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ESTHER SELIGSON

CUENTOS REUNIDOS

PRÓLOGO DE SANDRA LORENZANO

SELECCIÓN Y EPÍLOGO DE GENEY BELTRÁN FÉLIX

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BARCELONA MÉXICO BUENOS AIRES NUEVA YORK

PRÓLOGO
LA CICATRIZ DE LA MEMORIA

… esa inalterable presencia ausente que se desgrana dolorosa en la cicatriz de la memoria.

ESTHER SELIGSON, Sed de mar

1

Esther Seligson se mueve en los espacios luminosos y dolientes del tiempo que fluye, y desde ahí —desde lo perdido y lo siempre por venir— crea un mundo. Su mundo. Los sueños, el deseo y la búsqueda insaciable de una libertad que, aun sabiéndose herida, no abandona la marcha marcan sus letras.

¿Cómo hablar de Esther? ¿Desde dónde acercarse a su obra, diversa, inquietante, profunda, sugerente y transgresora a la vez? ¿Con qué palabras dar cuenta de los muy diversos caminos que recorrió a lo largo de la vida?

Quizá no haya mejor modo de hacerlo que escucharla a ella misma. Escuchar, por ejemplo, los versos que abren “A los pies de un Buda sonriente”:

Vengo de un largo

trayecto de abandonos

no soy la única

lo sé no lo presumo

pero son mis pies los míos

quienes recorren y recorrieron

el camino mis pies y no otros

mi cansancio y fatiga

intemperie de abrazos

sin consuelo

enmimismada

 

¿Cómo dar cuenta de ese camino, de esas travesías, de esa fatiga? Tal vez los múltiples libros, poemas y ensayos que Esther escribió no sean sino un largo relato autobiográfico, un recorrido a lo largo del cual deseaba ir encontrando los dispersos fragmentos de sí misma. Trayecto hacia el origen de la palabra poética, búsqueda de lo esencial, ofrenda en el desierto, silencio de huesos pulidos por la arena.

Intentemos con ella un viaje, aunque sepamos que Esther, como el primer pájaro, es inaprensible, tal como lo escribe en el texto “La esfinge”, de Jardín de infancia:El pájaro, frente a Adam, no quiso recibir un nombre. Prefirió volar libre y morir de inmediato, apenas creado, libre también”.

No demos entonces nombre a este viaje que no es lineal sino caleidoscópico: viaje en el que tiempos y espacios tienen fronteras porosas y límites difusos. El aquí y el ahora son solo un modo de concebir la memoria. “Se desdobla el viento en remolinos que enturbian la vista. Todo aquí es polvo”, escribió Geney Beltrán Félix, y ella tomó esa frase para darle título a su último libro. Si todo aquí es polvo estamos ante el principio y el fin. La vida y su relato como espiral.

Me detengo un momento en esa imagen: la espiral. En una entrevista que le hizo Jacobo Sefami, Esther dijo: “La noción de la espiral implica que todo es Tiempo imbricado en el tiempo que se despliega en puntos temporoespaciales (ya no recuerdo quién supuso que yo literaturizaba la concepción bergsoniana), que la única Morada a construir sea la de la Palabra en el sentido jabesiano más estricto. Otro ámbito en el que el tiempo no existe, y en consecuencia, tampoco el espacio, es el ámbito del sueño, ámbito en el que se mueven absolutamente todos mis escritos”.1

El sueño y el mito, entonces, como espacios fundacionales de la deslumbrante y entrañable palabra literaria de Seligson. Y la memoria ancestral, “con su identidad, sus miedos y esperanzas. (…) Somos seres en permanente tránsito llevando a cuestas nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro”.2

Y en ese pasado hay un origen no solo mítico sino también íntimo, familiar: el nacimiento en la ciudad de México el 25 de octubre de 1941 (“Escorpión con ascendente en Leo”, diría siempre Esther con orgullo de adivina, maga, hechicera, astróloga). Descendiente de judíos ortodoxos, una hermana acompaña su vida, Silvia, amada y cómplice. Con ella, una madre y un padre. La madre, llegada desde algún lugar de la Rusia zarista, tenía “un alma traviesa, perezosa y una insaciable curiosidad que por su misma indolencia dejó inconclusa en mil y una minuciosidades, como quien se la pasa garabateando itinerarios, planos, cartas, y ni se embarca, construye ni escribe”.3 A esa madre fiestera, alegre, amante del cine y de la música, pero también a la que le impidió dedicarse a la danza y a la que imponía límites incomprensibles a sus hijas, Esther escribió “En su desnuda pobreza”, uno de los poemas más bellos del libro Negro es su rostro:

Sin ti es incomprensible,

demasiado vasto, Madre,

el ímpetu, la fisura,

la inocencia,

la fidelidad ¿cómo?

la duda incluso

Madero para la flor

cobijo en la piedra

sé mi lecho a la hora del crepúsculo

espuma para cubrir mis ojos

no me ahogue el temor al hundimiento

o venga a moverme

la visión de un recuerdo

el grito jubiloso de un niño

a orillas del mar

A orillas del mar

Madre

ahí recoge la ofrenda de mis huesos

ceniza púber

el mar que tanto amamos

niñas de largo cuerpo y voz delgada

—cuánto anhelo de crecer—

entonces, en verdad,

éramos libres de arrullar los sueños

locuaces

modelábamos castillos

entre la arena escurridiza

—¿quién no vivió su infancia imaginando?—

buganvilias en el cabello

para las noches de luna

en la boca el sabor de la naranja dulce

Frente a esta imagen, la del padre polaco es silenciosa, enfurruñada, como si la vida no hubiera sido lo que le habían prometido. Lejos de una tierra que no pudo olvidar, casado con una mujer a la que no amaba y a la que le reclamaba permanentemente ser la causa de su amargura, guardaba las huellas de un terrible dolor en la mirada, el dolor del niño del shtetl que lo ha perdido todo: patria, lengua, familia. Una sombra.

