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ÍNDICE

 

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Portadilla

Índice

Introducción

 

I. ORIENTE MEDIO

1. ARABIA SAUDÍ

2. EGIPTO

3. IRAK

4. SIRIA

 

II. ASIA

1. PAKISTÁN

2. INDIA

3. CHINA

4. VIETNAM

5. FILIPINAS

 

III. ÁFRICA

1. CONGO (S)

2. SUDÁN (S)

3. NIGERIA

4. ÁFRICA DEL SUR

5. MALI

 

IV. AMÉRICA

1. BRASIL

2. COLOMBIA

3. CENTROAMÉRICA

 

V. EUROPA

1. UCRANIA

2. KOSOVO

3. FRANCIA

 

Epílogo

Créditos

INTRODUCCIÓN

 

 

 

 

 

 

El subtítulo Veinte razones para la esperanza podría parecer paradójico, es decir, contradictorio respecto a un título que expresa el peligro y la angustia. Pero esta aparente contradicción, más que ser una figura retórica destinada a atraer la atención, es el mejor reflejo de la realidad: sí, los cristianos están en peligro en muchos países del mundo y sí, ¡hay razones para la esperanza!

 

Con mucha frecuencia, no se menciona la discriminación de que son víctimas los cristianos. Se hablará con bastante facilidad de las demás víctimas, cualesquiera que sean —y es cierto que vivimos una época propensa a producirlas— pero, de modo bastante sorprendente, los cristianos parecen sometidos a un trato diferente. Pese a los datos objetivos que son verificables —y los datos son tozudos—, el asunto sigue siendo globalmente tabú.

En la época de la URSS, la persecución de los cristianos por el ogro soviético quedó totalmente silenciada, incluso con cierta frecuencia en el corazón mismo de la Iglesia. Una vez que cayó el Muro, se tendió un púdico velo sobre esta realidad, y era inútil volver sobre ella porque —¿no es verdad?— es algo que pertenece al pasado. No se podía, pues, hablar de eso, ni antes ni después, a fin de cuentas, nunca.

Esta negación selectiva de la realidad puede sin duda explicarse de diferentes maneras —nuestra historia, nuestra cultura, nuestra religión, nuestra patria...—, pero el rechazo de nuestra propia identidad parece la más probable. En esta construcción mental, no solo parece no importar lo que les pueda suceder a los cristianos, sino, sobre todo, se evita hablar de persecución porque eso equivaldría a criticar al otro, que ostenta al parecer, por definición, todas las virtudes. Quien dice persecución dice forzosamente perseguidores. Pero en este mundo fantaseado por la negación de la realidad, todo el mundo es bueno, no puede haber ahí ningún mal.

Mencionar la angustia, y más aún de los cristianos, parece denotar, pues, una patología morbosa, y sin embargo... Basta observar lo que pasa en el mundo para tomar conciencia enseguida de esta realidad y de su amplitud. Se estima que 200 millones de cristianos, es decir, el 10% de los discípulos de Cristo, no son enteramente libres para vivir su fe.

Bien es cierto que se da una amplia gama de situaciones, que van de la discriminación encubierta a la persecución más violenta, pero todos deben pagar un precio por su fe y, para algunos, ese precio podrá parecer exorbitante. Este libro, que describe un cierto número de esas situaciones, les está dedicado.

La elección de los países quiere ser representativa de los diferentes entornos en los que viven estas personas, con una cobertura geográfica de todos los continentes, salvo Oceanía, menos conocida, y con una ilustración de las diferentes fuentes de la discriminación, ya sea de origen político o religioso.

 

* * *

 

Pero volvamos al subtítulo. Cada capítulo se termina con una visión de futuro abierta a la esperanza. Esta apertura, a contrapié de la angustia analizada antes, no descansa sobre un optimismo gratuito y desencarnado, sino que se ve argumentada, en cierta medida, por la percepción de algunas evoluciones.

Es claro que no se trata de predicciones y que todo ejercicio de anticipación resulta inevitablemente limitado, pero me ha parecido importante reflexionar sobre el porvenir de estos países, a más o menos largo plazo, y el de los cristianos que viven allí.

Me centro en veinte países, entre ellos Francia. Cosa esta última que puede parecer sorprendente. La mención de países de vieja tradición cristiana me pareció sin embargo necesaria, y otros países occidentales habrían podido igualmente figurar, pero había que elegir bien. Por supuesto, la situación aquí no es tan dramática como en la mayor parte de los países mencionados en el libro, pero su presencia me ha parecido pertinente, pues cada vez más parecen implicados en este asunto.

