Francisca Javier del Valle

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Decenario al Espíritu Santo

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Índice

Presentación
Dedicatoria del libro
Advertencias previas

DÍA PRIMERO
DÍA SEGUNDO
DÍA TERCERO
DÍA CUARTO
DÍA QUINTO
DÍA SEXTO
DÍA SÉPTIMO
DÍA OCTAVO
DÍA NOVENO
DÍA DÉCIMO

Dedicatoria
Premios de esta escuela

Presentación

 

Francisca Javiera del Valle fue una pobre costurera de Carrión de los Condes (Palencia).

Había nacido allí en 1856, el 3 de diciembre, y allí murió el 29 de enero de 1930, en el edificio del Convento de las MM. Carmelitas. Acababa, por tanto, de cumplir los setenta y tres años.

En su vida hay tres etapas perfectamente definidas, de las cuales la central son los treinta y ocho años que –desde 1880 a 1918– pasó sirviendo generosa y sacrificadamente a los PP. Jesuitas en el taller de costura adscrito al que fue sucesivamente Colegio del Sagrado Corazón, Noviciado y Escuela Apostólica, en dicha ciudad. Son varias décadas de oscuro trabajo, cuya exterior monotonía, llena con frecuencia de humillaciones y sufrimientos, alternó de manera habitual con los más altos goces y alegrías de una vida interior, tan rica de subidas experiencias por dentro como de naturalidad y de callada laboriosidad por fuera. Es también el tiempo en que Francisca Javiera del Valle compuso, por obediencia, la mayor parte y la más importante de sus numerosos escritos.

Hasta los veinticuatro años había llevado una existencia corriente de muchacha pobre en un pueblo castellano de mediados del siglo XIX. Al final de su vida, cuando a los sesenta y tantos años fue despedida del taller de costura, perdiendo en silencio incluso su máquina de coser, proyectó y puso por obra marchar a Méjico con unas religiosas, llamadas de la Cruz, que regresaban a su país después de haber vivido refugiadas en Carrión de los Condes, durante la época más cruda de la persecución allí. Embarcadas éstas sin esperarla, pensó luego irse con otras monjas mejicanas Concepcionistas Jerónimas, pero finalmente permaneció en su pueblo, sin adoptar ninguna forma de vida religiosa canónica, y dedicada al cultivo de unas huertas que hubo de arrendar para vivir.

Si algún día, por fin, son publicados íntegra y satisfactoriamente los relatos en que aquella alma refirió los constantes y subidos fenómenos místicos de su vida espiritual, dispondrá la ciencia teológica de un testimonio de la mayor significación. Éxtasis, locuciones, visiones, raptos, repetidos innumerables veces, y sobre todo una práctica habitual y silenciosa de heroicas virtudes.

Por lo que hace a sus escritos, se dividen en dos tipos, claramente caracterizados. Los unos, más numerosos, tuvieron como fin dar cuenta a su director espiritual de las vivencias sobrenaturales de su alma, y de las pruebas y consolaciones que experimentaba en la práctica de la santidad. En ellos escribió acerca de la Santísima Trinidad, de la Virgen y de San José; sobre las virtudes de obediencia, humildad, vencimiento propio, temor de Dios, del castigo de los Ángeles y de las tentaciones; sobre la Sagrada Eucaristía, sobre los caminos, felicidad y amistades de Dios, sobre la distinción entre el buen y el mal espíritu, y sobre otros muchos temas divinos y de vida espiritual.

El segundo tipo de escritos es el de los que estaban directamente dirigidos a difundir devociones y prácticas piadosas. Comprende dos obras: el Silabario de la escuela divina, y el Decenario al Espíritu Santo.

El primero de ellos, aún inédito, está dedicado a las almas que aspiran a la perfección, para ayudarlas a que siendo muchas las que emprenden el camino de la santidad, sean también muchas las que lo sigan hasta el fin. Para ello propone al Espíritu Santo como maestro de esta escuela divina, describe sus lecciones, y en general desarrolla la misma doctrina que en el Decenario, parte de cuyo contenido repite.