Esther heredará el desarraigo, el sentimiento del nómada en busca de hogar, el extrañamiento del transterrado. Vivió en París, en Lisboa, en Jerusalén, en el Tíbet. “Es bueno ser errante y peregrino —decía—. Sentirte extranjero en cada ciudad en la que vives te permite un contacto más emotivo.”

Como muchos otros escritores judíos, sentía la marca del desarraigo, la llamada de un cierto misticismo, la búsqueda de lo sagrado. “Todo lo que veía, todo lo que respiraba, todo lo que miraba, tenía que ver con algo que podríamos llamar una ebriedad por lo sagrado”, dijo alguna vez José Gordon. “Era una ebria de Dios, realmente la intoxicaba. Esa era la parte que verdaderamente la conectaba con la vida: el deseo de entender lo que está oculto.”4 De ahí su complicidad con Edmond Jabès, el extranjero en todas partes, el “místico ateo”, cuya obra, fragmentaria, profunda, le fascinaba y a cuya traducción dedicó largos años. El poeta del desierto, el que se atreve a hablarle al dios ausente.

Como él, ella también podría haber dicho: “Soy de la raza del libro con que se construyen las moradas”. Dueño de ninguna patria, dueño de todas las voces y de la mirada oblicua de la extranjería, Jabès supo que los libros, las palabras son la única morada posible, aquello que nos protege de la intemperie, aquello que nos da asideros ante el dolor, aquello que evita que el desgarramiento sea un grito permanente.

La familia la presionó para que estudiara química, y Esther cumplió yendo durante un tiempo a la Facultad de Química de la UNAM. Pronto decidió seguir su propia pasión por la literatura en la Facultad de Filosofía y Letras, donde estudió letras españolas y francesas. Esther buscaba permanentemente respuestas a sus infinitas preguntas, a su infinita sed de saber. “Yo soy como Antígona, de los que plantean las preguntas hasta el fin”, dijo alguna vez. “Una rara raza de insumisas que hacen de la inconformidad una virtud vital e intelectual”, agregó Fabienne Bradu sobre la cofradía de Esther Seligson.5

Ese afán de conocimiento la llevó a estudiar cultura judía en el Centre Universitaire d’Ètudes Juives de París y en el Mahon Pardes de Jerusalén. Así llegó también a la India y al Tíbet, a adentrarse en los caminos de la Cábala, el tarot, la astrología, la acupuntura, la cultura griega... Nada humano le era ajeno: lo racional y lo mágico eran parte del mundo que habitaba.

Alguna vez Esther dijo: “Yo no tengo obsesiones. Tengo pasiones”. Le apasionaban la reflexión y la creación heterodoxa, marginal, subversiva. Basta recorrer sus páginas para descubrir quiénes son sus interlocutores. “Yo solo he traducido autores de los que me enamoro, escritores que han dicho lo que yo no puedo decir, que han expresado lo que yo siento y que yo no expreso”, explicaba.6

Emil Cioran fue uno de los principales (Esther fue su primera traductora al español). A él le dedicó un excepcional libro, Apuntes sobre E. M. Cioran. La fascinación por la locura, por lo insensato, por la ruptura, y el dolor de la imposibilidad, la unían al pensador rumano. Por eso también eligió entre sus interlocutores a Emmanuel Lévinas, a Vladimir Jankélévitch, a Fernando Pessoa, a Rainer Maria Rilke y a Marguerite Yourcenar. Todos los intereses y las búsquedas de Esther fueron siempre apasionados, fervorosos, y apuntaban a las dimensiones más profundas de la realidad. El mapa de sus viajes reales y simbólicos es de una riqueza poco frecuente en nuestra cultura: de la filosofía contemporánea al pensamiento medieval, de la Cábala al Talmud, de la astrología a la cosmogonía de la India, del budismo al mundo del teatro, de la docencia a la danza. Allí donde hubiera crítica, profundidad, riesgo, inteligencia, estaba este personaje maravilloso ampliando las fronteras de su patria íntima.

A los veinticuatro años comenzó a publicar en los Cuadernos del viento de Huberto Batis. Pronto inició sus colaboraciones también en la Revista Mexicana de Literatura, editada nada menos que por Juan García Ponce. A estas le siguieron incursiones más o menos constantes en diversos medios. Fue además becaria del Centro Mexicano de Escritores.

A los veintiocho años publicó su primer libro: Tras la ventana un árbol (1969), y a partir de ese momento descubrió que su hogar estaba en la escritura. Después del primero vinieron decenas de trabajos de narrativa, poesía y ensayo, así como artículos en revistas y periódicos. El teatro fue otro de los espacios convertidos por Esther en morada y raíz. Durante treinta años dio clases en el Centro Universitario de Teatro de la UNAM, y fue una prestigiosa crítica teatral. Sus libros El teatro, festín efímero y Para vivir el teatro recopilan críticas, reseñas y entrevistas a diversos personajes del mundo teatral mexicano: directores, actores y dramaturgos.

Esther llevaba siempre consigo una libreta y dejaba en ella los trazos de su vida, de sus viajes, de su pensamiento. En uno de sus poemas se pregunta:

¿Cómo se arma un libro?

Igual que un barco,

le respondí a mi nieta,

requiere de muchas travesías

de algún naufragio

toca puertos seguros

una tempestad de tanto en tanto

marineros solidarios

paciencia inquebrantable

no separar la realidad del espejismo

el monstruo marino de las aves

las islas del continente

saber que nada es similar

creaturas diversas y hermanas

mucha plegaria por equipaje

y al timón la providencia

Al momento de su muerte, el 8 de febrero de 2010, había publicado dos novelas y diversos libros de ensayos, poesía y ficción breve. De manera póstuma se publicaron tres títulos que habían quedado inéditos: las memorias Todo aquí es polvo, el libro de varia invención Escritos a mano —poemas, relatos, aforismos y su diario de viaje al Tíbet— y el tomo de ensayos sobre literatura, teatro, pintura y política Escritos a máquina.

