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Primera edición digital: julio 2016
Composición de la portada: Óscar Fraile
Fotografía de la portada: Africa Studio
Diseño de la colección: Jorge Chamorro
Corrección: José Cabrera
Revisión: María Zuil

Versión digital realizada por Libros.com

© 2016 Carlos Serena Ramos
© 2016 Libros.com

info@libros.com

ISBN digital: 978-84-16616-54-1

Carlos Serena Ramos

El paciente 0 de Fuente Pardo del Lucero

Un día que no me viene a la memoria,
alguien del que tampoco me acuerdo,
me contó…

Índice

 

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Título y autor
  4. Dedicatoria
  5. La llave
  6. Día 0
  7. Un halo de esperanza
  8. El tesoro de Rómulo se hace añicos
  9. Culpable
  10. Federico Caminante
  11. Como una bola de nieve
  12. La chincheta aprieta
  13. El coronel Romualdo Pancracio
  14. Una pera, uno más
  15. Prolegómenos
  16. Rubiales, no me jodas
  17. Miguel Canturrias y sus tres milagros
  18. Un encuentro causal
  19. El rincón de la Esperanza
  20. La verdad de Castañales
  21. Maniobra Topowski
  22. Salotan
  23. Epílogo
  24. Mecenas
  25. Contraportada

La llave

 

Allí estaba Martin Topowski, de nuevo rodeado por villanos, concretamente seis, si dejamos a un lado a Turbo, el caniche feo e irritante de Mr. Tévez. Cinco de los malos malísimos tenían acorralado al bueno de Topowski y le hacían retroceder lentamente, paso a paso, hacia uno de los muros que delimitaban la zona de las calderas en la fábrica de fundición. En sus manos portaban todo tipo de utensilios afilados, puntiagudos y dignos de reseña en cualquier colección de armas japonesas, o bien para lucir expuestos y debidamente colgados en el estante de alguna carnicería Toledana. Topowski, el héroe por antonomasia, el adalid imperturbable, el adonis primoroso, se encontraba indefenso y desprotegido. Sus manos estaban desnudas, al igual que su torso, esto último pura estrategia marketiniana para captar al público adolescente femenino.

—¡Cómo ha cambiado el panorama de un año para otro! —murmuraron algunos de los internos.

Sin embargo, y a pesar de la situación tan crítica y desfavorable para sus siempre nobles y justos intereses, Topowski lucía aquella sonrisa de media luna cuyos extremos daban a parar en aquellos hoyuelos tan bien operados, retocados y vueltos a operar, los mismos que le habían proporcionado tantos premios y papeles protagonistas. A una distancia prudencial, Mr. Tévez, el malvado más odiado, el vil más ruin, el bellaco más feo que pudieras imaginar, contemplaba la escena relamiéndose los labios. Tenía entre sus brazos al caniche feo e irritante, una especie de perro bonsái de medidas ridículas: totalmente estirado y cogiendo como referencias el hocico y el rabo no llegaría al palmo de longitud. Mr. Tévez tenía los ojos encendidos, le brillaban, notaba cómo el nerviosismo se estaba apoderando de él poco a poco, pero no le importaba excesivamente la espera, estaba disfrutando del momento, por fin su sueño se iba a ver cumplido y en pocos segundos iba a presenciar cómo su archienemigo sería destruido, machacado, cortado en trocitos. Hasta tenía pensado qué hacer con sus huesos, menudo festín se iba a dar Turbo esa misma noche. Los latidos de su corazón resonaban a la vez que Topowski daba un paso hacia atrás. Cada vez más rápido, pum. Otro paso, pum. Otro más, pum, pum, pum.