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El Decenario al Espíritu Santo fue publicado por primera vez en Salamanca el año 1932. Aquella primera edición, ya hace mucho tiempo agotada, se reproduce ahora en ésta del modo más riguroso, incluso conservando irregularidades de dicción o puntuación, y sólo se han introducido unas ligeras modificaciones tipográficas, que eran imprescindibles para hacer más fácil la lectura y el empleo del libro como devocionario, al modo habitual.

Acerca de su valor, parece que el mejor testimonio será reproducir (*) literalmente el dictamen que el Emmo. y Rvdmo. Sr. Cardenal Almaraz, arzobispo de Sevilla –que conoció y estimó mucho a la autora– pidió en 1915 al Dr. D. Francisco Roldán, quien entre otros juicios emitió los siguientes:

«...Trátase, en efecto, de un libro no vulgar, no tan sólo por la materia sobre que versa, de la más elevada Teología especulativa y práctica, sino principalmente por la forma en que se expone dicha sublime materia».

«De la más elevada Teología especulativa, decimos, porque si la Teología de la Beatísima Trinidad señala el ápice de la ciencia teológica, penetrar en la vida íntima de las Divinas Personas y sorprender sus propias operaciones, representa lo más elevado de esa celestial ciencia».

«Pues de esta vida íntima, de estas operaciones propias de las divinas personas se trata aquí con tal inteligencia, con tal sutileza, con tal aplomo y propiedad, que el más docto teólogo, lejos de hallar nada reprensible dentro del dogma católico, tendrá por fuerza que admitir la sana y profunda doctrina aquí expuesta».

«Véase, si no, y lo señalamos por vía de ejemplo, cuán admirablemente se expone la quizá a primera vista extraña proposición escogida para el primer día, de “cuánto debemos amar al Espíritu Santo las criaturas por ser Él como el motor de nuestra existencia y la causa de ser criadas para gozar eternamente de los mismos gozos de Dios”, y estimamos que se ha de convenir en nuestro humilde juicio».

«Y por lo que hace a la Teología práctica, la ciencia de la salvación y santificación, no hay a la verdad caminos más seguros, más expeditos, más libres de todo engaño, que los que aquí se señalan para llegar a las más elevadas cumbres de la santidad cristiana».

«Pero aunque tan elevada la materia del presente libro, lo que más le separa de cualquier otro, aun versando sobre idénticos motivos que el presente, es la forma con que se expone tan sublime materia».

«Porque por poco que se entre en su lectura, se deja ver bien pronto que no es su autor el teólogo, que trata de la vida íntima de Dios y de los íntimos caminos del alma en su santificación como de cosas vistas por de fuera, en la aridez del estudio y de la especulación científica, sino un alma que ha aprendido esa altísima ciencia sintiéndola en la escuela soberana del Divino Espíritu, que es a la postre el maestro que el autor de este libro propone a sus lectores, para llevarlos a la más elevada santidad, cual es la vida del más puro amor divino, no por los bienes temporales y aun espirituales con que nos pueda la bondad divina enriquecer, ni siquiera por la gracia, por las virtudes, por la gloria misma, ni por los goces que trae aparejada la comunicación con Dios, sino por purísimo amor: amar por amar».

«Y en esta escuela del divino amor se lleva a las almas por caminos tan secretos, al par que seguros y expeditos, se exponen tan de relieve los escollos que puedan encontrarse para llegar a tan purísimo amor, se manifiestan tan claramente los ardides del demonio contra la obra de nuestra santificación, que causa maravilla y asombro».

«De otra parte, se expone todo ello con tal ingenuidad, con tal candor, con tal unción y persuasión divina, que subyuga y hace ver que siente lo que dice, y lo dice por haberlo sentido».

«Por último, aunque esto sea muy secundario en nuestro propósito, el lenguaje es castizo, la dicción tersa y limpia, y las más de las veces elegantísima».

«En suma, y para terminar, estimamos, en nuestro humilde juicio, que el presente libro por el fondo y por la forma no desmerecería en nada al lado de los mejores escritos de nuestros más renombrados místicos, San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús».

