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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

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28001 Madrid

 

© 2019 Michelle Smart

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pasión en las Fiyi, n.º 2793-julio 2020

Título original: A Passionate Reunion in Fiji

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-640-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

LIVIA Briatore subió la escalerilla del jet. El corazón le latía con tanta fuerza que lo notaba en la punta del cabello. El sol se estaba poniendo, y la creciente oscuridad se adecuaba a la perfección a la que la había envuelto en los meses anteriores.

La tripulación, la misma que cuando había tomado ese avión dos años antes, la saludó calurosamente.

Ella respondió con una sonrisa que le costó tanto esbozar que los músculos de su boca protestaron. Llevaba cuatro meses sin sonreír.

El miedo le revolvía el estómago. Apretó los dientes y alzó la barbilla, antes de entrar en la lujosa cabina donde pasaría las siguientes veintiséis horas volando a Fiyi.

Inmediatamente la asaltó el olor familiar de la cara tapicería, mezclado con el de almizcle y cítricos del hombre que se hallaba en uno de los asientos, con un portátil frente a él.

Estuvo a punto de doblarse a causa del dolor que sintió en el estómago.

La primera vez que había subido a aquel avión, que había despegado de ese mismo aeropuerto de Roma, estaba emocionada y rebosante de felicidad. El hombre que ahora miraba el portátil apenas había podido esperar a que despegaran para llevarla al dormitorio y hacerle el amor.

Solo quedaban cenizas de aquella pasión que los había llevado a casarse un mes después de haberse conocido.

Apartó de sí los dolorosos recuerdos. Había hecho una promesa y la cumpliría, por mucho que le doliera.

En la cabina había cuatro asientos frente a frente, con el pasillo en medio. Livia se sentó al otro lado del de Massimo, que había levantado su mampara, por lo que solo le veía los zapatos

Se abrochó el cinturón de seguridad y entrecruzó los dedos para no morderse las uñas. El día anterior se había hecho un tratamiento con un caro gel para disimular que las tenía en carne viva. No quería que Massimo se las viera así. No soportaba que percibiera las señales de que tenía el corazón partido.

Livia se había remendado el corazón, se había lamido las heridas y había seguido adelante. Lo único bueno de su infancia era que la había enseñado a sobrevivir.

También sobreviviría los cuatro días siguientes. Después no tendría que volver a ver a Massimo.

La voz del capitán les indicó que estaban listos para despegar. Massimo bajó la mampara, cerró el portátil y se abrochó el cinturón. Sin mirarlo, Livia era consciente de cada uno de sus movimientos.

Ansiaba ver los músculos de su cuerpo alto y delgado flexionarse bajo la camisa, desabrochada en el cuello. Seguro que se había quitado la corbata que habría llevado en el congreso. Massimo se atenía a las normas solo cuando lo consideraba necesario. Livia supuso que el congreso de Ingeniería celebrado en Londres, en el que él había sido el invitado de honor, había constituido una ocasión merecedora de que se pusiera un traje.

Ella se había enterado de que estaba en Londres porque la secretaria de él se lo había mencionado casualmente en un correo electrónico.

Solo cuando el avión comenzó a rodar por la pista, los ojos de color caramelo de él se posaron brevemente en ella, antes de volverse hacia la ventanilla.

El rostro de Massimo le era familiar mucho antes de conocerlo personalmente. Contratada como enfermera de su abuelo, había contemplado infinidad de veces el retrato familiar de los Briatore que colgaba en el salón del abuelo. Massimo era el único que sonreía forzadamente. Su rostro era hermoso: alargado, con altos pómulos, nariz romana y boca grande y firme. Que perteneciera a un multimillonario hecho a sí mismo era lo de menos. A ella le habría atraído ese rostro fuera quien fuera su dueño.

Al verlo por primera vez en carne y hueso, en la iglesia donde se casaba su hermana, se había quedado sin aliento. Cuando él le sonrió por primera vez, notó que se derretía.

Ella, después de haber intercambiado miradas de reojo con él durante la ceremonia, había ido al bar del hotel donde se celebraba la recepción y él la había seguido. No recordaba lo que ella le había dicho en esos primeros momentos, pero lo había hecho sonreír. Y le pareció que se conocían de toda la vida.

Y ahora, él ni siquiera la miraba.

Livia no sabía cómo iban a sobrevivir a un fin de semana con la familia de él. Su abuelo cumplía noventa años y ellos fingirían que seguían juntos.

