image

image

Santiago Vizcaíno Armijos

Quito, Ecuador, 1982. Estudió Comunicación y Literatura en la PUCE, Estudios de la Cultura en la Un. Andina Simón Bolivar, y Gestión de Patrimonio Literario en la Un. de Málaga, donde actualmente cursa un doctorado en Literatura Hispánica. Ha sido supervisor de estilo de diario El Hoy, director editorial de Superbrands Ecuador, editor de la Dirección de Publicaciones de la Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión y de la revista Nuestro Patrimonio del Ministerio Coordinador de Patrimonio, como jefe editor de la campaña de lectura Eugenio Espejo. Actualmente dirige el Centro de Publicaciones de la PUCE.

Textos suyos se han publicado en las revistas Letras del Ecuador, Rocinante, Ruido Blanco, Casa de las Américas , Punto de Partida, Bitter Oleander, Chattahoochee Review, Connotation Press, Dirty Goat, Eleven/Eleven, eXchanges, Ezra, Lake Effect, Moon City Review, Osiris, Per Contra, Rowboat, Saranac Review y Words Without Borders.

Su primer libro de poesía, Devastación en la tarde, recibió el Premio Nacional de Literatura en 2008. Su libro de ensayo Decir el silencio, en torno a la poesía de Alejandra Pizarnik, obtuvo el segundo lugar en esa categoría. Recibió el Segundo Premio Pichincha de Poesía 2010 por su libro En la penumbra y una mención particular en la XXVI Edición del Premio Mundial Nósside de poesía.

Su poesía ha sido traducida al inglés por Alexis Levitin y publicada en edición bilingüe por Lavender Ink Press (2015). Matar a mamá (Matricide) es su primer libro de cuentos, ahora también traducido completamente al inglés por Kimrey Anna Batts.

Santiago Vizcaíno Armijos

Quito, Ecuador, 1982. Holds a B.A. in Communication and Literature from the PUCE. He pursued a M.A. in Cultural Studies, with a Concentration in Latin American Literature, at the Simón Bolívar Andean University. He was awarded the Fundación Carolina Scholarship for study at the University of Málaga, where he completed a M.A. in Literary Heritage Management, and where he is currently pursuing a research PhD in Hispanic Literature. He has worked as style supervisor for the newspaper El Hoy, and was an editor at the Office of Publications in Ecuador’s Benjamin Carrión Casa de La Cultura, and at the Eugenio Espejo Campaña de Lectura. He currently serves as Director of the PUCE Center of Publications. His works have been published in Bitter Oleander, Chattahoochee Review, Connotation Press, Dirty Goat, Eleven/Eleven, eXchanges, Ezra, Lake Effect, Moon City Review, Osiris, Per Contra, Rowboat, Saranac Review, and Words Without Borders. His first book of poetry Destruction in the Afternoon (2008) won the National Literary Projects award, and his book-length study Telling Silence: An Approach to the Poetry of Alejandra Pizarnik (2008), received second place in its category for the same award. His book In the Twilight received the Second Annual Pichinicha Poetry Award 2010 and an Honorable Mention in the XXVI Edition of the Nosside World Poetry Prize.

Alexis Levitin’s translation of the book Destruction in the Afternoon was published in 2015 by Lavender Ink Press.

Matar a mamá (Matricide) (2012) is his first book of short stories.

Image

Diseño epub:

Hipertexto – Netizen Digital Solutions

I.

MATAR A MAMÁ

La mañana en que se presentó la mujer a dar testimonio, el fiscal de flagrancia se encontraba mucho más encabronado que de costumbre. El día anterior le trajeron a un tipo que había asesinado a su madre. La estranguló en el piso con sus propias manos. El muy hijueputa ni se inmutó, dijo el oficial de turno. Encontraron al hombre —un joven de unos 25 años, de hecho— en la puerta de su departamento con una mirada como de sonámbulo, afirmó, por otra parte, un reportero del matutino de crónica roja. Afuera la gente se agolpaba para mirar al monstruo, para reconocerlo si alguna vez se lo habían topado en una esquina y les hubiera parecido un simpático joven que no le hacía daño a nadie —esas fueron sus palabras.

