El Fundador del Opus Dei III

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Primera edición: Noviembre 2002

Novena edición: Diciembre 2002


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ISBN eBook: 978-84-321-4010-5

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7. «El negocio del abuelo»

Desde su encierro continuaba el Fundador haciendo la Obra en un intenso trato con el Señor, y mediante un apostolado epistolar para el que no era mayor obstáculo la censura, que se saltaba con ingenio y buen humor. Hay una carta, del 29 de abril de 1937, en la que recuerda, a sus hijos del «Levante feliz» , la responsabilidad que tienen de hacer el Opus Dei en caso de que él muriera:

Yo espero —espero— que no tardaré en poder abrazaros. Mientras, no os olvidéis de este pobre viejo y, si el viejo —es ley natural— desfilara, a vosotros os toca continuar, cada día con más ímpetus, el negocio familiar. Te digo, en confidencia, (confidencia de abuelo a nieto) que, al verme propietario de tanto hueso desconocido, me encuentro con magnífica salud: y —será lo que sea— pienso que se alargará por años mi vida, hasta ver en marcha, bien colocada, a toda la chiquillería de mis hijos y mis nietos. Pero, ¡pero!, no te olvides de que —insisto— si desfilo, no debéis abandonar por nada mi negocio, que os llenará de riqueza y bienestar a todos. Casi no sé qué escribo. ¿La vida? ¡Bah!... ¡¡La Vida!!

[...] ¡Criotes! Un negocio veo, para un futuro próximo, tan espléndido, que sería bobo pensar que nadie deje la oportunidad de enriquecerse y ser feliz. ¡Con qué razón aseguran que, al llegar a los setenta, ochenta tengo yo, se acentúa la avaricia! Os querría a todos cubiertos por los rayos del Sol, que haga brillar sobre los míos el oro puro, adquirido, bien adquirido, con el esfuerzo de sacar adelante el patrimonio de mi casa.

Mariano: dices muchas tonterías. Es cierto. Pero, genio y figura hasta la sepultura. He sido ambicioso siempre. Lo he querido todo. Y, además, como no me parece camino torcido, por él pienso empujar a mi gente.

¡Ambición! ¡Bendita ambición! ¡Cuántos obstáculos allanas!... Con sed de alturas, dificilillo es meterse en charcas, que son lo contrario: simas. Si me reservo —¡bendita ambición, nobilísima ambición!— para lo grande —y he nacido para lo grande—, sabré —con los auxilios oportunos— no entretenerme en lo pequeño. Dije. No he dicho despreciar lo pequeño, porque esto sería una barbaridad, ya que lo grande, lo más grande, a fuerza de pequeños esfuerzos se logra.

Y luego les notifica, muy veladamente, el serio compromiso contraído con el Señor para desagraviar por deudas propias y ajenas, implorando protección para su negocio:

No sé si sabrás que me metí, por la familia, que es siempre mi debilidad, en un lío económico: empeñado en pagar todas las deudas. No te digo más. Tú no puedes ignorar que también de deudas andaba yo bueno. Así es que se ha unido el hambre con las ganas de comer. Ahora es cuando me veo realmente viejo, sin fuerzas, y... pachucho en todo. Pero, lo dicho, dicho. No me vuelvo atrás. Compadécete tú —y lo mismo los otros nietos— y ayudadme como podáis. ¡Tendría poca gracia que mis ambiciones acabaran en un «crack» , o, por lo menos, en una suspensión de pagos! Tiemblo: cuento —creo— con el esfuerzo y los sacrificios de toda mi gente241.

Dos meses más tarde, interiormente robustecido por las duras pruebas a que le sometía el Señor, tornaba a la gestión de su empresa —su «negocio» —, con redoblado optimismo: Este abuelo vuestro —les escribía el 24 de junio— ha vuelto a tomar las riendas. ¡Qué noticia! Y os aseguro que con más fuerzas que antes de su enfermedad, aunque ahora pese cuarenta kilos menos 242.

No desanimaban al Fundador las adversidades propias de aquellos días, pues la guerra —les decía—, no sólo no entorpece sino que puede dar más intensidad a muchas empresas, si los que las dirigen no se duermen 243.

El Fundador tenía, ciertamente, muchas ganas de dar otro empujón a su empresa divina, y le quemaba la impaciencia, como escribía a los de Madrid:

En cuanto comience a trabajar —que será pronto— voy a renacer.

Conste que el abuelo está satisfechísimo de todos sus nietos, sin excepción. ¿Está claro? Y piensa que ellos sabrán vivir siempre con optimismo, con alegría, con tozudez, con el convencimiento de que nuestros negocios han de ir necesariamente en auge, y con la íntima persuasión de que todo es para bien244.

¿Era todo realmente para bien? A mediados de junio se enteró de que Pepe Isasa, uno de los miembros de la Obra en la otra zona de España, había muerto en el frente, en abril. Inmediatamente comunicó Isidoro a los demás el deseo del Fundador: que hicieran sufragios por su alma, rezando las tres partes del rosario y ofreciendo la comunión («El abuelo me dice: comunica a mis nietos que lleven tres ramos de rosas a la Madre de D. Manuel de parte de Pepe y que si pueden almuercen con este buen amigo» ) 245.

Para el abuelo, la pérdida de este nieto, fue una «noticia agridulce» :

El abuelo casi no sabe deciros nada —escribe a los de Valencia—. Un encargo os hice, que también Ignacio 246 os daría: rosas —tres ramos—, sobre su sepulcro: y que visitarais a D. Manuel. ¡A Don Manuel! ¡Qué agradecido le estoy! Mis lágrimas —no me da vergüenza decir que he llorado— no son protesta, por la muerte de mi nieto queridísimo: la acepto; pero os ruego que, conmigo, recomendéis a mis peques para que no se me vaya ninguno más.

Contentos, ¿eh? ¿No os he contado muchas veces que el abuelo tiene una Casa muy grande, donde le esperan una porción de nietos?

Eso es demasiado cómodo. Es preciso quedarse por aquí —y aún hacerse viejo—, para sacar adelante el negocio —¡magnífico! ¡redondo!— que vuestra familia lleva entre manos, desde hace más de ocho años247.