 

* * *

Massimo observó la ciudad mientras desaparecía bajo las nubes e intentó aclararse las ideas.

Cuando había accedido a hablar en el congreso de Londres le había parecido lógico volar después a Roma para recoger a Livia.

Se imaginaba que, tras cuatro meses separados, estar con ella no le supondría problema alguno. No la había echado de menos. Tampoco había tenido tiempo, absorbido por el trabajo. Se había dedicado a sus múltiples negocios igual que antes de que ella entrara en su vida y se la volviera del revés.

El día en que ella se había marchado, se había comprado una cama para el despacho. Y allí había dormido la mayoría de las noches. Era mucho más cómoda que el sofá que utilizaba las noches en que se quedaba trabajando hasta tarde y no volvía a casa.

No había previsto que se le acelerara la sangre y le sudaran las manos por el hecho de haber aterrizado en la ciudad en que vivía ella y estar bajo el mismo cielo.

Y allí estaba ella. Y las células aletargadas de su cuerpo habían revivido.

¿Por qué no había insistido en que ella volara a Los Ángeles, donde la habría recogido? No podían volar hasta Fiyi separados, lo cual desbarataría el plan que habían trazado, pero podía haber organizado las cosas de modo que pasaran juntos el menor tiempo posible en el avión, no las veintiséis horas que duraría el vuelo.

A la vuelta, volarían juntos hasta Australia, donde ella tomaría otro avión para volver a Italia.

La llevaba con él por su abuelo, Jimmy Seibua, enfermo terminal, que había hecho un crucero de Roma a Fiyi con su familia y un ejército de personal médico, y había llegado a la isla tres días antes.

Ese fin de semana era lo único que mantenía a su abuelo con vida, esa última visita a su tierra natal, de donde se había marchado a los veintidós años. Jimmy cumpliría noventa años en la isla donde había nacido, ahora propiedad de Massimo, con sus seres queridos. Su abuelo consideraba a Livia de la familia y la quería como si fuera su nieta. La única objeción que había puesto a que Massimo se casara con ella era que se quedaría sin su enfermera, que lo había atendido con tanta dedicación durante su primera batalla contra el cáncer.

Y Massimo sabía que Livia también quería a Jimmy.

–¿Vas a pasarte todo el vuelo haciendo como si no estuviera? –le preguntó Livia en italiano.

Massimo apretó los dientes. Su esposa era así, siempre directa. Si algo no le gustaba, lo decía. Durante mucho tiempo, la causa de su infelicidad había sido él, por lo que no le pilló por sorpresa que le dijera que lo abandonaba.

Su matrimonio con Livia, de apasionado y estimulante, había pasado a ser una zona de guerra. ¿Y ella se preguntaba por qué se pasaba él tanto tiempo trabajando? Las noches que habían pasado juntos los últimos meses, ella había dormido dándole la espalda.

Tragó saliva para deshacer el nudo que tenía en la garganta, miró a Livia y dijo:

–Te has cortado el cabello.

Su hermoso cabello castaño, que le caía hasta la cintura, ahora, cortado en capas, le llegaba a los hombros. Y se había puesto mechas. Livia no era la mujer más guapa del mundo, pero, para él, era una preciosidad; sexy y con una risa ronca y fuerte, que había oído resonar en las paredes de la iglesia mientras esperaban a que llegara la novia, su hermana. Y al ver a la mujer de la que provenía, su existencia había dado un vuelco.

Había aprovechado la primera oportunidad para hablar con ella y lo había alucinado su mente inquisitiva y con ansia de saber. Había encontrado en ella a la mujer que no sabía que buscaba.

O eso creía.

Ella abrió mucho sus ojos castaños y reprimió la risa, antes de preguntarle:

–¿Eso es todo lo que se te ocurre?

No esperó a que le respondiera, sino que se desabrochó el cinturón de seguridad y se levantó.

Él notó que había perdido peso.

Tenía los carnosos labios apretados al pasar a su lado. La puerta del servicio se cerró con fuerza, unos segundos después.

Massimo no esperaba que fuera a ser fácil, pero le estaba resultando mucho más difícil de lo previsto.

Livia se sentó en el retrete conteniendo las lágrimas. Ya había vertido demasiadas por él.

Massimo nunca la había querido. No debía olvidarlo.

Ella sí lo había querido. Profunda, verdadera, locamente.

A cambio, él la había destrozado.

