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JOSÉ ISRAEL CARRANZA

TROMSØ

 

BARCELONA MÉXICO BUENOS AIRES NUEVA YORK

 

Considero al hombre como hacedor de ruidos.

ANTONIO DI BENEDETTO

 

 

Limítate a suministrar los detalles y permite que los significados emerjan por sí solos.

J. M. COETZEE

 

No siempre, pero sí tan frecuentemente que parece siempre. No con todo el mundo, pero sí con tantas personas que parece todo el mundo. No se percata cada vez que sucede, pero cada vez que se percata le da la impresión de que sucede siempre, con todo el mundo, y además la impresión de que siempre estará percatándose. Desde luego que no puede ser así: de llevar la contabilidad minuciosa y exasperante que le permitiera esbozar una consideración estadística del fenómeno, constataría cómo son más las veces en que no le hace falta decir las cosas más de una vez, y cómo en consecuencia son menos (o no se percata de ellas) las veces en que le hacen falta más veces, dos al menos cada vez —y entonces, pues se percata siempre o casi siempre, acaso quede convencido y cada vez menos sorprendido de que siempre o casi siempre le pase, quizás no con todo el mundo, pero sí tan frecuentemente que eso parece—. Con todo el mundo. Tener que repetir las cosas siempre, y siempre que se da cuenta, que es siempre o casi siempre, terminar por afirmarse en la certeza de que es así, así ha sido y así va a seguir siendo. Siempre. ¶ Quizás haya debido ir descartando las explicaciones más obvias, primero, enseguida las más improbables y por último las descabelladas, tal vez en pos de llegar —quizás eso espere— a una que encuentre satisfactoriamente razonable. Su voz, sin estar dotada de ningún atributo excepcional, dispone de un rango de volumen que le permite elevarla lo suficiente para gritar cuando es indispensable, casi nunca, como no sea en las circunstancias desaforadas a las que lo haya conducido una voluntad de entusiasmo perentorio del que no suelen quedar rastros, por ejemplo si alguna vez le hubiera dado por corear goles en partidos de futbol por los que se hubiera dejado cautivar —incapaz como parece ser, por lo demás, de manifestar adhesión irrestricta e histérica a ninguna camiseta—; o bien si ha de llamar así la atención de alguien, a gritos, por ejemplo cuando un taxi va a pasar de largo sin verlo, o (aquí estamos ya conjeturando sin fundamento, pues, de preguntárselo, algo en su talante taciturno lo anuncia, acaso no recordaría haberlo hecho jamás) al correr a alcanzar a alguien que ha olvidado su tarjeta en un cajero automático, o al descubrirse en la insólita necesidad de dar una voz de alerta (tampoco hay por qué suponer que le haya pasado): un peatón ensimismado a punto de cruzar la calle sin precaución, el momento en que una cornisa está por desplomarse sobre la cabeza de alguien... pero, aunque se imagine gritando en circunstancias como éstas “¡Cuidado!”, o “¡Eh!”, o “¡Ah!” (“¡Ah!” sí debe de haber gritado, o algo parecido, ante más de algún sobresalto, quizás al chocar con alguien al dar vuelta en una esquina), lo más probable es que quedara enmudecido del susto y no alcanzara a hacerlo —el peatón volando por la embestida, el otro descalabrado y derrumbado sobre la acera—, y lo seguro es que, de llegar a gritar, con toda oportunidad y con todas sus fuerzas, el prójimo en cuestión se volvería para preguntarle “¿Qué?”. Porque, se repite, es lo que le pasa —no siempre, pero casi siempre, no con todo mundo, pero casi, etcétera—: sólo repitiendo lo que dice consigue que se le llegue a entender. De ahí también que siempre —o casi— los taxis pasen de largo, y sólo consiga abordar uno cuando lo encuentra detenido y es inevitable que lo vea —y decirle al taxista adónde quiere que lo lleve es decírselo siempre dos veces—. ¶ De modo que puede elevar la voz hasta convertirla en grito, lo mismo que puede, como cualquiera, articular palabras sin ella, apenas con el aire que da forma a un susurro, o ni siquiera, bastan el movimiento legible de los labios y los gestos pertinentes, como en los funerales, pongamos, en el cine o en una sala de conciertos, o en presencia de alguien cuyo sueño no se quiere o no conviene perturbar. Bajo el agua en una piscina, puede imaginarse, o en el estrépito ensordecedor de una multitud o en una conflagración. Puede creer también que, como cualquiera, en caso de necesidad, ha de ser capaz de hallar cómo comunicarse con los ojos (el sofisticado, delicado y universal lenguaje de párpados, cejas y globos oculares, un código de vastísimos