“Mi literatura siempre era un diálogo con mis propios sentimientos, con mis propias sensaciones, y dirigido generalmente a un interlocutor... Siempre me decía: cuándo voy a llegar a escribir algo que no sea a partir del dolor, a partir de la experiencia amorosa personal.”7

Tal vez sea Simiente (2004) el más doloroso de sus libros. Se trata de un libro de poemas dedicado a la memoria de su hijo Adrián Joskowicz Seligson, en el que incluyó también cartas y viñetas del propio Adrián. Lo escribió en Israel, frente al mar de Ashkelón; allí, ante la furia de la tormenta marina, gritaba para expresar “su propia furia”. Adrián, que había nacido en 1966, se suicidó en el año 2000, tirándose por la ventana del departamento de Esther. Los ojos de ella guardarían para siempre el horror de esa imagen: un ángel volando hacia la muerte. El dolor hizo de esa imagen poesía. “Escribí Simiente en un estado de mediumnidad y alucinación de seis semanas. Era como un dictado.”8

A veces nos salamos el mar y yo

muy de mañana en un llanto mutuo

remojo los pies en su espuma fría

y escucho la risa de Adrián que se revuelca

me digo entonces que aún estoy cerca

demasiado cerca

que me ha anclado el dolor a la orilla

a este cuerpo nunca suficientemente solo

ligero lejano

ay tan presente (“Días de polvo”)

La escritura de Esther nace siempre de la más profunda de las búsquedas, conjugando el rigor intelectual con una anhelante necesidad de caminos y hallazgos espirituales. Esto se percibe en todos y cada uno de los cuentos de esta antología. En ella podemos ver la coherencia de su recorrido creativo y vital, sus deslumbramientos poéticos y filosóficos, sus pasiones espirituales. Lo lírico y lo narrativo se alimentan aquí del amor a las palabras, con las que recupera un intimismo denso y rico. Lo emocional es la materia esencial de los relatos, recuperado fundamentalmente por medio de los sentidos.

Hay elementos que se repiten a lo largo de todos los textos a pesar de las diferentes épocas en que fueron escritos. Entre ellos destaco la presencia del tiempo como uno de los grandes personajes. En el fondo, la escritura es siempre un intento por fijar lo fugaz. Desde el cuento que abre el volumen, “Evocaciones”, dedicado a su padre, hasta el penúltimo incluido, “La mendiga de São Domingos”, se percibe ansiedad ante el tiempo que fluye, ante lo inasible del instante. Allí están también, una y otra vez, el mar, como espejo de ese movimiento constante, como patria y lejanía a la vez; los cuerpos que buscan espacios de libertad; el amor y el desamor (pocas páginas más poéticamente desgarradoras en la literatura mexicana que las de Sed de mar); el encuentro erótico como trascendencia. Y en esas texturas densas y ricas que las palabras van creando los mundos pasan de lo real a lo onírico, de lo cotidiano a un cierto extrañamiento que roza lo fantástico, porque hay un universo más allá de lo visible que solo la escritura permite descubrir.

La memoria íntima y familiar se cruza con lo mítico. Ifigenia, Antígona, Penélope: las mujeres como raíz desde la cual emprender el vuelo. Reescritura de tradiciones. Esther buscaba su propio rostro en las raíces del pensamiento, en el humus en el que se asientan reflexión y emoción.

Otro camino posible de lectura lo marcan los epígrafes, las palabras de sus cómplices más entrañables: Pedro Salinas, Alejandra Pizarnik, Rainer Maria Rilke, Xavier Villaurrutia, Elías Canetti, Edmond Jabès, Martin Buber, José Gorostiza, Enriqueta Ochoa, Doris Lessing, Gaston Bachelard, Cesare Pavese, Francisco de Quevedo, entre otros (y la Biblia, claro). Esos nombres van dibujando una cartografía literaria y afectiva que nos lleva a su universo más profundo: el universo de las afinidades electivas, de las voces de otros que se integran a la propia respiración, a la propia piel.

Prosa poética, siempre sabia, ya sea desde el desgarramiento o desde el placer. Pero también lo trepidante de lo cotidiano aparece en ciertos relatos y se cruza con la sonrisa de la ironía y el humor. De pronto, hay guiños “metanarrativos”: reflexiones o incluso confesiones sobre la propia escritura. ¿O cómo leer si no una frase como esta: “De lo que leía, escuchaba, o descubría en alguna estampa, en una clase, en un paseo, tomaba la palabra, el color, la sensación, la figura necesarios al mundo que se iba tejiendo poco a poco en su cuaderno” (“Un viento de hojas secas”)? Y permanentemente los juegos de la luz: “Y es que a ti solo se llega por tu luz” (“Luz de dos”).

Esther: de la luz a la luz.

2

Como me sucede cada vez que vuelvo a sus páginas, lamento no haberle dicho a Esther en persona cuánto admiré y sigo admirando su trabajo delicado, sutil, siempre incisivo, siempre inteligente, sensible y de una absoluta coherencia ética. Me hubiera gustado haberme sentado con ella en el piso, descalza, en el “taller de sacerdotisas” del que habla Angélica Abelleyra en una crónica entrañable,9 a escucharla hablar de la vida y de la muerte, de los misterios de lo sagrado, de la fuerza de los cuerpos. Me hubiera gustado ser su alumna, su amiga, como lo fue David Olguín: “Alguna vez me enseñaste que en Met y Emet una letra solamente convierte a la muerte en vida. Así, podemos pensar que tu búsqueda fue de luz en el río de las metamorfosis interminables, aun cuando la diosa fortuna te cobrara cuentas imposibles de saldar”.10

