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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Christine Rimmer

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una antigua pasión, n.º 27 - junio 2018

Título original: The Millionaire She Married

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-699-0

Capítulo 1

 

La tienda, igual que la calle estrecha, irradiaba una sensación de tiempos pasados. En el letrero blanco que había encima de la puerta ponía Linen & Lace. Entre las letras se entrelazaban hojas de parra.

Mack McGarrity se hallaba bajo un toldo a rayas con las manos en los bolsillos y miraba el escaparate de la izquierda. Detrás del cristal había una cama de latón con dosel del que colgaban cortinas blancas de encaje con cojines bordados.

Junto a la cama, a la izquierda, había una cómoda con una jofaina blanca encima. A la derecha, una mesita de noche blanca con un jarrón con rosas blancas y una lámpara. Unos camisones blancos de encaje se veían sobre las almohadas y la colcha, como si la dama a quien pertenecían no pudiera decidir cuál ponerse.

Mack sonrió. En su noche de bodas, Jenna se había puesto un camisón como ese, casi transparente, con encajes en el cuello y en la parte frontal.

Estaba nervioso, aunque intentaba no mostrarlo. Pero Jenna se había dado cuenta.

Y había emitido aquella risa suave y burlona.

—No es nuestra primera vez —había susurrado.

—Es la primera vez. Mi primera vez... con mi esposa —recordó que su voz había sonado ronca por la emoción que a nadie, salvo a Jenna, le había permitido ver...

Se apartó del cristal. Miró la otra acera, hacia una tienda que vendía muebles pintados a mano. Había una pareja ante el escaparate, admirando un aparador alto decorado con una escena boscosa. La observó, sin verla realmente, hasta que desapareció en el interior.

Con un movimiento brusco volvió a centrarse en Linen & Lace. Dio dos pasos y llegó hasta la puerta de cristal. La abrió.

La fragancia del lugar fue lo primero que notó, un aroma floral no muy dulce. No olía exactamente a Jenna, pero se la recordó.

Había comenzado a esbozar una sonrisa cuando sonó la campanilla que advirtió de su presencia. Ella se volvió y lo vio en el mismo instante en que los ojos de Mack la descubrían.

 

 

Cuando sonó el timbre, Jenna miró hacia la puerta, lista para sonreírle al nuevo cliente e indicarle que no tardaría en atenderlo.

La sonrisa murió antes de llegar a sus labios.

Era Mack.

Mack.

Su ex marido. Ahí, en su tienda. Después de tantos años.

No podía ser. Pero era. Mack.

Sintió un nudo en la garganta. Tragó saliva para evitar quedarse boquiabierta.

Estaba... magnífico. Mayor, sí. Y algo más relajado. Pero de un modo profundo y fundamental, era el mismo.

La miraba fijamente con aquellos ojos que recordaba tan bien. Ni azules ni grises, como un cielo atrapado entre el sol y las nubes.

Le sonrió... Esa sonrisa hermosa, entre irónica y tímida, la misma que nueve años atrás la había arrobado.

Por aquel entonces vivía en un apartamento de su mismo edificio, en la misma planta que Jenna. Ella había llamado a su puerta para decirle que sabía muy bien que había estado alimentando a su gato.

Cuando abrió, lo hizo con Byron en brazos. Ese traidor negro como la medianoche había ronroneado como si estuviera en su casa.

—Quiero informarte de que ese es mi gato —había dicho, esforzándose por sonar atrevida.

Él le había sonreído, tal como lo hacía en ese momento... como el sol que sale en un día gris y frío.

—Pasa —le había sugerido mientras acariciaba al gato—. Hablaremos.

A Jenna jamás se le habría ocurrido decir que no.

Y en ese momento, después de tantos años, con solo verlo sentía como si algo en su interior se derritiera. Las rodillas se le aflojaron y las palpitaciones se aceleraron.

Y también experimentó miedo. ¿Para qué había ido hasta allí?

Cuando lo había llamado tres días atrás, le había pedido una cosa, algo sencillo y claro. Él le había respondido que se ocuparía de ello.

¿Su súbita aparición en la tienda significaba que había cambiado de parecer?