Era patente que el negocio del Opus Dei, grande y universal, necesitaba mucha gente. El afán apostólico, incontenible, del Fundador desbordaba, aun recluido, todas las fronteras:

Se me pegaron las locas ansias de mi hermano Josemaría —loco, loco de atar; por algo ha estado en el manicomio— y querría corretear este mundo tan chiquitín, de polo a polo, y derretir todos los hielos, y aplanar todas las montañas, y desterrar todos los odios, y hacer felices a todos los hombres, y lograr que sea un hecho feliz aquel deseo de un rebaño y un pastor.

La cabeza parece que va a rompérseme, como un triquitraque. Y milagro parece que tal no suceda. No caben, en cabeza de hombre (en corazón, sí) , tantas cosas grandes. Por eso, ¡quién me diera muchas cabezas y muchos corazones, jóvenes y limpios, para llenarlos de ideas y quereres nobles y exaltados!

Aunque no te lo creas, mocoso: no hace media hora, estaba recosiendo un par de calcetines de uno de mis nietos más brutotes. Lo loco no quita el estar en la tierra248.

Esos grandes vuelos apostólicos de la imaginación, mientras recosía con habilidad los calcetines de uno de sus hijos, le llevaban el pensamiento lejos, a los miembros de la Obra que se encontraban desperdigados. El servicio de Isidoro, como secretario y encargado del despacho de la correspondencia que salía del Consulado, era inestimable en tales casos. Él la enviaba a sus respectivos destinatarios. Las cartas destinadas para el «Levante feliz» (Del Abuelo a Perico, vía Paco, para todos sus nietos) iban a Valencia, a nombre de Paco Botella; luego se mandaban a Torrevieja, donde por largo tiempo estuvo Pedro Casciaro; más tarde las leía Rafael Calvo Serer, convaleciente en Alcalalí, pueblo de Alicante; y luego se guardaban, una vez que todos —entre ellos Chiqui, que estaba preso en la capital levantina— se habían enterado bien de lo que les decía el Padre.

A don Josemaría se le fundía el corazón en las cartas. Y, en una ocasión, Juan Jiménez Vargas, considerando la manera forzada con que había de expresarse a causa de la censura, comentaba: «¡Qué ridículo parecerá esto, con el tiempo!» El ridículo no existe 249, le replicó el Padre. Las confidencias del abuelo eran, para sus nietos, media vida, un tesoro. «Empezamos a hacer la oración con sus cartas» , cuenta Paco Botella. Y, una vez meditadas por todos, «las recogía Pedro y se las llevaba para que quedasen guardadas en buen sitio. Y así fue hasta el final de la guerra. En una caja fuerte de un Banco esperaron estas cartas del Padre» 250.

Gracias a su desprecio del sentido del ridículo, mostraba al desnudo el superlativo cariño que sentía por sus nietos. Tanto que Isidoro, al notificar a los valencianos la inmensa alegría de todos al enterarse que Chiqui ya ha salido de la cárcel, añade de su propia cosecha: «No te puedes dar idea de la preocupación del abuelo; ha estado intranquilísimo, verdaderamente su afecto por los nietos raya en delirio, constituye su mayor obsesión y qué responsabilidad para los peques si no se corresponde en la misma forma» 251. El abuelo leía y releía la correspondencia; y volvía sobre lo escrito por sus nietos, hasta el punto de que Álvaro le preguntaba en broma si se iba a prender las cartas con un alfiler en la solapa, para tenerlas siempre a la vista 252.

Chiqui había salido de la cárcel y fue unos días a reponerse a Alcalalí, donde estaba Rafael Calvo Serer. Ambos recibieron carta desde Madrid un mismo día:

Del abuelo a Chiqui, 27-VII-937

Mi muy querido peque: Por el alegrón que me dieron tus líneas, puedes deducir cuánto sentiría que me escribiera Paco y no lo hicieras tú, al darte de alta en el sanatorio. ¡Cosas de viejo!

Mucho he pensado en ti. Te he hecho más compañía de lo que tú piensas. A Don Ángel le importuné de continuo, para que tuviera con mi nieto los cuidados que yo habría tenido. Y más. Supongo que me habrá atendido, y me seguirá atendiendo. ¡Es muy buen amigo mío!

Posiblemente, pronto (va de veras) irá mi hermano Josemaría, con su hijo Jeannot, a nuestro país. Ya haré que te escriba Ignacio, comunicándotelo.

¿Qué tal lo pasaste con Rafa? Es un criote que, por lo que quiere a sus hermanos —siendo tan chico— me ha ganado el corazón253.

Y la otra carta a Rafael Calvo Serer:

Del abuelo a Rafa. Salud. 27-VII-937
¡Peque! Ahí van unas letras, para ti sólo.
Tus líneas, aunque se ría Alvarote, me las he leído no sé cuántas veces. Ahora puede suceder que te toque a ti el turno de oír las risas milicianescas de estos criotes, que viven con su abuelo. ¡Más mala gente! Bueno: ya sabes que esto no es verdad: son muy rebuenos mis peques.
El cariño que tienes a tus hermanos —¡ese Chiqui!— me ha llegado al alma. D. Manuel y yo te agradecemos, de veras, todo tu natural buen comportamiento. ¡Menudo abrazo te voy a dar, Rafaelín, cuando te pesque!
Ánimo. Que te pongas bueno, aunque tengas úlcera, hasta derrochar salud. Que, si te es posible, veas al Hijo de Dª María diariamente: es un gran Amigo, ¿no?
Que te acuerdes mucho de la familia (el abuelo no se atreve a decirte que te acuerdes de él) , y que adquieras, cada vez más, las características de nuestra sangre.
Todos te abrazan fuertemente, conmigo
Mariano254.

* * *

Saltaba a la vista que aquella empresa necesitaba mano de obra. Y los pocos trabajadores que tenía, precisaban de cuidados. Esto lo echó de ver el Fundador desde la inmovilidad de su refugio. Como padre de familia, tenía que velar por los suyos o acudir a doña Dolores, para que atendiera a los que andaban sueltos por Madrid, sin hogar y sin una mano femenina para coserles o arreglarles la ropa. Mamá, acuérdate de que eres la abuela de mis hijos 255, le decía por escrito.

