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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Michelle Smart

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Poder y deseo, n.º 159 - diciembre 2019

Título original: Claiming His One-Night Baby

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1328-712-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

MATTEO Manaserro, con los dientes apretados y el corazón alterado, miró el ataúd que enterraban en el cementerio privado del castillo Miniato.

Alrededor de la fosa había cientos de seres queridos de Pietro Pellegrini: amigos, familiares, colegas e incluso algunos jefes de Estado con los guardaespaldas a cierta distancia. Todos querían despedirse de un hombre respetado por todo el mundo por su labor filantrópica.

Vanessa Pellegrini, la madre de Pietro, quien había enterrado a Fabio, su marido, en la tumba de al lado hacía solo un año, dio un paso, apoyada en su hija Francesca. Las dos agarraban unas rosas rojas y Francesca se dio la vuelta para tender una mano a Natasha, la viuda de Pietro, quien miraba la caja de madera como si fuera una estatua desvaída. La brisa había cesado y no se le movía ni un mechón del pelo rubio como la miel, lo que le daba más aire de estatua.

Levantó la mirada, parpadeó para volver a la realidad y tomó la mano de Francesca para acercarse a las mujeres sollozantes. Una vez juntas, las tres mujeres Pellegrini arrojaron las rosas sobre el ataúd.

Matteo hizo un esfuerzo para soltar el aire que había estado conteniendo y se fijó en la viuda.

Era un día para despedirse, para llorar y honrar a un hombre que merecía que lo lloraran y honraran, no era un día para mirar a su viuda y pensar lo guapa que estaba incluso de luto… o para pensar cuánto quería agarrarla de los hombros y…

Daniele, el hermano de Pietro, se movió a su lado. Les tocaba a ellos.

Se despidió de Pietro, su primo y su amigo, y le dio las gracias por todo. Iba a echarlo de menos.

Cuando la familia más cercana, Matteo entre ellos, ya había arrojado sus rosas sobre el ataúd, los demás asistentes hicieron lo propio.

Intentó no inmutarse y miró a sus padres cuando se acercaron para despedirse de su sobrino. A él, su hijo, no lo miraron, pero él sabía que su padre notaba que estaba mirándolo. No había cruzado una palabra con él desde hacía cinco años, desde que cambió legalmente su apellido a las pocas semanas de que muriera su hermano.

Demasiada muerte.

Demasiados entierros.

Demasiada desdicha.

Demasiado dolor.

Cuando terminó el entierro y el sacerdote llevó a los asistentes al castillo para el velatorio, Matteo se quedó rezagado para visitar una tumba en la fila de detrás. La lápida de mármol tenía una inscripción muy sencilla.

 

Roberto Pellegrini

Hijo querido

 

Ninguna mención a que él fuese un hermano querido.

Generaciones de Pellegrini, que se remontaban seis siglos atrás, estaban enterradas allí. Roberto, con veintiocho años, era el enterrado más joven de los últimos cincuenta años. Se agachó y tocó la lápida.

–Hola, Roberto, perdona que no te haya visitado últimamente, pero he estado muy ocupado.

Dejó escapar una risotada. Desde la muerte de su hermano, acaecida cinco años atrás, había visitado la tumba solo un puñado de veces, pero había pensado en él todos los días y había sentido su pérdida a todas horas.

–Ya estoy justificándome otra vez. No soporto verte aquí. Te quiero y te echo de menos. Solo quería que lo supieras.

Parpadeó para contener las lágrimas y, con el corazón encogido, se arrastró hasta el castillo para reunirse con los demás.

Se había instalado una barra enorme en el salón para el velatorio. Matteo había reservado una habitación en un hotel de Pisa para los dos días siguientes, pero supuso que tampoco iba a pasarle nada por beberse una copa de bourbon. En la habitación del hotel había un minibar muy bien surtido y podía vaciarlo cuando volviera. Solo se quedaría lo justo para no resultar grosero.

Acababa de dar un sorbo cuando Francesca apareció a su lado. La abrazó con fuerza.

–¿Qué tal lo llevas?