—¿Hmm... señorita? ¿Se encuentra bien?

—Sí. ¿Por dónde íbamos?

Unos minutos más tarde, cerró una venta de sábanas, fundas y edredón. En cuanto terminara con esa clienta, esperaba otra. Y otra después. Como una de sus ayudantes tenía el día libre y la otra había pedido dos horas para comer y solucionar algunos asuntos personales, todas las clientas eran de Jenna. Y no le gustaba hacerlas esperar.

No obstante, podría haber sacado unos momentos para las cortesías. Una oportunidad para averiguar a qué se debía su presencia allí. No lo hizo. Quiso ganar tiempo, con la vana esperanza de que pudiera cansarse y marcharse.

Pero no. Vagó por el local, examinando la mercancía como si en realidad tuviera la intención de comprar algo. Parecía... muy paciente, dispuesto a esperar hasta que dispusiera de tiempo para ocuparse de él.

Su paciencia casi la irritó tanto como su repentina aparición. El Mack que había conocido distaba mucho de ser un hombre paciente.

Pero las cosas habían cambiado desde entonces. En aquella época Mack McGarrity era un hombre con una misión, decidido a hacerse un lugar en el mundo, y hacia ese objetivo había avanzado de forma implacable. En ese momento era millonario.

Quizá tener mucho dinero significaba que podías permitirte incluso más que una mansión en los Cayos de Florida y un barco de pesca de más de diez metros de eslora. Tal vez tener mucho dinero significaba que podías permitirte el lujo de esperar.

La idea tendría que haberla complacido. Era bueno que un hombre como Mack descubriera la paciencia.

Pero no la satisfizo. La puso nerviosa. Mack siempre había sido inquieto. Pensar que en ese momento también era capaz de ser paciente podía causarle una considerable dificultad si, por algún motivo, decidía usar esa característica contra ella.

¿Pero por qué iba a hacerlo?

No quería saberlo... Por eso se demoraba y lo mantenía esperando.

Casi una hora después de que hubiera entrado en la tienda, Jenna se encontró a solas con él... salvo por una mujer mayor que iba a menudo a echar un vistazo. Como de costumbre, la agradable anciana se tomó su tiempo. Al final se decidió por tres fundas bordadas para sillas. Jenna registró la venta y contó el cambio.

—Muchas gracias. Vuelva pronto —comentó al acompañarla hasta la puerta.

—Oh, sabes que lo haré, querida. Me encanta tu tienda. Además, siempre me atiendes muy bien.

Jenna abrió la puerta. Salió a la acera para despedirla. Haciendo tiempo.

Y entonces llegó el momento. Entró y cerró la puerta.

Mack se hallaba en el pasillo central, cerca de ella. Se sintió arrinconada, pero reacia a aproximarse.

Él tuvo la cortesía de retroceder unos pasos. Reinó el silencio.

Tuvo que obligarse a pronunciar su nombre.

—Hola, Mack.

—Hola, Jenna.

Lo miró a la cara bronceada, con las arrugas en torno a los ojos un poco más marcadas. Aún llevaba el pelo castaño claro muy corto, pero el tiempo pasado bajo el sol le había proporcionado mechones más rubios. También las cejas habían adquirido destellos dorados en las puntas.

Tenía un aspecto excelente.

Apartó la vista sin saber qué decir a continuación.

Quería exigirle que le dijera qué hacía allí. Ordenarle que se marchara y que no volviera. Insistir en que ya tenía su propia vida. Informarle de que era una buena vida que dirigía ella y que no lo incluía a él.

Pero sabía que si decía esas cosas, solo sonaría a la defensiva, quedaría en desventaja desde el principio. De manera que el silencio incómodo continuó durante unos agónicos segundos más.

—Te has quedado muda al verme, ¿eh? —comentó él al final.

Lo miró directamente a los ojos, respiró hondo y forzó una réplica:

—Bueno, he de reconocer que no entiendo qué haces aquí. El Cayo Oeste está bastante lejos de Meadow Valley, California.