También era consciente de que la tempestad de la guerra le había barrido gran parte de las primeras mujeres de la Obra: Creo que me falta un nieto —mi Pepe— y no sé cuántas nietas, reflexionaba con dolor 256. Entre el puñado de mujeres que habían pedido la admisión en el Opus Dei solamente logró localizar a una de ellas, a Hermógenes, encargando a Isidoro que le dijese que, caso de ver ella a las otras, les pidiera oraciones; pero que no les diera su dirección, para evitarles riesgos e intranquilidades 257. En estas circunstancias excepcionales vino, sin embargo, una nueva vocación femenina, tramitada por correo y con censura de guerra.

Lola Fisac tenía un hermano, llamado Miguel, que siendo residente en Ferraz había pedido la admisión en la Obra. Ahora se hallaba escondido en casa de sus padres, en Daimiel, un pueblo de la Mancha. Don Josemaría le enviaba allí las cartas a través de Lola. Fue Miguel quien tomó la iniciativa de proponer a la hermana su posible vocación a la Obra. Y, luego, fue el Padre quien hizo reconsiderar a Lola esa posibilidad 258, insistiendo ante el Señor (Don Manuel, Manolo) para que le concediera la vocación a la Obra, como le escribe en la víspera de la fiesta de la Visitación de Nuestra Señora; agradeciéndole, de paso, los envíos de comida que hacía desde Daimiel:

Del abuelo, para Lola, desde ¡Tegucigalpa!, a 1 de julio, vísperas del santo de mi Madre. —1937.—

Muy querida peque: ¡Si vieras cómo agradezco tus reiteradas atenciones! —Nada, nada: es imposible que Manolo no haga por enamorarte, para cumplirme el deseo, cada día más eficaz, de que formes parte de mi familia.

Cree que lo espero. Y perdóname que te hable con tanta franqueza, ¡son los años..., y el cariño que, por todos vosotros, siento! Perdonado, ¿no?259.

Pronto accedió el Señor a su deseo, porque dos semanas más tarde le escribía el Fundador: Nada, pequeña: encantado de llamarte nieta 260.

Y al mes siguiente, una vez que Lola tuvo tiempo de reposar su decisión, le escribió de nuevo:

Para mi nieta Lola

Querida peque: el abuelo, con tus obsequios, se va a dar a la gula. No te digo más. ¡Qué ricos, los «sequillos» ! Se chupa los dedos... hasta Jeannot, con sus grandes narizotas doctorales.

Don Manuel... Me callo. Nada más una pregunta: ¿cómo va ese enamoramiento? Y otra: ¿de veras, de veras que le prefieres a todos, y quieres —con querer eficaz— formar parte de la familia de este abuelo?

Perdóname, peque: ¡los viejos somos tan preguntones! Además pienso que ya te habrán dicho que Mariano es amiguísimo de que le hagan confidencias: y, en particular, confidencias de Amor.

Supongo que te pondrás colorada, para contestar. Como no lo voy a ver, ¡qué importa! Además tienes un recurso: Decirme: «abuelo, a su pregunta, le respondo que sí» . Francamente, Loli, no me cabe en la cabeza que sea que no. Conque..., ya lo sabes: espero que comiencen tus confidencias.

Cuando hablo con Manolo, le recuerdo a tus papás y a toda tu familia. Esto, a diario. Pero, si te nombro a ti, siempre le digo igual: de ti depende exclusivamente hacer realidad nuestras charlas. ¡Ah!, no me olvides que en mi casa hay mucho trabajo, y trabajo duro: de piedra de sillería: es el comienzo, los cimientos. Sin embargo, también hay algo, que no se encuentra en ninguna parte: la alegría y la paz; en una palabra: la felicidad.

Vaya, acabo, por hoy. Cariñosos abrazos a tus papás, y no te olvides de tu abuelo. — Mariano261.

* * *

Al llegar la hora de acostarse, cuando al fin se calmaba el barullo —en esta soledad, de que gozamos, tan excesivamente acompañada 262, como decía el abuelo—, charlaba éste con Álvaro, tumbado en la colchoneta de al lado, del «negocio familiar» . ¿Qué le decía?

Por entre los trazos, amplios y vigorosos, de una carta del abuelo a los de Valencia, corren intercalados, como por un surco, los renglones con letra menuda de Álvaro, hablando del negocio familiar:

«Nos hemos llevado un alegrón enorme con la noticia de Chiqui. ¡Qué ganas de que nos reunamos todos y, todos juntos, durante una temporada, nos desempolvemos bien! Nos vendrá, seguramente, de perillas; y quizá sea —no lo sé— necesario para emprender con bríos nuevos el negocio que el abuelo, con nosotros, tiene entre manos. Por las noches, cuando los demás están aún levantados, el abuelo y yo, tumbados en las colchonetas extendidas, charlamos sobre todas estas cosas de familia.

Verdaderamente que las circunstancias dificultarán el desarrollo del negocio. Todo serán inconvenientes. La cuestión económica, la falta de personal: todo. Sin embargo y a pesar de sus años, el abuelo no se deja llevar nunca del pesimismo. La falta de pesetas le tiene —nos tiene a todos— sin cuidado. Todo está en que se trabaje con mucho ánimo: éste y la mucha fe en el éxito todo lo vencen. Esto dice el pobre viejo. Pero lo que siente mucho —sentimiento compatible con la esperanza que le anima—, es la falta de personal. Contando con todos los de la familia, hay muy pocos, ¡qué no será, por lo tanto, si aún de esos pocos, alguno muere o queda inútil para el negocio! [...] Y desde ahora, para cuando se pueda trabajar, tener la decisión firmísima de estar muy unidos al resto de la familia y, sobre todo, a D. Manuel y al pobre abuelo. ¡Bien se lo merece! Es, además, perfectamente lógico. Sin una adhesión ciega a los que, en cualquier asunto, hacen cabeza, es imposible que se llegue a buen resultado. No os quejaréis; que, estando tan lejos, os enteráis de las conversaciones que, ya en las camas, tenemos el abuelo y yo» 263.

Trabajos y responsabilidades eran un saludable remedio para el Fundador, que se olvidaba de sí mismo para vivir el dicho evangélico: «non veni ministrari, sed ministrare» , que libremente traducía por: no he venido a dar la lata, sino a aguantarlas 264.