De repente Topowski se topó con la pared. No tenía escapatoria, sus enemigos cada vez estaban más cerca. Podía olerlos y ver en sus ojos la sed de sangre. Una gota de sudor le resbalaba por la cara. Gotas similares caían a su vez por las sienes y caras de abobados de gran parte de los internos que contemplaban la escena. Los villanos alzaron sus navajas, cuchillos tácticos, hachas y punzones. Y justo cuando estaban a punto de darle al bueno de Topowski la estocada final, todo se sumió en oscuridad. Se hizo la nada y, allí, ya no estaba ni Topowski, ni los villanos, ni el caniche enano, ni la perra que lo parió. Apenas transcurrieron unos segundos, cuando las primeras voces de protesta se empezaron a oír en el pequeño salón de actos.

—¿Qué ocurre? —dijo una primera voz.

—¡Qué… carajo! —protestó una segunda.

—¡Me cago en…! —gritó otra.

Al unísono, y una vez que los allí reunidos tomaron conciencia de la situación, que no era otra que el haberse perdido el final de la serie favorita de los lunes por la noche a causa de un inoportuno apagón general, estallaron en un alarido grupal de protestas, improperios, insultos de toda índole y algún que otro graznido digno de penalti claro no pitado en el último minuto yendo cero a cero en la final de un mundial, y, como se diría en términos coloquiales: se armó la marimorena.

Se encendieron las luces de emergencia: varias bombillas ovaladas dispuestas en lo alto de las paredes o lados más largos del rectángulo cuya estructura contenía el salón de actos. Dichas luces proyectaban un halo rojizo que le daba un toque apocalíptico a la escena que se iba vivir en aquellos momentos.

De los gritos e insultos se pasó al caos generalizado. Era lo más parecido a un campo de batalla pero en vez de armas de fuego y granadas, aquí lo que te silbaba cerca del oído era la alpargata o la botella de agua de los que estaban unas filas más atrás. Todo lo que fuera susceptible de ser arrojado lo era y, por ende, volaba por los aires dispuesto a frenarse contra ti.

En un primer momento, valorando la opción de ser alcanzado por alguno de los proyectiles, decidí quedarme acurrucado en mi sillón a verlas venir. La protesta se transformó rápidamente en una transgresión al buen comportamiento, y algunos de los internos, incluso ataviados con camisas de fuerza, se las amañaron para bajarse los pantalones y orinar allí donde creían conveniente. Otros incluso fueron un poco más lejos y defecaron sobre la moqueta, y, a unos metros de mí, dos más competían por ver quién se escupía más fuerte a la cara.

Las personas encargadas de la seguridad que se encontraban en ese momento en el salón no daban abasto. Intentaban poner orden en vano y mientras trataban que dos internos no se peleasen, otros tantos a sus espaldas les agredían a ellos.

Uno de los chicos de seguridad, el más intrépido, decidido e insensato, se subió encima de la mesa donde se ubicaban todos los aparatos electrónicos, mandos y demás artilugios que gobernaban el sistema de la sala. Empezó a vociferar algo que no logré entender debido al bullicio que reinaba en el ambiente y en vez de poner calma o apaciguar los ánimos, que imagino que era lo que esperaba cuando acometió su empresa, consiguió el efecto contrario convirtiéndose en el blanco, y nunca mejor dicho porque el chico iba de un blanco impoluto, de las iras de todos los presentes; además de servir de improvisada diana de los objetos que orbitaban por la sala.

Aguantó estoicamente un par de zapatillazos y algún que otro trozo de sillón que, arrancado salvajemente, impactó en su cuerpo sin llegar a hacerle perder el equilibrio. Cuantas más embestidas aguantaba, más seguro se le veía. Se estaba creciendo ante la adversidad. El miedo se esfumó de sus ojos dando paso al brillo de la temeridad. Volvió a chillar con fuerza, a pedir calma de nuevo a gritos, parecía que recordase haber estado en conciertos más peligrosos que todo esto, hasta que se confió, ese fue su fatal error. Nunca subestimes a un loco, no sabes realmente lo que puede ser capaz de hacer y, lo peor, es que él tampoco lo sabe, y menos aún subestimes una sala llena de ellos, y, todavía menos, si están cabreados.