«Sevilla, en la fiesta del Espíritu Santo, 23 de mayo de 1915.

Dr. Federico Roldán.
Emmo. y Rvdmo. Cardenal Arzobispo de esta Diócesis».

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Distribuido el texto en epígrafes diferentes y en grupos según los diez días consecutivos, las advertencias iniciales subrayan las disposiciones que el alma necesita al iniciar los actos de esta devoción. En el día primero están agrupados por su orden los epígrafes que componen la práctica diaria de la misma; a partir del segundo deberán, como es lógico, repetirse el acto de contrición, la oración inicial, la letanía y la oración final, sustituyendo en el momento oportuno las lecturas correspondientes a la consideración y el obsequio.

Es evidente que el libro puede ser empleado también, con fruto grande, al modo de la lectura espiritual ordinaria.

El lenguaje, como dice el juicio más arriba citado, es castizo y la dicción limpia. A la autora le resulta espontáneo el escribir con calidad, en castellano de buena estirpe, aunque su estilo carece de ritmos literarios, y de la sintaxis cuidada y pulcra que es propia de los escritores cultos.

Es frecuente, en efecto, que en las invocaciones a la Divinidad emplee el singular dirigido al Dios uno, alternando en la misma frase con el plural referente a las tres Personas de la Trinidad Santísima. Desde el primer párrafo de la dedicatoria vemos, asimismo, apelaciones a la Esencia divina, hechas en el «tú» de la segunda persona, junto con alusiones indirectas redactadas en tercera, o el empleo simultáneo del «tú» y el «vos», con lo que parece subrayar unas veces la proximidad íntima del alma al Santificador y otras la lejanía insondable entre el Creador y la criatura. Hay también a veces formas ambiguas que fuerzan quiebros acaso enérgicos en la atención del lector.

Todo el texto está lleno, por otra parte, de giros populares –«mira que te pego si haces tal y cual cosa», «en un instante sabe todo el pueblo que hay quema, y dónde la hay»– o también de giros coloquiales, que subrayan la llana viveza del lenguaje: «ya sabes lo que te quiero decir», declara en alguna ocasión el alma, dirigiéndose a Dios. Y es, sin duda, que la pobre mujer sin letras se cansa a veces de la lucha desigual con lo inefable.

Quizás por todo eso –por lo subido y profundo de la doctrina, y por la elementalidad a veces tosca de las expresiones– se hace explicable que este libro áureo no resulte fácil para la fama espectacular en grandes públicos. No otra cosa sucede con muchos de los clásicos espirituales, concretamente con los de la ascética y mística españolas del Siglo de Oro de nuestra tradición cultural.

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Y, sin embargo, en cuanto a su actualidad viva, sin saber por qué se me antoja que hay muy hondas razones de congruencia que hacen propicia la coyuntura moral de nuestro tiempo para que ahora, a nuestras gentes de hoy, se les acerque, con las reimpresiones de este libro, la perspectiva divina que de sus páginas surte.

Muchas almas, muchas de ellas muy santas, y alguna excepcionalmente egregia, sacaron frutos de bendición con la lectura meditada de la primera edición de este Decenario: Su renovada difusión traerá también con toda seguridad grandes bienes y luces claras al espíritu de muchos cristianos.

Vivimos un tiempo en que, en medio del caos tecnificado de las grandes ciudades, en medio de las maravillosas complicaciones de la civilización, en medio de la velocidad vertiginosa de las imágenes retransmitidas a los cinco continentes y de los reactores que vencen a la gravedad y al viento, muchedumbres enteras de hombres inadaptados sufren la congoja lacerante de no poder resistir tanta presión sobre sus ánimos débiles. A ellos el crecimiento de posibilidades históricas se les manifiesta más como tragedia que como poderío.

En estas páginas hay paz y silencios insondables, el fulgor de las profundidades sobrenaturales del espíritu humano, la confortadora firmeza que el hombre recobra cuando vuelve a unirse con fe a las raíces verdaderas de su vida.