Jamás lo habría creído. Mack, el símbolo del abogado adicto al trabajo, viviendo en el trópico, navegando por el Golfo de México en su barco. La idea de que su marido, perdón, ex marido, obsesionado con el éxito pudiera tomarse tiempo para el ocio era una contradicción.

Deseó que dejara de mirarla con esa expresión divertida y penetrante, que dejara de hacerla sentir tan... joven y torpe. Como si de nuevo tuviera veintiún años, una solitaria muchacha universitaria lejos de casa, en vez de ser la mujer de treinta años madura, asentada y segura que era en ese momento.

¿Cómo lo conseguía? Habían transcurrido siete años desde que lo vio por última vez, y cinco desde que su divorcio se hizo efectivo. No obstante, al mirarlo y estar sometida a su escrutinio se sentía vulnerable. Como si su presencia abriera viejas heridas que todavía supuraban... heridas que creía que ya habían curado.

Había resultado duro levantar el teléfono para llamarlo, después de localizarlo a través de uno de sus colegas de su antiguo bufete. Le había costado hablar otra vez con él, oír su voz, pedirle que le mandara los papeles que necesitaba.

Y ahí estaba, cara a cara con él, sintiéndose expuesta y herida. Sin aliento y confusa.

No debería ser así, y Jenna lo sabía. Todo el dolor y las recriminaciones pertenecían al pasado, por no mencionar el anhelo, la ternura, el amor.

Debería ser capaz de sonreírle, de sentirse razonablemente relajada, de poder preguntarle con calma si le había llevado los papeles.

Los papeles. Sí. Eso era lo importante. Carraspeó.

—Decidiste... traer los papeles en persona, ¿verdad? No era necesario, Mack. En absoluto.

Él no respondió de inmediato y siguió mirándola, provocándole un aleteo perturbador en el plexo solar.

Tuvo ganas de gritarle que le respondiera.

Pero en ese momento el timbre sonó otra vez. Jenna miró por encima del hombro y forzó una sonrisa.

—En seguida estoy con usted.

—No hay prisa —la nueva clienta, una mujer bien vestida de unos cuarenta años, se dirigió hacia la sección de mantas.

Volvió a mirar a Mack. Él desvió la vista hacia la mujer que acababa de entrar y dijo en voz baja:

—Quiero hablar contigo. A solas.

—¡No! —la palabra salió con el tono equivocado. Sonó frenética y desesperada.

—Sí —más bajo aún, más suave. Pero inamovible.

—¿Señorita? —la mujer sostenía un paño para piano—. Esto no tiene la etiqueta con el precio, ¿cuánto vale?

Jenna se dio cuenta de que tenía el ceño fruncido. Al girar hacia a clienta adaptó el rostro para que exhibiera una sonrisa brillante.

—Voy en seguida. Solo un momento —al volverse hacia Mack, la sonrisa fue sustituida por el gesto hosco—. No tenemos nada que decirnos.

—Creo que sí.

—No puedes... —había elevado la voz. Calló, recuperó el control y continuó con un susurro intenso—. No puedes venir después de todos estos años y esperar que yo...

—Jenna —alargó el brazo y le tomó la mano derecha.

Antes de que a ella se le ocurriera apartarla, la llevó detrás de unos anaqueles de hierro forjado repletos de toallas de algodón egipcio y accesorios para el baño. Algo aturdida de que hubiera llegado a tocarla, bajó la vista a sus manos unidas.

—Suéltame —ordenó con un susurro furioso.

Él lo hizo, y eso la aturdió aún más. Durante un instante su mano grande y cálida rodeaba la de ella... y al siguiente ya no estaba.

—No espero nada —explicó él—. Solo quiero hablar contigo. En privado.

Pudo verlo en sus ojos, en la línea de su mandíbula. No pensaba marcharse. Tendría que escuchar lo que fuera que había decidido exponerle.

Entonces, con un sentimiento de culpa, pensó en Logan, su novio del instituto, su querido amigo... y, en ese momento, su prometido. Logan había esperado mucho tiempo para ello. Y cuando había surgido ese pequeño problema con su divorcio, Logan, como de costumbre, se había mostrado muy comprensivo. No le había reprochado nada, no le había preguntado cómo había conseguido olvidar durante cinco años que nunca había recibido una copia de la resolución final de divorcio.