Emocionado entre ademanes varios y envuelto entre sus propias órdenes no se percató de la silla que, volando a través de la sala, fue a parar directamente a su cogote haciéndole perder el equilibrio además de la dignidad. El pobre chico giró cómicamente sobre sí mismo con las piernas cruzadas antes de precipitarse y darse de bruces contra el suelo, teniendo la mala fortuna de caer de morros provocando con ello la risotada general.

A lo lejos y coincidiendo con el momento del impacto de su dentadura contra el suelo, me pareció ver que saltaban de su boca un par de piezas blancas, muy pequeñas vistas desde mi posición y que luego corroboré que efectivamente eran sus dientes, concretamente sus dos incisivos centrales, también llamados paletas.

El tipo quedó de bruces, había perdido dos dientes pero mantenía la blancura de su bata intacta, quedando esta remangada a la altura de los riñones y dejando ver el pantalón, tipo vaquero, que vestía además de un manojo de llaves colgado del cinturón.

El corazón me dio un vuelco cuando vi todas esas llaves a tan sólo unos cuantos metros de mí. No podía creer lo que estaba viendo. El apagón que había provocado una revuelta desmedida me brindaba ahora la oportunidad de conseguir la última pieza del minucioso puzle que había ideado durante el último año. Tenía ante mis ojos la pieza clave, la solución a todos mis problemas.

En ese mismo instante y entrando por la puerta principal del salón de actos llegaron los refuerzos en forma de enfermeros, guardias, doctores y muchos más enfermeros. Incluso me pareció ver por allí al jardinero. Apenas tenía unos segundos para que llegaran a mi posición. Me armé de valor y empecé a saltar filas de asientos en dirección al manojo de llaves. Empujé, pisé y arrollé todo lo que se me cruzó por el camino, ya fuera coexistente o exánime, me daba lo mismo. Llegué donde estaba el chico de seguridad y sus dientes. Me agaché para observar bien las llaves. Acto seguido las palpé, y, rápidamente, arranqué del llavero la única que me interesaba. Con un gesto eléctrico me metí la llave en el bolsillo y cuando me estaba incorporando para emprender la huida de aquella conflagración de internos, sentí una punzada de dolor que recorrió rápidamente la cima de mi coronilla hasta frenarse en la espina dorsal. Al dolor se le sumó una sensación de calor por todo el cuerpo y una pérdida de nitidez y oscurecimiento en la visión que hizo que me tambaleara. Después de un intento inútil por mantener el equilibrio, me caí de culo y quedé recostado de espaldas contra el suelo. No perdí el conocimiento, pero estaba muy aturdido y no podía oír nada. Me habían atizado bien fuerte en la cabeza con algún objeto contundente, una porra o algo parecido. Me tranquilizaba creer que el caos que aún había en el salón de actos habría impedido a alguien verme cogiendo las llaves. Todos corrían de un lado para otro, destrozando cosas ya destrozadas, dando palos a diestro y siniestro a todo el que osara cruzarse en el camino, o gritándose a la cara sin causa ni razón justificada.

Entonces levantaron los plomos. Se hizo la luz y con ella se magnificaron los destrozos de la batalla: butacas desgarradas, girones de ropa por el suelo, paredes arañadas y orinadas, sin embargo, el televisor se veía intacto; había conseguido mantenerse inmóvil y esquivar la lluvia de proyectiles y, ahora con la energía restablecida, parecía de nuevo cobrar vida.

Desde mi posición logré ver cómo poco a poco la pantalla ganaba en intensidad y comenzaba a proyectar nuevas imágenes un tanto borrosas. Entre ellas me pareció distinguir a un tipo musculoso que agarraba fuertemente por la cintura a una chica de también imponente figura. Poco a poco la nitidez fue ganando la partida para confirmarme que se trataba de Topowski. El capítulo aún no había finalizado, pero sí toda su emoción… Una vez más había escapado de las garras de la muerte, y ahora estaba con su trofeo, su recompensa; la chica guapa, la que siempre le espera al final de cada aventura dispuesta a ser rescatada una y otra vez.