Quisiera cerrar estas páginas —que tal vez tengan menos de presentación que de homenaje— con el fragmento final de Todo aquí es polvo, trazo que une con amorosas puntadas a Met y Emet:

Me habría gustado que mis cenizas fueran dispersadas en el Tajo, desde Toledo, para enlazar mis amores y acompañar su trayecto río abajo, fleco líquido entre las grietas de los riscos, caballo desbocado espumeando por los belfos, cascada liquen, vellón asperjado de estrellas y soles, corimbo de olas… La muerte ha de ser entrar en un mar infinitamente poroso, azul zafiro brillante, translúcido…

Ojalá así sea realmente, querida Esther. Ojalá tu sabiduría y tu sensibilidad nos acompañen hoy desde ese azul eterno. Nosotros seguiremos leyéndote, aprendiendo de tu irreverencia, de tu rebeldía ante los cánones anquilosados de nuestra sociedad, de tu hambre insaciable de palabras, de ideas, de tu búsqueda de los caminos más profundos del conocimiento y la poesía, de tu inalterable presencia ausente que se desgrana dolorosa en la cicatriz de la memoria.

SANDRA LORENZANO

 

1. “Mi escritura se da por acumulación de vida vivida: respuestas a Jacobo Sefami”, Confabulario, El Universal, 26 de febrero, 2015.

2. Ibidem.

3. Todo aquí es polvo, México, Bruguera, 2010, p. 17.

4. Citado en “Esther Seligson combinó la literatura con lo místico”, La Jornada, 27 de octubre, 2016.

5. Fabienne Bradu, reseña de Todo aquí es polvo, Letras Libres, núm. 146, marzo de 2011.

6. Adriana del Moral, “Esther Seligson: vencer al tiempo”, La Jornada Semanal, 21 de febrero, 2010.

7. Miguel Ángel Quemáin, “Esther Seligson, la escritura revelada”, México, INBA, 2008.

8. Angélica Abelleyra, “Simiente: un escrito de tormenta. Entrevista con Esther Seligson”, La Jornada Semanal, 2 de mayo, 2004.

9. Angélica Abelleyra, “Esther Seligson, la alquimista”, Cambio de luces, Artes e Historia México.

10. David Olguín, “Soltar el amor”, Revista de la Universidad de México, núm. 132, junio de 2011.

De
Tras la ventana un árbol

(1969)

EVOCACIONES

A mi padre

A un amigo español

Me dijiste una vez que habías nacido en un pueblo junto al mar, no precisamente a orillas de la playa, sino que estaba situado un poco más adentro, enclavado en las rocas grises, entre altos peñascos y vertiginosos acantilados. Era un pueblo seco con casas húmedas a través de cuyos muros entraba siempre el aire, seco porque era color de barro duro, húmedas porque el moho sudaba la sal contra las paredes, y dentro, las gentes tenían un poco ese tinte cenizo, ese aspecto agrietado por el cansancio del continuo embate de las olas. Casi nunca salías de tu casa —concha tercamente impenetrable—. Ahí, todo el año sopla el viento, nunca se cansa de golpear los guijarros de las calles empinadas, los sombreros de ala ancha, los vestidos y los árboles. Muy pocas veces llueve, y si no fuera por ese olor salobre, por esa sensación de náufrago que se resiente en las noches al contemplar el cielo, por el sonido intermitente y ronco del oleaje, uno se creería suspendido en plena sierra temblorosa, en un valle huracanado, o simplemente enterrado en el desierto-torbellino. Yo sé que tú tenías miedo, que espiabas cada gesto, cada paso, cada ir y venir del viento, sé que nunca dejaste de oírlo amenazador, siempre a punto de derribar la casa y llevarte lejos, lejos donde nadie pudiera escuchar tus gritos. Sé también que te asustaba el mar, que te embrujaba su ininterrumpido eco, que a veces ansiabas sumergirte en él, vaciarte en su espuma y destrozarte, sin morir, contra los acantilados.

Al amanecer, el mar apenas es un murmullo que opacan las gaviotas, los gritos infantiles y el ajetreo del mercado; al mediodía, el aceite empapado de mariscos, el vino, el sopor de la digestión y la siesta, lo aplazan hasta el atardecer cuando la partida de ajedrez, o un enamorado solitario, lo incorpora a sus meditaciones. En esos momentos era para ti un amigo, entonces te aventurabas fuera de la casa y, cuesta arriba, llegabas hasta la baranda que, a orillas del acantilado, servía para detener la sensación de vértigo y poder admirar, sin riesgo, el paisaje. Ahí casi olvidabas el viento, aunque solo el tiempo suficiente para recoger en tu mirada el último destello, pues, tan pronto desaparecía el sol, tú corrías y corrías hasta esconder la cabeza en el regazo de tu madre que nada te decía ni nada te preguntaba. En el verano, cuesta abajo, por la calle principal, recorrías el camino-caracol que descendía envolviendo al pueblo hasta la playa, una herradura trunca que tenía un poco de arena blanca y muchas guijas redondas y lisas, pero tampoco ahí permanecías largo rato; antes de que los niños bajaran a bañarse, tú ya habías recogido las piedras negras más perfectas y si, al regresar, ellos te pedían que los acompañaras de nuevo, pretextabas que el sol reventaba tu cabeza y rápidamente entrabas en la casa.

Así es como yo te imagino, en la mirada de los otros niños, delgaducho y pálido, enfermizo, con la ropa demasiado ajustada, con los ojos muy abiertos y no mirando a nadie, con el pelo revuelto y las rodillas sucias; entonces no pensabas en la posibilidad de llegar a ser grande, tal vez ni siquiera en huir del viento y del mar; solo tenías miedo, solo escuchabas, solo mirabas y sentías, silencioso.

