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Dedicatoria

Introducción

1. La regulación jurídica del abuso sexual

Una definición del abuso sexual

El tratamiento jurídico del abuso sexual

2. El conflicto de intereses entre hombres y mujeres con respecto a eliminar el abuso sexual

El análisis de patologías/competencias

El costo de las precauciones versus la carga del exceso de implementación

Negociando a la sombra de las leyes sobre abuso sexual

3. El abuso sexual como disciplina

El mecanismo disciplinario

Disciplina caracterológica

Problematizar el interés de los hombres en el abuso

4. Abuso sexual y vestimenta femenina

Producción y regulación de la vestimenta sexy

La posición convencional: la vestimenta sexy provoca el abuso sexual

5. El abuso y la resistencia en el lenguaje de la vestimenta sexy

Conclusión

colección

mínima

Duncan Kennedy

ABUSO SEXUAL Y VESTIMENTA SEXY

Cómo disfrutar del erotismo sin reproducir la lógica de la dominación masculina

Traducción y edición al cuidado de
Guillermo Moro

Kennedy, Duncan

© Duncan Kennedy

© 2016, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

Dedicado a la memoria de Mary Joe Frug

Introducción

Este ensayo aborda de manera conjunta dos temas que parecerían estar en las antípodas: el abuso sexual de las mujeres por parte de los hombres y el vestirse sexy. El abuso sexual es una cosa seria, de hecho aterrorizante, y a menudo consideramos que la moda, sexy o no, es algo trivial, sin importar qué cantidad de nuestro tiempo ocupe. Pero los temas están, sin embargo, vinculados en dos discursos opuestos. A uno de estos lo llamaré “posición convencional”, en referencia al discurso de la cultura estadounidense dominante o tradicional sobre la sexualidad y el sexo. Según esta posición, el vestirse sexy está ligado al abuso porque a veces lo causa. Al otro discurso lo denominaré “feminismo radical”, para distinguirlo del feminismo liberal, del socialista, del cultural y del posmoderno. En este discurso, el abuso sexual es un factor constitutivo en el régimen del patriarcado que se refleja y reproduce en la moda. El abuso es la causa del vestirse sexy, no al revés.

Aunque en este ensayo critico tanto la posición convencional como la del feminismo radical, no soy neutral entre ellas. Soy un varón blanco heterosexual de clase media intentando asumir mi lugar en la cultura sexual que ha formado mi identidad. La posición convencional es mi antítesis; el feminismo radical es una promesa, pero también una amenaza.[1] Promete una mejor comprensión, vías de cambio y una posible alianza política en pos de trascender nuestro régimen de género. Amenaza la posibilidad de respetarme a mí mismo como hombre heterosexual.

Tanto la promesa como la amenaza se derivan del poder de análisis del feminismo radical sobre la erotización de la dominación. Me refiero a la noción de que el régimen del patriarcado construye la sexualidad masculina y la femenina de tal manera que tanto hombres como mujeres se excitan con vivencias e imágenes de dominación masculina sobre las mujeres. Acepto estas aserciones del feminismo radical: el abuso tiene un rol central y no periférico en nuestra sexualidad. La sexualidad tiene un rol central y no periférico en la dominación masculina. Fenómenos “meramente personales” como el sexo y la vestimenta son formas de participación política en el régimen del patriarcado. La cuestión, entonces, radica en si es posible que los hombres y mujeres heterosexuales sean sexuales y sientan placer dentro del régimen sin colaborar con la opresión.

Me acerco a esta cuestión dando un rodeo. En el capítulo 1 defino el abuso sexual y describo el régimen jurídico que a la vez lo restringe y lo tolera. En el capítulo 2 presento un análisis tentativo de cómo funcionan las normas jurídicas sobre abuso sexual en la distribución de poder y bienestar entre hombres y mujeres. En el capítulo 3 abordo el rol del abuso sexual en la regulación del comportamiento femenino y en la constitución de identidades masculinas y femeninas.

Estos capítulos sustentan dos ideas. Primero, existe un conflicto de intereses al menos aparente entre hombres y mujeres con respecto a la prevención del abuso sexual. Los hombres, y en particular los que no abusan de las mujeres, resultan afectados de muchas maneras por la negativa social a hacer más en contra del abuso. Parece plausible afirmar que los hombres consideran que muchos de estos efectos son beneficios. Un esfuerzo serio para reducir el abuso debe afrontar de un modo u otro el interés masculino en perpetuarlo.

