volvió a reírse, y aquel sonido le provocó escalofríos en los brazos.

–El ego. Pensé que sería capaz de dominarlo.

Lucia se puso de pie. Necesitaba escapar de allí aunque sólo fuera durante un instante.

–¿Me disculpas un momento? Tengo que ir al servicio.

–Claro, no hay problema –respondió Derringer levantándose.

Lucia dejó escapar un suspiro y deseó poder salir por la puerta del restaurante y no volver. Mientras seguía andando, podía sentir la mirada de Derringer clavada en la espalda.

 

 

Derringer observó cómo Lucia se marchaba y pensó que tenía un aspecto muy sexy con aquella falda por debajo de la rodilla y el jersey azul claro. Y no pudo evitar admirar la estrechez de su cintura y el movimiento de las caderas mientras andaba. Mediría un metro setenta y cinco y llevaba un buen par de botas negras de piel. Derringer recordó el buen par de piernas que tenía y cómo las había enredado en su cintura la noche que hicieron el amor.

Era el primero en admitir que Lucia siempre le había parecido bonita con su piel tostada y aquella lustrosa melena que normalmente llevaba recogida en una cola de caballo. Y luego estaban los ojos almendrados, los pómulos altos y la nariz recta. Y no podía olvidar su boca de aspecto carnoso, con la que probablemente podría hacerle cosas perversas a un hombre.

Se reclinó sobre la silla y recordó cómo años atrás, cuando ella tenía unos dieciocho años y estaba a punto de marcharse a la universidad y él a punto de volver a casa tras haber acabado sus estudios, le había llamado la atención. En recuerdo de sus padres y de sus tíos, que habían muerto juntos en un accidente de avión cuando Derringer estaba en el instituto, los Westmoreland celebraban todos los años un baile benéfico para la Fundación Westmoreland, que se había creado para ayudar en varias causas solidarias. Lucia había acudido aquel año al baile con sus padres. Derringer estaba al lado del ponche cuando ella llegó, y al verla con aquel vestido se quedó sin respiración. No había sido capaz de apartar los ojos de ella durante toda la noche. Estaba claro que los demás se habían dado cuenta de su interés, y uno de ellos fue el padre de Lucia, Dusty Conyers.

Aquella misma noche, algo más tarde, el hombre le llevó a una aparte y le advirtió que se mantuviera alejado de su hija. Le dejó muy claro que no toleraría que un Westmoreland anduviera detrás de su hija. Derringer era consciente de que muchos padres estaban empeñados en evitarles a sus hijas lo que consideraban una ruptura irremediable. Una parte de él no podía culpar a Dusty Conyers de ser uno de ellos; sobre todo porque Derringer había gritado a los cuatro vientos que no pensaba sentar la cabeza con ninguna mujer. Una esposa era lo último que tenía en mente. Quería convertirse en un entrenador de caballos de éxito.

–Ya he vuelto.

Derringer alzó la vista y se puso de pie cuando ella se sentaba, y pensó que Lucia era todavía más guapa de cerca. Tenía el hábito nervioso de humedecerse los labios con la lengua. Él daría cualquier cosa por reemplazar su lengua por la suya. Y también le gustaba el sonido de su voz. Hablaba en un tono suave y al mismo tiempo sexy.

La camarera escogió aquel momento para llevarles la comida y tras dejarles los platos se marchó.

–Tengo entendido que Gemma se está adaptando a la vida en Australia.