¿Cómo podría reconstruirte de otra manera si lo que sé de ti nunca me lo has dicho así, sino como fragmentos de una historia ajena? Soñabas, lo sé, viajes aéreos a través de montañas, de bosques y caseríos perdidos en una época sin memoria, soñabas, pero no inventabas nada, todo estaba ahí, todo era tal y como tú lo creías, tal y como lo sigues queriendo.

Recuerdas tu infancia como un día nublado y cenizo, como un enorme cajón lleno de juguetes hermosos que no te decides a sacar del fondo y que llevas contigo de un lado a otro, pesado, agobiante, indescifrable. Pero a veces algo emerge concretamente, o una voz que te habla y que sabe que tienes miedo de atravesar el bosque porque, antes de llegar a donde tus hermanos trabajan cortando leña, el viento azotará los árboles hasta desgajarte los oídos; o una imagen que te devuelve, hacia fines del invierno, el impacto de esa capa delgada de hielo que tu cuerpo, enfermizo y frágil, rompe en las mañanas a orillas del río, y después, ya en casa, el pedazo de pan sin levadura que ha salido del sótano, de las provisiones invernales cuidadosamente preparadas por tu madre durante todo el año, mermeladas, conservas, encurtidos, el olor de esa sopa espesa y humeante capaz de derretir la nieve, la mirada del padre, desde la cabecera de la mesa, recorriéndote con solemne y distante autoridad. El único retrato que conservaste los muestra a los dos, a tu padre y a tu madre, vestidos de negro, el rostro sereno y esbelto, él con una corta barba cuadrada y un gorrito sobre el cráneo casi liso, ella con la peluca negra cubriéndole las orejas y firmemente recogida en un nudo tras la nuca. Ambos tienen los ojos lejanos, tristes.

En el verano tenías una sola camisa estrecha y un pantalón ajustado; montado al pelo sobre un caballo flaco, desafiabas al viento hasta caer de bruces sobre la tierra caliente, y así, tendido e inerte, esperabas que el aire te levantara, o que el bosque entero se abatiera sobre ti. Así es como yo te veo, solitario, vagabundo, escuchando los ruidos del campo mientras tus ojos recorrían las páginas de una Biblia amarillenta en aquel cuartito de escuela húmedo y oscuro; y de pronto, no sé en qué momento preciso, pues lo que tú me has platicado es demasiado vago, dices las cosas como si no se tratara de ti, como si contaras una historia ajena, de pronto, dejaste tu casa, tu bosque y tu país y te embarcaste rumbo a América.

Él también se embarcó un día y, como tú, dejó su infancia, su mar y su miedo, su viento, y partió entre estallidos de granadas y fusiles.

Eso es lo que sé de él y eso es lo que sé de ti; y a veces pienso que si, en vez de ser tu hija, hubiera sido tu hijo, me habrías confiado muchas otras cosas, tus sueños, tus deseos, tus temores, y no sé por qué él me hizo pensar en ti, ni por qué me fue imposible escribir dos historias separadas.

Titulado originalmente “Infancia”.

EL CANDELABRO

Entró por la ventana, y no porque hubiera olvidado las llaves, sino porque pensó que sería la forma más fiel de llegar hasta ahí. El departamento se encontraba en la planta baja, en un recodo del pasillo que desembocaba en un patio interior sucio y oscuro. Despegó cuidadosamente el vidrio flojo de la ventana, empujó la manija por dentro y abrió. Antes de asegurarse que esa era la cocina, volvió a colocar el vidrio, corrió las cortinillas y se quitó los zapatos (siempre le gustó entrar así cuando llegaba tarde, para sorprenderlo). Sí, era la misma casa húmeda, solitaria. Atravesó sin mirar nada. El otro cuarto, una pieza no muy amplia, la única, estaba delimitado al fondo por un ventanal opaco que abarcaba la mitad del muro. Contra la otra mitad, un sofá-cama se apoyaba. Hacia la derecha la pared estaba recubierta de paisajes, de retratos de escritores, de poemas y dibujos de parejas amorosas —copias hindús— esbozados apenas con tiza, garabateados. Los adivinaba palpitantes en la penumbra. Al centro, la mesa llena de libros y papeles ocupaba casi todo el espacio libre. Sus dedos sintieron algo pegajoso y turbio al deslizarlos por encima; encendió una vela, era polvo, polvo espeso y compacto, tiempo hacinado sobre el tiempo, sobre las cosas. Y sin embargo, todo parecía estar solamente dormido, las dos sillas baratas que habían comprado en un mercado popular, el librero tosco con sus figurillas de barro y de vidrio soplado y los libros de viejo, la jaula de paja que nunca tuvo un pájaro porque ellos amaban la libertad y no hubieran soportado su gorjeo de prisionero, las gruesas velas moradas suspendidas a los lados de la puerta sobre cucharones de negro metal, el tapete café de la lana áspera con sus palomas blancas a los pies del sofá, y el sofá mismo con sus cojines arrugados y quizá tibios aún. En el rincón, el candelabro de hierro forjado con sus tres brazos salomónicos que encontraron una tarde en aquella tienda de antigüedades entre columnas de madera carcomida, estatuas de piedra truncas, candiles sin lustre, arañas barrocas de cristal suspendidas tristemente, enormes capelos rellenos con flores de papel estaño azules y ocres, jarrones labrados de transparente colorido, cofres de piel ajada y cerraduras misteriosas, secreteres hoscos, melancólicos, cristos de torturado semblante abandonados entre alegres postores de porcelana rosa en idílicas actitudes, cabeceras sin pies y pies sin pantallas, rostros apergaminados y rancio abolengo enmarcados en oro viejo, viejísimo, y él estaba ahí, tendiendo los brazos sinuosos, semioculto entre unas vigas, como si desde siempre los hubiera estado esperando precisamente a ellos. Aún guardaba las gotas multicolores de cera entre sus negros bucles, los residuos de las últimas luces, de encuentros últimos. Parecía que solo los objetos habían podido retener aquellos detalles que la memoria perdiera, fatigada ya de tanto recordar. Evocándolos, las imágenes estallaban como un globo en fríos pedazos de aire para mezclarse entre sí, hierbas que se enredan entre las piernas sacudiendo grillos chillones por todos lados. Y ese caos apenas se había vuelto tangible ahora, porque ya no estaba centrado en el dolor de la separación, sino que había ido expandiéndose hasta tocar casi los límites de la amnesia. Pero no volvía ahí para tratar de rescatar los residuos del pasado: al contrario, Adriana sabía que en el amor las reedificaciones son fósiles que se desintegran al contacto de la luz, flores secas que se pulverizan entre los dedos. Buscaba un algo, un diluvio que, sin destruir, lo sepultara todo.