alcances que no se aprende pero con el que no hay manera de equivocarse), si bien para ello habría de saber primero cómo prescindir de sus gafas oscuras, posibilidad que está descartada, pero ése es otro asunto sobre el que iremos más adelante. ¶ Del murmullo al grito, o incluso antes y después: cuando sólo sirven los gestos, pues el sonido de la voz es inadmisible o innecesario, y basta con mover la cabeza de arriba abajo o de un lado a otro, o valerse de la mano (un dedo, dos, los cinco): en realidad no enfrenta dificultades insuperables para hacerse entender de cualquier manera, y acaba consiguiéndolo de una u otra forma. El problema es que nunca, o casi nunca, es a la primera. Su voz es audible, lo que ha podido verificar, por ejemplo, al escucharla en una grabación: al dejar un mensaje telefónico y pulsar la tecla que lo reproduce para darle oportunidad de borrarlo, corregirlo y dejarlo de nuevo —cosa que desde luego siempre hace—, o en cierta ocasión en que sus palabras fueron recogidas por el micrófono que le acercó un reportero al pedir su opinión sobre los trabajos de pavimentación de la calle por donde pasaba: una pregunta estúpida que sólo pudo responder con la improvisación, también estúpida, de su parecer al respecto (“Muy bien, está quedando muy bonito”, dijo, y por supuesto que el reportero lo hizo repetirlo, pues no lo había entendido; un par de horas más tarde, por casualidad, oyó su “entrevista” en la radio de un taxi, pero el reportero había suprimido la repetición y sólo llegó a transmitirse lo que dijo como si hubiera salido de golpe, con elocuencia, sin la vacilación original —si es que la hubo—: nadie habría podido suponer que esas seis palabras inanes, irrelevantes, prescindibles y por completo olvidables tuvieron que ser repetidas, una por una, porque su formulación primaria había sido lo bastante defectuosa como para merecer una segunda versión). ¶ Por lo demás, debería de ser capaz de confesar que, desde que está al tanto de esta fatalidad por lo visto irremediable —repetir, repetimos, lo que dice, porque nunca o casi nunca logra que se le entienda a la primera—, en alguna fecha imposible de determinar, si bien ahora parece que así ha podido ser toda su vida, o sólo los últimos meses, no importa, importa que apenas ha venido a enterarse; debería de ser capaz de confesar, repetimos, que practica a solas todo el tiempo, es decir, habla solo, o para ser más precisos, aprovecha casi cada ocasión en que se encuentra a solas (cuando está seguro o casi de que nadie hay a la vista que llegue a importunarlo con alguna curiosidad que no sabría cómo satisfacer), ensayando su voz y dirigiéndola a algunos objetos que se encuentren en sus inmediaciones —en primer lugar el helecho llamado Oliver, impasible y atento en el antepecho de la ventana de la sala, o bien el refrigerador cuando lo abre y lo interroga con cordialidad, y por supuesto el televisor, por lo general cuando se halla sintonizado en algún noticiero y las presencias que desfilan por él lo alientan a interpelarlas, increparlas o insultarlas a placer—. Se trata de una práctica porque su interés principal es conocer así los alcances de su propia voz, la nitidez de su sonoridad, la eficacia de sus articulaciones, y también detectar las imperfecciones de su dicción a fin de trabajar en ellas y eliminarlas; conviene explicarlo así porque quizás prevea él mismo cómo esta conducta puede inducir a una interpretación desencaminada, sobre todo en lo tocante a su estabilidad emocional, su percepción de la realidad o cualquier eventualidad relacionada con su salud mental, misma que acaso espere conservar medianamente intacta, al menos mientras esta circunstancia a la que venimos refiriéndonos no lo conduzca a algo parecido a la desesperación o a ninguna suerte de violencia, contra sí mismo o contra alguien más. Esperaría, entonces, dejarlo claro (¿a quién?): lo que busca es oírse, averiguar cómo puede fracasar su voz siempre o casi siempre que la usa para dirigirse a quien sea, con cualquier objetivo y en cualquier circunstancia, y por eso habla con las cosas o con algunas presencias más bien ilusorias, como las de la televisión, más allá de esperar que Oliver, el refrigerador o el Presidente de la República en un noticiero, o los dibujos animados, respondan a sus parlamentos —aunque con Oliver ha descubierto que va permitiéndose algunas esperanzas, y si algún día éste se aviniera a deslizar una vocecilla en la que viajara un “sí” o un “no”, le extrañaría menos de lo que puede pensarse.

