“Al escribir esta memoria, mi ánimo fue el de inspirar a la juventud chilena un cierto deseo de viajar por el interior de Chile, con el intento de conocer su país, como también el de invitar a esta juventud a que buscase inspiraciones en la bella naturaleza de Chile, en la vida social de sus habitantes, en la hermosa realidad en medio de que vive, en fin, en lo pasado y el porvenir de su patria, y no en los misterios de París y Londres, que tanto la distraen.

Creo que más fácil sería encontrar en la capital de la Republica a un aficionado a la lectura que conozca bien los suburbios de S. Denis., S. Martin, S. Germain de París, que a un chileno que haya visitado las partes más hermosas y más lucrativas de Chile. Yo quisiera más bien encontrar en mis correrías a un entusiasta hijo del Mapocho en medio de los áridos quiscos de Atacama, con todo el ardor del sol del verano o bien en las extensas playas de Arauco, en una tempestad furiosa, que ver a un pálido y pensativo y melancólico joven con su Judío Errante en la mano, tendido en un magnífico sofá de Santiago, soñando con los parajes que sólo los novelistas habrán visto.

Más provecho tal vez resultaría de que aquel hijo entusiasta por su país, a la vuelta de sus viajes, nos dijese en un estilo claro, sencillo, aunque todavía más incorrecto que el mío, lo que habrá visto en sus excursiones, que lo que resulta de muchos escritos correctos, pero secos y desabridos, amoldados en aquellas formas exóticas que nos vienen de afuera”.

Ignacio Domeyko

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EN EL PAÍS NATAL

En el otoño de 1838 un hombre joven, envuelto en un abrigo gris de emigrante, llegaba a Chile a cumplir tareas de profesor de química y mineralogía en un nortino liceo de la provincia de Coquimbo. Había atravesado cordilleras, pampas, océanos, ciudades tumultuosas. Venía de un puerto inglés. Y antes, de un París que le enseñó un apego a las ciencias. Y mucho antes abandonaba Polonia, su país natal, en una época de dramáticas insurrecciones. Este resuelto, estudioso y visionario viajero era Ignacio Domeyko, un “hidalgo polaco”, como se llamaba buenamente a sí mismo.

Tercer hijo de una familia de cinco hermanos, Ignacio Domeyko nació en NieedzWiadka, Polonia, el 31 de Julio de 1802. Apenas pasado de los siete años de edad queda huérfano. Su padre Hipólito Domeyko, que ejercía de juez en el distrito de Novergraden, muere de repentina enfermedad. Arrodillado junto al cuerpo del padre muerto, besa sus pies y sus manos en una última triste despedida. Por esos días maduraban las grosellas y las murtillas en el patio de la solariega casa.

El niño Ignacio crece al cuidado de su madre, doña Carolina Ancuba de Domeyko, una mujer muy católica y piadosa. Vive en Niedzwiadka, en una casa con amplio jardín. A la edad de nueve años toma la Primera Comunión en la Bella iglesita del lugar, donde su madre lo lleva a misa los domingos. La imagen de esa capilla queda para siempre en su memoria: el campanario, la pequeña torre, las fiestas religiosas. Ahí cantaba súplicas y salmos con fervor y alegría. Muchas veces vio a su padre conducir del brazo al sacerdote con la Custodia en alto, y los fieles cantando “Dios es nuestra salvación”. Cerca estaba el río Usa, en cuyas placenteras aguas gustaba de bañarse en los veranos con un fondo de hermosos campos y colinas. Por los senderos de esos campos se iba con sus hermanos a buscar callampas y nueces; o se perdía por los bosques recogiendo muguetes y azucenas silvestres.

Hasta los once años recibe la enseñanza primaria en casa de su madre. No había riquezas en esa casa, sino una vida tranquila, de bienestar e independencia. Una niñera campesina le enseñaba canciones cracovinas. Allí suenan los relojes/y trompetas en la torre,/ y en el viejo castillo/ yacen nuestros reyes.

A veces se pasaba temporadas visitando a su abuela Aneutowa en los frondosos campos de Saczywki. Los días eran inolvidables jugando bajo los antiguos tilos. La abuela tenía un belicoso gallo que diariamente colgaba a la puerta de la casa en una gran jaula de madera. El canto de ese gallo marcaba el paso de las horas y las llamadas a la mesa del comedor. ¡Oh los días felices en casa de la abuela con guirnaldas de rosas y jazmines para su cumpleaños!

Aquí en Saczywki y muchos años después, Ignacio Domeyko se despedirá de su madre por última vez, cuando un joven, insurrecto y voluntarioso soldado dirá adiós a la casa familiar y a la tierra natal.

Si las fiestas en la iglesita llenaban de religiosidad su infancia, la celebración de las cosechas lo entusiasmaba de folclórica alegría. Del campo regresaban cantando las segadoras con sus cabezas coronadas de espigas de trigo. Un viejo violinista tocaba canciones populares. Abría danzas y bailes. Se repartía el pan centeno el queso y los mayores bebían aguardiente. Estas alegres y festivas imágenes quedaron para siempre en el atento niño que era Ignacio. Hacia los años de su vejez, Domeyko contaría que muchas veces se despertaba recordado el canto de las segadoras y las melodía del violín.