Segundo, buena parte del abuso sexual es “disciplinario”, en el sentido de que funciona para reforzar las normas sociales del patriarcado. Estas normas cubren un espectro que va desde lo muy específico (normas sobre la vestimenta) hasta lo “caracterológico” (normas sobre lo que “debería gustarle” a un hombre o a una mujer antes que sobre sus comportamientos particulares). El capítulo 3 también introduce el (se apropia del) análisis del feminismo radical sobre cómo la formación del carácter a través de la sexualización de la dominación masculina funciona para sostener el régimen general del patriarcado. Intenta una crítica “minimalista” de esa posición, basada en una analogía con la crítica neomarxista al marxismo ortodoxo por sobrestimar la coherencia interna y el poder homogeneizador del capitalismo. Después sugiere la posibilidad del “placer/resistencia” en el vientre del monstruo.

El capítulo 4 sostiene que las prácticas de las mujeres relacionadas con su manera de vestirse son sitios de conflicto dentro del régimen antes que su simple reflejo. Numerosas subculturas vagamente definidas desafían la posición convencional sobre el vestirse sexy (la que lo considera una forma de mala conducta femenina que explica y de hecho justifica el abuso). Entre ellas la comunidad feminista, con su propia versión de qué es lo que está mal en la práctica y en la respuesta convencional a ella. Pero también hay una subcultura pop de vestimenta sexy con una interpretación bastante diferente, así como otras tendencias ideológicas. Las mujeres, a quienes no les queda otra opción que vestirse de algún modo dentro de este sistema de normatividades en disputa, no actúan ni como meras herramientas del patriarcado ni como los sujetos autónomos de la teoría liberal.

El capítulo 5 trata sobre el significado sexual de la moda y, de forma específica, sobre el complejo de significados asociados con la vestimenta femenina que se desvía de la norma apropiada para determinado ámbito en dirección hacia lo sexy. Un análisis semiótico de la vestimenta como producción de signos socialmente significativos respalda el análisis feminista según el cual los atuendos sexys están cargados de alusiones al abuso y son un factor en la erotización de la dominación de los hombres sobre las mujeres. Pero el mismo análisis sugiere la posibilidad del placer/resistencia a través de la vestimenta sexy, y sobre todo la posibilidad de erotizar la autonomía sexual femenina.

La conclusión retoma uno de los temas ya tratados, mostrando que la realidad del abuso de los hombres sobre las mujeres sofoca o desincentiva las actividades de la fantasía, el juego, la invención y el experimento, que son las únicas que nos permiten tener alguna esperanza de evolucionar o trascender nuestras modalidades actuales de sexualidad masculina y femenina. Por esta razón, sostengo que los hombres tienen al menos un interés potencial en luchar contra el abuso.

Como se desprende de este resumen, mi concepción está fuertemente condicionada por mi posición social en tanto hombre blanco heterosexual de clase media. No me parece necesario dar explicaciones y pedir disculpas por mi inhabilidad para escribir desde un lugar distinto del que ocupo. Pero mi voluntad, o más aún, mi deseo de escribir sobre este tema desde esta posición le debe mucho al surgimiento, en los años ochenta, de lo que llamaré “posmodernismo feminista prosexo”,[2] caracterizado desde mi perspectiva por los trabajos de Jane Gallop,[3] Judith Butler[4] y Mary Joe Frug.[5] Como el de ellas, mi enfoque está muy influenciado por el estructuralismo[6] y el posestructuralismo,[7] pero no me considero un feminista más de lo que me considero un nacionalista negro.[8]

La mayor parte de lo que tengo para decir es sobre la existencia del hombre blanco heterosexual de clase media en el terreno de la sexualidad. Este enfoque puede parecer perverso. Adopta la “perspectiva del perpetrador”, con la esperanza de cambiarla, en vez de la “perspectiva de la víctima”.[9] Toma la heterosexualidad, la raza y la clase como sistemas provisorios de significados y cargas, en vez de problematizarlos como completamente despiadados. Y presupone el sistema de dominación masculina, tratándolo como algo a reformar o alterar, en vez de intentar verlo desde fuera. Por cierto, ignoro si con todas estas limitaciones todavía es posible decir algo que valga la pena.