El final del capítulo de la serie coincidió con los últimos rescoldos de la refriega. Casi todos los internos estaban controlados y la situación empezaba a normalizarse. Entre la multitud vi que se acercaba una enfermera a socorrerme. Cerré los ojos y suspiré fuertemente. Por un instante me sentí Martin Topowski, estaba cansado y dolorido, pero tenía la recompensa que curaba todos mis males, aunque no en forma de mujer o enfermera guapa, mucho mejor, en forma de llave hacia mi salvación.

Día 0

 

El primer día que recuerdo en el Hospital psiquiátrico de Fuente Pardo del Lucero fue, sin duda, uno de los peores de mi vida. Desperté entumecido, notaba la boca pastosa, la nariz medio taponada, me daba vueltas la cabeza y sentía nauseas. Si no fuera porque de mi brazo derecho salían un par de vías que terminaban en sendas bolsitas de líquido aparentemente transparentes y ancladas a un dispositivo de sujeción, hubiera pensado que estaba de resaca.

Me encontraba en una cama con sábanas blancas, en una habitación de paredes blancas, sin ventanas y un techo blanco con una luz en forma de tubo que expedía, como no, luz blanca. Me intenté incorporar pero algo tiró de mi muñeca izquierda impidiéndomelo. Rápidamente observé que estaba encadenado a la cama a través de unas esposas. Nervioso, intenté forcejear sin éxito para librarme de ellas a la vez que intentaba recordar dónde narices me encontraba, por qué estaba encadenado a una cama y, lo peor de todo, quién demonios era.

No fui capaz de recordar nada, estaba inmerso dentro de un cúmulo de sensaciones angustiosas, una mezcla de impotencia y frustración se estaba apoderando de mí, provocando todo ello que perdiera los nervios rasgando mi piel con unas esposas que no era capaz de quitarme.

El roce y la fricción seguían produciendo heridas en mi mano, pero el dolor no me importaba, era la desazón interior la que me invadía el cuerpo, el no saber qué estaba pasando ni qué demonios hacía allí y el simple hecho de no acordarme de mi nombre. Estaba a punto de gritar de rabia cuando se abrió la puerta de la habitación. Tras ella apareció un tipo bajito, de poco pelo, gafas de pasta y cara de pocos amigos. Rondaría los cincuenta, vestía una bata y llevaba una carpeta en la mano. Pasó al interior de la habitación, me observó, se fijó fugazmente en mi muñeca maltrecha y, anticipándose a lo que pudiera decir, soltó:

—Parece que por fin se ha despertado.

—¿Despertado? —pregunté con tono de incredulidad— ¿Cuánto tiempo llevo aquí? ¿Quién es usted? ¿Dónde estoy? ¿Qué me ha pasado?

Acompañé la última de mis preguntas con varios guiños de ojo acompasados de una leve mueca de mi boca. Sin duda, efecto de alguna especie de tic nervioso.

—De momento no puedo contestar a ninguna de sus preguntas —contestó desinteresadamente el tipo de la bata blanca mientras ojeaba el cuaderno—. Necesito que se tranquilice y que me prometa que va a portarse bien, sólo entonces le quitaré las esposas y le llevaré a un sitio donde podrán explicarle todo lo que necesite saber.

Mientras hablaba examinó las bolsitas de plástico de las que salían las vías que conectaban con mis brazos.

—No me pienso calmar hasta que no me diga qué cojones hago esposado a esta cama.

El tono de mi voz denotaba enfado, pero el de mi cara transmitía furor. De no haber estado esposado me hubiera abalanzado sobre aquel tipo pequeñajo y le hubiera mordido un ojo, la nariz o lo primero que se hubiera puesto en mi camino hasta arrancárselo de cuajo.