 

(Pero también habla solo, en el sentido poco halagüeño e incluso indeseable que suele darse a esa expresión. Llega al anochecer a su casa; abre la ventana y conversa un poco con Oliver, pues no parece ver ningún disparate en dirigirle algunos comentarios triviales sobre la frescura del final de la tarde, sobre los colores del ocaso y las posibilidades de que a la madrugada sobrevenga una llovizna o algún ventarrón y deba entonces hacerlo entrar y cerrar la ventana; no encontrará sino un comportamiento civilizado en acompañar con palabras el agua abundante que le sirve, vertiéndola con lentitud sobre el prolijo sosiego de sus hojas pensativas, a veces limpiando con un trapo el platón de cerámica sobre el que reposa su maceta, todo con la deferencia propia de un barman que atiende, respetuoso, a un parroquiano intachable, ocasión inmejorable para el intercambio de impresiones desprovistas de cualquier propósito —si bien Oliver jamás pone de su parte en esa conversación, o no todavía—. Servido y dejado en paz para que persevere a conciencia en su propia proliferación, Oliver queda al cabo recortándose contra el cielo indeciso que se cierne sobre la ciudad, y él pasa entonces a lavarse las manos, la cara, los dientes, y lleva consigo los restos de la conversación que no concluyó al darle la espalda al helecho: va hablando solo, para seguir escuchándose, en principio, y quizás rehaciendo las frases últimas con variaciones en los términos, en la entonación, en las pausas, en las combinaciones de consonantes que podrían ofrecer más dificultades a quien las oyera. “No hay expectativas realistas de que esta noche se produzca una aurora boreal en nuestro horizonte, Oliver”, se oye decir, y enseguida: “Es impensable que se concreten las condiciones atmosféricas indispensables para que se manifieste una aurora boreal”, y luego [el cepillo de dientes en vilo, con la pasta en él, antes de llevárselo a la boca, que abre exageradamente ante el espejo]: “Las probabilidades de atestiguar el advenimiento de una aurora boreal o algo parecido son mínimas, sobre todo considerando lo lejos que nos hallamos del Círculo Polar Ártico”, y ya rumbo a la cocina: “Habría que comenzar por preguntarse de dónde procede esta voluntad de esperar una aurora boreal, dada nuestra ubicación geográfica y las explicaciones elementales para la ocurrencia del fenómeno” —todo pronunciado en voz alta y clara, o es lo que le parece, pero para entonces ya ha dejado de escucharse, aunque tarda un poco en advertir que ha cesado de prestar atención a su vocalización, sus énfasis y sus afanes de precisión, ese escrúpulo maniático de dar con los términos que mejor den forma a la idea y lleguen a transmitirla sin riesgo de interpretaciones erróneas—. Hasta que se descubre preguntándose “¿Qué?”, y debe repetirse a sí mismo lo que acaba de decir, pues no lo ha entendido, quizás ya era un murmullo o ni siquiera puede asegurar que lo haya dicho en voz alta).

 