La primera mitad de este ensayo es una especulación sobre las ganancias y las pérdidas que se derivan, para diferentes clases de hombres y mujeres, de la tolerancia del abuso, de las normas que el abuso impone, y de la particular construcción social de la sexualidad masculina y femenina en la que el abuso está implicado. Parece riesgoso hablar de este tema en este lenguaje, el lenguaje de análisis de costos y beneficios propio del análisis económico del derecho (law and economics).[10]

Ese lenguaje impone distancia, objetifica, simplifica, aliena. Habla como si todas las personas con todos sus diferentes costos y beneficios fueran la misma persona, y como si el dolor intenso y el placer malvado pudieran ser “agregados” en masas indiferenciadas de “utilidad e inutilidad” con “pesos” que deben ser comparados. Habla como si el abuso no fuera una práctica con un valor moral inherente –y por lo tanto algo que puedo querer condenar o apoyar– desde una posición tecnocrática neutral, de acuerdo con lo que arrojen los números.

Se suma al peligro el hecho de que el abuso sexual sea un tema erotizado. Muchos hombres y mujeres, entre los que hay unos cuantos con serias convicciones feministas, vivencian algunas imágenes y escenarios de fantasía vinculados al abuso, incluidas la dominación sexual y la violación, como sexualmente excitantes, más allá de que también desaprueben o teman estas cosas y carezcan de un deseo consciente de abusar o ser abusados en la vida real. Una razón para hablar de este tema únicamente en un lenguaje de horror es que ese lenguaje es una especie de antídoto contra el aterrador poder lascivo de las imágenes que evoca. Irónicamente, el lenguaje neutral del análisis de costos y beneficios sugiere voyeurismo.

La virtud del análisis de costos y beneficios radica en que nos fuerza a concentrarnos en el aspecto del abuso que el lenguaje del horror niega, a saber, en el conflicto de intereses entre hombres y mujeres, así como al interior de cada uno de esos grupos, que queda oculto cuando reaccionamos de manera visceral. Estos conflictos no pueden dejarse de lado mediante un acto de voluntad, y tienen un profundo efecto sobre la política de la sociedad en términos de lo que diversas instituciones terminan haciendo cuando han realizado denuncias más o menos francas.

Si los hombres y las mujeres se benefician de diversos modos con el abuso es importante decirlo, porque es probable que el interés masculino vulgar en el abuso se traduzca en el control masculino de los procesos legislativos, judiciales y administrativos. Si los hombres tienen otros intereses, a menudo no reconocidos, de tipo extramoral, material, erótico o estético en reducir o eliminar el abuso, es importante explicitarlo. Estos intereses, si se los reconoce, pueden influenciar a la clase dirigente masculina. La meta no es hacer un cálculo neutral, sino encuadrar un argumento.

Existe otra razón, más compleja y problemática, para mi decisión de emplear este lenguaje. Puedo afirmar, y sentir, que la única actitud moralmente plausible hacia el abuso sexual de las mujeres es estar en contra porque es repugnante. Pero esta manera de presentarlo ya contiene una mentira, porque (que yo recuerde) no he vivido el abuso sexual. Por lo tanto, cuando sostengo que es algo horrible, quiero decir que es horrible tal como lo representan personas a las que yo les creo. Si voy a referirme al abuso, tendré que poder representarlo yo también, y no a partir de la experiencia.

Es importante evitar todo tipo de retórica diseñada para liberarme de la situación moralmente comprometida en la que me encuentro al ser miembro del grupo –todos los hombres– que se beneficia, de ciertas maneras, hasta cierto punto, del abuso. El análisis de costo-beneficio utiliza un lenguaje claramente generizado, desarrollado por –e identificado con– hombres, que hablo casi como si fuera mi lengua nativa. Valoro sus posibilidades de poder, su elegancia y su carácter (distanciadamente) perspicaz, aunque muchas otras personas (mujeres y hombres) no lo hagan. Esa voz es más “auténtica”, para mí, que la de la sensibilidad masculina que invierte su género, esa voz de empatía total con las mujeres como víctimas. Esto es así aun si advierto que este lenguaje (que “habla por mí”) me constituye como sujeto de maneras que no me gustan y que considero peligrosas, e incluso si quisiera que fuera un vehículo diferente, más apto.