Con todo, la lista no es exhaustiva y hubiera sido deseable poder hablar de tantos otros lugares. Como director de AED (Ayuda a la Iglesia Necesitada), he tenido ocasión, y sobre todo el privilegio, de ir al encuentro de estas comunidades un poco por todas partes, y en verdad los cristianos en peligro tienen mucho más que aportarnos de lo que nosotros les podemos dar. Saben en quien han puesto su confianza, una confianza que no se verá decepcionada.

Que los cristianos que no menciono en el libro sepan que no les olvidamos. La esperanza expresada en estas páginas sé que ellos también la comparten. Más aún, son ellos quienes nos preceden. En realidad, hay tantas razones de esperar como testigos, y su lista es innumerable.

I

ORIENTE MEDIO

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

1. ARABIA SAUDÍ

 

2. EGIPTO

 

3. IRAK

 

4. SIRIA

1. ARABIA SAUDÍ

 

 

 

 

 

 

Un visado no muy católico

 

Al parecer son los reflejos rojos del Sinaí los que han dado nombre al mar Rojo, ¿o es la sangre de los egipcios en el episodio del Éxodo? Asomado a la ventanilla del avión que me lleva de Beirut a Yeda, intento calmar mi inquietud lo mejor que puedo.

No es el avión lo que me inquieta, vuelo a menudo a lo largo del año, sino el destino de mi vuelo. Ir a Arabia Saudí, para el director de una organización católica que se ocupa de los cristianos perseguidos, es, en todo caso, asumir un ligero riesgo. Pero mi verdadera preocupación se refiere a mi pasaporte: el visado no está a mi nombre.

En la embajada de Arabia Saudí en París, ha sido necesario en el último momento rellenar un formulario en Internet y he puesto el nombre de mi sponsor, la persona que me invita oficialmente en el país, en lugar de mi nombre. El visado está, pues, a nombre de mi sponsor en un pasaporte que está a mi nombre, pero es la víspera del viaje: demasiado tarde para cambiarlo.

En el momento de facturar y luego del embarque en Beirut, hay un control del visado y del billete de avión. El nombre no es el mismo, pero, después de un momento de vacilación, me permiten subir a bordo. Queda aún la llegada a Yeda que me inquieta mucho y me hace pensar que quizá no ha sido una buena idea querer descubrir cómo viven los cristianos en este país. Al final, todo sale bien misteriosamente. Más tarde, en varias ocasiones, las embajadas me hicieron notar esta torpeza, calificándola a posteriori de error administrativo.

 

 

La Iglesia de las catacumbas

 

Yeda es un puerto, es decir, una ciudad tradicionalmente más abierta al resto del mundo. Se nota en este país, donde la diferencia con Riad, la reciente capital desde 1986, es muy marcada. Y, sin embargo, Yeda es también la puerta de entrada a La Meca, que está muy cerca. En otro tiempo por barco, los peregrinos llegan ahora masivamente en avión, hasta tal punto que se les reserva una terminal.

Finalmente, todo ha salido bien y puedo encontrar en Yeda, y luego en Riad, a las personas que he venido a ver. En 1976 había 200.000 católicos en la península arábiga. ¡Ahora son tres millones! El número de católicos se ha multiplicado por quince en treinta años, es ciertamente el mayor crecimiento del mundo.

Pero en Arabia Saudí todo sigue completamente prohibido: nada de iglesia, nada de Biblia, nada de Rosario, nada de crucifijo. Nada que recuerde el cristianismo tiene derecho a entrar en esta tierra, considerada en su conjunto como un santuario de la fe musulmana. Los cristianos no tienen ninguna posibilidad de vida sacramental o de oración comunitaria. Oficialmente, pues en realidad existe una Iglesia completamente subterránea.

En mi caso, nunca había encontrado cristianos verdaderamente clandestinos. Había leído testimonios del otro lado del telón de acero, pero llegué demasiado tarde para poderlos encontrar in situ. Y aquí estoy oyendo a personas que organizan de modo completamente invisible la vida de las pequeñas comunidades que componen la Iglesia local, la Iglesia de las catacumbas. En cosa de un siglo —espero que incluso antes— se harán películas sobre estos héroes de la fe y sobre la increíble audacia de su misión.

Entre ellos se encuentran sobre todo asiáticos: indios, ceilandeses, pakistaníes y filipinos, igual que en las iglesias de Tokio, Estambul o Estocolmo (los filipinos están en todas partes, y constituyen a veces el pilar de las parroquias en los países donde las comunidades cristianas son marginales, es decir, marginalizadas).