No se le entiende, y a veces ni él mismo lo consigue, y no porque su voz sea débil o borrosa, ni porque salga entorpecida por una incorrecta colaboración de la lengua, los dientes, los labios, lo que ha podido verificar siguiendo al pie de la letra y frente al espejo del baño las recomendaciones de un viejo manual de oratoria que compró hace algún tiempo para mejorar su pronunciación —si es que ahí estaba el problema—. Jamás debe de haberle interesado dirigirse a un público, ni siquiera tomar la palabra en una reunión, quizás para dirigir un brindis, pero ha puesto tanto empeño en las técnicas recomendadas por ese manual que, de darse la eventualidad, podría plantarse bien pertrechado delante de un micrófono en una plaza o un auditorio, y estaría en absoluto control de su elocución, de su respiración, de sus pausas y sus entonaciones... sólo que, de seguro, tampoco nadie lo entendería, por razones que no tienen nada que ver con la fisiología de la voz ni con fenómenos de acústica; por eso mismo, porque terminó por desechar toda causa meramente física, renunció a consultar a un experto en foniatría, y también porque quizás imaginó lo ridículo que habría sido tratar de explicarle lo que le sucede, pues como se ha dicho no es posible que le suceda todo el tiempo, y además siempre que dice algo y le dicen “¿Perdón?”, “¿Cómo dijo?”, “¿Qué?” o “Disculpe, no lo escuché”, que es casi siempre, basta por lo general con que vuelva a decir lo que dijo para salir del paso y que la comunicación fluya sin más traspiés, aunque éstos en las últimas fechas vayan multiplicándose, para su creciente inquietud, y comprar unos cigarros, por ejemplo, sea un trámite cada vez más tortuoso para él y para la empleada del Oxxo a la que debe repetirle hasta tres o cuatro veces su solicitud y las gracias, eso si antes ella no desiste y se da vuelta para atender al siguiente cliente, luego de tomarlo acaso por un extranjero o por un deficiente mental, o al menos por alguien con una dificultad específica de la expresión —pero habría que ver de qué perspicacia y de qué compasión es capaz la empleada en cuestión, como para que contemple la posibilidad de que lo suyo sea apenas un trastorno del habla, nada que en realidad quiera decir nada sobre su capacidad intelectual, sino tan sólo un impedimento ocasionado por un accidente cerebral o la manifestación de una lesión del sistema nervioso central, en cuyo caso, y si ella tuviera el interés y la paciencia de escucharlo, tal vez a él le encantaría ilustrarla sobre las diferencias entre afasias y disartrias, términos con los que llegó a familiarizarse cuando le daba vueltas a la conveniencia de consultar a un foniatra, y también a un neurólogo, a un logopeda, a un fonoaudiólogo, a un estomatólogo e incluso a un maestro de canto y a un locutor, mismos con los que tendría tan poco sentido ponerse a hablar por el mismo motivo por el que sería insensato tratar de sostener la conversación ilustrativa con la empleada del Oxxo: porque no acabaría nunca—. ¶ (Es posible que, aun con todas las evidencias a las que tendría que aferrarse para creer que su voz es audible y clara, y aun con el cuidado extremo que pone en la elección de palabras de uso más o menos ordinario, sobre todo en las comunicaciones más triviales, como al pedir cigarros en el Oxxo o que le cambien un cheque en el banco, o al dejar la ropa en la tintorería —palabras que escoge con anticipación, y que dispone en arreglo a una sintaxis que no suponga mayores complicaciones a la hora de utilizarlas, razón por la cual antes de entrar a ningún lugar o dirigirse a nadie ya debe de haber sopesado dos o tres formulaciones diferentes, a fin de emplear la más sencilla, que afina y memoriza, aunque siempre en vano: siempre tiene que repetirlas—; es posible que, aun con la certidumbre de que sabe hacerse oír correctamente, y de que no padece trastorno alguno que le embrolle el habla, lo que ocurra sea —tan sencillo— que siempre, o casi siempre, o por lo general, a pesar de todos sus esfuerzos, la voz termine por salirle a un nivel demasiado bajo, no logre separar los labios como es debido, agache incluso la cabeza y la emisión de aire sea tan débil que no se le llega a escuchar; contra su voluntad, dice, pero de algún modo por el deseo secreto de que lo que dice se escuche así, muy leve, lo indispensable, por no molestar. Tal vez repare ahora en esta posibilidad, en la que no habría reparado antes, porque apenas ahora puede habérselo