—Mire, si no se tranquiliza no le voy a poder quitar las esposas, me marcharé y vendré dentro de un rato a comprobar que se ha calmado. Repetiré la maniobra las veces que hagan falta, no tengo prisa ni otra cosa mejor que hacer, así que usted verá —terminó la frase cerrando el cuadernillo de golpe y mirándome fijamente a los ojos.

—De acuerdo, ya estoy calmado, suélteme —dije en un tono mucho más suave.

Pensando un poco, era lo mejor que podía hacer. Me encontraba en una habitación esposado, no sabía quién era ni dónde estaba. No tenía más salida que la de calmarme, esperar a que me liberasen y que me aclarasen el porqué de todas mis preguntas.

—Muy bien —me contestó— pero como aún no nos conocemos mucho y creer en la totalidad de su palabra sería un disparate por mi parte, permítame que llame a un par de colegas que se encargarán de recordarle que esté tranquilo una vez le quitemos las esposas.

Dicho esto, se acercó a la puerta de la habitación y, sin salir por ella, asomó la cabeza y con conveniente gesto, hizo llamar al par de elementos con forma antropomorfa y rasgos acromegálicos más desorbitados que recordaba haber visto en mi vida, aunque teniendo en cuenta que no me acordaba ni de mi propio nombre la comparación perdía consistencia.

Eran tan grandes que a su lado mi amigo de la bata blanca parecía un llavero de pistón. El más alto de los dos tuvo que agacharse y ladear un poco su inmenso talle para pasar por la puerta al interior de la habitación. El otro hizo caso omiso de la maniobra de su compañero, y al pasar su frente topó con el cerco superior de la puerta, la cual se quejó a modo de crujido. El gigantón, por contra, ni se inmutó, ni siquiera parpadeó.

En un par de zancadas llegaron a mi posición. Uno de ellos empezó a palparse los bolsillos de los pantalones y de la camisa, aunque esta careciera de ellos. Al no encontrar lo que buscaba miró a su compañero que, al igual que este, repitió la búsqueda de lo que fuera por todos los bolsillos habidos y por haber de su indumentaria. Tampoco encontró nada, miró a su compañero y ambos se encogieron de hombros coordinadamente.

Yo miraba atónito la escena, quedaba claro que no me iban a ganar jugando al ajedrez, pero el solo imaginar una confrontación física con ellos me quitaba las ganas de cualquier intento de evasión.

—Si estáis buscando la llave de las esposas, par de zopencos, las tengo yo y siempre las he tenido yo —enfatizó el tipo de bata blanca y cuadernillo en mano mientras les lanzaba las llaves.

Una vez me hubieron liberado de las esposas me costó ponerme en pie, tenía las piernas abotagadas y los pies doloridos por lo que intuí que llevaba bastante tiempo metido en la cama. Me calcé unas alpargatas que había al lado de una mesilla. Me quedaban pequeñas, pero evitaban el contacto directo con el frío suelo. Salimos los cuatro de la habitación en curiosa formación: en la delantera, abriendo el paso, mi amigo el del cuadernillo; a continuación uno de los gigantes; después yo; y detrás de mí el otro gigantón. Salimos a un pasillo el cual no me dio muchas pistas de dónde estaba. No había cartel alguno, sólo las puertas de otras habitaciones y un extintor rojo colgado a uno de los lados de la pared. Cruzamos otro par de pasillos similares y llegamos a una especie de recibidor donde había acceso a unos ascensores. Estábamos en la planta menos uno y subimos a la última, la cuarta.

El ambiente blanco y frío de la planta menos uno dio paso a otro radicalmente opuesto. Para empezar, y contrastando con el duro suelo de plaqueta, estábamos andando sobre una moqueta marrón bastante mullida. El hall, porque esto era un hall y no un recibidor cualquiera, estaba decorado con cuadros un tanto horteras de floripondios de colores chillones. También había jarrones con todo tipo de flores y estanterías repletas de libros meticulosamente ordenados por colores y tamaños.