El fiscal, que había visto y escuchado las más aberrantes historias durante 15 años sentado detrás del mismo escritorio, no podía controlar su ira frente al suceso. Violadores, pederastas, carteristas y ladronzuelos aparecían todos los días, pero aquello —matar a su propia madre— le resultaba moralmente inaceptable. Él mismo, huérfano desde la tierna infancia, tenía la imagen borrosa de la suya mientras volaba a través del parabrisas de un Datsun verde del 76. Oscuro recuerdo que agitaba sus noches y que se obligaba a recordar añadiéndole partes, quizá soñadas, quizá alumbradas desde el sangriento socavón de su memoria.

La mujer apareció a eso de las nueve. Contaron que se abría paso a empellones hasta la puerta de la Unidad de Delitos Flagrantes. Contaron también que no llevaba medias bajo su falda chillona pero sí enormes plataformas donde se asentaban sus dedos desnudos y esmaltados de un cálido francés. También añadieron, en eso estuvieron de acuerdo porque el resto eran rumores, en que tenía un culo portentoso que mostraba la línea diminuta de su brasilera —calzón, rectificó una señora— a través de su falda chillona.

Dijo la susodicha que conocía al joven al que acusaban de matar a su mamá. Le pidieron que revelara el parentesco, pero ella no supo responder, titubeó, y luego de una larga pausa, casi gritó: ¡lo conozco y punto!, por favor déjenme pasar, quiero hablar con el dueño del circo. El oficial de guardia se rió burlonamente y le miró las tetas frías —así se las imaginó, casi las sintió. Se dio media vuelta e ingresó al despacho. La mujer percibió en todo su cuerpo el asalto de los muchos ojos que la acechaban desde todos los flancos. También tuvo algo de frío en el pecho y se acomodó el escote.

Cuando la dejaron pasar ya era casi el mediodía. Esperó junto a un tipo esposado que tenía la cara llena de sangre y moretones. Sintió miedo de mirarlo y de mirarse. Sin embargo, sacó la polvera del interior de su cartera y se acomodó el maquillaje. Ahí adentro hacía calor, un calor que se confundía con un vaho acre, casi nauseabundo, que provenía de los cuerpos agitados de esa antesala del infierno, pudo haber pensado. Por un momento se levantó, quiso huir, negar el parentesco que todavía no había confesado. Pero en esa confusión alguien la tomó del brazo y la llevó hasta una de las oficinas. Le preguntaron su nombre: Karina, contestó. Su nombre completo, increpó el interrogador. Solo Karina, dijo ella con insolencia. Es mi trabajo, alcanzó a añadir. El tipo la miró de cabo a rabo y entendió. Carajo, gritó, y se pasó el pañuelo por la cerviz. Aquí nadie viene con seudónimo, ni que fueran poetas.

Karina dijo que no quería problemas, que solo venía a dar su testimonio, que ese hombre al que habían apresado no podía ser un asesino. No lo dijo así, seguramente, las palabras deben habérsele atragantado, las palabras deben haber adquirido algún modismo irrepetible. Dijo que se llamaba María Gracia Cedeño, que tenía 22 años, que quería hablar con el juez, con el fiscal, con el que estuviera a cargo del caso. Le pidieron que se sentara, que si no quería problemas debía haberlo pensado antes, que allí solo iba a encontrar problemas. Karina tuvo ganas de fumar pero vio el letrero que lo prohibía justo antes de que sacara su cajetilla. Pensó que era una tonta, una estúpida —esas fueron sus palabras. Una cojuda, aumentó.

Media hora después la llevaron hasta una habitación que tenía un ventanal medianero a través de cual se divisaba tan solo una pared iluminada. Luego vinieron dos policías que traían a un tipo que agachaba la cabeza al caminar. Lo pararon junto al muro y uno de ellos levantó el rostro casi irreconocible con su tolete como si tuviera asco de rozarlo con sus manos. El hombre miró el vacío a través de sus hinchados ojos. Karina contuvo las ganas de llorar. Es él, atisbó a decir. ¡Por qué le han hecho eso, maricones!, gritó a los oficiales que en ese momento desaparecían con el bulto de la maldad, según había afirmado el fiscal.