sugerido el hecho de que pocas cosas detesta más que los individuos que elevan la voz, los que sólo son capaces de hablar así, haciéndose oír a niveles siempre superiores a los estrictamente necesarios, en cualquier lugar y con cualquier motivo: hombres y mujeres irritantes por eso, porque van siempre con el volumen al máximo, al margen de la importancia de lo que sea que tengan que decir, como el gordo cretino que en estos mismos momentos se encuentra a cuatro mesas de la suya, en este café donde se encuentra, y que cuenta sus aventuras imbéciles de tal modo que es imposible no escucharlas —y son imbéciles porque las cuenta a gritos, y además porque es un imbécil—, y es un incordio insoportable, como lo han sido —¡cómo no lo había advertido antes!— cuantos prójimos que en la vida le han hecho querer taparse los oídos, alejarse, enderezarles un sarcasmo, con toda probabilidad inútil, que los apercibiera sobre el fastidio que son, o sin más abofetearlos para que se callen de una buena vez. ¿Habla tan bajo que no se le entiende, y tiene luego que repetir lo que dice, porque busca no ser como esos imbéciles? ¿Todo se reduce a una combinación de civilidad, buenas maneras, timidez y afán de llevar la fiesta en paz, queriendo importunar lo menos, queriendo alejarse cuanto sea posible de merecer el desprecio y la animadversión que en él despiertan quienes tienen el pésimo hábito? Cómo odia a la gente ruidosa, estentórea, el estruendo de sus carcajadas, sus jadeos cuando se hinchan con más aire para incrementar los decibeles de las sandeces que profieren, los manoteos con que suelen subrayar sus rebuznos, los ojos que abren tanto como la boca, las gotitas de saliva que expelen en cada nueva ocurrencia; la gesticulación grotesca que envuelve sus palabras, la determinación que ponen en recaudar toda la atención, incluso la de quienes no tendrían por qué dársela, el modo en que sobresalen, e incluso parecen ganar altura, al acallar, por su sola sonoridad, todo lo que los circunda. Quizás le gustaría que ésa fuera la causa, que su incapacidad de hacerse oír a la primera se debiera a una especie de consideración extrema por los demás, a la procuración de la serenidad en todo momento y la preservación del buen ánimo en todo trato con sus semejantes: una tendencia a hablar con suavidad —tendencia que, de ser tal, habrá resultado contraproducente, pues por no alterar a quien tiene enfrente, por no interrumpir, por no incomodar ni disgustar a nadie, lo que termina por hacer es justo eso, al imponerles a los demás la obligación de aguzar el oído y atenderlo con más cuidado del que hace falta, sobre todo cuando se trata, como sucede la mayoría de las veces, de comunicaciones tan irrelevantes y tan automáticas como las que se sostienen en la tintorería, en el banco, etcétera—. Y le gustaría porque, de ser ésa la causa, salta a la vista el remedio, que consistiría en sobreponerse a ese escrúpulo desmesurado, a partir del hecho, por lo visto innegable, de que por más clara que se proponga que sea su voz, y de que a sabiendas la eleve un poco más cada vez, nunca se permitiría que ascendiera a los niveles intolerables del gordo cretino que ahí sigue, ahora mismo, despachando a berridos el decurso de sus aventuras estúpidas; iría poniendo más y más atención en subir su volumen gradualmente, siempre al tanto de que ese volumen no se aproxime ni de lejos al de los berridos del gordo, hasta que ya no hicieran falta las malditas repeticiones. Y le gustaría también porque así podría poner de una maldita vez remedio a la aprensión que ha obtenido no sólo por constatar la ocurrencia del fenómeno, cada vez más frecuente —tanto como para que le parezca que sucede siempre—, sino sobre todo por buscarle explicaciones, que es lo que lo tiene aquí, y lo que lo ha tenido aquí, no se sabe ya desde hace cuántos meses, pero tantos como para que le parezca que así ha sido toda la vida, un empeño obsesivo por el que va aproximándose a admitir la explicación más inadmisible. Sin embargo, hay que decir de una vez que no es ésa la causa: que resulte difícil entenderle, y que se vea orillado a repetir siempre lo que dice, no es la consecuencia de una consideración o un respeto desmesurado por sus semejantes, por lo poco que evidentemente le interesa lo que sus semejantes puedan sentir o pensar respecto a él cuando se dirige a ellos, o cuando no: que él, por cualquier razón, les resulte molesto es algo que ha de tenerlo sin cuidado).