La publicación de un libro, de este libro, ¿parecerá ocasión demasiado leve para con motivo de ella evocar temas tan en tono mayor como las propias transformaciones contemporáneas de la Historia humana? De ninguna manera. Incalculable es el alcance, los posibles ecos, la repercusión quizás lejanísima, de una piedra cualquiera que se lanza contra las aguas inciertas del porvenir. Mucho más cuando la piedra alberga en la dura entraña de su cristal de roca los destellos vivientes del “Gran Desconocido”, los eternos tesoros de la verdad de Dios.

Los hombres de nuestro siglo están seguros de sí y del poder que han alcanzado sobre las latentes energías del mundo material. Por eso necesitan –como todos, como siempre, pero quizás también ahora de una manera muy particular– que por todos los medios se les fuerce a volver la mirada –soberbia e ingenua– hacia horizontes mucho más lejanos y poderosos todavía.

En el bosque cerrado que es la existencia humana, el caminante pierde con frecuencia el norte. Y tanto más cuanto con paso más seguro y confiado se adentra en la espesura. Por todas partes le cercan pronto las ardillas, las orugas, la maleza, quizás también las alimañas. Aunque no quiera declararlo ni a sí mismo, es bien seguro que a veces siente miedo. Son temerosas las negras entrañas del bosque y de la vida. A ratos, por entre algunos claros fugaces, se ven a lo lejos luces inciertas, temblorosas, pálidas. Son las estrellas, o quizás son sólo las luciérnagas brillantes de la tierra. La orgullosa altanería de los tiempos iniciales fáciles viene a parar entonces, con reveladora monotonía, en el terror de sentirse perdido.

El verdadero Sol, que tras una ausencia corta reaparece siempre en la majestad estremecida de la aurora –triunfador de las sombras, de las nubes y de los temores– es el centro al que han de volverse todos aquellos que, después de la noche, se disponen esperanzadamente a recuperar –con la firme luz de la mañana– el tenso calor alegre de la nueva vida.

FLORENTINO PÉREZ-EMBID
Ciudad Ducal,
Domingo de Ramos, 10 de abril de 1960.

DEDICATORIA

A la Divina Esencia, Dios único, verdadero, dedico este pequeño DECENARIO, para honrar con él a las tres distintas Personas que en Ti existen y naturalmente tienes con el nombre del Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Las tres Personas son Dios, sin que por ser las tres Dios, haya tres dioses; las tres sois el único y solo Dios a quien yo adoro, amo, alabo, glorifico, ensalzo y bendigo, sirvo, reverencio y rindo todos los homenajes que yo debo a mi Dios, Dueño y Señor, reconociendo en las tres distintas Personas el único Dios a quien sirvo, por ser las tres distintas Personas la sola Esencia Divina.

¡Oh mi único Dueño y Señor! Ante tu grandeza, parece justo que yo no me atreviera a moverme, temblando de temor y de respeto; pero, cuando esto quiero hacer, siento que de lo más íntimo de mi alma se levanta un amor de hijo para con el más verdadero Padre y Padre el más cariñoso de todos los Padres, y esto, lejos de hacerme temer, me llena de una tan dilatada confianza en Vos, que no hallo cosa a que esta tan grande confianza yo pueda comparar.

Y sí, ¡Padre amantísimo!, como habla y pide un hijo, así yo os comunico a Vos, Padre dulcísimo y amabilísimo, la grande pena de mi corazón y el ardiente deseo que ya tantos años tiene mi alma, y mi pena es el que no es conocida la tercera Persona a quien todos llamamos Espíritu Santo, y mi deseo es que le conozcan todos los hombres, pues es desconocido aun de aquellos que te sirven y te están consagrados.

Envíale nuevamente al mundo, Padre amantísimo, que el mundo no le conoce; envíale como Luz que ilumine las inteligencias de todos los hombres, y como fuego, y el mundo será todo renovado.