Siempre dirigidos por el señor de bata blanca y cuadernillo en mano, dimos a parar a pies de una doble puerta de madera con relieves de flores engarzadas y otros elementos de fundamento floral. Lo que estaba claro era una cosa, el que había decorado aquel sitio tenía una gran obsesión con el mundo vegetal o tenía algún pariente florista. El pequeño hombre se acercó a la puerta y golpeó con los nudillos antes de anunciar su presencia:

—Señor Ortízar, venimos con Macario, ¿podemos pasar?

¿Macario?, me pregunté en silencio presuponiendo que era yo mismo el susodicho.

—Sí, pasen —contestó una voz masculina al otro lado de la puerta.

Entramos a un despacho bastante amplio, la decoración era continuista y aportaba nuevos motivos florales en cada rincón. Al fondo del despacho había una mesa grande de nogal noble y, enfrente de esta, una silla plegable de metal. Junto a la mesa había un hombre sentado en una silla ejecutiva dando cuenta de un bocadillo que, desde mi posición y por el pestazo que soltaba, hubiera jurado que era de sardinas.

—Perdónenme, pero a estas horas de la mañana si no tomo algo no soy persona —dijo con la boca llena mientras apuraba el bocadillo y se limpiaba el morro con la manga de la chaqueta.

—Le hubiera ofrecido bocata si hubiera llegado un poco antes pero, en fin, en otra ocasión será. Tome asiento, por favor —me pidió mientras extendía el brazo para señalar la silla plegable.

De momento opté por permanecer callado y ser obediente. Me senté en la silla mientras el resto se quedó de pie detrás de mí.

—Me imagino que estará bastante confuso. Se ha despertado esposado a una cama, en un sitio que no conoce, no sabe cómo ha llegado hasta aquí y no creo que recuerde ni su propio nombre, ¿me equivoco?

—En nada, pero eso ya lo he averiguado yo solito —contesté.

Otra vez sentía dentro de mí el rumor previo a la turbación. El corazón me volvía a palpitar con fuerza y el tic con guiño en el ojo se repitió un par de veces. El tipo de la mesa esbozó una ligera sonrisa y continuó su discurso.

—Como le iba diciendo, se encontrará desorientado, trastornado, aturullado y otras muchas palabras que terminen en -ado, pero aquí estamos nosotros para explicarle todo lo ocurrido, señor Pedregales, porque ese es su nombre: Macario Pedregales.

Abrí bien los ojos, como hace el niño curioso al que le explicas algo por primera vez en su vida.

—El sitio donde se encuentra no es otro que el hospital psiquiátrico de Fuente Pardo del Lucero, pueblo de la provincia de Zamora. Hoy, para todo el día, será 5 de mayo de 1981. Hace fresquito, unos catorce grados, por lo que le recomiendo una chaquetilla para no constiparse. El médico que nos acompaña se llama Ernesto Rubiales, es quien ha cuidado de usted desde su llegada aquí hace ya más de una semana y los dos chicos grandes que van con él son: Rómulo y Remo. Hermanos, como no podía ser de otra forma, aunque en realidad se llaman David y Pablo, pero les apodamos Rómulo y Remo en plan cariñoso. Y quien le habla, un servidor, Pedro Ortízar, director, gerente y mandamás de todo este cotarro.

No me podía creer lo que estaba escuchando, además de tener un nombre horrible, con respeto a todos los Macarios del mundo, estaba en un sanatorio de locos, un manicomio. ¿Qué iba a ser lo próximo? ¿decirme que me habían encerrado por perseguir vacas en pelotas en el prado?, y luego ¿qué me iban a contar? ¿que jugando al mus con ellas y al comprobar que mi compañera vacuna se daba siempre un sonoro muuuus, cualesquiera que fuera su mano, la había emprendido a cabezazos con ella y de ahí mi pérdida de memoria?

—Pero présteme atención señor Pedregales que ahora viene lo más importante, el porqué está aquí y cómo ha perdido la totalidad de su memoria.

Dicho esto se levantó de su asiento, se acercó a mí y posó su mano sobre mi hombro.