Matteo tenía trece años cuando su tío Fabio y su esposa, Vanessa, lo habían acogido en su casa. Francesca era un bebé y él había estado allí cuando dio sus primeros pasos, cuando dio su primer recital de música en el colegio, había tocado una trompeta, y había sonreído con el orgullo de un hermano mayor cuando, hacía unos meses, se había graduado.

Ella se encogió de hombros y lo agarró del brazo.

–Ven, tenemos que hablar de algo.

La siguió por un pasillo gélido, el castillo necesitaba una modernización que costaba millones, y entraron en lo que había sido el despacho de Fabio y que, a juzgar por el olor a cerrado, no se había usado desde que le atacó la enfermedad neuromotriz que había acabado matándolo.

Daniele y Natasha, justo detrás de él, aparecieron a los pocos segundos.

Unos ojos azules, abiertos como platos, lo miraron, y enseguida miraron hacia otro lado mientras Francesca cerraba la puerta y les pedía que se sentaran alrededor de la mesa ovalada.

Matteo tomó aire y juró para sus adentros. Era lo que le faltaba, encontrarse encerrado y al lado de ella, de la mujer que había jugado con él como si fuera su marioneta, la mujer que le había hecho creer que sentía algo por él y que creía que había un porvenir para los dos cuando había estado haciendo lo mismo con su primo.

Le había parecido que había estado con él durante todo el día, aunque fuera viéndola por el rabillo del ojo, pero, en ese momento, estaba sentada enfrente, tan cerca que podría tocar su falaz rostro con solo alargar la mano.

No debería ir vestida de negro, debería ir vestida de rojo.

Desgraciadamente, seguía siendo la mujer más guapa que había visto en su vida y, además, había mejorado con los años. Miró con detenimiento esos intensos ojos azules que lo miraban todo menos a él y su rostro ovalado con un cutis blanco que solía tener un tono dorado, pero que, en ese momento, estaba pálido. Por encontrarle algún defecto, la nariz era un poco larga y los labios un poco anchos, pero, en vez de defectos, daban personalidad a la cara con la que tanto había soñado.

En ese momento, despreciaba hasta el aire que respiraba.

 

 

–Para resumir, yo me ocuparé de la parte legal, Daniele se ocupará de construirlo y Matteo se ocupará de la parte médica. ¿Y tú, Natasha, quieres ocuparte de la publicidad?

Natasha oyó las palabras de Francesca, pero su cerebro tardó unos segundos en descifrarlas.

Había intentado prestar atención durante la reunión que había convocado Francesca, pero lo único que había conseguido mantenerla algo atenta habían sido los arrebatos de genio entre Daniele y su hermana.

–Sí, podría… –susurró Natasha mientras se tragaba la histeria que le atenazaba las entrañas.

Tenía que olvidarse de Matteo y seguir el hilo, se dijo a sí misma con desesperación. Además, no sabía nada de publicidad.

Sabía que Francesca estaba haciendo lo que creía que tenía que hacer al invitarla a esa reunión de los hermanos Pellegrini, los hermanos Pellegrini consideraban a su primo Matteo como a un hermano más, y que también daba por supuesto que querría participar. Cualquier viuda íntegra y amantísima querría participar en levantar un monumento a su querido marido y, efectivamente, quería participar.

Pese a sus tremendos defectos como marido, Pietro había sido sincera y desinteresadamente humanitario. Había constituido una fundación hacía unos diez años para levantar edificios en zonas azotadas por desastres naturales: colegios, casas, hospitales, lo que se necesitara. La semana anterior a que él muriera, la isla caribeña de Caballeros había sufrido el peor huracán que se recordaba y había arrasado la mayoría de las instalaciones médicas de la isla. Pietro había sabido inmediatamente que construiría un hospital allí, pero había muerto en un accidente de helicóptero antes de que hubiese podido rematar los planes.

Él se merecía que lo recordaran y los devastados habitantes de Caballeros se merecían el hospital que Francesca iba construirles como fuera.