Lo peor era que él no lo sabía. A pesar de su gran inteligencia, su esposo tenía la profundidad emocional de un gusano, pero ella, en su ceguera, no se había percatado.

Lo había amado, y aunque el eco de ese amor le seguía resonando en el corazón, no era real. Ya no lo quería. Estaba allí para cumplir la promesa que le había hecho el día en que la había dejado marchar sin luchar, sin intentar retenerla.

Él quería que se fuera. Se sentía aliviado. Lo había visto en sus ojos.

Livia se levantó. Era Livia Briatore, Livia Esposito antes de casarse, hija de Pietro Esposito, sicario y miembro del clan de Don Fortunato hasta su asesinato, cuando ella tenía ocho años. Se había criado en Secondigliano, el barrio más peligroso de Nápoles, rodeada de drogas y violencia, y había aprendido desde muy pequeña a no demostrar miedo.

A no demostrar nada.

Huir de Nápoles para estudiar Enfermería en Roma fue como aprender a respirar. Se forjó una nueva vida, y la alegría que le proporcionó le compensó la ansiedad que sentía por haberse separado de sus hermanos. La vida había dejado de ser un nudo en el estómago para convertirse en una aventura. Aprendió a reír. Con Massimo, aprendió a querer.

Sin embargo, su antigua barrera protectora no desapareció del todo y, para superar los cuatro días que la esperaban, la necesitaba. Debía estar alerta, no para protegerse de Massimo, sino para protegerse de su estúpido corazón.

Volvió a su asiento y no le sorprendió que Massimo estuviera trabajando de nuevo en el portátil.

Él alzó la vista y la miró.

–He pedido café para los dos. ¿Quieres algo de comer?

–Ya he comido –contestó ella, aunque solo había ingerido media tostada en todo el día. El estómago no le había admitido nada más. Saber que iba a volver a ver a Massimo había roto el precario equilibrio que había conseguido.

El viaje sería largo, y ella no quería pasarlo en un silencio incómodo.

¿Cómo estás?

Él volvió a centrar la atención en el ordenador.

–Ocupado.

Ella odiaba aquella palabra. Era la que él siempre empleaba para justificar sus constantes ausencias.

–¿Estás tan ocupado que no puedes parar cinco minutos y hablar?

–Tengo que enviar un análisis de datos.

Dos años antes le hubiera explicado los datos y el análisis, dando por sentado que le interesarían. La verdad era que todo lo referente a Massimo le había interesado. Tenía un cerebro privilegiado. Después de licenciarse en Ingeniería Informática, se había trasladado a Estados Unidos, donde había creado una empresa, Briatore Technologies, mientras se doctoraba en Física de la Energía y, después, en Física Aplicada.

La empresa, de la que seguía siendo el único dueño, tenía miles de empleados en todo el mundo y creaba soluciones sostenibles para las grandes amenazas que planteaba el dióxido de carbono. Massimo se había impuesto la misión de salvar el planeta. Que hubiera ganado una fortuna al hacerlo era lo de menos. Estaba en la lista de los treinta hombres más poderosos del mundo y en la de los cincuenta más ricos.

Le hubiera resultado muy fácil hacer que se sintiera estúpida, pero no lo había hecho. Con paciencia y sin condescendencia, le explicaba todo lo que no entendía con respecto a su trabajo.

Estaba tan emocionada por que aquel hombre inteligente, rico, triunfador, y con un rostro y un cuerpo que envidiaría un dios, estuviera tan cautivado por ella como ella por él, que no se había percatado de sus fallos emocionales.

Una vez que los primeros arrebatos de pasión se agotaron, volvió a recluirse en el mundo que se había creado, ocultándose de la mujer con la que se había casado.

El silencio se hizo cada vez más opresivo.

Livia lo observó trabajar.

Mientras lo hacía detectó cambios sutiles. Algunas canas, que no tenía antes, le salpicaban el negro cabello en las sienes. Llevaba barba, como si hubiese renunciado a afeitarse para siempre, y también a dormir, a juzgar por las ojeras que mostraba. Nunca había dormido mucho. Tenía el cerebro demasiado ocupado para dormir.

Livia reprimió los remordimientos que la asaltaban. Massimo tenía treinta y seis años, una edad suficiente para cuidar de sí mismo, si quería hacerlo.

Él alargó la mano distraídamente para agarrar la taza de café, le dio un trago y siguió escribiendo.

De repente, ella no pudo seguir soportándolo. Se levantó, se le acercó y le cerró de golpe la tapa del portátil.