Con gentileza le había sugerido que aclarara la situación.

Y por eso había llamado a Mack.

Y Mack le había indicado que tenía los papeles y que los firmaría, que los registraría ante un notario y se los enviaría de inmediato. Jenna le había informado a Logan que todo estaba solucionado. Cuando llegaran los papeles, iría a presentarlos al Registro Civil. En seis meses Logan y ella serían libres para casarse.

Aunque a este no le había entusiasmado mucho el período de espera que exigía la ley de California, sin embargo, lo había aceptado con elegancia.

Pero no estaba segura de cómo aceptaría la noticia de que Mack había aparecido en persona y exigido hablar con ella en privado.

Quizá no tendría por qué enterarse de ese pequeño problema hasta que se hubiera solucionado.

Logan, que practicaba la medicina general, se había ido hacía dos días a una convención en Seattle. No regresaría hasta el domingo por la noche... por lo que disponía de dos días más.

Se dijo que para entonces tendría todo bajo control. Habría escuchado todo lo que Mack quisiera contarle, habría recibido los papeles y lo habría despedido. Sería mucho más fácil explicarle la situación a su novio en cuanto tuviera los papeles en su poder.

—¿Señorita? —la mujer empezaba a sonar un poco impaciente.

—Adelante —indicó Mack—. Ocúpate de ella.

La clienta compró el paño para el piano. Mack esperó junto a la caja.

En cuanto la mujer se marchó, Jenna suspiró.

—De acuerdo —concedió—. Cierro a las siete. Después podremos hablar.

—Bien. Hay un par de restaurantes que tienen buena pinta calle abajo. Regresaré cuando cierres e iremos a cenar.

«Ni lo sueñes», se prometió. No pensaba pasar la velada sentada frente a él, luchando contra la sensación de que tenían una cita.

—No —respondió—. Ven a casa a las siete y media. Hablaremos allí. Lacey está de visita, pero no nos molestará.

—Lacey —pronunció el nombre de su hermana pequeña con más interés del que había mostrado en el pasado—. ¿De visita? ¿De dónde?

—Ahora vive en Los Ángeles.

—¿Y qué hace allí, robar bancos?

—Es artista —repuso con sonrisa demasiado dulce—. Y con mucho talento además.

—Quieres decir que aún es una rebelde.

—Lacey establece sus propias reglas.

—Lo creo... ¿Y cómo esta tu madre?

Jenna no contestó de inmediato. A veces le costaba creer que Margaret Bravo hubiera muerto.

—Falleció hace dos años.

—Lo siento, Jenna —musitó tras observarla unos momentos.

Apenas le había prestado atención estando viva. Mack McGarrity no creía en los vínculos familiares. Pero en ese momento sonó sincero.

—Gracias —aceptó con renuencia. Luego continuó con más vigor—: A las siete y media, entonces. En mi casa.

—Allí estaré.

—Trae los papeles del divorcio. Los tienes, ¿verdad?

—Los tengo.

Sintió alivio al corroborarlo. Quizá no todo saliera tan mal como había temido.

Capítulo 2

 

Jenna fue a pie a casa. Solo se hallaba a tres calles de la tienda. Disfrutaba de ese paseo. Saludó a los vecinos, respiró el aroma a pino que había en el aire y pensó en lo mucho que amaba su ciudad natal. Situada al pie de la sierra, Meadow Valley era un lugar hermoso de calles arboladas y antiguas casas de madera.

En casa, encontró la nota que Lacey le había dejado en la nevera.

Una cita de última hora. No me esperes despierta.

Sonrió. Cuando Lacey decía que no la esperaras, hablaba en serio. Desde los siete años, la hermana «pequeña» de Jenna jamás se había ido a la cama de buena gana antes de las dos de la madrugada. Le encantaba quedarse hasta muy tarde para poder ver salir el sol e irse a dormir.

Entonces frunció el ceño. Sin Lacey, Mack y ella estarían solos en la casa.

Estrujó la nota y la echó al cubo de la basura bajo el fregadero. Entonces vio a Byron. Estaba sentado en el suelo, a la derecha del fregadero.