Era responsable de seis bocas con sus correspondientes estómagos 265. Y, a la larga, tuvo que rendirse a la evidencia del hambre; si no por él, al menos por la gente joven que con él convivía. Venciendo su repugnancia a tratar cuestiones de comida, reconoció por fuerza el imperio del hambre en Madrid. Como pobre vergonzante, tímidamente, mendigaba alimento para los suyos. Tal es el tono de una breve nota a Isidoro: Si os fuera posible, os agradeceré que me traigáis algo de comer: porque hace hambre, en estos días. Si no es posible, no os preocupéis. Paciencia. Ya vamos acostumbrándonos 266.

Isidoro, que había recibido la nota anterior por medio de los hermanitos de Álvaro, que la habían sacado del Consulado, le contaba al día siguiente: «De comestibles para poder llevar estamos muy mal, pues ni fruta hay en estos días. Cuando se reciban los embutidos que anuncian de Daimiel los enviaremos [...]. El jamón que se acompaña lo ha enviado Pedro. El vino lo dan con cuentagotas» 267. No os preocupen los comestibles, responde a esta nota. Ya apretaremos el cinturón un punto más. Por cierto: voy engordando. Creedlo 268.

El vino que le procuraban era muy escaso; y hubo días en que no pudo celebrar misa porque estaba avinagrado. Eso era peor que cualquier hambre: El abuelo, sería feliz, si tuviera vino, escribía a los de Valencia. No soy borracho, pero como a D. Manuel le gusta, yo quería tenerlo [...]. ¡Pobre abuelo, que no tiene vino, para su estómago enfermo! De las mil privaciones, es la que más me cuesta 269.

De Levante o de Daimiel enviaban, de cuando en cuando, comestibles a los de Madrid. Pero, con el rigor de los ayunos y penitencias, el abuelo se iba quedando en los huesos, aunque conllevaba su flaqueza con buen humor y optimismo, definiendo ante los nietos sus tristes carnes como: este cuarto de kilo de mojama, que es vuestro abuelo 270. Sin duda, continuó enflaqueciendo porque Isidoro, que le veía con frecuencia, contaba alarmado a los de Valencia: «ha adelgazado una cosa atroz. Él lo toma a risa: es sólo la sombra de lo que era» 271.

* * *

El 24 de julio de 1937, a los doce meses de haberse incautado los anarquistas de la Residencia de Ferraz (ahora inhabitable, pues tenía un nuevo impacto de proyectil en el tercer piso y otro en el tejado) , enviaba Isidoro por escrito al Fundador sus reflexiones sobre el año transcurrido: «Dice Juan, y con razón —admite Isidoro—, que hay que rectificar con hechos las barbaridades que se han cometido en este año pasado. Soy el primero en reconocerlo» 272. Punto de vista con el que estaba plenamente de acuerdo con ambos el Fundador al comentarles: Es que hemos sido, durante un año, demasiado candorosos 273. Las experiencias acumuladas con motivo de la evacuación les confirmaron que estaban en manos de Dios, según escribió ese mismo día a Lola Fisac:

¿La marcha de Josemaría? ¡Quién sabe! Como no lo arregle D. Manuel, que es tan influyente, con el cónsul de su país, va para largo. Ya te dije otra vez, que es el cuento de la buena pipa274.

También en ello estaba de acuerdo Isidoro, que informaba a Pedro Casciaro sobre este asunto: «unas veces parece que su evacuación se toca con las manos y otras hay que ver las posibilidades con telescopio de gran aumento. Ahora estamos, en una fase telescópica» 275. En suma, habían sido tantos los intentos fallidos en sus tratos con el mundo diplomático que el abuelo, desengañado, estaba dispuesto a abandonar la Legación de Honduras como fuese. Impaciente por ocuparse del negocio —hacer su apostolado—, incluso se fijó un plazo: A fines de mes —a primeros de agosto— será cosa de salir, sin vacilar 276.

Por aquellos días estaban ya en marcha unas gestiones con el fin de obtener un pasaporte argentino para don Josemaría, siendo necesaria la presentación de la correspondiente partida de nacimiento. Como Isidoro acababa de recibir dos partidas, pensaron que, convenientemente retocadas y cambiando los nombres, les servirían al Padre y a Juan para solicitar los pasaportes. El sábado 31 de julio salieron éstos con Isidoro a la calle para hacerse las fotos. Y, al día siguiente, encargaron a Carmen que les confeccionase unos brazaletes con los colores nacionales de la República Argentina, igual que el de Isidoro 277.

También por aquellas fechas consiguió Tomás Alvira, un amigo de José María Albareda, una partida de nacimiento de otro argentino, con la idea de obtener un pasaporte y salir de España como súbdito extranjero; pero, en conversación con Isidoro, decidieron de común acuerdo que mejor sería servirse de esa última partida para proporcionar un pasaporte al Padre. Borraron primero con un líquido los datos personales, pero el papel se arrugó de tal modo, que hubo que pasar por encima una plancha caliente. Luego, con una máquina de escribir del mismo tipo de letra que el de la partida, rellenaron el espacio borrado con los datos de la filiación del Padre y la entregaron en el Con­sulado. Había que volver, a los tres o cuatro días, a recoger el pasaporte.

Entretanto los líquidos corrosivos habían producido unas acusadoras manchas en el papel; de manera que cuando se presentó allí personalmente el interesado, el Cónsul (o acaso un Secretario de Embajada) le recriminó su acción. Reaccionó prontamente don Josemaría y le replicó: Soy abogado y soy sacerdote. Dadas esas circunstancias, como abogado lo defiendo y justifico, como sacerdote lo bendigo 278. Le dieron excusas, pero no el pasaporte.

Aceptó el sacerdote sin tragedias esta contradicción, a juzgar por lo que escribe a Isidoro: Estoy muy conforme, encantado,  —créelo 279. Y acto seguido, a los dos días del fracaso de la borradura, daba un encargo muy concreto a los de Madrid: que todos mareen a D. Manuel; y lo mismo a los de Valencia: que deis la lata a D. Manuel, para que, si conviene, le arreglen la salida, como evacuado, a nuestro país 280.

El terrorismo incontrolado de las milicias revolucionarias, aunque no había desaparecido, había disminuido considerablemente 281. Santiago vivía ahora con su madre y hermana, y circulaba libremente por Madrid, vestido con un mono y provisto de dos carnets, uno de anarquista de la C.N.T. y otro de una academia del Socorro Internacional. También Isidoro había conseguido de su Embajada un certificado de trabajo, imprescindible para poder justificar su permanencia en Madrid.