 

Acaso su preocupación quedaría disuelta del todo si se decidiera a no hablar nunca más. Habrá sopesado la posibilidad: varias tardes de domingo, luego de que las descubriera por azar, ha rondado las misas para sordomudos que se celebran en un templo cerca de su domicilio. Más que la ocurrencia de la ceremonia en sí (la voz del sacerdote, traducida a lenguaje de señas por un intérprete de pie en el presbiterio y de frente a los fieles, de algún modo estorbaba la expansión venturosa del silencio, amplificado por la altura y la profundidad de la nave pero también denunciado como una ilusión por los rumores de la concurrencia al levantarse y sentarse y al arrodillarse, por el tañido de la campanilla en el momento de la consagración, por los rezos de quienes sin ser sordos ni mudos ni, mucho menos, sordomudos, participaban también, y sobre todo —esto no habrá conseguido explicárselo más que como una arbitrariedad cruel— por la intromisión de un órgano y su música que, por lo visto, nadie habría considerado superfluos), lo que acaso lo impresionó y llegó a entusiasmarlo fue atestiguar lo que sucedía al final y ya afuera, en el atrio: las conversaciones que los asistentes tenían por largo rato antes de ir disgregándose y llevándoselas con ellos si se alejaban en grupos o en parejas: una agitación febril de manos y gesticulaciones sobre la que parecía prevalecer una atmósfera de comprensión generalizada y fuera de toda duda, sin espacios para los equívocos, las confusiones, los malestares fugaces a que dan ocasión las torpezas en la expresión como las que a él lo caracterizan: la manera que tenían los sordomudos de entenderse —y desde luego que él no tenía cómo entenderlos— se le habrá antojado óptima en su gracia y su ductilidad: las danzas de las manos y los énfasis del rostro (las cejas y las bocas, sobre todo, que también intervenían en esas danzas, alzándose y abriéndose), en su modulación elocuentísima del silencio para transformarlo en palabras, inaudibles, sí, pero más claras y más concretas que las que produce la voz, le parecieron un estadio superior de la comunicación humana, aunque al tiempo que fuera acercándose a esa ponderación excesiva e infundada —perdiendo de vista, sobra decirlo, que lo que apreciaba era una comunicación suplementaria cuyo origen radicaba en una carencia: el lenguaje de señas es una emulación del lenguaje al que es imposible darle forma sin una voz, voces que en los casos que atestiguaba afuera del templo faltaban o no podían ser escuchadas, un lenguaje hecho para que se materialice entre una laringe que lo emita y un oído que lo perciba—, ya iría ganándolo la nostalgia propia de los anhelos para los que se está fisiológicamente impedido: no sólo le habría hecho falta ser sordo, o mudo, o sordomudo, sino además que el resto del mundo también lo fuera. ¶ Así que, al cabo de esas pocas tardes en que se apersonó con toda su atención dispuesta a presenciar las conversaciones de los asistentes a esas misas cuando salían (y alegres, le daba la impresión: imaginaba que eran encuentros que rara vez tendrían lugar entre ellos fuera de los domingos por la tarde, que sólo ahí se verían y se pondrían al corriente, e imaginaba también lo que serían las vidas en que llevarían sus silencios a cuestas, y las complicaciones que pasarían para hacerse entender, en la prolija sonoridad de lo cotidiano), terminó por renunciar a considerar la condición del sordo, o del mudo, o del sordomudo, como una vía de escape para su propia condición, la de alguien a quien nunca se le entiende, o casi nunca, para sólo permitirse en adelante suponer, y descartarlo enseguida, lo sencilla que sería su vida si transcurriera en un silencio como aquél, un silencio en el que no cupieran los silencios cada vez más torturantes que seguían a sus elocuciones defectuosas, incomprensibles, a las repeticiones que se veía obligado a hacer, a la angustia que ya lo sobrecogía apenas avizoraba el siguiente intercambio de palabras con quien fuera, para lo que fuera, y de los que no podía prescindir, además de lo cual habrá pesado también, en su alejamiento, el hecho de que aun cuando hubiera decidido renunciar a su propia voz, o a lo que quedara de ella (¿era eso, estaba perdiendo la voz?), para alcanzar lo que tenían aquellos seres hechos de manos y gestos habría tenido que entrenarse en el aprendizaje de su código, y la sola perspectiva lo habrá desanimado, no tanto por el esfuerzo que hubiera supuesto, sino por lo poco útil a fin de cuentas que le habría resultado aplicarse a él, pues para que hubiera tenido provecho —ya no hablemos de sentido— habría tenido que sumarse a esa comunidad (¿era una comunidad?), quizás integrándose incluso al culto al que acudían o tal vez sólo a las reuniones que seguían a dicho culto, y qué iba a saber él de esa gente, qué interés auténtico y justificable podría tener en lo que fuera que los moviera o los preocupara —por no pensar en el interés que ellos podrían tener en él, y cómo lo habrían visto, además, emperrado en sumárseles sin necesidad evidente, que de no percatarse de inmediato no les tomaría mucho tiempo hacerlo—, sobre todo si a estas alturas ya iba obsesionándolo una voluntad irrecusable de aislamiento y de autoproscripción, fruto de la circunstancia que atravesaba, y que no se veía cuándo fuera a remediarse o concluir, encima de todo lo cual cabía la posibilidad espantosa de que sordos y mudos y sordomudos, de haberse acercado a ellos tras haber adquirido las destrezas indispensables en el lenguaje de señas para que le entendieran, tampoco le entendieran nada.