¡Ven, Santo y Divino Espíritu! ¡Ven como Luz, e ilumínanos a todos! ¡Ven como fuego y abrasa los corazones, para que todos ardan en amor divino! Ven, date a conocer a todos, para que todos conozcan al Dios único verdadero y le amen, pues es la única cosa que existe digna de ser amada. Ven, Santo y Divino Espíritu, ven como Lengua y enséñanos a alabar a Dios incesantemente, ven como Nube y cúbrenos a todos con tu protección y amparo, ven como lluvia copiosa y apaga en todos el incendio de las pasiones, ven como suave rayo y como sol que nos caliente, para que se abran en nosotros aquellas virtudes que Tú mismo plantaste en el día en que fuimos regenerados en las aguas del bautismo.

Ven como agua vivificadora y apaga con ella la sed de placeres que tienen todos los corazones; ven como Maestro y enseña a todos tus enseñanzas divinas y no nos dejes hasta no haber salido de nuestra ignorancia y rudeza.

Ven y no nos dejes hasta tener en posesión lo que quería darnos tu infinita bondad cuando tanto anhelaba por nuestra existencia.

Condúcenos a la posesión de Dios por amor en esta vida y a la que ha de durar por los siglos sin fin. Amén.

Divina Esencia: recibe este DECENARIO que os dedico y que todo sea para provecho de las almas, fin glorioso; pues en ello tenéis Vos vuestra mayor honra y gloria, y porque sois Dios infinito en bondades, os pido, Señor, me deis el consuelo de verte amado de mí y de todas las criaturas, en el tiempo y en la eternidad, y que sea de todos conocido tu Santo y Divino Espíritu.

ADVERTENCIAS PARA HACER PROVECHOSAMENTE ESTE DECENARIO

1ª. Mi primera advertencia es, que al escribir este Decenario que dedico a la Divina Esencia, Dios, es mi intención escribirle, para dárselo como prueba de cariño, por lo mucho que aprecio y estimo a todas las almas que habiendo dejado el mundo, sólo anhelan, quieren y buscan, con grande deseo de su alma, el dar gusto y contento en todo a Dios y, cueste lo que cueste, quieren santificarse para asegurar con esto la posesión de Dios eternamente.

Sólo para esta clase de personas escribo este Decenario.

2ª. Cuando he tratado, visto y hablado almas que aspiran a la santidad, y que desconocen el camino que a ella conduce con toda seguridad, se me apena el corazón, y es grande por esto mi pena.

Para ayudarlas a conseguir lo que desean con tan grande deseo de su alma, voy a decirlas lo que a mí me ha sido dado y enseñado por un sapientísimo Maestro, que es fuente y manantial de Sabiduría y Ciencia.

Él ejerce su oficio de Maestro en el centro de nuestra alma y todas sus enseñanzas se encaminan a hacernos ver en qué consiste la santidad verdadera, y por qué caminos hay que ir para adquirirla y, una vez adquirida, no perderla.

Es grandemente consolador el asistir a esta escuela y ver cómo se aprenden las lecciones, por torpe que uno sea, y cómo se siente uno allí lleno de vigor y fuerzas para emprender, aun lo más arduo y difícil, cueste lo que costare el conseguirlo, sin vacilar, por cosa alguna que salga a su encuentro.

Todo se consigue, todo se adquiere con la ayuda y sutileza que tiene para enseñar este tan hábil Maestro; con qué claridad nos hace ver las astucias de nuestros enemigos y cómo nos enseña a vencerlas; en fin, entrad en esta escuela, que es la vida interior, donde se aprende el propio conocimiento y el conocimiento de Dios, y después, con la práctica propia, si os digo verdad, en todo lo que os he de decir en este Decenario.

3ª. La víspera de empezar este Decenario, que es la víspera de la Ascensión gloriosa de Nuestro Divino Redentor, os habéis de preparar, con resoluciones firmes, para emprender la vida interior, y emprendida esta vida, no abandonarla jamás.

No pongáis vuestros ojos en lo que cuesta; ponedles en lo que vale; siempre ha sido así: el costar mucho lo que mucho vale. ¿Y qué es el trabajo que ponemos en el propio conocimiento, para lo que por ello se nos da?

