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Octavio Pineda

 

 

 

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© Octavio Pineda

 

© Taller de Edición • Rocca® S. A. (de esta edición)

 

ISBN (edición electrónica): 978-958-8545-49-3

 

Bogotá, D. C., Colombia

Primera edición, julio 2012

 

Edición y producción editorial:       Taller de Edición • Rocca® S. A.

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Hecho en Colombia • Made in Colombia

 

 

 

 

 

 

 

 

 

“Los amorosos andan como locos

porque están solos, solos, solos,

entregándose, dándose a cada rato,

llorando porque no salvan al amor”.

Jaime Sabines

 

 

 

“La ironía ilumina las negaciones

como los fuegos fatuos

la muerte y la disgregación”.

José Juan Tablada

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Ver para creer

 

 

 

Ana Paula había citado a Horacio en la calle más concurrida de la Zona T, que esa noche de viernes estaba en plena efervescencia. La música a todo volumen, el bullicio de las conversaciones simultáneas y el tintineo de los vasos y copas que brotaban de los apiñados bares, instalados uno al lado de otro, inundaban la calle peatonal. Y ese barullo era una buena forma de silenciar cualquier discusión de pareja que pudiera tornarse ríspida, previó Ana Paula, quien llegó primero a la cita y esperó, justo al lado del quiosco de periódicos. Impaciente, miraba con frecuencia el reloj digital de su teléfono celular.

A sus veinticuatro años era una mujer hermosa. Tenía una figura armónica y su rostro nacarado, que contrastaba con unos brillantes ojos negros, destilaba un aire entre angelical y nostálgico, todo enmarcado en una lustrosa cabellera negra. A su familia no le faltaba el dinero y esa noche, como casi siempre, iba muy bien vestida, con un toque informal que dejaba de lado la ostentación.

Horacio apareció diez minutos después, con un cigarrillo en la mano. Salió de uno de los bares donde se había refugiado para tomar unos tragos antes de que ella lo llamara al celular y le pusiera la improvisada cita. “Tenemos que hablar ya. Dime dónde te veo”, le había dicho Ana Paula en tono imperativo, sin poder disipar de su cabeza la duda de si Horacio efectivamente estaba con unos amigos, como él le había dicho, o con alguien más.

Horacio ya tenía sus tragos encima, pero no estaba ebrio. Lucía sereno y seguro de lo que iba a decir. Físicamente Ana Paula le encantaba, pero le resultaba demasiado complicada. Era más bien ella quien lucía intranquila, por la forma en que pivotaba su bota derecha contra el piso.

Comenzaron a hablar. El ruido de fondo silenciaba una discusión que sólo ambos escuchaban. Ella planteó sus primeros reclamos, que Horacio escuchó con atención, evitando contradecirla, como dándole razón en todo. Por su actitud, incluso parecía arrepentido de todas las cagadas que le hubiera podido hacer, con o sin querer.

El tono de ese monólogo femenino, que Horacio atendía casi sin chistar, sólo asintiendo con la cabeza y dando esporádicas fumadas a su cigarrillo, daba para pensar que todo se resolvería bien. Pero la aparente condescendencia de Horacio era sólo una forma de sobrellevar la discusión por las buenas, para que Ana Paula no se saliera de sus casillas, porque él ya había tomado una decisión.

Cuando ella le propuso, de forma terminante, que las cosas entre los dos se arreglaban —como ella en el fondo anhelaba— o ponían fin a su relación, él eligió, con aparente pesar, la segunda opción. “Creo que es mejor, por el bien de ambos, dejarla hasta acá”, sentenció él.

Ana Paula, quien no se esperaba esa respuesta, abrió los ojos muy grandes y se quedó pasmada, con la boca abierta. Pasaron unos segundos antes de que la quijada inferior empezara a temblarle de rabia y los ojos se le llenaran de lágrimas. Era precisamente la reacción que Horacio había querido evitar. Ella sacudió la cabeza, como no creyendo lo que oía, y le preguntó si estaba seguro de lo que decía. Ante la postura firme de Horacio, empezó a maldecirlo, primero con palabras, pero luego ayudándose de brazos y puños, con los que golpeaba su pecho, como un robot descompuesto. “¡Eres un malparido!”, increpaba ella con una mezcla de rabia y dolor.

Él intentó sosegarla, tomándola por los codos y pidiéndole que se tranquilizara, pero sólo empeoró las cosas. En medio de un llanto desconsolado, Ana Paula repitió una y otra vez su frase maldiciente. “¡No me toques, suéltame, malparido!”, le advertía.

En la transitada calle, quienes alcanzaban a advertir la discusión, silenciada por la bulla del entorno, sólo veían a una mujer, de rímel corrido por las lágrimas, que manoteaba contra el hombre que intentaba calmarla, pero no daban mayor importancia a la escena.

Ana Paula pareció contenerse por unos segundos, sólo para tomar aire y sentenciar con más fuerza: “¡No te me vuelvas a acercar en tu vida!” Y dio a Horacio un último empujón en el pecho, a manera de despedida.

Entonces se alejó a pasos muy largos, limpiándose con las manos el rímel escurrido, que intentaba disimular con el pelo caído como un telón sobre su cara, y esquivando de mala gana a los transeúntes que se topaba en el camino.

Horacio al principio se quedó inmóvil, como atornillado en el piso. Pero luego, con su peculiar cojera, se puso a seguirla —sin que Ana Paula se diera cuenta— sólo para asegurarse de que ella, con la razón nublada por el despecho, no fuera a cometer alguna estupidez en esa huida precipitada. Él se dio cuenta de que a una cuadra un automóvil la estaba esperando. Creyó distinguir una sombra femenina al volante. Era Camila, quien al ver llegar a su mejor amiga se apresuró a levantar el seguro y a abrirle la puerta.

Ana Paula se subió al vehículo atropelladamente y se deshizo en llanto en el regazo de su amiga para desahogarse. “Ay, Cami. No quiero volver a saber nada de hombres. En este país, todos son unos perros, y cuando no, son la cagada”, despotricó.

Horacio por lo menos se quedó más tranquilo; sabía que su ex novia quedaba en buenas manos. A una distancia prudente del vehículo, para que no lo vieran, se sentó en el borde de una terraza y, pensativo, encendió otro cigarrillo. Volvió al bar del que lo había sacado, casi a empellones, la cita que le impuso Ana Paula. Antes de sentarse de nuevo a la mesa, pasó directo al baño.

Orinó, como para sacarse el escalofrío de la noche y de la discusión, y al terminar se miró al espejo, que le devolvió el reflejo de un rostro deforme. Tenía el ojo derecho muy grande y saltón, a una altura distinta que el izquierdo, bastante más pequeño. La nariz y la boca las tenía torcidas debido a malformaciones congénitas. Su pelo era hirsuto, como de puercoespín, y los anteojos de cuatro dioptrías que utilizaba no alcanzaban a disimular ese rostro de trazo cubista.