Al reunirse en casa de unos u otros, en pequeños grupos, corren verdaderos peligros. Si son descubiertos, pueden ser encarcelados y sufrir violencias físicas. En cualquier caso, es la expulsión segura o la pérdida del permiso de trabajo, que viene a ser lo mismo, y el final de su sustento.

Ir a misa en esas condiciones supone una fe profunda y un hambre real de la eucaristía. Cuando a veces nuestros jóvenes se hacen de rogar para ir a la misa del domingo, puede ser una buena ocasión para recordarles que en este mundo no es simplemente un rito social o una costumbre, sino algo peligroso que requiere un mínimo de valor, valor que no se explica más que por la importancia crucial que esas personas dan a la eucaristía.

La amenaza permanente es la muttawa, la policía religiosa, que es todopoderosa. Tiene a su cargo velar por el respeto escrupuloso de los usos y costumbres según la interpretación rigorista del islam wahabita. Vigila a golpe de porra todo lo que sucede en el espacio público, ya sea el cierre de las tiendas a la hora de la oración o la vestimenta de las mujeres, que deben todas, incluso las extranjeras, llevar el velo y la abaya, una amplia túnica que cubre todo el cuerpo.

Una francesa que encontré de paso llevaba un pin donde se leía delete me, es decir «bórrame». Y es exactamente eso: ellas están borradas. Uno se encuentra frente a una multitud de sombras clonadas, de negro como norma.

Para los hombres, es el blanco, lo cual simplifica mucho el dress code. Toda la nación está, pues, en blanco y negro, y eso resume bastante este país que es profundamente binario. Eres musulmán o no-musulmán, hombre o mujer, amo o esclavo. Pero en todos los casos, no eres verdaderamente una persona si no estás en la primera categoría.

La islamización del país, tal como existe hoy, se realizó en tres etapas. Primero la conquista de la península por Mahoma y sus ejércitos, luego la alianza en el siglo XVIII entre la familia Saud y los wahabitas, y en el último cuarto del siglo XX, una ampliación del dominio de los religiosos, a quienes ha sido preciso pagar en el momento de la revolución iraní y de la guerra del Golfo. A pesar del enfrentamiento con los chiitas o de la presencia masiva de soldados americanos sobre suelo saudí, el Reino sigue siendo la referencia musulmana para el resto del mundo.

Esto resulta tanto más importante porque existe una conexión orgánica entre el Reino y los Estados Unidos desde el pacto de Quincy, firmado en febrero de 1945 entre el rey Ibn Saud y el presidente Roosevelt, que asegura la estabilidad saudí y el aprovisionamiento energético americano. Esta alianza al margen de la umma —la comunidad de los musulmanes— es sin embargo menos sorprendente de lo que puede parecer, el puritanismo protestante y el wahabismo parecen destinados a entenderse: aversión (oficial) al alcohol, puritanismo manifiesto, milenarismo militante y juridicismo exacerbado.

Hoy parece surgir una voluntad de temperar este dominio, sobre todo en lo que se refiere a la educación (revisión de los programas, inauguración de universidades mixtas, apertura diaria de dos nuevas escuelas) y la justicia (creación de tribunales civiles y no únicamente islámicos) pero, tradición beduina obliga, hay una cultura consuetudinaria que necesita tiempo para evolucionar. Todo va, pues, lentamente...

Por otra parte, los cristianos no son los únicos estrechamente vigilados. Los chiitas, que constituyen el 10% de la población, son considerados como herejes en el mejor de los casos, y en el peor, no se les considera siquiera musulmanes. Una tensión real puede apreciarse en esta cuestión, también porque al este del país, donde está el petróleo, los chiitas alcanzan el 30% de la población.

 

* * *

 

Desde el mes de mayo de 2011, la península arábiga se ha reorganizado en lo que concierne a la Iglesia católica. Hasta entonces, Arabia Saudí, Kuwait, Bahrein, Qatar, los Emiratos Árabes Unidos, el Sultanato de Omán y el Yemen estaban reunidos en un único vicariato apostólico bajo la responsabilidad del obispo de Abu Dhabi, Mons. Paul Hinder, capuchino suizo. Se le podía considerar legítimamente el obispo de seis naciones, con una superficie de 3 millones de km2 para una población católica de unos 3 millones de almas, es decir, un católico por km2.

En adelante, el vicariato se dividió en dos y Mons. Camillo Ballin, obispo italiano de Kuwait City, ha reunido —además de Kuwait— Arabia Saudí, Qatar y Bahrein, donde se ha instalado actualmente, más cerca por tanto del Reino en su actual Vicariato de Arabia del Norte. En febrero de 2013, el rey de Bahrein le ha dado un terreno para la catedral; ahora queda construirla.