1 Las obras que he vivenciado de esa manera y con las que me siento más en deuda son: Andrea Dworkin, Intercourse, Nueva York, Free Press, 1987; Right-Wing Women, Nueva York, Perigee Trade, 1982; Shulamith Firestone, The Dialectic of Sex: The Case for Feminist Revolution, Nueva York, Farrar, Straus and Giroux, 1970; Robin Morgan, Going Too Far: The Personal Chronicle of a Feminist, Nueva York, Random House, 1977; Catharine A. MacKinnon, “Feminism, Marxism, Method, and the State: Toward Feminist Jurisprudence”, Signs, 8: 635, 1983; Frances Olsen, “Statutory Rape: A Feminist Critique of Rights Analysis”, Tex. L. Rev., 63: 387, 1984, y Robin West, “The Difference in Women’s Hedonic Lives: A Phenomenological Critique of Feminist Legal Theory”, Wis. Women’s L. J., 3: 81, 1987. Véase, en general, Robin Linden y otros (eds.), Against Sadomasochism: A Radical Feminist Analysis, East Palo Alto, Frog in the Well Press, 1982. Para más referencias, véase capítulo 3. También quiero reconocer el impacto que han tenido sobre mi pensamiento dos artículos de Elizabeth M. Schneider, “Equal Rights to Trial for Women: Sex Bias in the Law of Self-Defense”, Harv. C. R.-C. L. L. Rev., 15: 623, 1980, y “Describing and Changing: Women’s Self-Defense Work and the Problem of Expert Testimony on Battering”, Women’s Rights Law Reporter, 9: 196, 1986.

2 Véase, en general, Carol Vance (ed.), Pleasure and Danger: Exploring Female Sexuality, Londres, Pandora Press, 1983.

3 Jane Gallop, Thinking through the Body, Nueva York, Columbia University Press, 1988.

4 Judith Butler, Gender Trouble: Feminism and the Subversion of Identity, Nueva York, Routledge, 1990.

5 Mary Joe Frug, Postmodern Legal Feminism, Nueva York, Routledge, 1992.

6 Véanse, por ejemplo, Ferdinand De Saussure, Course in General Linguistics (Charles Bally y otros, ed., y Roy Harris, trad., 1986); Claude Levi-Strauss, The Savage Mind, 1966; Jean Piaget, Play, Dreams and Imitation in Childhood, Nueva York, W. W. Norton and Company, Inc, 1962 (C. Gattegno y F. M. Hodgson, trads.).

7 Véanse, por ejemplo, Jacques Derrida, Of Grammatology, Londres y Baltimore, The Johns Hopkins University Press, 1976 (Gayatri Spivak, trad.); Michel Foucault, I The History of Sexuality: An Introduction, Nueva York, Vintage, 1980 (Robert Hurley, trad.). Sigo los pasos de David Kennedy, “Spring Break”, Tex. L. Rev., 63: 1277, 1985.

8 Véase Gary Peller, “Race Consciousness”, Duke L. J., 1990: 758, 1990. Algunos otros trabajos incluidos en este volumen de la New England Law Review [en el que se publica el artículo que aquí traducimos] que adoptan, me parece, una perspectiva bastante similar a la mía son los de Lama Abu-Odeh, “Post Colonial Feminism and the Veil: Considering the Differences”, New Eng. L. Rev., 26: 1527, 1992; Dan Danielsen, “Representing Identities: Legal Treatment of Pregnancy and Homosexuality”, New Eng. L. Rev., 26: 1453, 1992; Karen Engle, “Female Subjects of Public International Law: Human Rights and the Exotic Other Female”, New Engl. L. Rev., 26: 1509, 1992; Susan Keller, “Powerless to Please: Candida Royalle’s Pornography for Women”, New Engl. L. Rev., 26: 1297, 1992; y Karl E. Klare, “Power/Dressing: Regulation of Employee Appearance”, New Engl. L. Rev., 26: 1395, 1992.

9 Véase Alan D. Freeman, “Legitimizing Racial Discrimination through Anti-Discrimination Law: A Critical Review of Supreme Court Doctrine”, Minn. L. Rev., 62: 1049, 1978.

10 Las obras que más me han influenciado son Guido Calabresi, The Costs or Accidents, New Haven, Yale University Press, 1970; Richard Posner, Economic Analysis of Law, Austin, Aspen Publisher, 1977 (2ª ed.); y Steven Shavell, “Strict Liability versus Negligence”, Legal Stud., 9: 1, 1980. El moderno law and economics (derecho y economía) y el posestructuralismo tienen un extraño “origen” en común en las conferencias de Walras y de Saussure en la Suiza previa a la Primera Guerra Mundial, el neutral, multicultural “agujero en la rosquilla” de Europa. Puede compararse al efecto Leon Walras, Elements of Pure Economics, Boston, Harvard University Press (William Jaffé, trad., 1954) con De Saussure, ob. cit. Véase Duncan Kennedy, “A Semiotics of Legal Argument”, Syracuse L. Rev., 42: 75, 97, 1991.