Se sentó en el suelo apoyando la espalda contra el sofá, los brazos alrededor de las rodillas y la cabeza sobre ellos. Quería hacer el silencio en sus pensamientos, y no mirar cada una de las sombras que se desprendían de los objetos y de la habitación que parecía una gran cripta familiar poblada de fantasmas ansiosos de aire. Tenía miedo y calosfríos, de un momento a otro esperaba escuchar un quejido o el rasgueo de un cerillo. Se dejó invadir por el sopor de la penumbra, su cuerpo se aflojó y las lágrimas brotaron libres, se diría que volaban pues la luz de la vela temblaba también. Al levantarse y apoyar las manos sobre el piso, encontró el broche que creyó haber perdido la última tarde que estuvo con Sergio en el campo, cuando él tropezó con la concha vacía de un caracol entre las piedras.

Se encontraron una tarde en que llovía pesadamente y, a través de la monotonía nublada, las palabras se hicieron frases, las frases sentimientos y los sentimientos un gesto rápido sobre la mejilla, un beso que él depositó sin esperar respuesta, como si hubiera querido retener y sellar todo lo que le contara de su vida hasta ese momento para empezar una nueva, otra, juntos. Ella lo llamó a su oficina unos días más tarde, y a partir de esa mañana el verano alargó sus luces un poco más y coloreó las nubes con mayor esmero, perfumó las noches de silencios campestres y desplegó sus vientos entre ahuehuetes y maizales.

Adriana buscó sobre la mesa el álbum fotográfico. Casi siempre, a causa de su trabajo, Sergio llevaba una cámara, y ambos habían decidido coleccionar las fotos, las cortezas y flores secas, las piedras y todo lo que encontraban o compraban durante sus paseos cuando alquilaron el departamento, o quizá —pensó Adriana al voltear las hojas duras del álbum— había sido precisamente al revés: que para poder guardarlo todo, incluso el tiempo miedoso de futuro y el futuro incierto, era menester una habitación, un lugar apartado capaz de contenerlo todo, un arcón o un tibio ropero abandonado.

En el lago, apenas unas semanas después de su encuentro, ella supo que, a pesar de su habitual indiferencia y el temor de darse a conocer, se entregaría impulsivamente, sin más reflexión, por fragmentos, y que la imagen que Sergio se formara de ella jamás la tendría otro igual ni sabría ella recuperarla en su totalidad. Cerró el álbum. La separación se había presentado como una serie de espejismos movedizos, de vértigos ciegos, de espasmos mudos. Se recostó en el sofá y se durmió al cabo de un rato presa de agotamiento. Al despertar, ya la vela estaba apagada y la habitación había cobrado el aspecto de un gran agujero suspendido. Adriana no se atrevió a levantarse, ni siquiera a moverse. Trataba de reconocer, de distinguir los contornos de las figuras, de los libros, de los grabados en la pared. Solo el candelabro que se erguía a sus pies tenía forma de vida.

Muchas veces se despertaron así, olvidando en el sueño lo que los ataba a las otras personas, y, considerando solamente la languidez de sus cuerpos, volvían a amarse porque querían perderse, otra vez, en el oleaje sordo, único que adquiría realidad, del vaivén amoroso. Pero el momento de separarse llegaba siempre, inevitable; Adriana volvía a su casa como a una angustia y Sergio al lecho conyugal, probablemente con la esperanza de hacer olvidar a su mujer agravios y recriminaciones. Y muchas veces también habían sacrificado sus hermosos paseos de los primeros meses para encerrarse entre esas cuatro paredes suyas, simplemente para leer en voz alta, para leerse uno al otro trozos de poesía, de novelas, como si hubieran querido ahogar los ecos del mundo de los otros y del suyo propio, del más íntimo, aquel que albergaba ya la soledad futura.

En alguna parte Adriana imaginó una taza de café caliente que absorbiera el frío de su cuerpo y las sombrías emanaciones de las cosas. Buscó a tientas y encendió una vela del candelabro; la llamarada azul se tiñó de rojo y ella se sintió menos sola; encendió la segunda y un leve temblor atravesó por sus miembros, parecía embrujada por ese robusto tridente negro que no era solo un sostén, sino que irradiaba la luz anaranjada desde sus más profundas partículas; la última vela iluminada arrancó de sus labios una sonrisa y al instante buscó, con una inquietud infantil, las dos gruesas velas moradas reposando sobre sus cucharones de metal. Nada recordaba ahora tristeza alguna, todo había recobrado su concreta significación bajo el violento resplandor amarillo, el único significado verdadero: los fantasmas estaban integrados a las cosas, el polvo al recuerdo, el tiempo al pasado. Adriana presentía las gotas de lluvia a través del aire que se filtraba por el ventanal semi­abierto y el quicio de las puertas. De pronto, una gran alegría lo inundó todo: ella agitó sus brazos, sus piernas imitaron un giro acompasado y, sin dejar de sonreír, con todo el cuerpo, apagó una a una las luces, y no salió por la ventana, sino que abrió suavemente la puerta, y sin mirar nada partió muy despacio.