Por eso, Natasha se había esforzado para prestar atención, no había querido defraudar a los hermanos Pellegrini, quienes habían formado parte de su vida desde que ella tenía uso de razón porque su padre y Fabio habían sido amigos del colegio. Ella no había tenido hermanos y esa cercanía había aumentado desde que se comunicó que se casaría con alguien de la familia, incluso durante los seis largos años de compromiso.

Aunque, si Matteo no hubiese estado allí, habría podido concentrarse mejor.

No había habido ni una sola vez, durante los últimos siete años, en la que no hubiese sentido su rencor cuando estaban juntos. Era lo bastante cortés y simpático como para que nadie pudiera captar hasta qué punto la detestaba, pero, cuando se miraban a los ojos, era como si la mirara Lucifer, como si le abrasara el alma con el destello de odio que brotaba de esos ojos verdes que la habían mirado con cariño.

Lo notaba en ese momento, se le clavaba como agujas en la piel. ¿Cómo era posible que Francesca y Daniele no lo notaran también? ¿Cómo era posible que no flotara en todo el ambiente?

En parte, entendía por qué la despreciaba así y había intentado disculparse, pero habían pasado siete años. Ella había cambiado y él también había cambiado, había dejado la cirugía reconstructiva, en la que tanto le había costado especializarse, y se había metido en la senda de la cirugía… vanidosa. Tenía veintiocho centros por todo el mundo y la patente de toda una gama de productos para el cuidado de la piel, desde la reducción de las cicatrices a la reducción de las señales del envejecimiento, que hacían que ya no fuera un cirujano vocacional y se hubiese convertido en un empresario que solo operaba si tenía tiempo. Él mismo había creado esos productos y había amasado una fortuna comparable con toda la fortuna de los Pellegrini y la de Pietro juntas.

Incluso, se había cambiado el apellido y se había hecho famoso. Era alto, guapo, moreno de piel, mentón firme y con un pelo también moreno y rizado. La prensa sensacionalista lo llamaba el doctor Bombón. A ella le parecía como si no pudiera pasar por delante de un quiosco o abrir una página de Internet sin encontrarse con su rostro seductor sonriéndole, normalmente, con una modelo de lencería colgada del brazo.

Ese día, sin embargo, no lucía su habitual arrogancia. Su desprecio abrasador como un rayo láser la atravesaba, pero ella podía captar su desasosiego. Pietro había sido más que un primo y un hermano suplente, había sido el mejor amigo de Matteo.

Le gustaría llorar por él y por todos ellos.

 

***

 

Matteo aparcó junto a la acera y apagó el motor. La imponente casa que tenía enfrente estaba a oscuras. Cerró los ojos y se dejó caer sobre el volante.

¿Podía saberse qué estaba haciendo allí?

Debería estar en la habitación de su hotel bebiéndose el minibar entero. Había organizado eso dando por supuesto que Natasha se quedaría en el castillo con el resto de la familia. No había dormido bajo el mismo techo que ella desde que aceptó la petición de Pietro.

Sin embargo, no se había quedado. Un par de horas después de la reunión para hablar sobre el hospital de Pietro, ella se había despedido de todo el mundo con un abrazo, menos de él. Según un acuerdo tácito, tácito porque no había cruzado más de cuatro palabras con ella desde hacía siete años, él mantendría cierta distancia física con ella, pero no tanta como para que los demás creyeran que no se habían despedido.

Levantó la cabeza otra vez, tomó aire y deseó que se le apaciguara el corazón.

¿Podía saberse qué le pasaba? ¿Por qué precisamente ese día no podía quitársela de la cabeza? ¿Por qué precisamente ese día, cuando estaba llorando la muerte de su primo y mejor amigo, los recuerdos habían vuelto para atosigarlo?