Tuvieron que sostenerla porque estuvo a punto de caer. Uno de los oficiales que la acompañaba aprovechó para agarrarle una teta, disimuladamente, libidinosamente. Karina entrevió en ese instante que de allí nadie la sacaría. Maldijo su suerte, su cuerpo, su torpe afán de justicia. Se estaba jugando la vida por un hombre al que apenas conocía, del que apenas había recibido un gesto de goce. Y por ello ahora estaba dispuesta a retraerse, a desconocerlo, a afirmar que aquello había sido un arrebato producido por la sensibilidad de la resaca. Iba a decir que estaba borracha, que la dejaran ir, que ella no tenía nada que ver con ese conchaesumadre — esas iban a ser sus palabras—, que por ella debían darle la pena máxima, que mierda, que no quería estar allí…

Cuando le tomaron la declaración estaba tan asustada que no supo cómo empezar a mentir. El fiscal la dejó pasmada cuando le reveló que el hombre había aceptado su culpabilidad. Afirmó que él mismo había llevado a los oficiales hasta la habitación del crimen. Y usted me viene a decir ahora que es inocente, espetó. Karina dijo entre dientes que ni siquiera conocía bien su nombre, que él le había dicho que se llamaba Rodrigo, pero que no le parecía que hubiera podido matar a su mamá. Era un tipo dulce, se atrevió a decir; quiso decir es, pero no pudo pronunciar la conjugación en presente. Dijo que solía ir al cabaret al menos dos veces por semana, que siempre la buscaba a ella, que nunca lo vio borracho ni drogado ni triste. Continúe, dijo el juez. Ya que estamos.

Karina añadió que el hombre en cuestión era un poco raro, pero que no podía asegurar qué era eso de raro porque todos los que van al cabaret son un poco raros, que más bien es raro que vaya un tipo normal, y elevó las manos para dibujar unas comillas. También dijo Karina que era muy bueno en la cama, que tenía una verga gruesa y larga que la volvía loca —esas fueron sus palabras. Quiso confesarle que alguna vez le pidió que le dejara hacérselo por atrás, pero ella tenía mucho miedo de que le doliera. Tuvo la sensación de que el juez se empalmaba y por ello no lo dijo. Qué es eso de raro, preguntó el juez, explíquese. Karina contó, por ejemplo, que le gustaba que ella le metiera el dedo en el culo justo cuando estaba a punto de terminar y que alguna vez sintió que se orinaba dentro de ella, pero que eso le había gustado. Eso no es nada raro, soltó el juez. ¿Alguna vez la golpeó, la insultó?, preguntó morboso y excitado.

Karina reveló que la última vez que lo vio lo había encontrado un poco más ansioso que de costumbre. Eso, hace dos días, se adelantó. Y que ella se lo llevó a la habitación y Rodrigo solo quería conversar. Karina sostuvo que ella tenía muchas ganas de que se la metiera, que quería estar con él. Le cogí cariño, añadió, pero él se resistía a las caricias y en un momento la empujó. Hija de puta, le había gritado. ¿No ves que solo quiero conversar? Ella le pidió que se tranquilizara, que si quería le podía pedir una cerveza, que él bien sabía que allí se venía a lo que se venía, que para conversar estaba el salón. Te pago lo que quieras, había dicho Rodrigo. Y había sacado un fajo de billetes como nunca se lo había visto. Estaba forrado, aumentó Karina. Entonces se relajó. Le sugirió que se la llevara fuera de allí, donde podían estar más cómodos, quizá toda la noche, que a ella no le importaba la paga. Rodrigo la miró con indiferencia, sacó rápidamente su enorme miembro, le arrancó la brasilera y se la metió de golpe. Nunca la sentí tan dura, dijo Karina. La puso en cuatro y le empujó la cara con su mano. Me haces daño, cabrón, le gritó ella. Pero él siguió así mientras Karina estiraba los brazos para alcanzarlo, para arañarlo. Terminó dentro de mí, el muy cabrón, quiso añadir, pero se contuvo.