—No quiero estar a solas con él —le dijo—. Y no me preguntes por qué —el gato no lo hizo, solo la observó a través de esos sabios ojos amarillo verdosos—. Y no me mires así —lo reprendió.

Byron siguió mirándola y comenzó a ronronear, un sonido en el silencio de la cocina. Lo alzó en brazos y se lo colocó al hombro.

—Como te pongas a frotarte contra él, jamás te lo perdonaré —acarició el lustroso pelaje negro y el gato ronroneó más fuerte—. Hablo en serio —gruñó—. De acuerdo, de acuerdo. Te daré de cenar —vertió comida en su cuenco y lo dejó comer.

En el dormitorio principal de la planta baja se cambió de ropa, poniéndose unos Dockers y una camisa. Adrede no se retocó el maquillaje ni se cepilló el pelo rubio que le llegaba hasta los hombros.

Diez minutos más tarde oyó el timbre. Mack exhibía esa sonrisa que convertía los huesos en gelatina. Detrás de él había un par de camareros.

Parpadeó. ¿Camareros? Sí, no había duda. Uno llevaba una mesa redonda; el otro, una silla bajo cada brazo.

—¿Qué...?

—No has preparado nada, ¿verdad? Y si lo has hecho, guárdalo. He traído la cena.

—Pero yo... tú... no...

—Tartamudeas —dijo con una ternura que la puso nerviosa. Luego le hizo un gesto a los camareros—. Por aquí... Jenna, cariño, tendrás que apartarte.

—No soy tu...

—Lo siento. Viejos hábitos. Y ahora, apártate.

Dio un paso al frente, la tomó por los hombros y la hizo a un costado. Luego volvió a hacerle otro gesto a los camareros. Lo siguieron al salón delantero, donde se dedicaron a poner la mesa sobre la alfombra hecha a mano por su madre.

En los minutos siguientes intentó decirle varias veces que no iba a cenar con él. Mack fingió no oírla mientras los camareros iban y venían de una furgoneta aparcada delante de la casa, llevando manteles, platos, cubiertos y un centro con velas en forma de flores que flotaban sobre aceite en un cuenco de cristal. Asimismo colocaron una mesa lateral delante de una ventana. Allí dejaron la comida. Olía deliciosa.

Cuando todo estuvo listo, un camarero encendió las velas mientras el otro apartaba la silla para que Jenna se sentara.

—Esto no me gusta —miró a Mack con ojos centelleantes.

El camarero esperó con la silla.

Al final Jenna cedió y se sentó. Pensó que quizá Mack había desarrollado un poco de paciencia y aprendido a relajarse, pero en eso no había cambiado. Aún insistía en hacer las cosas a su manera.

Él ocupó la silla de enfrente. Los camareros depositaron una cesta con pan, junto con dos platos de tentadores primeros: champiñones Portobello rellenos y ostras sobre hielo picado. El otro camarero se ocupó abriendo una botella de Pinot Grigio, que Mack probó, aprobó y luego se dedicó a servir.

Después firmó la factura.

En cuanto la puerta de entrada se cerró detrás de los camareros, Jenna se sirvió un champiñón y una ostra. También untó mantequilla en una rebanada de pan. Luego se levantó, se sirvió un poco de ensalada y unos escalopines de solomillo con salsa marsala de la mesa lateral.

Se sentó y comió. Todo era excelente. No tocó el vino.

Mientras tanto, Mack intentaba entablar conversación. Le preguntó por la tienda y alabó los cambios que había introducido en la decoración del salón de su madre. En voz alta se preguntó dónde podía estar Lacey y trató de que le contara más sobre la vida de su hermana, cómo una artista se abría camino en el sur de California.

Jenna respondió con monosílabos siempre que le fue posible. Cuando la pregunta requería una contestación más elaborada, pronunciaba una oración entera... y luego volvía a concentrarse en la comida.

Terminó de cenar diez minutos después de empezar. Apartó el plato.

—Gracias, Mack. Ha sido una cena deliciosa.

—Me alegro mucho de que te gustara —musitó, vaciando la copa de vino y alargando la mano hacia la botella.