Podía verlo como si fuese ese momento. Él salió de su cuarto en el castillo para reunirse con el resto de la familia en la carpa donde iba a celebrarse la fiesta por el trigésimo aniversario del matrimonio de sus tíos. Natasha había salido del dormitorio que compartía con Francesca y que estaba en el mismo pasillo que el suyo. El corazón le dio un vuelco cuando la vio y se le paró el pulso cuando vio que llevaba el collar que le había mandado cuando cumplió dieciocho años. Le había fastidiado no haber podido ir a la fiesta que dio en Inglaterra, pero era médico residente en un hospital de Florida, que estaba muy cerca de la facultad de Medicina, y se había producido una urgencia al final de su turno. Había habido un accidente de coche múltiple con muchos heridos graves que había requerido la ayuda de todo el mundo disponible. Cuando terminó de atender al último herido, ya había perdido el avión.

Se lo había tomado con calma y había esperado a que ella cumpliera dieciocho años para dar el primer paso… físico. Entonces, en aquel pasillo gélido del castillo, cuando Natasha, con un vestido azul eléctrico, era el mejor ejemplo de una mujer elegante y refinada, comprendió que ya no tenía que reprimirse más.

Todas las cartas y llamadas nocturnas que habían estado intercambiando durante meses, todos los sueños y todas las esperanzas que habían compartido, todo eso había ido dirigido hacia ese momento. El porvenir de los dos empezaba en ese momento y le tomó el collar entre los dedos antes de besarla por primera vez.

Había sido el beso más dulce y embriagador que había dado durante sus veintiocho años y solo lo interrumpió Francesca cuando salió como un torbellino de su cuarto y fue hacia ellos. Si hubiese salido tres segundos antes, los habría encontrado juntos. Se preguntó qué habría hecho ella si los hubiese sorprendido besándose porque solo dos horas después, delante de trescientos invitados, Pietro se había levantado y le había pedido a Natasha que se casara con él, y ella había aceptado.

Matteo se frotó los ojos como si así pudiera borrar los recuerdos. No debería estar pensando eso en ese momento. ¿Por qué había ido allí, a la casa donde habían vivido Pietro y ella?

Se encendió una luz en las escaleras.

¿Se había despertado Natasha o había estado todo ese tiempo a oscuras? ¿Tenía razón Francesca al estar preocupada por ella?

Francesca lo había arrinconado cuando intentaba escaparse del velatorio y le había pedido que vigilara un poco a Natasha mientras ella estaba en Caballeros. Estaba preocupada por ella, le parecía que se había convertido en un espectro.

Aunque Natasha y Pietro solo habían estado casados un año, habían estado siete juntos. Quizá solo hubiese sido una perra despiadada y cazafortunas, pero en todo ese tiempo tenía que haber llegado a sentir algo por él.

Él esperaba que lo que hubiese sentido hubiese sido sincero, por el bien de su primo. Sin embargo, ¿cómo iba a haberlo sido si ella había estado viéndose con los dos a las espaldas del otro?

Él la había extirpado completamente de su vida menos en algunas ocasiones familiares e ineludibles. Había bloqueado su número de teléfono, había borrado todos sus correos electrónicos y mensajes de texto y había quemado sus anticuadas cartas escritas a mano. Para las veces que había tenido que estar con ella, había perfeccionado el arte de dejarla de lado sin que nadie se diese cuenta, menos ella.

Debería haberle mentido a Francesca y haberle dicho que tenía que volver a Miami antes de lo previsto, pero había asentido con la cabeza y había prometido que se pasaría si tenía cinco minutos… Entonces, ¿por qué había ido allí cuando había salido del castillo plenamente dispuesto a volver al hotel?

 

 

Natasha abrió la puerta del despacho de Pietro y tragó saliva antes de entrar. Encendió la luz un momento después. Después de haber ido de cuarto en cuarto completamente a oscuras, sus ojos tardaron un poco en acostumbrarse a la luz. No sabía ni qué estaba buscando ni qué estaba haciendo, no sabía nada, se sentía perdida y sola.

Se había quedado en el velatorio todo lo que había podido para no parecer desagradecida, pero el consuelo de los demás asistentes había llegado a ser agobiante, como tener que ver a Matteo mirara donde mirase. La gota que había colmado el vaso había sido que su propia madre la llevara a un rincón para preguntarle si había alguna posibilidad de que estuviese embarazada.

Había tenido que marcharse antes de que derribara el castillo a gritos y no pudiera contener la lengua.