Por lo pronto, ha creado tres parroquias en Arabia Saudí, aunque por el momento son bastante ficticias, a falta de una real estructura sobre el terreno. Cada una de estas parroquias tiene una superficie superior a la de Francia. La de Yeda, que incluye en su territorio La Meca y Medina, está dedicada a la Virgen María bajo la advocación de Nuestra Señora de Arabia... «¡Ella —confía el obispo— preparará el camino!».

 

 

Conversiones al cristianismo

 

En este contexto, ¿cuál puede ser la buena nueva? De modo sorprendente, mientras Oriente Medio se vacía de cristianos autóctonos —lo que constituye una catástrofe—, nuevas poblaciones cristianas vienen a instalarse en la región y a repoblar las comunidades que se vaciaban de manera acelerada en estos últimos decenios, o que habían desaparecido en el curso de los siglos.

Conviene en todo caso recordar que una buena parte de la península arábiga estaba cubierta de iglesias y monasterios antes de la llegada del islam. Sucede con frecuencia, en los descubrimientos arqueológicos, o de modo más prosaico en el curso de excavaciones en canteras de construcción, que se da con los cimientos de iglesias antiguas de las que se había perdido la memoria u ocultado su existencia.

Nos encontramos así con tres millones de católicos en la península, mientras toda traza cristiana había desaparecido prácticamente en los últimos trece siglos. En todo caso, es una vuelta histórica bastante rara, tanto más cuando el entorno no es particularmente acogedor. Sin embargo, salvo en Arabia Saudí, y ciertamente de manera insuficiente, se construyen allí iglesias, entre otras, una recientemente en Qatar (inaugurada en 2008) y muy pronto otra en Bahrein.

Si se compara proporcionalmente el número de mezquitas en relación a la población musulmana de Suiza (tomo Suiza como ejemplo, pues el obispo de Abu Dhabi es suizo) frente al número de iglesias respecto a la población católica de la península, se llega a esta evidencia: la «tasa de equipamiento» en iglesias de la península arábiga es cuarenta veces inferior a la de las mezquitas en Suiza. Y sin embargo, un jeque saudí ha lanzado recientemente una fatwa invitando a destruir todas las iglesias de la península...

Así las cosas, las nuevas poblaciones, la mayor parte asiáticas —después de todo, estamos en Asia—, están allí de modo temporal por su trabajo, y vuelven a su país de origen en cuanto termina su contrato. Pero la verdadera buena nueva es la conversión al cristianismo de un número cada vez más importante de musulmanes, incluso en el corazón de la península arábiga.

Se impone aquí una observación, so pena de ser tachado de enterrador del diálogo interreligioso. Es obvio que estoy a favor del diálogo, pues hoy por hoy solo tenemos dos opciones: el enfrentamiento o el diálogo; la tercera opción —la indiferencia— ya no es posible por el hecho de la globalización. Eso no debe ser un pretexto para un relativismo absoluto que impediría elegir cada uno su religión.

Como cristiano, es claro que considero el cristianismo como la verdadera religión, revelada por Quien declaró ser «el Camino, la Verdad y la Vida». También es obvio que la felicidad de conocer a Cristo resucitado desearía fuese compartida por el mayor número de personas. Resulta pues, a mi parecer, que con el mayor respeto por los creyentes de otras religiones o los no-creyentes, no podemos menos que alegrarnos, si somos cristianos, por las conversiones cada vez más numerosas al cristianismo.

La fe es un don de Dios, pero esta gracia parece tomar sobre todo dos caminos en la península: el de los «medios» y el de los sueños. La multiplicación de cadenas de televisión y emisoras de radio cristianas en las lenguas locales (árabe, farsi, turco...) y el desarrollo de programas de calidad en Internet permite cada vez a más personas descubrir el mensaje de Cristo, que ejerce visiblemente una poderosa atracción.

Además están los sueños, cosa más sorprendente para nuestros espíritus racionalistas occidentales. Los orientales han conservado al parecer una cierta sensibilidad espiritual que les hace más permeables a lo divino. Son innumerables los testimonios de personas que han tenido un sueño, más o menos despiertos, en el curso del cual han experimentado de una manera u otra la presencia de Cristo o de la Virgen María. La conversión no se opera por fuerza de manera instantánea y automática, pero, cualquiera que sea el curso que toma, la gracia desencadena el principio de un camino hacia la fe cristiana.