Titulado originalmente “El encuentro”.

TRAS LA VENTANA UN ÁRBOL

… à l’attente de l’être idéal que nous aimons, chaque rendez-vous nous apporte une personne de chair qui contient déjà si peu de notre rêve.

MARCEL PROUST

Tendida boca abajo en el diván, sobre el cubrecama rojo, Martha sentía los dedos de Ernesto recorriéndole la espalda. Tenía la cabeza sumida entre las cobijas y su olfato buscaba ansioso ese olor que no era el suyo y que la retaba de pronto con un desafío brusco y hostil: era algo tibio, casi sin aroma y, no obstante, perfumado, con olor a moho. Los dedos se anudaron en su pelo, resbalaron por el brazo donde descansaba apoyada y fueron a hundirse en el sobaco húmedo. Sabía que no iba a escapar, que no intentaría ningún movimiento ajeno a la voluntad de sus sentidos, que se quedaría ahí, tensa y débil. Ese día escogió un vestido amplio y de cierre largo, en su cuerpo el perfume había caído abundante y en el pelo los rizos fueron cuidadosamente marcados. Antes de apretar el timbre mojó sus labios resecos y, al momento de rozar con los nudillos la puerta, como alguien que no fuera ella, otra Martha ausente pero que se viera desde fuera, advirtió que el temblor en su cuerpo no se aquietaba y que de pronto una camisa y un pantalón claro estaban ante sus ojos, que aún permanecieron bajos durante unos segundos.

Así fue exactamente, Martha lo dibujó paso a paso en su mente como si hubiera querido retrasar el momento en que la mano desnudó sus hombros y ella se tiró en el diván.

Era algo indefinible y vago. Pocas veces había estado en el estudio de Ernesto, y poco sabía de él, salvo, quizá, que a ella le gustaban sus cuadros, y a él ese cuerpo joven que había empezado a pintar; y, sin embargo, ese algo que la rechazaba le salió al encuentro desde el primer instante, desde el primer momento en que se abrió la puerta y ella puso el pie sobre la alfombra gris. “Pasa, te enseñaré primero el estudio y luego tomaremos café en el otro cuarto. ¿Ves? Aquí es donde pinto, la luz es mejor y da todo el día.” Martha miraba los colores surgir del techo, del piso, de las paredes cubiertas de telas y retratos, de paletas manchadas, azul-rojo-sepia, de letras y dibujos. “¿Qué escribiste en esas hojas? ¿Para qué las cuelgas?” Ernesto buscaba sus ojos y sus manos curiosamente frías. “Aquí duermo a veces cuando trabajo hasta muy tarde.” Libros, más cuadros, una guitarra, algunas máscaras negras, un esqueleto de cartón suspendido sobre el sofá-cama, un farol de transparencia violeta. Todo eso a primera vista. Después los detalles, los objetos que empezaron a brotar como si fueran ojos, celosos guardianes de ese algo indefinible y vago que flotaba en el cuartito y emanaba de las cosas. Un florero azul de vidrio soplado, un peine y una almohada, un espejo redondo, varias figuritas de barro en las repisas junto a los libros, dos cajas de cerillos, ceniceros —“¿Te gusta?”—, un tocadiscos y unas tacitas de porcelana azul marino, un sillón de largos faldones rojizos, una carpeta bordada sobre la mesita a un lado del sofá, una botella de vino tinto. Todos y cada uno de los objetos eran parte de ese rechazo inicial, de un mundo pretérito, y a la vez presente, al que probablemente Ernesto se integraba tan pronto como Martha abandonaba el estudio. Pero en tanto, mientras físicamente continuara ahí, frente a Ernesto y frente a las cosas, en cada nueva cita, sus ojos iban y venían por todo el cuarto tratando de absorber los contornos de esas cosas, de palpar su abrupta e incontenible presencia.

Tras la ventana, un árbol. Martha siente el aire fresco en la nuca y levanta la cabeza para mirar hacia afuera; dentro, y a pesar de ser temprano, huele a tabaco; han fumado mucho. Ernesto, en la cocina, tras la cortina de cambaya morado y rosa, prepara un poco de café. Martha vuelve a sumergir su cabeza entre las cobijas: eso continúa ahí, reciente, y su mano tiembla cuando se interna por debajo del cojín hasta tocar la superficie fresca de la sábana. “¿Duermes?” Quisiera hacerlo y no saber dónde está. Antes de incorporarse para tomar el café, un pájaro la llama desde el árbol. Hubiera querido decirle que estaba triste, que prefería ir a aquel bosque (que recorrían al principio) donde la tierra está cubierta de hojas secas, caminar sobre ellas tomados de la mano y hablarse; o simplemente salir a la calle a mirar y a pasear. Decirle, la cabeza apoyada en sus rodillas, que le enseñara a contemplar ese cuarto con esas cosas que aún no conocía bien. Triste porque todo le parece extraño, porque hay una voz en los rincones y le grita intrusa, porque ve sombras y es de día y las sombras están en los ojos de Ernesto, en el contorno de las cosas y avanzan hacia ella. Pero Martha no quiere que él se burle y sabe que lo hará, que su risa la aislará más, y calla y busca sus labios. Había habido tal ansiedad en su espera, en el transcurrir del tiempo hasta la hora fijada para el encuentro, en la cuidadosa elección de su ropa, en la aproximación al estudio y en el ascenso de la escalera que, de pronto, cuando por fin sus cuerpos se encontraron y él la depositó, el vestido bajo la cintura, sobre el cubrecama rojo, y sin que Martha supiera evitarlo, las lágrimas corrieron por su cara y su pelo. “¿Lloras?” “No, no es eso, no estoy llorando.” Ernesto le dio la espalda y encendió un cigarro, ella se tendió boca abajo. Deslizó la mano desde el cuello hasta el inicio de las caderas, sentía que ella no iba a escapar, que no podría resistir esa mutua atracción inexplicable, pero Ernesto no sabía qué hacer ni qué decir y decidió esperar, preparar un poco de café.