—Todo se remonta exactamente hace unos meses atrás: amaneció soleado y caluroso en Castañales, el pueblo donde naciste, te criaste y enloqueciste. Las mariposas revoloteaban y jugueteaban entre ellas fundiéndose con la suave brisa que inundaba el ambiente. Los terneritos se alimentaban con la buena leche que obtenían de las ubres de su madre, los perritos falderos correteaban aquí, allá, y de un lado para otro en busca… —de repente, el doctor Rubiales carraspeó un par de veces, Pedro Ortízar se percató inmediatamente del disimulado pero eficaz gesto, e inmediatamente interrumpió su relato— Discúlpenme el circunloquio y la verborrea, de pequeño gané un concurso de relatos cortos y, desde entonces, más de una vez y más de dos me enredo en parafraserías y adornos litúrgicos innecesarios. Resumiendo, que hacía un día cojonudo. Te levantaste, aseaste, desayunaste con tu mujer y tu hija, y empezaste la rutina laboriosa que te ocupaba día tras día y sin receso, aunque fuera festivo:

»Araste la tierra, sacaste las ovejas a pastar y plantaste pepinos en el huerto —la exposición del relato de Pedro Ortízar iba acompañada de numerosos gestos y aspavientos que imitaban, a su vez, los menesteres diarios que estaba describiendo— cuando de repente, y no sé si ayudado por un golpe de calor o a causa del pesticida que usabas en tu huerto, caíste enfermo con fiebres muy altas —se puso la mano en la frente y se inclinó hacia atrás simulando caer desfallecido—. Dichas fiebres dieron paso a delirios bastante singulares: un día te creíste pato y te empeñaste en pasar todo el día metido en una charca, chapoteando, cloqueando y comiendo migas de pan —a lo que acompañó la descripción subiendo y bajando los brazos e imitando el sonido del pato para hacerla más evidente—. Otro día creíste ser un sacerdote y te pasaste el día entero dando misas a todo ente que se te cruzaba por el camino. La preocupación aumentó cuando las fiebres remitieron, pero tus transmutaciones se repetían cada vez con más frecuencia. Tu mujer contactó con los mejores médicos y sanadores de todo tipo, incluso contrató a un exorcista, pero nada, tú seguías con tus transformaciones en personas u objetos de toda índole: soldado de la segunda guerra mundial, bola de billar, pluma de escritorio… Hasta que una mañana —hizo una pausa para darle más intriga a su relato— te despertaste sin recordar nada del día anterior ni de ningún otro, pero con una firme convicción en tu ser de que te habías convertido en Nerón, y tu pueblo era el mismísimo Imperio Romano —acabó la frase dando un puñetazo en la mesa—. El resto te lo puedes imaginar, pero por si eres duro de mollera, te lo cuento yo —dijo de nuevo posando otra vez su brazo sobre mi hombro—. Para dar más verosimilitud al papel de emperador de Roma te empeñaste en quemar el pueblo entero, y vaya si lo conseguiste, no quedó establo ni vaqueriza en pie. Redujiste todo a cenizas. Tu mujer y tu hija te abandonaron, no quisieron saber más de ti. El pueblo entero, además de retirarte la palabra y odiarte, te quería linchar.

Se me estaba empezando a nublar la vista, una angustia poderosa y cada vez más acuciante recorría mi cuerpo y me impedía respirar con facilidad.

—Nos enteramos de tu caso por las noticias y, sin más dilación, fuimos a rescatarte. Cuando dimos contigo estabas en estado catatónico; mal nutrido y bastante envejecido, aunque esto último creemos que tiene más relación con la vida de mierda que llevabas anteriormente. Te trajimos aquí hace una semana, y tendrías que dar gracias al doctor Rubiales porque ha hecho un verdadero milagro contigo. Te inducimos al coma para procurarte, durante una semana, la medicación más fuerte y eficaz. Lo de la pérdida de memoria es otro cantar, me temo que será algo irreversible, pero creo que con la medicación que te hemos suministrado las transformaciones dejarán de producirse y podrás tener una vida digna, dentro de este hospital psiquiátrico, por supuesto. Hoy por hoy estás considerado un peligro potencial y para que puedas salir de aquí, si es que alguna vez lo haces, tendrá que pasar mucho tiempo y tendremos que asegurarnos de que estás totalmente sano, ¿verdad, doctor Rubiales?