Otro asunto de vital repercusión, como era el de los comestibles, estaba en parte resuelto, gracias a la generosidad de los de Levante y de Daimiel. Como decía Isidoro, «casi hay que comer por correspondencia» 282. Los paquetes postales o los envíos por cosario eran pequeñas cantidades para muchas bocas, pero algo remediaban.

El 20 de agosto, con el paquete de comestibles, le llegó a Isidoro una carta de Daimiel «Para el abuelo» . Era una contestación, breve y teñida de rubor, a las preguntas de dos semanas atrás; y decía así, ni más ni menos: «Abuelo a sus preguntas le respondo que sí, le prefiero de veras sin género de duda a todos y me considero muy feliz de formar parte de su familia. No le olvida su nieta. —Lola» 283.

No podían faltar unas palabras de gratitud por parte del abuelo:

Para Lola
Muy querida peque:
Me alegró de veras tu última carta. Más, desde luego, que el jamón: y eso que el jamón —me lo preguntas y te contesto— es el más rico que hemos comido por estas latitudes. Agradecidísimo. Ahora, te lo cuento en secreto, me toca ponerme colorado a mí: no hay derecho a vivir de gorra, como yo hago. En fin... Don Manuel es buen pagador.
Sin embargo, no quiero abusar: ya has hecho demasiado por este pobre abuelo.
Saluda cariñosamente a los tuyos, y recibe un abrazo de
Mariano
22-VIII-937  284.

A pesar de las muchas tentativas, continuaba sin resolverse la salida de don Josemaría, que decidió dejar el refugio e irse a vivir con su madre, a la calle Caracas, provisto de un certificado de enfermo extendido por el Dr. Suils 285. Pero las cosas se embrollaron. Era preciso estar antes en posesión de un carnet sindical y de un certificado de trabajo para que el «comité de casa» , que controlaba las idas, venidas y estancias de los residentes, le autorizase a residir allí 286. El plan de evacuación de Juan, en cambio, marchaba bien enfocado. Pero, al final, también se torció. «Cualquiera se creería —comenta Isidoro— que D. Manuel no desea que se marche, pero a pesar de ello seguimos haciendo gestiones en otros sentidos» 287.

Esa misma semana —era a finales de agosto— apareció Chiqui en Madrid. Y tuvo suerte, el gran pícaro —escribe el abuelo a sus nietos—, porque le di el estupendo desayuno de Don Manuel 288. (Recibió de manos de don Josemaría la Sagrada Comunión) .

Aquel constante insistir y buscar remedio, tan pronto fallaba una diligencia, tuvo al fin éxito. Don Josemaría daba vueltas en la cabeza sobre el modo de procurarse documentación a prueba de controles policiales y militares, hasta que terminó ocurriéndosele una nueva idea. Y, ¿si el Cónsul le diera un certificado de trabajo como contable del Consulado? 289.

Tenía sus dudas sobre si accedería a ello D. Pedro Jaime de Matheu; pero consiguió convencerle. En aquel reino del hambre se le nombró nada menos que Intendente y se le proveyó de un documento en el que el Cónsul General de la República de Honduras certificaba lacónicamente: «que José ESCRIBÁ ALBÁS, de 35 años, soltero, está al servicio de esta Cancillería como INTENDENTE» 290.

Debajo de una foto, en traje oscuro y con corbata, viene la «Firma del interesado y huella digital derecho» . (El interesado 

—José Escribá— dejándose llevar de un arranque espontáneo firma: «Josemaría Escrivá» . Cuando se dio cuenta de su error era ya demasiado tarde. Y, por primera y última vez en su vida, se vio obligado a corregir la v de «Escrivá» con una b de aparatosa prestancia. Pero, ¿a qué preocuparse de la firma si todos aquellos papeles —los certificados del doctor Suils y del Cónsul— eran más falsos que Judas? )

Gozoso de no ser ya un indocumentado y poder salir a la calle, escribe a los de Daimiel dispuesto a inaugurar las funciones de su cargo; sin olvidar, por encima de todo, que podría llevarles la Sagrada Eucaristía:

31-VIII-937
Querida nieta: te comunico que mi hermano Josemaría ha sido nombrado «Intendente» del Consulado General de Honduras. Naturalmente, tiene a su cargo el aprovisionamiento del Consulado. Y se le ocurre que, si ahí se le proporcionaran, en cantidad, judías, garbanzos, lentejas, aceite, harina, etc., él —Josemaría— emprendería gustoso el viaje a Daimiel (acompañado por D. Manuel) en un coche oficial del Consulado. Ved, pues, si hay posibilidad de comprar, en ésa, las vituallas que indico: y, si es posible, decidme precios y cantidad de cada cosa que se podría adquirir. Si no es cantidad algo notable, S. E. el Sr. Cónsul no se decidirá a que se haga el viaje.
¡Qué alegría, si Josemaría os ve!
Esperando tu contestación, os abraza
Mariano 291.

Capítulo 10

9. En Andorra

Los fugitivos allí presentes, antes de despedirse, rezaron juntos la Salve. En grupos separados, sintiendo bajo la pisada la igualdad del suelo, tomaron el camino hacia Sant Juliá de Loria. Iban rezando el rosario cuando llegó a sus oídos el grato tañido de unas campanas, que les produjo, de golpe, esa indescriptible sensación de quien recobra la libertad y se despoja del miedo. Deo gratias!, Deo gratias!, repetía para sí el Padre esa mañana del 2 de diciembre de 1937 214.

A la entrada del pueblo los gendarmes franceses les detuvieron, registrando sus nombres como «refugiados políticos» . Desayunaron en un bar café con leche y queso con pan, blanco, esponjoso, calentito. Pidieron que les abriesen la iglesia —la primera iglesia no profanada que habían visto desde 1936—, e hicieron la visita al Santísimo Sacramento. (No podía don Josemaría decir misa a causa de las normas litúrgicas sobre el ayuno entonces vigentes) 215.