El resto de los Pellegrini iban a quedarse en el castillo y, con gesto comprensivo y preocupado, habían aceptado su explicación de que quería estar sola.

Ante su insistencia, todos los empleados de su casa se habían quedado en el velatorio.

Era la primera vez que estaba completamente sola en la casa desde que le dieron la espantosa noticia.

Como una intrusa en la habitación que había sido la guarida de su marido, miró las paredes rebosantes de los libros que él había leído. En la mesa estaban unas carpetas que se había llevado de su despacho de abogados o de la fundación que tanto lo enorgullecía. Al lado se veía el grueso tomo con cubiertas de cuero sobre Livingstone y Stanley que le había regalado ella en su reciente cumpleaños. Un marcador señalaba que ya había leído un tercio.

Con un nudo en la garganta, tomó el libro, se lo llevó al pecho y se dejó caer al suelo con un gemido que no supo de dónde le brotó y lloró por el hombre que le había mentido a ella y a todo el mundo durante años, pero que había hecho tantas cosas buenas por la humanidad.

Pietro no terminaría nunca ese libro y tampoco vería el hospital que sus hermanos iban a construir en su recuerdo. Nunca iría a recoger el coche que había pedido el día anterior a que muriera. Nunca tendría la oportunidad de decirle a su familia quién había sido en realidad.

–Pietro… –susurró ella entre lágrimas–. Allá donde estés, espero que por fin hayas encontrado la paz contigo mismo.

Oyó el timbre de la puerta. Se hizo un ovillo y se tapó las orejas. Fuera quien fuese, siguió llamando hasta que no pudo rehuirlo más. Se secó las lágrimas, se levantó del suelo del despacho y bajó las escaleras sujetándose al pasamanos mientras se preparaba para lo que tendría que decirle al inesperado visitante para deshacerse de él.

Rezó para que no fuesen sus padres.

Giró la llave y entreabrió la puerta para mirar afuera. Convencida de que estaba alucinando, la abrió del todo.

El corazón se le paró y volvió a ponerse en marcha con un estruendo.

Allí estaba Matteo, como una aparición bajo el resplandor de la luna. Se había quitado la corbata negra y la camisa blanca se le abría en el cuello. Tenía la respiración entrecortada y los dientes apretados, y la desolación se le reflejaba en los ojos.

Se miraron, pero ninguno de los dos dijo nada.

Natasha sintió una opresión en el pecho que le bloqueó los pulmones y el tiempo se paró.

Se quedaron así una eternidad, hablándose solo con los ojos. Ella vio un centenar de cosas en los de él: distintas formas de dolor, desdicha, rabia y algo más, algo que no había vuelto a ver desde el segundo anterior a que la abrazara y le diera el único beso que se habían dado en sus vidas, hacía siete años.

Esa era la primera vez que lo veía a solas desde aquel beso.

Nunca olvidaría la expresión en sus ojos cuando, solo dos horas después, aceptó la petición de Pietro y sus miradas se encontraron a través de la carpa. La llevaría grabada en el corazón hasta el día de su muerte, y siempre arrastraría el arrepentimiento por todo lo que se había perdido.

Un pie se movió como si tuviese voluntad propia, dio un paso y le puso una mano en la cálida mejilla.

Él no se inmutó, no movió ni un músculo.

Matteo vio unos ojos hinchados de tanto llorar, pero que lo miraban con un brillo casi suplicante, y se olvidó de todo lo que tenía pensado decir. Ni siquiera se acordaba de cómo se había bajado del coche.

Notaba su mano delicada y temblorosa en la mejilla, su calidez le penetraba en la piel y solo pudo quedarse embelesado con la cara que había soñado tener al lado al despertarse.

Una fuerza irresistible se adueñó de él y le atenazó las entrañas sin contemplaciones. De repente, no pudo recordar por qué la odiaba, todos los pensamientos se habían esfumado y solo podía verla a ella, a Natasha. Hacía casi ocho años, cuando la había visto por primera vez supo que su vida no volvería a ser igual.