Salir, abandonar las paredes y el esqueleto sobre la cama, respirar todo el aire hasta hacerse viento y entonces penetrar por la ventana ybarrerlo todo, soplar y soplar hasta que los objetos se desmoronen y se pierdan, hasta secar ese olor sin perfume, esa humedad sin aroma. Martha está ahí, ahí están sus libros y sus zapatos, su cuerpo moreno, firme y tibio, su negro cabello ondulado, su silencio. “Levántate ya y vístete.” Y, no obstante, él había estado esperando, extrañando su presencia matutina, aspirando su aliento, mirando sus ojos infantiles, escuchando atento el ruido de los coches y las pisadas en la escalera, el rumor del viento entre los carrizos huecos pendientes a un lado de la ventana, a su espalda, mientras manchaba sin mucho sentido la tela colocada frente a él. Aquella vez, en la exposición, sin conocerla siquiera, ella le había pedido que le hiciera un retrato (tenía los labios finos y unos grandes ojos tristes), Ernesto sintió ganas de reír, pero al mirarla otra vez pudo imaginar cómo se vería su cuerpo delgado bajo sus pinceles, y aceptó. “Venga, la invito a cenar.” “Entonces, ¿empezamos el lunes?” Ernesto dejó los pinceles, se acercó a la ventana, hizo sonar los carrizos con violencia y fue a buscar un cigarro sobre la mesita junto al sofá. Trató de hacer un poco de orden: vació los ceniceros, recogió unos vasos sucios, acomodó los cojines, escondió unas horquillas, enderezó unos cuadros y dio un leve empujón al esqueleto suspendido sobre el sofá-cama. No estaba habituado a esa clase de preparativos y se sintió molesto por lo que pudieran significar dentro de esa no-costumbre. Un ligero toque en la puerta —siempre llamaba una sola vez—, un traje en tonos lila, botas, libros bajo el brazo, mano fría. “Pasa, hoy está un poco nublado, trabajaremos más tarde.” Ernesto la veía mirar y sentía que su mirada estaba ocupando un vacío frente a sus cuadros, que su figura se amoldaba al movimiento del espacio entre los colores. Ahí está la piel, el cuello delgado y largo, los hombros abandonados entre sus dedos, y algo como un temblor en ellos al descorrer el cierre de su vestido. “Quisiera pintarte así, semidesnuda.” Tendida boca abajo parecía más frágil, más indefensa; acarició su pelo y se dejó llevar por la línea del brazo donde descansaba su cabeza hasta rozar el nacimiento húmedo de su seno. “¿Lloras?” Quizá también él quería llorar. Se incorporó, súbitamente, y encendió un cigarro.

Martha apoyó los codos en el cojín, miró hacia la ventana y se sentó en la orilla del diván. Ernesto le acercó una de las tacitas de porcelana y apoyó los labios en su hombro desnudo, ella sintió su propia suavidad y se sorprendió deseando en ese contacto algo más que un deseo, algo más cercano, menos brusco. Cuando se despidieron aquella noche en el interior del automóvil, había tenido la misma sensación de alejamiento —la voz de Ernesto comentaba los incidentes de la exposición, hablaba consigo mismo, aunque la presencia de ella pareciera serle necesaria—, de ser el reflejo, el solo eco de algo distante. Quiso entrar en su monólogo y lo llamó por su nombre, Ernesto la tomó por la barbilla, Martha bajó los párpados y entreabrió los labios, pero la boca rozó su oreja y se detuvo en el cuello. Él no estaba ahí, al alcance de su mirada, sino, opaco e inapresable, entre sus muslos apretados. Retrocedió. “Entonces, ¿el lunes próximo?” ¿Por qué esa necesidad en la piel y, al mismo tiempo, ese rechazó? En sus ojos sentía el destello de otra visión, en sus manos un hueco que el cuerpo de Martha no lograba llenar del todo; se levantó y puso la taza sobre la mesita. “¿Quieres más café?” “Prefiero un poco de ese vino.” Se acercó a una de las repisas y tomó un libro al azar, una capa de polvo se adhirió a sus dedos, en la primera página vio una dedicatoria que no alcanzó a leer porque algo escapó de entre las hojas en el momento en que Ernesto le tendía el vaso de vino. “¿Te gusta guardar flores secas?” “Es una tontería, y, además, ese libro no es mío. Déjalo.” ¿Qué era lo que él no quería decirle? De pronto se sintió al borde de una certeza, a punto de descorrer ese velo que mantenía el cuarto y las cosas en la semipenumbra de un misterio cuya sombra móvil pudiera traducirse, en una palabra, ¿transformarse, acaso, en un nombre en otro rostro? Olvidó la flor en el suelo y se dirigió hacia la ventana. El vino sabía un poco agrio y se dio cuenta de que la botella estaba medio vacía. Afuera, las ramas se mecían sin ritmo y el viento, a veces suave, a veces súbito, sacudía las hojas y el nido del pájaro. Aspiró con fuerza el aire húmedo y frío y cerró la ventana: Ernesto la contemplaba en silencio sentado en el sillón. Tenía la copa entre las dos manos, muy cerca de los labios, la cabeza inclinada, las piernas cruzadas. Martha sonrió y se fue hacia el estudio. Trataba de alejar su proximidad porque el menor roce la recorría como una punta dolorosa, resbalaba hasta sus tobillos, la enredaba, la tomaba entre sus bordes y entonces la cabeza partía, sola, muy lejos del cuello. Y no era precisamente la sensación de estar flotando, porque incluso el más mínimo espacio en su cuerpo era habitado, latía, se concentraba en su propio e independiente peso, como el árbol que pudiera ver, reconocer y palpar cada una de sus ramas y, en ellas, cada una de sus hojas.