A media mañana se habían instalado ya en el Hotel Palacín de Les Escaldes, a un paso de la capital del Principado, Andorra la Vieja. Por la tarde se fueron todos juntos a Andorra, a poner un telegrama al hermano de José María Albareda, que residía en San Juan de Luz, a ocuparse de los requisitos de vacunación y a hacerse las fotos que les exigían los gendarmes para tramitar el salvoconducto. De repente el corazón le dio un brinco a don Josemaría al ver una sotana en medio de la calle. Mosén Luis Pujol, que caminaba en dirección contraria a la suya, vio a su vez que se le acercaban seis u ocho hombres, muy mal trajeados y con el calzado roto. «Del grupo —refiere— se adelantó una persona que, con los brazos abiertos, me saludó al tiempo que decía: ¡Gracias a Dios que vemos un cura!» 216. Aquel abrazo fue el comienzo de una perdurable amistad entre mosén Luis Pujol y don Josemaría, que aprovechó ese primer encuentro para informarse sobre dónde podía decir misa al día siguiente.

Enviado el telegrama y hechas las otras gestiones, escribió una tarjeta al Cónsul de Honduras, Pedro de Matheu Salazar, que era tanto como notificarlo a todos los suyos en Madrid:

Escaldes (Andorra) — 2-Dic.-937.

Mi estimadísimo amigo: antes de volver al Pacífico, donde veré a José Luis, he querido visitar este simpático Principado de Andorra, ya que, por la situación de España, no me atrevo a llegar hasta Madrid. Mañana saldré, con mi hermano Ricardo y el resto de la familia, para S. Juan de Luz. Póngame a los pies de Mila y Consuelito.

Le abraza
Josemaría 217.

Luego se volvieron al hotel. Cenaron y se fueron a la cama, con la loable intención de rezar el santo rosario antes de dormirse, como les había dicho el Padre haciéndose cargo de que se caían de sueño. («Creo —escribe el cronista— que nadie llegó a empezarlo. Lo que me extraña es que no nos durmiéramos quitándonos las alpargatas» ) 218.

Celebró el Padre por la mañana en la iglesia de Les Escaldes, no «a hurtadillas y en secreto» , como venía haciendo en Madrid y Barcelona, sino con el decoro que prescribe la liturgia. Fue una misa de largos e inolvidables mementos. Sin cesar venía al pensamiento del celebrante, con la persistencia rítmica del oleaje en las rompientes, la memoria de los que habían quedado atrás. Antes de acercarse al altar pidió que se les encomendara al Señor; y durante la misa, en el memento de vivos, y en el de difuntos, se detuvo largo espacio. (En el de vivos entraba también el Obispo Administrador Apostólico de Vitoria, que celebraba ese día la fiesta de su santo —Francisco Javier—, y a quien envió un telegrama de felicitación) 219.

Llegó el esperado telegrama de San Juan de Luz, enviado la noche anterior y firmado por Pilar, marquesa de Embid, y cuñada de José María Albareda. Decía así: «Jacques Not irá a recogerlos mañana» . Toda la tarde estuvieron esperando el coche con impaciencia; pero el coche no apareció. Quien sí apareció fue José Cirera, el guía, que no había podido volverse a España. Veinticuatro horas de retraso y la expedición de fugitivos hubiera fracasado. Fuertes ventiscas de nieve habían cegado los pasos de montaña. En cuanto a las peripecias de la última marcha nocturna, el guía les contó ahora los peligros pasados; y cómo tuvo que cambiar de ruta, porque en uno de los vados que iban a cruzar les esperaban los carabineros.

Ese día el Padre escribió a Isidoro, con cautelosos rodeos ante la censura:

Escaldes (Andorra) — 3-Dic.-1937.

Mi gran amigo: Molesto me encuentro contigo porque no me has contestado a las dos cartas que te escribí: en octubre, desde Praga; y, desde París, a mediados de noviembre, la segunda.

Hoy, aprovechando el haber venido, en excursión deportiva con unos amigos, a este Principado de Andorra, he querido dedicarte esas líneas y rogarte que me escribas a casa de mi primo. Por si no la recuerdas, su dirección es: «Señor Álvarez. Hotel Alexandre. San Juan de Luz. (Francia) » . Bastará que encabeces la carta a mi nombre: él me la mandará donde yo me encuentre. ¡Me gusta tanto viajar!
Mi familia, con estupenda salud y siempre contentos.
Cariñosos saludos a tus hermanos. Lo que quieras a la abuela y a los tíos.
Te abraza
Mariano
Hoy o mañana saldré para casa de mi primo (S. Juan de Luz) , porque me ha enviado su coche. Muchos abrazos 220.

Puntualmente se refieren en el Diario los sucesos de aquellos días: «Día 4 de Diciembre de 1937 (Sábado) . Son las siete de la mañana y está nevando, cuando comienzan nuestras actividades de este día. El paisaje que nos rodea, cubierto de nieve, se nos muestra hoy en un aspecto distinto de su belleza. Los altos picachos, vestidos de blanco, tienen una hermosura más elegante, menos rústica» 221.

Hay un kilómetro desde el hotel a la iglesia de Andorra, donde celebró misa el Padre para los suyos, y a ella asistieron también cinco jóvenes de entre los compañeros de evasión. El Padre va intimando con mosén Luis, quien le invita a desayunar en su casa y le lleva después a visitar a los benedictinos de Montserrat, que están en el Colegio Meritxel.

No cesa de nevar. Se ve que la expedición había cogido milagrosamente la delantera a la nevada. Todo el mundo habla, con insistencia, de que el puerto de En Valira está cerrado y no se puede pasar a Francia. Es un grave contratiempo. ¿Estará esperando el coche al otro lado del puerto?

Dedican la tarde a la correspondencia. Tarjetas en castellano, en francés, en inglés. Se escribía a parientes, amigos y conocidos; para hacerles saber, con exquisita discreción, si es que se hallaban en zona republicana, que ellos estaban fuera. La tarjeta que Tomás Alvira y el Padre enviaron a su amigo Pascual Galbe Loshuertos, fiscal por la Generalitat, era muy breve y no le comprometía: «Un abrazo» ; y, firmado: «Josemaría — Tomás» 222.

Aprovecharon para poner al corriente el Diario del paso de los Pirineos. Cada día se encargaba uno de ellos de escribir lo correspondiente a la jornada de turno, cosa que seguían haciendo aún. Pero como durante las marchas nocturnas habían tomado solamente unas notas brevísimas de las peripecias, ahora, con el esfuerzo de todos, tuvieron ocasión de extenderse y completarlas 223.