Desde la edad de diez años en 1812,cuando va al colegio, queda bajo la tutela de su tío Ignacio quien será su protector, su padre, su apoderado permanente. Ese mismo año le ayuda a plantar un grupo de tilos detrás de la casa. Ese año también, ve desfilar una parte del ejército que Napoleón I conducía contra la Rusia. Los vistosos uniformes, los muchos cañones las marchas musicales de las bandas, las banderas desplegadas al viento dejan en la atenta mirada de Ignacio un recuerdo de colorido espectáculo militar.

Otro de sus tíos, José, que había estudiado mineralogía, le hablará con pasión cuando lo llevaba a recorrer los bosques, de lo interesante de esos estudios. “Es probable que sus relatos hayan contribuido a que, treinta años después, yo me dedicara a esta profesión” dirá Domeyko, reflexionando en sus inicios vocacionales. De 1812 a 1816 completará sus estudios de humanidades en el colegio de los padres Píos, en Szczuczyn, aldea del distrito de Lida.

Adolescente y con fervor de aprenderlo todo, se traslada a la Universidad de Vilna, en cuyas prestigiosas aulas cursa diversas asignaturas, de manera especial ciencias físicas y matemáticas, hasta obtener el grado de licenciado. Además de sus estudios, en la universidad forma parte de un grupo denominado de los Filómatas: animado de fe y de afanes idealistas, estimulaba sólo el amor a la ciencia y la patria y pretendía destruir aquellas sociedades importadas y contagiadas de impiedad.

Alrededor de 1820-1821, la juventud de Vilna sufre, en castigo de su espíritu patriótico, las mayores persecuciones y crueldades bajo la administración del senador Novosilzof, favorito de Alejandro I, que dejará entre los polacos los más tristes recuerdos. El joven universitario Domeyko participa de la suerte de sus colegas e irá a las cárceles de Vilna. En las celdas tiene por compañero a Adán Mickiewicz, poeta y patriota polaco, y con quien mantendrá una ejemplar y permanente relación de amistad. Los sufrimientos de la juventud de Lituania inspirarán en el poeta, sus mejores creaciones. Mickiewicz (1796-1855) será considerado después como el gran poeta romántico de Polonia cuya obra capital -Pan Tadeusz- testimonia toda una epopeya rústica y caballeresca.

La mayor parte de aquella juventud de Lituania será confinada a las remotas provincias de Moscovia. Entre los pocos que se libran del destierro se cuenta a Domeyko. Pero busca refugio en el campo, retirándose en 1823, a la propiedad de su tío Ignacio, su tutor. Durante seis o siete meses se ocupa de las tareas agrícolas, y lee muchas obras literarias. Empieza a interesarse por los dramas de Shakespeare, los poemas de Goethe, algunas oraciones de la mística Teresa de Jesús y, sobre todo, por los poemas de Adán Mickiewizc, su amigo poeta que conoce en versiones originales hasta aprenderse de memoria.

Es una época de vigilancia y persecuciones de la policía rusa. Hacia el año de 1830, la insurrección de Polonia estalla por todas partes. Ignacio Domeyko, viviendo retiradamente en el campo, no permanece indiferente. Resuelve acudir al llamamiento de lo que considera su deber de patriota. Se incorpora al primer cuerpo de voluntarios que, camino al campo de batalla, pasa por las cercanías de la hacienda de su tío: “Besé la tierra querida y me levanté fresco y animoso ceñí el sable monté con ligereza en mi caballo castaño y ¡adiós!”. Pronto estaba a las órdenes del general Chlaposki entre jóvenes enflaquecidos, raídos, pero alegres y animosos, cantando: La Polonia no está perdida, /mientras nosotros vivamos. /Lo que nos han arrancado con el sable, /con el sable lo recobraremos.

La campaña resulta, sin embargo, una dramática y desventurada experiencia. De derrota en derrota, los insurrectos serán obligados a refugiarse en territorio extranjero. La fatal noticia de la toma de Varsovia encuentra a Domeyko en la fortaleza de Pilau, lugar donde el gobierno prusiano había mandado encerrar los restos de la división del general Chlaposki. Entre los centenares de refugiados que buscan hospitalidad en otras tierras está Ignacio Domeyko. Va primero a Dresde, después a Alemania y finalmente, a Francia.

En mayo de 1831, y viviendo como refugiado en Dresde, y para mal de males, el joven Domeyko recibe la noticia de la muerte de su madre. Es un golpe doloroso y duro. Cree no poder soportarlo. Busca una pequeña iglesia y ora: “Madre mía, ojalá que estas lágrimas piadosas sirvan a Dios de expiación por aquellas abundantes que derramaste desde mi nacimiento, cuando fui todavía una criatura enfermiza, más tarde un niño díscolo y desobediente, más tarde un presumido adolescente en el colegio y finalmente, el día de la separación cuando tu corazón te prevenía que ya no me verías más ni volverías a estrecharme en tu seno”.