—Casi no has comido —le regaló una sonrisa agria.

—Por algún motivo, siento que me estás apresurando. Se me ha quitado el apetito —se sirvió más vino y dejó la botella.

Jenna se quitó la servilleta del regazo y la dejó junto al plato.

—Bueno, entonces, si no te apetece comer, podríamos ocuparnos del asunto que nos ha reunido.

—Bonito anillo —comentó, mirando el solitario.

—Gracias. A mí también me gusta... Pero podríamos hablar de lo que supuestamente has venido a decirme.

—Desde luego.

—Como te anuncié por teléfono —irguió los hombros y adelantó un poco el mentón—, quiero volver a casarme.

—Felicidades —se tomó un momento para beber de la copa. Luego la miró a los ojos—. Sin embargo, ¿no crees que deberías deshacerte de tu primer marido antes de pensar en aceptar a otro?

—Me he deshecho de mi primer marido —respondió con un tono mesurado—. O eso se suponía. Todo había quedado arreglado.

—Quizá para ti.

—Quedó arreglado, Mack —lo observó con ojos centelleantes.

—Lo que tú digas —gruñó.

—Bueno, de acuerdo. Yo digo que todo está arreglado... salvo que, por algún motivo, jamás llegaste a firmar los papeles que mi abogado le envió al tuyo.

—Era una época ajetreada para mí —contempló las profundidades de la copa—. Tenía muchas cosas en la cabeza.

—La cuestión es que se acabó, Mack —prefirió soslayar su comentario—. Hace mucho. Y tú lo sabes. No sé por qué has venido después de tantos años. Y no me importa por qué lo has hecho.

—No me lo creo —se irguió un poco.

—Cree lo que quieras. Simplemente... —«¡dame esos malditos papeles y sal de mi vida!», quiso gritar. Recuperó la compostura y preguntó con educación—: ¿tienes los papeles?

Bebió otro sorbo de vino y por el borde de la copa la miró con expresión sombría.

—No los llevo encima.

Jenna tuvo ganas de partirle el cuenco de cristal con las velas en la cabeza. Para contenerse, juntó las manos en el regazo y habló con cuidado:

—Dijiste que los tenías.

—Y así es. Lo que pasa es que no los he traído esta noche.

—Mentiste.

—No mentí. Tú oíste lo que querías oír.

«Otra mentira», pensó, pero se calló. Había vivido con Mack McGarrity el tiempo suficiente para reconocer una trampa verbal cuando se la tendía. Si seguía insistiendo en que le había mentido, solo terminarían dando vueltas en círculo. «Olvídalo. Sigue adelante».

—Dijiste que deseabas hablar conmigo, en privado. Bien, aquí estamos. Tal como tú querías. Será mejor que empieces a hablar, Mack. ¿Qué pasa?

—Jenna, yo... —dejó la copa y calló. Algo en el salón captó su atención. Ella siguió su mirada hacia el gato negro que se hallaba en el arco que conducía al comedor—. Dios mío. ¿Ese es...?

—Byron —reconoció a regañadientes—. Bub....

El cuerpo espigado del gato se deslizó por el arco y con el rabo erguido avanzó hacia ellos, saltó con facilidad sobre el regazo de Mack, se echó y comenzó a ronronear satisfecho. Jenna apartó la vista, furiosa con él por el juego que practicaba... y conmovida al verlo con Byron después de tantos años.

—Tiene algunas canas por el cuello —comentó con voz llena de recuerdos y de peligrosa ternura.

—No es un gato joven —Jenna sentía un nudo incómodo en la garganta—. Era un adulto cuando lo encontramos.

Volvió a pensar en su primer encuentro, aunque no tendría que haberse permitido algo tan necio.

Habían pasado nueve años. Parecía una eternidad.

Y también como si fuera el día anterior...

Estaba en su segundo año de universidad, estudiando Administración de empresas en UCLA. Él tenía veinticinco años y le quedaba poco para terminar Derecho.

En cuanto la hizo pasar a su apartamento, le informó de que el gato lo había adoptado.

—No —había discutido ella—. Ese gato me adoptó a mí el primer día que vino aquí, hace tres semanas.