De resultas de las marchas por terreno escabroso, con las alpargatas destrozadas, Manolo traía llagados los pies y no podía andar. Para desplazarse de Andorra a Les Escaldes, que estaba a un paso, tenía que ir en coche. Y al Padre, que presentaba las manos doloridas y tumefactas, Juan le dio unas fricciones de salicilato, creyendo que era reuma. A los dos días, viendo que aumentaba la hinchazón, observó que las tenía acribilladas de pinchos de los matorrales a los que se iba agarrando al trepar o al resbalarse por el monte. Con infinita paciencia le extrajo hasta treinta puntas de espino 224.

Pasaron cinco días a merced del tiempo. Las esperanzas se les iban y se les venían. El coche enviado por el hermano de José María Albareda no llegaba. Continuaba nevando. El 6 de diciembre amaneció un día esplendoroso. Al mediodía, al bajar al comedor, un señor les anunció que mañana por la tarde todos los refugiados podrían salir en autobús, juntamente con otros de la expedición. Y, a la hora de cenar, volvió a aparecer aquel buen señor para anunciarles que, debido a la enorme cantidad de nieve acumulada en el puerto, no se podría pasar hasta dentro de dos o tres días. El día 7 cesó la nieve y comenzó a lloviznar. Un aldeano que había pasado el puerto les llevó unas cartas escritas en Hospitalet, el pueblo francés donde les esperaría el coche. Se aclaran los malentendidos 225. No era un coche de San Juan de Luz sino un taxista de Hospitalet quien debía haberles recogido. Pero como el taxista retrasó su salida, al día siguiente se encontró con que la nieve había interrumpido el paso por el puerto.

Si el aldeano que trajo las cartas había podido cruzar el puerto, ¿por qué no iban a poder pasarlo ellos en dirección contraria? También pensaron en alquilar un auto-oruga, pero el del refugio de alta montaña no funcionaba. Se consultó a los gendarmes; los cuales insistieron en que el puerto no era practicable. Quizá fuera ésta —pensaron— la ocasión de obtener ayuda del mando. En el Hotel Palacín se alojaban el coronel Boulard y los oficiales destacados por la República Francesa para defender el Principado de posibles incursiones de milicianos españoles. «Monsieur le Colonel» miraba con simpatía a los refugiados políticos, con quienes se encontraba a diario en el comedor. Por lo demás, era hombre de gran humanidad. Medía dos metros de altura y un poco menos de grosor. El coronel, hombre de maneras suaves y corteses, les aconsejó que, en aquellas condiciones, no tratasen de alcanzar la frontera francesa. A partir de aquel momento los amables saludos del militar tuvieron una débil respuesta en el comedor 226.

Como observa el cronista, habían dado la lata y Dios sabría por qué continuaba cerrado el puerto: «Después de haber insistido todo el día (el Padre dice que ineducadamente) nos hemos quedado tranquilos. Estamos ya dispuestos a esperar a que se abra el puerto, ¡pero que sea pronto!

Estamos reunidos en el comedor al lado de la estufa, y nos acordamos de los nuestros que quedan en el calvario de la zona roja. El Padre, cada vez que se acuerda, se entristece mucho. Hay que creer que esta obligada espera será muy conveniente, cuando el Señor así lo ha dispuesto» 227.

Durante esos días el Padre dijo misa en varios sitios: en la capilla del Colegio Meritxel, en la parroquia de Les Escaldes y, el día de la Inmaculada, 8 de diciembre, en el convento de la Sagrada Familia, coincidiendo con la fecha en que renovaban sus votos las monjas. La capilla era pobre y la ceremonia fue sencilla.

La nevada espesa que cubrió de blanco montes, casas y calles, prolongó la forzosa estancia del Padre en Andorra, de donde saldría con el recuerdo de las amenas tertulias en el hogar de mosén Pujol. Un mes más tarde, en sus Apuntes íntimos, en Pamplona, evocará esas veladas: andando junto al río, recordaba nuestras caminatas en Andorra, de la capital a Escaldes, de noche como hoy, luego de la tertulia con el buen Sr. Arcipreste 228.

Mosén Luis Pujol, cura ecónomo-arcipreste de Andorra la Vieja, hizo pronto muy buenas migas con don Josemaría. El primer día que éste dijo misa en la capital —una población de poco más de mil habitantes por aquel entonces—, invitó al cura forastero a visitar su casa. Mosén Luis vivía en la plaza principal, en una casa confortable. Allí tenía su despacho, una pequeña habitación decentemente amueblada con mesa de trabajo, cajoneras y estantería, más un sillón y tres o cuatro sillas. Unos cuadros con escenas religiosas de la vida de San Ignacio y de San Francisco Javier, junto con un crucifijo, adornaban las paredes. Sobre su mesa de despacho siempre había un puñado de cartas que reexpedir, de una a otra zona de España. El cometido del arcipreste, voluntariamente aceptado, consistía en abrirlas, cambiar el sobre y franquearlas de nuevo. Y, en algún caso especial, mantener correspondencia con terceras personas. Pero, a causa de la nevada, el trabajo del ecónomo-arcipreste se había interrumpido esos días 229.

«Hoy —es el 5 de diciembre cuando Pedro escribe esto en el Diario— el Arcipreste no nos recibe en el mencionado cuartito; tras de pasar una sala, con aspecto de comedor, bastante espaciosa, nos introduce en la cocina. El hecho de recibirnos en la cocina, al calor de la chimenea, tiene en Andorra, en casa del Arcipreste, todo el significado que en Palacio pudiera tener tomar la almohada o cubrirse ante el rey» 230.

La hospitalidad de mosén Luis es muy de agradecer, porque, con la tacita de café y la copa de anís servidas amablemente por el ama, mosén les pone al corriente de los últimos sucesos del mundo. Y, en particular, de los del principado de Andorra, como eran la llegada de monsieur le Colonel o la rebeldía de los andorranos, que incitados por el Ministro de Instrucción Pública español, Fernando de los Ríos, negaban al Obispo de Seo de Urgel la prestación de vasallaje 231. (Consistía el tradicional «present» al Obispo en unos capones, otros tantos jamones y doce quesos de oveja, junto con unas mil quinientas pesetas) .

Se repitió la invitación al día siguiente. Charlando pasaron todos una tarde agradable. De regreso al hotel por la orilla del río Valira, que bajaba hinchado por las nieves, corría un aire frío que cortaba el aliento.