¡Oh qué glorioso es el morir uno a sí mismo para no tener vida sino en Dios! ¿Quién podrá, ni imaginar siquiera, lo que es vivir en Dios y endiosados?

Con palabras no se puede expresar; se gusta, se siente, se experimenta, se palpa, se posee, y no hay palabras para expresar lo que esto es. En fin, no pongamos nuestros ojos en los goces, que traen consigo el no querer nada sino a Dios. Para gozar, una eternidad nos está ya preparada; para padecer por Él, no tenemos más que la vida presente: pues aprovechémonos de ella y padezcamos por Cristo Jesús, nuestro Divino Redentor, cuanto podamos.

¡Oh cuánto tuvo que padecer y qué caro le costó el amarnos por sólo hacernos dichosos para toda una eternidad! Pues, cueste lo que costare a nuestra naturaleza, a santificar nuestra alma y a dar gusto a Dios en todo. Así sea.

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DÍA PRIMERO

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Acto de contrición

[Saltar a la Consideración]

¡Oh Santo y Divino Espíritu!, bondad suma y caridad ardiente; que desde toda la eternidad deseabas anhelantemente el que existieran seres a quienes Tú pudieras comunicar tus felicidades y hermosuras, tus riquezas y tus glorias.

Ya lograste con el poder infinito que como Dios tienes, el criar estos seres para Ti tan deseados.

¿Y cómo te han correspondido estas tus criaturas, a quienes tu infinita bondad tanto quiso engrandecer, ensalzar y enriquecer?

¡Oh único bien mío! Cuando por un momento abro mis oídos a escuchar a los mortales, al punto vuelvo a cerrarlos, para no oír los clamores que contra Ti lanzan tus criaturas: es un desahogo infernal que Satanás tiene contra Ti, y no es causa por lograr el que los hombres Te odien y blasfemen, y dejen de alabarte y bendecirte, para con ello impedir el que se logre el fin para que fuimos criados.

¡Oh bondad infinita!, que no nos necesitáis para nada porque en Ti lo tienes todo: Tú eres la fuente y el manantial de toda dicha y ventura, de toda felicidad y grandeza, de toda riqueza y hermosura, de todo poder y gloria; y nosotros, tus criaturas, no somos ni podemos ser más de lo que Tú has querido hacernos; ni podemos tener más de lo que Tú quieras darnos.

Tú eres, por esencia, la suma grandeza, y nosotros, pobres criaturas, tenemos por esencia la misma nada.

Si Tú, Dios nuestro, nos dejaras, al punto moriríamos, porque no podemos tener vida sino en Ti.

¡Oh grandeza suma!, y que siendo quien eres ¡nos ames tanto como nos amas y que seas correspondido con tanta ingratitud!

¡Oh quién me diera que de pena, de sentimiento y de dolor se me partiera el corazón en mil pedazos! ¡O que de un encendido amor que Te tuviera, exhalara mi corazón el último suspiro para que el amor que Te tuviera fuera la única causa de mi muerte!

Dame, Señor, este amor, que deseo tener y no tengo. Os le pido por quien sois, Dios infinito en bondades.

Dame también tu gracia y tu luz divina para con ella conocerte a Ti y conocerme a mí y conociéndote Te sirva y Te ame hasta el último instante de mi vida y continúe después amándote por los siglos sin fin. Así sea.

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Oración para todos los días

Señor mío, único Dios verdadero, que tienes toda la alabanza, honra y gloria que como Dios te mereces en tus Tres Divinas Personas; que ninguna de ellas tuvo principio ni existió una después que la otra, porque las Tres son la sola Esencia Divina: que las tiene propiamente en sí tu naturaleza y son las que a tu grandeza y señorío Te dan la honra, la gloria, el honor, la alabanza, que como Dios Te mereces, porque fuera de Ti no hay ni honra ni gloria digna de Ti.

¡Grandeza suma! Dime, ¿por qué permites que no sean conocidas igualmente de tus fieles las Tres Divinas Personas que en Ti existen?