El doctor que andaba distraído mirando unas manchas aceitosas en la pared con forma de pingüino, asintió rápidamente con la cabeza cuatro o cinco veces y tomó el relevo de la conversación.

—Así es, Macario, tuvimos que inducirle al coma porque los medicamentos que le proporcionamos eran muy fuertes para que pudiera soportarlos conscientemente, pero a la vista de los resultados, podemos asegurar que el tratamiento es un éxito. Hasta parece una persona normal, claro que, tendrá que seguir tratándose con una fuerte medicación que podría dejarle alguna que otra secuela, y tendrá que ser sometido a exhaustivos controles para que no vuelva a recaer, no queremos que nos confunda con romanos y acabe quemando el hospital… —El comentario del doctor Ernesto Rubiales provocó las risas de los presentes.

Un día que no me viene a la memoria, alguien del que tampoco me acuerdo, me contó que la risa esconde los verdaderos rasgos y matices de la personalidad. Desde entonces, cada vez que oigo reír a alguien no puedo dejar de hacerle un rápido psicoanálisis y, la mayoría de las veces, acierto de pleno. Rómulo y Remo, que se rieron con algún que otro segundo de retraso que el resto, lo hicieron de tal forma que dejaron bastante explícita su condición bobalicona y garrula. Fue una mezcla entre el ho ho ho de cualquier Papa Noel y un haaa haaa de asno maduro. El doctor Ernesto Rubiales rio con un je je jeee, je je jeee entrecortado y algo forzado, era la risa de una persona calculadora y fría pero a su vez falsa y traicionera. Por último, Pedro Ortízar rio de forma burda, grosera y altisonante. Fue un jaaaa ja ja ja jaaaaa que se repetía acabando cada ciclo con un gruñido porcino que le ayudaba a coger aire y continuar con otro ciclo de risa. Claramente le identificaba como la risa de un tipo grosero, chabacano y de pocos modales.

Me imagino que muchos de los lectores se estarán preguntando cómo se rio Macario y qué tipo de risa escondía, pues bien, yo no reí, de hecho, a duras penas escuché las risas de los demás.

—Macario, ¿qué le pasa? ¿no dice nada? —me preguntó Pedro Ortízar secándose las lágrimas de los ojos de tanta carcajada.

—¡Macario! ¿por qué se pone bizco? Macario, ¡reaccione coño! Deje de guiñar el ojo.

Poco más oí, todo se nubló a mi alrededor. No podía hablar, pensar o sentir, me encontraba, como dicen los entendidos en medicina, en estado de shock. Mi cuerpo y mi mente no fueron capaces de asimilar aquella información, esa historia que me habían contado y que me retrataba como a un demente, como a un pirómano maniaco capaz de quemar todo un pueblo con su familia dentro. Dichas revelaciones chocaron de frente contra mi organismo y me impidieron reaccionar. Más bien, inreaccioné. Ya sé que dicha palabra no existe, pero si tuviera que llamar de alguna manera la forma de sentirme en ese momento, sin duda sería inreaccionar.

No recuerdo mucho más, creo que me abofetearon un par de veces o unas cuantas más para intentar que volviera en mí. Luego sentí subir a los cielos, flotar en el aire. No creo que fuera ninguna especie de elevación celestial, sólo el fruto de ser cogido en volandas para ser trasladado a otro lugar. Pronto vino la calma, mis músculos se relajaron, una paz interior inmensa se apoderó de mí, me sentía en la gloria y no quería escapar de ella, hubiera estado así toda la vida, para siempre, fue entonces cuando cerré los ojos y dormí.