En la festividad de la Inmaculada el arcipreste invitó a comer a don Josemaría. La conversación entre ellos dos, solos, tendría intimidad, indudablemente. Mosén Pujol le preguntaría sobre el paso de los Pirineos. A Andorra habían llegado multitud de fugitivos con sus historias y sus tragedias a cuestas. Mas, por encima de ningún otro relato, le impresionó a mosén el meditado silencio de don Josemaría: «lo que más me impresionó —testimonia el arcipreste de Andorra— fue oírle, respecto a todo lo pasado en aquellos días por la montaña, [...] lo siguiente: — “He sufrido tanto, que he hecho el propósito de no decir ningún sufrimiento”. Y así fue, porque ni en aquellos días ni después le oí comentar nada sobre el tormento ­pasado» 232.

(Sin pretender buscar o adivinar nuevos suplicios, es digno de añadir, puesto que sale al paso, lo que el Padre anotó en Pamplona el 2 de enero de 1938, en un nuevo cuaderno de sus Apuntes íntimos: todavía noté que me molestaban los pies, aunque casi no están ya hinchados: porque no eran sabañones, sino consecuencias de las grandes jornadas para la evasión. Y don Josemaría nada tenía de melindroso ante el dolor) 233.

Por la noche el Padre contó a los suyos el menú con que le regaló el arcipreste: entremeses variados, canalones, cabeza de ternera, chuletas, pastas... El cronista, lleno de admiración, se cree obligado a tomar nota de ello para el Diario; pero se le pasa el mencionar siquiera el apetito del invitado. Después de una temporada de hambre tan larga y tan tremenda como la que había padecido, don Josemaría tenía muy menoscabada la facultad de ingerir alimentos, hasta el punto de no sentir ya ganas de comer 234.

No se sabe cómo, corrió la noticia de que el 10 de diciembre estaría franco el puerto y que por la mañana saldría un autobús en esa dirección a las siete y media. Se levantaron a las seis, oyeron la misa que dijo el Padre en la parroquia de Escaldes y tuvieron tiempo de desayunar y hacer los preparativos del viaje. Unos momentos de nerviosismo; había que pagar la cuenta del hotel: ocho personas durante ocho días, a veinte francos diarios, más el diez por ciento. Total, 1.408 francos. Era preciso regatear, porque con el escaso dinero que les quedaba tenían que hacer frente a toda clase de gastos e imprevistos hasta llegar a España. Tal era su indigencia que ni calzado pudieron comprar en Andorra. Tras súplicas y regateos se dejó la cuenta en 1.300 francos, a satisfacción de los huéspedes y del hotelero. Mientras se llevaba a cabo este arreglo de cuentas, los viajeros se pusieron encima todas las prendas de abrigo que llevaban, arropándose las piernas con papel de periódico, embutido entre los calcetines para protegerse contra el frío 235.

El día era soleado. A las ocho salió un camión con veinticinco personas en asientos improvisados. De nuevo se vieron juntos muchos fugitivos de la expedición de José Cirera, el guía. Al pasar por el caserío de Encamp el motor trepidó con el esfuerzo, y tuvieron que bajar del camión. Después, de otro tirón, llegaron a Soldeu, donde el vehículo se negó rotundamente a seguir adelante. Faltaban catorce kilómetros hasta Pas de la Casa, en la raya fronteriza. Al principio la nieve resultaba grata a la pisada. Era escasa y crujiente. Poco a poco se fueron hundiendo hasta las rodillas; y el agua de la nieve, que empapaba las alpargatas, se iba haciendo pasta líquida con el papel de periódico que protegía los pies. De suerte que al caminar chapoteaban en una masa gélida y desagradable. En Pas de la Casa les esperaba un autobús de catorce plazas, en el que se amontonaron los evadidos españoles. Una brigada francesa había despejado la carretera desde el puerto hasta Hospitalet, donde estaba el control aduanero. Presentaron la documentación y se les concedió permiso para circular por Francia, tan sólo por veinticuatro horas. Así y todo, el Padre estaba decidido a detenerse en Lourdes antes de llegar a Hendaya 236.

Dieron con el taxista contratado por el hermano de Albareda. Tenía un viejo citröen, grande, pero insuficiente para ocho personas. La lentitud de la policía de frontera en efectuar los trámites de documentación, y la evidente displicencia del chófer, retrasaron la salida. Estaba anocheciendo y caía una niebla fina cuando dejaron Hospitalet. Tiritando de frío, no obstante ir forrados de periódicos y apretujados en el coche, trataron, en vano, de distraer al Padre. Fue éste, en cambio, quien, al pasar por Tarascón, les hizo un divertido comentario sobre el simpático personaje de Daudet, el famoso Tartarín, bravo cazador de leones 237.

Durmieron en el Hotel Central de St. Gaudens y, a la mañana siguiente, 11 de diciembre, se ajustaron otra vez en el citröen. Llegaron muy temprano a Lourdes. Todo estaba cerrado, excepto la cripta de la basílica. El sacerdote que recibió a don Josemaría en la sacristía, y con el que se entendió en latín, mostró su desconfianza al verle tan mal vestido. Pidió el Padre a Pedro que le ayudase la misa, pues iba a celebrarla por las intenciones de su padre, en difícil situación política y alejado de las prácticas religiosas. Pedro siguió esa misa con emoción, según refiere: «La impresión que siempre dejó en mí esta manifestación de celo sacerdotal y de cariño de nuestro Fundador hacia mi familia ha contribuido seguramente a que otros recuerdos de esa primera Misa suya en Lourdes se hayan desdibujado de mi memoria» 238.

Celebró el Padre en el segundo altar lateral de la derecha de la nave, cerca de la puerta de entrada a la cripta. Después, se sentaron a desayunar en un bar, tranquilamente, como si no tuvieran prisa. Rezaron una parte del Rosario en la Gruta. Aquella visita a Lourdes era en hacimiento de gracias por la gran familia de la Obra, por sus miembros y por los unidos a ella. «Recordaba a todos los que quedaban en zona roja uno por uno, y pensaba uno por uno en todos los que teníamos que localizar en cuanto llegáramos a la otra zona» , dice Juan Jiménez Vargas 239.

Llegaron a San Juan de Luz a las seis de la tarde. Allí quedó José María Albareda con su hermano. El resto cruzó, ya anochecido, el puente internacional en Fuenterrabía.

Capítulo 11

1. Los frutos del odio

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