Es sin embargo muy difícil contar esas conversiones, pues por razones de seguridad, quedan a menudo en meras confidencias; las personas dudan en general en hablar de eso incluso a sus más próximos. Personalmente estoy persuadido de que llegará el día en que se levantarán multitudes de convertidos, hasta entonces clandestinos, y que, a pesar del martirio que sufrirán sin duda los precursores, no podremos sino dar gracias asombrados por su número y la calidad de su fe, probada en el fuego de su fidelidad a Cristo, siquiera sea escondida.

Eso no será propiamente en Arabia Saudí o en la península arábiga. Un jeque se alarmaba recientemente porque en África se convertían al cristianismo seis millones de musulmanes cada año. Y, ¿qué decir de Francia? Pero es demasiado pronto para hablar de eso: tenemos cita en el último capítulo.

2. EGIPTO

 

 

 

 

 

 

Premonición

 

Ese día del año 2011, miro rápidamente los titulares de periódico de la mañana y ¡allí está el shock! Tengo la impresión de sufrir un mal sueño, cuando la realidad supera de golpe nuestras peores pesadillas: ha habido un atentado contra una iglesia en Alejandría.

No digo que nosotros —la AED— hubiésemos previsto la revolución egipcia, que se desencadenaría tres semanas después, pero presentíamos claramente que 2011 se presentaba cargado de amenazas para los cristianos en Egipto.

Por esa razón habíamos previsto comunicarnos mucho más con ese país, y también por eso estaba yo a punto de tomar el avión para El Cairo, con idea de estar allí, junto a nuestros hermanos, justo un año después de la masacre de Nag Hammadi (Alto Egipto) donde seis coptos habían muerto, abatidos por los disparos, al salir de la misa de Navidad, el 6 de enero de 2010. Simplemente, no podía imaginar que nuestros pronósticos se iban a cumplir tan pronto y de una manera tan dramática.

Tres días más tarde, estaba en Egipto con algunos colaboradores de la AED. En el país no se habla más que del atentado. Bajo la impresión y exasperados por la falta de protección de las autoridades egipcias, a pesar de las amenazas permanentes de que son objeto, los cristianos no están sorprendidos, desgraciadamente ya están acostumbrados al clima creciente de violencia.

Al acudir a la misa de Navidad, que en oriente se celebra en la fiesta de la Epifanía, no podemos evitar sentirnos algo pusilánimes. Llegamos temprano para encontrar sitio, pero también para no quedarnos cerca de las puertas, no sea que...

 

 

«En diez años, ya no habrá cristianos»

 

La palabra «copto» es una deformación del griego aegyptius que designaba a Egipto. Todavía hoy, los coptos están apegados a sus raíces históricas, afirman ser descendientes de los antiguos egipcios del tiempo de los faraones, y piensan que ellos son «los verdaderos egipcios».

Sin embargo, sin ser calificados como ciudadanos de segunda categoría, se ve claramente que se sienten cada vez más como extranjeros en su propio país. Todo está dispuesto, a través de mil y un detalles de la vida cotidiana, para recordárselo. Hay que reconocer que son una minoría con un hándicap mayor a los ojos de la población egipcia: ¡son cristianos!

Es muy difícil disponer de cifras coherentes sobre el número de cristianos en Egipto. La mayor parte son ortodoxos, y la Iglesia ortodoxa reivindica entre el 15 y el 20% de la población del país, basándose en los registros parroquiales. El gobierno, por su parte, estima que son entre el 2 y el 3%... Las cifras hablan por sí solas.

Parecería que en realidad —y el condicional es indispensable— los coptos representarían el 10% de la población egipcia, es decir, ocho millones de fieles. En cuanto a los coptos católicos, sucede otro tanto, pero el orden de magnitud no es el mismo: las estimaciones varían entre 150 y 250.000 personas, y la cifra media de 200.000 parece bastante cercana a la realidad, es decir, el 2,5% de los cristianos y el 0,25% de la población total del país.

La Iglesia ortodoxa egipcia no ha reconocido el concilio de Calcedonia de 451 (condena del monofisismo). Entre otras explicaciones, la separación sería ante todo el resultado de malentendidos semánticos (se decía lo mismo, pero de modo diferente) y sobre todo de consideraciones políticas: Alejandría habría recibido mal su pase a segundo patriarcado en beneficio de Constantinopla, cuando la residencia imperial romana pasó a esta ciudad en el siglo IV. El argumento está un tanto alejado del Evangelio, pero ¿es que no nos parecemos a los actores de esta historia?